Sheila Fentiman acercó un sillón y se sentó en un puf. Era una mujer de unos treinta y cinco años, y muy guapa de no haber sido por el aspecto de preocupación y mala salud que la hacía parecer mayor. Dorothy L. Sayers El misterio del Bellona Club DIGITALIZACIÓN: Título original: The Unpleasantness at the Bellona Club Primera edición: septiembre de 2005 1928, Dorothy L. Sayers © 2005, de la presente edición Random House Mondadori, S. A. Travessera de Grácia, 47-49. 08021 Barcelona P. D. James, por el prólogo © 2003, Susan Elizabeth George, por la introducción © 2005, Flora Casas, por la traducción Printed in Spain-Impreso en España ISBN: 84-264-1512-1 Depósito legal: B. 32.010-2005 Compuesto en Fotocomposición 2000, S. A. Impreso en Limpergraf Mogoda, 29. Barberá del Vallés (Barcelona) H 415121 Índice Prólogo, por P. D. James Introducción, por Elizabeth George 1. Cara de Musgo 2. La dama queda eliminada 3. Los corazones valen más que los diamantes 4. Lord Peter declara tréboles 5. ... Y se encuentra el palo de tréboles cerrado 6. Reaparece un naipe 7. La maldición de Escocia 8. Lord Peter triunfa por la fuerza 9. Jota alta 10. Lord Peter adelanta una carta 11. Lord Peter se lleva los triunfos 12. Lord Peter gana una baza 13. Triunfan picas 14. Gran slam de picas 15. Baraja y vuelve a repartir 16. Cuadrilla 17. Parker juega una mano 18. Figuras 19. Lord Peter juega la mano del muerto 20. Ann Dorland hace una apuesta 21. Lord Peter se echa un farol 22. Las cartas sobre la mesa Autopsia Epílogo, por Paul Austin Delagardie Prólogo No sería arriesgado asegurar que, si se le pide a cualquier lector que cite los seis mejores escritores o los personajes más famosos del género policiaco, incluya entre ellos los nombres de Dorothy L. Sayers y Peter Wimsey. Cuarenta años después de la publicación de su última novela, los lectores de las salas de embarque de los aeropuertos del mundo entero buscan un relato de Dorothy L. Sayers para aliviar el claustrofóbico aburrimiento y el miedo, solo a medias aceptado, a los viajes, de cuyos modernos terrores se salvó felizmente la novelista. Como todos los buenos escritores, creó un mundo único y de inmediato reconocible al que aún podemos escapar para reconfortarnos y volver a oír, con alivio y nostalgia, su voz inmensamente personal, divertida y confiada. A pesar de su imperecedera fama, pocos escritores del género han suscitado respuestas tan opuestas de lectores y críticos. Sus detractores muchas veces se centran en su aristocrático detective. En una conferencia sobre el oficio de escribir novelas policíacas, Sayers definió las cualidades básicas que necesariamente debe poseer un detective aficionado y protagonista de una serie, y creó a lord Peter Wimsey de acuerdo con esa descripción. Según ella, debía estar en situación de toparse con asesinatos y de trabajar con la policía. Las autoridades policiales agradecían casi servilmente la colaboración de lord Peter, y su creadora tomó otra precaución, le dio el inspector Charles Parker como amigo y cuñado. El detective debe ser lo suficientemente versátil para vérselas con los diversos medios y métodos criminales y no tener que perder tiempo recabando la opinión de los expertos sobre cada uno de los detalles. Lord Peter conoce a la perfección cinco o seis lenguas, es jugador de críquet nato, gastrónomo, conocedor de vinos y de mujeres, virtuoso pianista capaz de interpretar a Bach o a Scarlatti sin partitura y entendido bibliófilo, y se encuentra tan a gusto en un templo evangelista del East End como en un palacio. El detective tiene que ser rico y ocioso, libre para dejar sus ocupaciones habituales en cualquier momento para ir en busca de una pista escurridiza. Lord Peter jamás tropieza con el obstáculo del tiempo o el dinero para comprar el mejor consejo, viajar con libertad o fletar un avión para cruzar el Atlántico en busca de un testigo vital. El detective debe estar equipado físicamente para enfrentarse a criminales violentos. Aunque deplora su escasa estatura, lord Peter es experto en el combate corporal, puede dominar un caballo terco y aferrar con «mano de hierro» la muñeca de Reggie Pomfret, que es más joven y más robusto. El último requisito de la señorita Sayers consiste en que el carácter del detective pueda desarrollarse y evolucionar gradualmente en el transcurso de la serie, algo que ella ha cumplido, aun cuando el cambio del hombre mundano con monóculo de Whose Body? al sensible erudito agobiado por la culpa sollozando en el regazo de su esposa al final de Busman's Honeymoon no es tanto una evolución como una metamorfosis. No es de extrañar que un personaje con tales privilegios y tantas habilidades atraiga críticas o que sus detractores los tachen, a él y a su creadora, de esnobs, pedantes o intelectualmente arrogantes. Pero la virulencia de algunas críticas es la medida de su éxito. Otros escritores de novela policíaca de la misma época salen indemnes de la crítica porque Dorothy L. Sayers sabía escribir y la mayoría de los demás no, porque lord Peter vive y los demás personajes están muertos. Aunque Dorothy L. Sayers hizo tanto como cualquier otro escritor de novela policíaca para que el género pasara de ser un rompecabezas ingenioso pero anodino a una rama de la narrativa intelectualmente respetable con derecho a ser considerada novela, ella fue una innovadora del estilo y del propósito, pero no de la forma. Se conformó con funcionar dentro de los límites de la convención de un misterio central, un círculo cerrado de sospechosos, cada cual con su móvil para cometer el crimen, un detective aficionado que actúa como un superhombre, que supera en inteligencia y talento a la policía profesional, y una solución a la que el lector puede llegar mediante una deducción lógica a partir de las pistas desperdigadas con ingenio y astucia pero con imparcialidad. Las novelas son muy de su época por la complejidad y la inventiva de los métodos de asesinato. Los lectores de los años treinta esperaban que predominara el enigma y que el asesino, por su propia vileza, demostrara una habilidad y una astucia poco menos que sobrenaturales. No era la época del golpe en el cráneo seguido por 60.000 palabras de descripción psicológica. Los métodos de asesinato que concibió D. L. Sayers son demasiado ingeniosos, y al menos dos de ellos, dudosamente viables. Es muy poco probable que se pueda matar a una persona solo con ruido, una inyección letal de aire requeriría una jeringa sospechosamente grande y los métodos de asesinato en Have His Carcase y Busman's Honeymoon son complicados de modo innecesario, sobre todo si se tiene en cuenta la torpeza y la brutalidad de los villanos de esos relatos. Pero si bien pudo equivocarse en alguna ocasión, nunca dejó nada al azar deliberadamente, y sus notas dan fe de las molestias que se tomaba para investigar todos los detalles. Dominaba los trucos técnicos de su oficio: manipular los horarios de los trenes, entrecruzar pistas falsas con pistas verdaderas, inventar tramas que dependen de relojes, mareas, códigos secretos y misteriosos desconocidos, y utilizaba estos ardides con una frescura, una agudeza y una gracia que dan nuevo vigor incluso a la convención más trillada. Además, escribía con un humor refrescante, algo raro en la novela policíaca. En el género ha habido mucho farsante, y otros escritores han adoptado un humor burlonamente agitado y juvenil ante la muerte ficticia, pero pocos han logrado esa gracia profunda que brota de la persona observadora que de verdad disfruta de los caprichos, las contradicciones y los absurdos de la vida. Los cambios en las modas no pueden disminuir el humor contenido en la irrupción del señor Hankin en la oficina del corredor de apuestas de Muerte, agente de publicidad, la fiesta bohemia de Clouds of Witness, la investigación del pueblo en Los nueve sastres o la charla literaria en una fiesta sobre el libro de moda en Gaudy Night. Y cuán claramente reflejan su época esas novelas. Quizá porque muy a menudo las pistas se inscriben en las minucias rutinarias de la vida cotidiana, la novela policíaca puede reflejar mejor la sociedad contemporánea que otras formas literarias más cultas. En la serie de Wimsey parece como si de las propias páginas se desprendieran los sonidos, la atmósfera, el habla, el ambiente de los años treinta: los personajes del Bellona Club, con sus heridas de guerra, las solteronas valientes o patéticas de la agencia de la señorita Climpson, la vida jerarquizada y ordenada en un pueblo, ahora tan obsoleta como la rectoría en torno a la cual se desarrollaba, la desesperada alegría de los jóvenes, el miedo al desempleo tras la jovial camaradería de la vida de oficina en Muerte, agente de publicidad. ¿Y qué novela del género podría basarse hoy en día en la certeza de que todo un país se quedaría en silencio, paralizado, durante dos minutos, a la undécima hora del undécimo día del undécimo mes del año? ¿Qué personaje podría emular a lord Peter aparcando tranquilamente el coche en Jermyn Street mientras elige sin prisas un jamón o, como el general Fentiman, podría pasar un día entero en su club, y pagar la comida y un taxi con un viejo billete de diez chelines? El sabor de la época llega hasta los fascinantes detalles de la indumentaria, si bien la ropa que elige Harriet Vane para una merienda en el campo en Have His Carcase, una falda que ondea alborotadamente alrededor de sus tobillos, un sombrero enorme, uno de cuyos bordes oscurece su rostro mientras que el otro se vuelve hacia atrás, dejando al descubierto una cascada de rizos negros, zapatos de tacón beis, medias de seda y guantes con bordados, parece un poco estrafalaria incluso para una mujer decidida a cazar a un sospechoso de asesinato. Henry James dijo que tomarse a Edgar Allan Poe con algo más que un mínimo de seriedad denota falta de seriedad. Dorothy L. Sayers se tomaba sus novelas policíacas con cierto grado de seriedad, y seguramente le habría hecho gracia la cantidad de críticas que ha merecido su obra, el análisis del tratamiento que da en sus novelas a la justicia, la culpa, el castigo y los imperativos de la responsabilidad personal, la influencia de Wilkie Collins, la base moral de sus tramas, el tema que unifica toda su obra en cuanto a la importancia, poco menos que sagrada, de la actividad creativa del ser humano. Por una parte, todo eso es importante para la comprensión de las novelas, y por otra parte nos resulta fascinante, pero no cabe duda de que la fuerza imperecedera de las novelas consiste en que fueron escritas para el ocio, y que aún sigue siendo esa su función. Están destinadas al disfrute, y ellas y sus protagonistas poseen la vitalidad creativa que garantiza la supervivencia. P D. JAMES Introducción Si Dorothy L. Sayers se enterase de cómo conocí sus maravillosas novelas policíacas, probablemente la ilustre novelista se revolvería en su tumba. Hace años, el actor Ian Carmichael protagonizó un buen número de películas basadas en esas novelas, que finalmente vi en el canal de la televisión pública de Huntington Beach, California. Recuerdo al presentador del programa recitando los detalles más sobresalientes de la vida y la trayectoria profesional de Sayers -una de las primeras licenciadas en Oxford y traductora de Dante, entre otras cosas-, y me quedé impresionada, pero aún me impresionó más su encantador detective, lord Peter Wimsey, y empecé a buscar sus novelas. Como nunca he sido muy aficionada a las novelas policíacas, y sigo sin serlo, no sabía de la existencia de ese personaje extraordinario. Enseguida me dejé arrastrar por todo lo que lo rodea, desde su peculiar lenguaje hasta sus parientes. Poco a poco, con escasa diferencia, me vi enganchada a Wimsey, a Bunter, su omnipresente y tranquilo criado, a la duquesa viuda de Denver, al estirado duque de Denver y a la insoportable duquesa, al vizconde de St. George, a Charles Parker, a lady Mary... Encontré en las novelas de Dorothy L. Sayers el tipo de protagonista que me encantaba cuando leía novela: alguien con vida «real», no el héroe sin relaciones humanas, tan conveniente para que no interfiera en el argumento del novelista. Descubrí que Dorothy L. Sayers tenía mucho que enseñarme, como lectora y como futura novelista que yo era. Mientras que muchos novelistas de la época dorada del género policiaco reducen la trama al crimen de rigor, los sospechosos, las pistas y las falsas pistas, Sayers no presenta un panorama tan limitado en sus obras. Considera el delito y la investigación consiguiente un simple marco para contar una historia mucho más amplia, el esqueleto, por así decirlo, sobre el que colocar los músculos, órganos, vasos sanguíneos y características físicas de un relato mucho más extenso. Escribía lo que yo denomino novela-tapiz, un libro en el que el escenario se hace realidad (desde Oxford hasta la dramática costa de Devon, pasando por la lóbrega llanura de los pantanos), en el que a través del argumento principal y los secundarios los personajes desempeñan funciones que sobrepasan las de los simples actores en el escenario de la investigación criminal, en el que se desarrollan diversos temas, en el que se utilizan símbolos literarios y de la vida, en el que abundan las alusiones a otra clase de literatura. En resumen, Sayers «no toma prisioneros», como yo lo llamo, en su enfoque de la novela policíaca. No escribía para adaptarse a sus lectores, sino que daba por sentado que sus lectores estarían a la altura de lo que esperaba de ellos. Encontré en sus obras una riqueza que no había visto en otras novelas policíacas. Me sumergí en la minuciosa aplicación del detalle que caracteriza sus argumentos y me enseñó todo lo que hay que saber sobre las campanas en Los nueve sastres, sobre las insólitas aplicaciones del arsénico en Strong Poison y sobre la belleza arquitectónica de Oxford en Gaudy Night. Escribió sobre todos los temas, desde criptología hasta enología, haciendo inolvidable el enloquecido período de entreguerras que señalaba la muerte de un manifiesto sistema de clases y anunciaba el comienzo de una época insidiosa. Sin embargo, lo que sigue destacando en la obra de Sayers es su deseo de investigar la condición humana. Las pasiones de unos personajes creados hace ochenta años siguen siendo tan reales como entonces. Las motivaciones de la conducta de las personas no son ahora más complejas que en 1923, cuando lord Peter Wimsey se presentó en público por primera vez. Los tiempos han cambiado, y la Inglaterra de Sayers resulta irreconocible en muchos sentidos para el lector actual, pero uno de los auténticos placeres de leer una novela de Sayers hoy en día es ver que los tiempos en los que vivimos modifican nuestra percepción del mundo que nos rodea pero no contribuyen en absoluto a cambiar lo más íntimo del ser humano. Cuando empecé a escribir novelas policíacas, decía que me conformaría con que alguna vez se mencionara mi nombre de un modo elogioso junto al de Dorothy L. Sayers. Hoy me alegro de poder decir que así ocurrió, con la publicación de mi primera novela. Si lograra ofrecer al lector al menos una parte de los detalles y los deleites que ofrece Sayers en sus novelas de Wimsey, me daría por más que satisfecha. No cabe duda de que la reedición de una novela de Sayers es un verdadero acontecimiento. Los lectores que, una generación tras otra, la incorporan a su vida se embarcan en un viaje inolvidable con un compañero aún más inolvidable. En momentos de extrema desesperación se puede recurrir a Sherlock Holmes en busca de una solución rápida a nuestros sufrimientos, pero como bálsamo que asegura la supervivencia frente a las vicisitudes de la vida, nada mejor que aferrarse a lord Peter Wimsey. ELIZABETH GEORGE Huntington Beach, California 27 de mayo de 2003 1 Cara de Musgo -¿Qué demonios haces en este depósito de cadáveres, Wimsey? -preguntó el capitán Fentiman arrojando el Evening Banner como si se librase de algo tedioso. -Bueno, yo no lo llamaría así -replicó Wimsey afablemente-. Más bien capilla ardiente. Fíjate en el mármol, en las cortinas y en todo lo demás. Fíjate en las palmas y en el casto desnudo de bronce del rincón. -Sí, y fíjate en los cadáveres. Este sitio siempre me recuerda eso tan viejo de Punch... «Camarero, llévese a lord Nosecuántos. Lleva dos días muerto». Fíjate en Ormsby, roncando como un cerdo. Fíjate en mi venerable abuelito... Viene aquí todas las mañanas, a trancas y barrancas, a las diez, coge el Morning Post y el sillón junto a la chimenea y se queda como un mueble más hasta la noche. ¡Pobre viejo! ¿Me imaginas así un día de estos? Ojalá me hubiera quitado antes de en medio cualquier alemán. ¿De qué vale pasar por todo eso? ¿Qué quieres? -Yo un Martini seco -dijo Wimsey-. ¿Y tú? Dos Martinis secos, por favor, Fred. Esta historia del día del recuerdo le pone a uno de los nervios, ¿no? Estoy convencido de que a la mayoría de nosotros nos encantaría mandar al cuerno tanta histeria colectiva si no fuera porque esos repugnantes periódicos no hablan de otra cosa. Pero no me atrevo a alzar la voz. Me echarían a patadas del club. -Da igual lo que digas. Lo harían de todas maneras -replicó Fentiman, pesaroso-. Pero ¿qué haces aquí? -Esperar al coronel Marchbanks -contestó Wimsey. -¿Para cenar con él? -Sí. Fentiman asintió en silencio. Sabía que al hijo de Marchbanks lo habían matado en la batalla de la Colina 60, y que el coronel tenía por costumbre ofrecer a los amigos íntimos de su hijo una pequeña cena, sin etiqueta, el día del Armisticio. -No tengo problemas con el viejo Marchbanks -dijo, tras una pausa-. Es buena persona. Wimsey le dio la razón. -Y a ti, ¿cómo te va? -preguntó. -Pues un asco, como de costumbre. El estómago hecho trizas y sin dinero. ¿De qué sirve todo eso, Wimsey? Vas a luchar por tu país, te rompen las tripas, pierdes el trabajo, y lo único que te ofrecen es el privilegio de desfilar ante el cenotafio una vez al año y pagar cuatro chelines de impuesto sobre la renta. Sheila también está rara... La pobre chica trabaja demasiado. Es deplorable que un hombre tenga que vivir de lo que gana su mujer, ¿verdad? No puedo hacer nada, Wimsey. Me pongo enfermo y tengo que dejar el trabajo. El dinero... no me preocupaba el dinero antes de la guerra, pero te juro que hoy en día cometería cualquier delito con tal de hacerme con unos ingresos medianamente decentes. Con el nerviosismo y la excitación, Fentiman elevó el tono de voz. Un ex combatiente, hasta entonces invisible en un sillón cercano, asomó indignado la enjuta cabeza, como de tortuga, y soltó un «chist» sibilante. -Bueno, yo que tú no lo haría -replicó Wimsey como si tal cosa-. Verás, el crimen requiere gran profesionalidad. Incluso una persona prácticamente idiota como yo puede jugar a los detectives con un Moriarty aficionado. Si estás pensando en ponerte un bigote postizo y cargarte a un millonario a martillazos, ni se te ocurra. Esa odiosa costumbre que tienes de fumarte los cigarrillos hasta el último milímetro te delataría en cualquier parte. Yo mismo, con solo una lupa y un calibrador, diría enseguida: «El asesino es mi querido y viejo amigo George Fentiman. ¡Deténganlo!». Igual no te lo crees, pero estoy dispuesto a sacrificar a mis seres más queridos con tal de ganarme el favor de la policía y que me dediquen un par de párrafos en la prensa. Fentiman se echó a reír y aplastó la dichosa colilla en el cenicero que tenía más a mano. -Me extraña que alguien quiera conocerte -dijo. Su voz ya no tenía aquel tono de tensión y amargura, y parecía simplemente divertido. -No quieren -replicó Wimsey-. Lo que pasa es que piensan que tengo demasiado dinero para encima ser inteligente. Es como si te enteras de que el conde tal o cual es el protagonista de una obra de teatro. Todo el mundo va a suponer que su actuación será espantosa. Te voy a contar mi secreto. Todas mis investigaciones criminológicas me las hace un «fantasma» por tres libras a la semana, mientras que yo aparezco en los titulares y me lo paso estupendamente con periodistas famosos en el Savoy. -No veas qué alegría me das, Wimsey -dijo Fentiman con cierto abatimiento-. No eres precisamente ingenioso, pero tienes esa especie de gracia que me recuerda las revistas musicales menos exigentes. -Es la autodefensa de la mente de primer orden ante la persona superior -dijo Wimsey-. Oye, lamento lo de Sheila. No quisiera ofenderte, pero ¿por qué no me permites...? -Muy amable de tu parte -replicó Fentiman-, pero no quiero. Sinceramente, no existe la más remota posibilidad de que pudiera devolvértelo, y aún no he llegado al extremo de... -Aquí viene el coronel Marchbanks -lo interrumpió Wimsey-. Ya hablaremos en otra ocasión. Buenas noches, coronel. -Buenas noches, Peter. Buenas noches, Fentiman. Vaya día precioso que hemos tenido. No, nada de cócteles, gracias. Seguiré con el whisky. Siento mucho haberte hecho esperar, pero es que he estado un rato con el pobre Grainger ahí arriba. Me temo que está bastante fastidiado. Entre nosotros, Penberthy no cree que pase el invierno. Un hombre muy competente, ese Penberthy... Parece mentira que haya mantenido al viejo durante tanto tiempo, con los pulmones tan delicados que tiene. ¡En fin! A eso llegaremos todos. Pero ahí está tu abuelo, Fentiman... Es otro de los milagros de Penberthy. Debe de tener noventa años, si no más. ¿Me disculpáis un momento? Quiero hablar con él. Wimsey siguió con la mirada la figura erguida del anciano mientras cruzaba el espacioso salón de fumadores, deteniéndose de vez en cuando para intercambiar saludos con los demás miembros del Bellona Club. Junto a la enorme chimenea había un gran sillón orejero de estilo victoriano. Dos piernas como alambres con botas impecablemente abotonadas al final y apoyadas sobre un escabel eran lo único visible del general Fentiman. -Es curioso, ¿no? -murmuró su nieto-. Para el viejo Cara de Musgo la de Crimea sigue siendo la guerra, lo de los bóers lo pilló demasiado mayor. Le dieron el grado de oficial cuando tenía diecisiete años, y como lo hirieron en Mayuba... Se calló. Wimsey no le prestaba atención. Seguía observando al coronel Marchbanks. El coronel volvió donde estaban ellos, con pasos silenciosos y precisos. Wimsey se levantó y se dirigió hacia él. -Mira, Peter -dijo el coronel, con su amable rostro profundamente preocupado-. Ven un momento. Me temo que ha ocurrido algo bastante desagradable. Fentiman los miró; algo en su actitud lo impulsó a levantarse y seguirlos hasta la chimenea. Wimsey se inclinó sobre el general Fentiman y con delicadeza le quitó el Morning Post de las sarmentosas manos, entrelazadas sobre el flaco pecho. Lo tocó en el hombro y con la mano rodeó la cabeza blanca acurrucada contra el sillón. El coronel lo observaba con angustia. Después, de un tirón, Wimsey levantó el cuerpo inerte. Se irguió entero, tieso como un muñeco de madera. Fentiman se echó a reír, sin poder contener las histéricas carcajadas que casi lo atragantaban. Los escandalizados bellonianos se levantaron haciendo crujir sus pies gotosos, alarmados ante semejante descortesía. -¡Lleváoslo de aquí! -gritó-. Lleváoslo. ¡Lleva dos días muerto! ¡Como vosotros, como yo! ¡Estamos todos muertos y no nos habíamos dado cuenta! 2 La dama queda eliminada No se podría asegurar qué acontecimiento les resultó más desagradable a los miembros de más edad del Bellona Club, si la grotesca muerte del general Fentiman allí en medio o la indecorosa neurastenia de su nieto. Solo los más jóvenes no se escandalizaron; sabían demasiado. Dick Challoner (conocido por sus más íntimos como Challoner Tripa de Hojalata, debido a que le habían colocado una pieza de repuesto tras la segunda batalla del Somme) se llevó a Fentiman, jadeante, a la biblioteca desierta para que se recuperase. El secretario del club entró a toda prisa, en camisa y pantalones, con la espuma de afeitar aún pegada a la cara. Tras echar una ojeada envió a un agitado camarero a ver si el doctor Penberthy seguía en el club. El coronel Marchbanks cubrió reverentemente la rígida cara que yacía en el sillón con un gran pañuelo de seda y se quedó de pie, en silencio. Se formó un pequeño círculo en torno a la alfombrilla de la chimenea, sin saber muy bien qué hacer. De vez en cuando el círculo se ensanchaba con personas a quienes les habían dado la noticia al entrar en el vestíbulo. Del bar salió un grupito. «¿Cómo, el pobre Fentiman?», decían. «Por Dios, no me digas. Pobre muchacho. El corazón, me imagino.» Apagaron los cigarrillos y los puros y se quedaron por allí, sin ganas de alejarse. El doctor Penberthy se estaba cambiando para la cena. Bajó apresuradamente, justo en el momento en que iba a salir para una cena de celebración del Armisticio, con el sombrero de seda en la coronilla y el abrigo y la bufanda sueltos. Era un hombre delgado, moreno, con los modales bruscos que distinguen al médico militar del médico del West End. Los que estaban ante la chimenea le dejaron sitio, salvo Wimsey, que se quedó como un tonto junto al sillón, contemplando impotente el cadáver. Penberthy palpó rápidamente, con mano experta, el cuello, las muñecas y las articulaciones de las rodillas. -Lleva varias horas muerto -anunció con acritud-. El rigor mortis extendido... empieza a pasar. -A modo de ilustración, movió la pierna izquierda del difunto, que se quedó colgando a la altura de la rodilla-. Me lo esperaba. El corazón estaba muy débil. Podía ocurrir en cualquier momento. ¿Alguien ha hablado hoy con él? Miró a su alrededor con expresión interrogativa. -Yo lo vi aquí después del almuerzo -apuntó alguien-. No hablé con él. -Yo pensaba que estaba dormido -dijo otro. Nadie recordaba haber hablado con él. Estaban acostumbrados a ver al general Fentiman dormitando junto a la chimenea. -En fin -dijo el médico-. ¿Qué hora es? ¿Las siete? -Tras calcular mentalmente, añadió-: Digamos que cinco horas para que se iniciara el rigor mortis... que debió de ser muy rápido. Probablemente entró aquí a su hora de costumbre, se sentó y falleció. -Siempre venía andando desde Dover Street -intervino un ancianito-. Yo le decía que era demasiado esfuerzo, a su edad. Tú lo sabes, cuántas veces se lo habré dicho, Ormsby. -Sí, sí -replicó Ormsby, con el rostro encendido-. Desde luego que sí. -En fin, ya no se puede hacer nada -dijo el médico-. Murió mientras dormía. Culyer, ¿hay alguna habitación vacía a la que podamos llevarlo? -Por supuesto -contestó el secretario-. James, coja de mi despacho la llave de la número dieciséis y dígales que preparen una cama. Doctor, supongo que cuando finalice el rigor mortis... o sea, podremos... -Sí, claro, podrán hacer todo lo necesario. Les enviaré a alguien para que lo amortajen. Habría que informar a la familia... pero será mejor esperar hasta que podamos mostrarlo un poco más presentable. -El capitán Fentiman ya lo sabe -dijo el coronel Marchbanks-. Y el comandante se aloja en el club... Seguramente volverá dentro de poco. Y hay una hermana, según creo. -Sí, lady Dormer -dijo Penberthy-. Vive en Portman Square. Llevan años sin hablarse, pero de todos modos tendrá que enterarse. -Telefonearé yo -dijo el coronel-. No podemos dejarlo en manos del capitán Fentiman, porque no se encuentra en condiciones, el pobre. Tendrá que echarle un vistazo, doctor, cuando haya acabado con lo de aquí. Ya me entiende... Un ataque de lo de siempre, los nervios. -De acuerdo. ¡Ah, Culyer! ¿Está preparada la habitación? Bien; entonces vamos a trasladarlo. A ver, que alguien lo coja por los hombros... No, usted no, Culyer. -El secretario solo tenía un brazo sano-. Lord Peter, sí, gracias... Levántelo con cuidado. Wimsey colocó sus fuertes y largas manos bajo los brazos rígidos; el médico levantó las piernas y se llevaron el cadáver. Parecían formar parte de un espeluznante cortejo del día de Guy Fawkes, acarreando irreverentemente aquel maniquí que cabeceaba y se balanceaba entre sus brazos. Se cerró la puerta cuando salieron, y dio la impresión de que desaparecía la tensión. El círculo se deshizo en grupitos. Alguien encendió un cigarrillo. La tirana del planeta, la Muerte senil, les había presentado su gris espejo unos momentos para mostrarles la imagen de lo por venir, pero de repente el espejo desapareció, y se desvaneció la situación desagradable. Feliz coincidencia que Penberthy fuera el médico del anciano, porque estaba al tanto de todo. Pudo firmar el certificado de defunción, sin investigaciones, sin nada inoportuno. Los miembros del Bellona Club podían irse a cenar. El coronel Marchbanks se dirigió a la otra puerta, que daba a la biblioteca. En una estrecha antesala entre las dos habitaciones había una pequeña cabina telefónica, muy conveniente para los miembros del club que no deseaban salir al vestíbulo, zona casi pública. -¡Eh, coronel! Ahí no. Ese aparato está averiado -dijo un hombre llamado Wetheridge, que lo había visto llegar-. Es una vergüenza. Yo quería llamar por teléfono esta mañana y... ¡Vaya! Ya no está el cartel. Supongo que vuelve a funcionar. Tendrían que avisarnos de estas cosas. El coronel Marchbanks no hizo mucho caso a Wetheridge. Era el protestón del club, que destacaba incluso entre la hermandad de los dispépticos y los autoritarios, siempre amenazando con presentar una queja ante el comité, acosando al secretario y pinchando a los demás miembros. Murmurando, se replegó en su sillón y su periódico vespertino, y el coronel entró en la cabina para llamar a la casa de lady Dormer, en Portman Square. Momentos después salió al vestíbulo, pasando por la biblioteca, y vio a Penberthy y a Wimsey, que bajaban por la escalera. -¿Le ha dado ya la noticia a lady Dormer? -preguntó Wimsey. -Lady Dormer ha muerto -respondió el coronel-. Su doncella me ha dicho que falleció tranquilamente a las diez y media, esta misma mañana. 3 Los corazones valen más que los diamantes Unos diez días después de aquel extraordinario día del Armisticio, lord Peter Wimsey estaba en la biblioteca de su casa leyendo un singular ejemplar del siglo XIV, de Justiniano, que le proporcionaba un placer muy especial por estar adornado con numerosos dibujos en sepia, de factura muy delicada no siempre igualada por el tema ilustrado. A su lado, convenientemente situada, había una mesa con una licorera de cuello largo de un oporto inapreciablemente viejo. De vez en cuando renovaba su interés con unos sorbos, frunciendo los labios pensativamente y paladeando con lentitud el agradable saborcillo. Un timbrazo en la puerta de la casa le hizo exclamar «¡Diantre!» y prestar oídos a la voz del intruso. No pareció disgustarle lo que oyó, porque cerró el Justiniano y desplegó una cálida sonrisa cuando se abrió la puerta. -El señor Murbles, milord. El menudo caballero de edad provecta que hizo acto de presencia encarnaba tan a la perfección su papel de abogado familiar, que realmente era difícil distinguir en él algo así como una personalidad propia, más allá de la fortaleza de su buen corazón solo comparable a su debilidad por las pastillas mentoladas. -Espero no molestarlo, lord Peter. -No, por Dios, señor. Siempre es un placer verlo. Bunter, una copa para el señor Murbles. Me alegro de que haya venido. El Cockburn del ochenta y seis siempre sabe mucho mejor en compañía, en compañía con criterio, quiero decir. Una vez conocí a un tipo que lo contaminaba con triquinopol. No volvieron a invitarlo. Al cabo de ocho meses, se suicidó. No digo yo que fuera ese el motivo, pero estaba destinado a acabar mal, ¿no? -Me espanta usted -replicó con gravedad el señor Murbles-. He visto a muchos hombres condenados a la horca por delitos con los que podría ser mucho más comprensivo. Gracias, Bunter, gracias. Espero que se encuentre usted bien. -Gozo de excelente salud, señor. Se lo agradezco -contestó Bunter. -Eso está muy bien. ¿Ha hecho fotografías últimamente? -Unas cuantas, señor, pero de carácter puramente pictórico, si se me permite llamarlo así. Es una lástima, pero el material criminológico escasea últimamente, señor. -Quizá el señor Murbles nos haya traído algo -apuntó Wimsey. -No -respondió el señor Murbles, sujetando el Cockburn del ochenta y seis bajo la nariz y agitando con delicadeza la copa para que se desprendieran los vapores-. Francamente, no puedo decir tal cosa. No voy a ocultar que he venido con la esperanza de aprovecharme de sus extraordinarias dotes de observación y deducción, pero me temo... no, espero... aún más, estoy convencido de que no se trata de nada inconveniente. El hecho es que -añadió cuando se cerró la puerta al retirarse Bunter- ha surgido una curiosa cuestión en relación con la triste muerte del general Fentiman en el Bellona Club, de la que, según tengo entendido, fue usted testigo. -Si entiende usted eso, Murbles, entiende un montón de cosas más que yo -dijo crípticamente su señoría-. No fui testigo de la muerte, sino del descubrimiento de la muerte, que supone con mucho una gran diferencia. -¿Hasta qué punto es una gran diferencia? -preguntó el señor Murbles con ansiedad-. Es precisamente lo que estoy intentando averiguar. -Eso es mucho preguntar -respondió Wimsey-. Creo que sería mejor -levantó la copa y la inclinó pensativo, observando el vino descendiendo como los pétalos de una flor des de el borde hasta el pie- que me dijera exactamente qué quiere saber... y por qué. Al fin y al cabo, soy miembro del club... sobre todo por vínculos familiares, supongo... pero así son las cosas. El señor Murbles levantó la vista bruscamente, pero Wimsey parecía centrado en el oporto. -De acuerdo -dijo el abogado-. Muy bien. Los hechos son los siguientes. Como usted sabe, el general Fentiman tenía una hermana, Felicity, doce años menor que él. De joven era muy hermosa y muy obstinada, y tendría que haber hecho una buena boda, si no fuera porque los Fentiman, si bien de excelente cuna, no eran precisamente acomodados. Como ocurría en aquella época, todo el dinero de que disponían se dedicó a la educación del chico, a comprarle un destino en un regimiento de primera y mantenerlo allí con el estilo de vida que se consideraba indispensable para un Fentiman. Por consiguiente, no quedó nada para ofrecer una dote a Felicity, y eso, hace sesenta años, era una auténtica catástrofe para una joven. »En fin; Felicity se hartó de que la llevaran de acá para allá en el círculo social con los vestidos de muselina y los guantes zurcidos que habían pasado tantas veces por la tintorería... y tuvo el valor de rechazar las continuas estrategias de su madre como casamentera. Había un vizconde espantoso, caduco, consumido por las enfermedades y el libertinaje, a quien le habría encantado llegar babeante al altar de la mano de una criatura de dieciocho años tan hermosa como ella, y lamento decir que el padre y la madre de la muchacha hicieron todo lo posible para obligarla a aceptar tan vergonzoso matrimonio. Estaba anunciado el compromiso e incluso concretado el día de la boda cuando Felicity anunció tranquilamente una mañana, para espanto de su familia, que había salido antes del desayuno y se había casado, con el secreto y la prisa más indecentes, con un hombre de mediana edad llamado Dormer, muy honrado, con dinero en abundancia y (es terrible tener que decirlo) próspero fabricante de botones; para más detalle, hechos de cartón piedra o algo así, con rabo irrompible patentado: esos eran los repugnantes antecedentes con los que se había vinculado aquella obstinada joven victoriana. »Naturalmente, el escándalo fue terrible, y como Felicity era menor, los padres hicieron todo lo posible para que el matrimonio se anulase. Sin embargo, Felicity trastocó con eficacia sus planes escapando de su dormitorio (me temo que bajó por un árbol del jardín trasero, con miriñaque y todo) y se fugó con su marido. Tras lo cual, y al ver que había ocurrido lo peor (por supuesto, siendo hombre de acción rápida, Dormer no perdió tiempo en dejar a su esposa en estado), los ancianos padres pusieron al mal tiempo buena cara, a la solemne manera victoriana. Es decir, dieron su consentimiento al matrimonio, enviaron los efectos personales de su hija a su nuevo hogar en Manchester y le prohibieron que volviera a traspasar el umbral de su casa. -De lo más correcto -murmuró Wimsey-. Estoy decidido a no ser padre. Las costumbres modernas y la desintegración de las tradiciones antiguas sencillamente han destruido este asunto. Voy a dedicar mi vida y mi fortuna a financiar investigaciones para encontrar el mejor método de producir seres humanos con huevos, con decoro y sin obstrucciones. Toda la responsabilidad parental recaerá sobre la incubadora. -Esperemos que no -dijo el señor Murbles-. Mi profesión depende en gran parte de los enredos familiares. Pero continuemos. Parece que el joven Arthur Fentiman compartía las opiniones de su familia. Le repugnaba tener un cuñado en el negocio de los botones, y las chanzas de sus compañeros no contribuyeron a suavizar sus sentimientos hacia su hermana. Se hizo impenetrable, el militar auténticamente profesional, encallecido, y se negó a reconocer la existencia de nadie que se apellidara Dormer. Lo cierto es que el tipo era un buen soldado y no pensaba más que en sus asuntos militares. Se casó al cabo del tiempo, pero no hizo una buena boda, porque no poseía los medios para contraer matrimonio con una mujer de la nobleza, y no pensaba rebajarse a una boda por dinero, como la incalificable Felicity. Se casó con una dama a su medida, que contaba con unos cuantos miles de libras. Ella murió (según creo, debido en gran parte a la regularidad militar con que le ordenaba su marido que ejerciera sus funciones maternales) y dejó una familia numerosa pero débil. De todos los hijos, el único que llegó a la edad adulta fue el padre de los dos Fentiman que usted conoce: el comandante Robert y el capitán George Fentiman. -No conozco bien a Robert -objetó Wimsey-. Lo he visto alguna vez... Muy campechano y todo eso... El típico militar. -Sí, de la vieja estirpe de los Fentiman. Me temo que en cambio el pobre George heredó la frágil predisposición de su abuela. -Bueno, sí, los nervios -replicó Wimsey, que conocía mejor que el viejo abogado la situación física y mental que había padecido George Fentiman. La guerra había ejercido mucha presión sobre los hombres con imaginación en puestos de responsabilidad-. Y encima lo gasearon y todo eso, ya sabe -añadió como disculpándole. -Claro, claro -dijo el señor Murbles-. En fin; Robert no se ha casado y sigue en el ejército. Por supuesto, no tiene mucho dinero, porque todos los Fentiman han estado siempre sin blanca, como tengo entendido que se dice últimamente, pero le va muy bien. George... -¡Pobre George! Mire, señor, no tiene que hablarme de él. Lo de siempre. Un trabajo más o menos decente, una boda imprudente, lo deja todo para alistarse en mil novecientos catorce, le dan la baja, nada de dinero, su mujer mantiene el fuego del hogar heroicamente, todo el mundo se harta. No nos adentremos en los sentimientos. Démoslo por hecho. -Sí, no tenía por qué meterme en eso. Por supuesto, su padre ha muerto, y hasta hace diez días los dos hermanos eran los únicos supervivientes de la anterior generación de los Fentiman. El general vivía de la pequeña cantidad fija que le había dejado su esposa y de su pensión. Tenía un pisito apartado en Dover Street y un viejo criado, y prácticamente vivía en el Bellona Club. Y estaba su hermana, Felicity. -¿Cómo obtuvo el título de lady Dormer? -Pues ahí llegamos a la parte interesante de la historia. Henry Dormer... -¿El fabricante de botones? -El fabricante de botones. Se hizo extraordinariamente rico, tanto que pudo ofrecer apoyo económico a ciertas personas de elevada posición cuyos nombres no hay por qué mencionar, y con el tiempo, y en consideración a los valiosos servicios prestados a la nación, no demasiado bien especificados en la lista de títulos honoríficos, pasó a ser sir Henry Dormer, baronet. Su única hija había muerto, y como no había perspectivas de que fueran a tener más familia, tampoco existía ninguna razón por la que no pudieran nombrarlo baronet, con las molestias que se había tomado. -Qué mordaz es usted -dijo Wimsey-. Ni respeto, ni nada parecido. ¿Va algún abogado al cielo? -No tengo datos al respecto -respondió secamente el señor Murbles-. Lady Dormer... -Por lo demás, ¿el matrimonio fue bien? -preguntó Wimsey. -Según tengo entendido, fueron absolutamente felices -contestó el abogado-. Una circunstancia en cierto sentido desafortunada, puesto que excluyó toda posibilidad de reconciliación con su familia. Lady Dormer, que era una mujer buena y generosa, hizo muchas tentativas para arreglar la situación, pero el general se empecinó en mantener las distancias. Su hijo lo emuló, en parte por respeto a los deseos del padre, pero sobre todo, creo yo, porque formaba parte de un regimiento indio y estaba casi todo el tiempo en el extranjero. Sin embargo, Robert Fentiman le hizo algo de caso a la anciana señora: le hacía visitas de vez en cuando, etcétera, lo mismo que George durante cierta temporada. Por supuesto, no permitieron que el general se enterase, porque le habría dado un ataque. Después de la guerra, George prácticamente abandonó a su tía abuela, no sé por qué. -Pues yo me lo puedo imaginar -dijo Wimsey-. Sin trabajo, sin dinero... En fin. No quería que lo mirasen mal y esas cosas, ¿no? -Es posible. O quizá se pelearan o algo así. No lo sé. De todos modos, esos son los hechos. Por cierto, espero no estar aburriéndolo... -Lo voy soportando -dijo Wimsey-. Pero estoy esperando el momento en que el dinero entra en juego. Ese acerado destello jurídico de sus ojos indica que lo más emocionante está a punto de llegar. -Efectivamente -dijo el señor Murbles-. Ahora llego a... Sí, gracias. Me tomaré otra copita. Gracias a la Providencia, no tengo problemas de gota. Sí... Bien. Ya llegamos al lamentable acontecimiento del pasado once de noviembre, y he de pedirle que me preste toda su atención. -Faltaría más -replicó cortésmente Wimsey. -Lady Dormer era una mujer mayor y llevaba mucho tiempo enferma -prosiguió el señor Murbles, inclinándose con gesto grave y subrayando cada frase con breves movimientos de unas gafas con montura dorada que sujetaba entre el pulgar y el índice de la mano derecha-. Sin embargo, seguía teniendo el carácter testarudo y vitalista de cuando era joven, y el cinco de noviembre se empeñó en salir por la noche a ver una exhibición de fuegos artificiales en el Crystal Palace o algún sitio por el estilo... quizá fuera Hampstead Heath o la White City, no recuerdo, pero eso no tiene la menor trascendencia. Lo importante es que era una noche de crudo invierno, muy fría, a pesar de lo cual se empeñó en hacer la pequeña excursión, disfrutó del espectáculo como una niña, se expuso imprudentemente al aire de la noche y cogió un grave resfriado que, al cabo de dos días, derivó en neumonía. El diez de noviembre empezó a decaer con rapidez, y no se esperaba que llegara a la noche. En consecuencia, la joven que vivía bajo su tutela (la señorita Ann Dorland, pariente lejana) envió recado al general Fentiman, avisándolo de que si deseaba ver viva a su hermana debía acudir enseguida. En nombre de nuestra común naturaleza humana, me alegra decir que la noticia derribó la barrera de orgullo y obstinación que había mantenido alejado al anciano durante tanto tiempo. Fue a verla, encontró a lady Dormer aún consciente pero muy débil, se quedó con ella una media hora y se marchó, todavía más tieso que el palo de una escoba, pero visiblemente ablandado. Eran alrededor de las cuatro de la tarde. Poco después, lady Dormer se quedó inconsciente; no volvió a moverse ni a hablar, y falleció en paz mientras dormía, a las diez y media de la mañana siguiente. »Supongo que la impresión y la tensión nerviosa de la entrevista con su hermana, de la que llevaba tanto tiempo distanciado, fueron excesivas para el debilitado organismo del general, porque, como sabe, murió en el Bellona Club en cierto momento (aún por determinar) ese mismo día, el once de noviembre. »Y ya, por fin (ha tenido usted mucha paciencia con mi tediosa forma de explicarlo), llegamos al punto en el que necesitamos su ayuda. El señor Murbles se obsequió con un traguito de oporto y, mirando con cierta ansiedad a Wimsey, que había cerrado los ojos y parecía estar a punto de dormirse, continuó: -Creo que no he mencionado cómo ni por qué me he visto envuelto en este asunto. Mi padre era el abogado de la familia Fentiman, cometido que pasé a desempeñar de forma natural cuando me hice cargo del bufete, tras su muerte. Aunque poco tenía que repartir, el general Fentiman no era esa clase de persona desordenada capaz de morir sin dejar claras instrucciones sobre el testamento. La pensión de jubilación murió con él, claro está, pero en el testamento dispuso debidamente de su pequeño patrimonio. Había una pequeña herencia, de cincuenta libras, para su criado (una persona excelente, entrañable) y un par de donaciones sin importancia a viejos amigos del ejército y a los criados del Bellona Club (anillos, medallas, armas y pequeñas cantidades de dinero, unas cuantas libras). Después estaba el grueso de su patrimonio, unas dos mil libras, invertidas en valores sólidos, que producen unos ingresos algo superiores a las cien libras al año. Esos valores, especificados y enumerados, quedaban para el capitán George Fentiman, el nieto más joven, en una cláusula al caso, que establecía que el testador no tenía intención de despreciar al nieto de más edad, el comandante Robert, sino que, como George se encontraba en una situación de mayor necesidad económica al estar inválido, casado y demás, mientras que su hermano tenía su profesión y carecía de responsabilidades, la mayor necesidad de George le otorgaba más derecho al dinero que quedara. Robert fue nombrado albacea y heredero universal, y como tal heredaría cuantos efectos personales y sumas de dinero no se hubieran legado específicamente a otros. ¿Queda claro? -Claro como el agua. ¿Estaba Robert conforme con esas disposiciones? -Ah, sí, completamente. Ya conocía el testamento y pensaba que era justo. -Sin embargo, parece algo tan pequeño en comparación con lo anterior, que debe de tener usted escondido algo demoledor en la manga. ¡Vamos, sáquelo ahora mismo! Estoy preparado para llevarme un susto. -El susto me lo dio el pasado viernes a mí, personalmente, el encargado de los asuntos de lady Dormer, el señor Pritchard, de Lincoln's Inn. Me escribió preguntándome si podía informarle de la hora y el minuto exactos de la defunción del general Fentiman. Por supuesto, le contesté que, debido a las extrañas circunstancias bajo las que tuvo lugar el suceso, no podía responder a su pregunta con toda la exactitud que hubiera deseado, pero que entendía que el doctor Penberthy había comunicado que, en su opinión, el general había muerto en algún momento de la mañana del once de noviembre. El señor Pritchard también preguntaba si podía recibirle sin tardanza, ya que el asunto que tenía que tratar conmigo era de suma importancia, muy urgente. En consecuencia, propuse una hora para el lunes por la tarde, y cuando llegó el señor Pritchard me informó de los siguientes pormenores: »Bastantes años antes de su muerte, lady Dormer, quien, como ya he dicho, era una mujer sumamente generosa, hizo testamento. Su marido y su hija ya habían muerto. Henry Dormer tenía pocos parientes, todos ellos bastante acaudalados. En su testamento dejaba en excelente situación económica a esas personas, y legaba el resto de sus bienes, que ascendían a unas setecientas mil libras, a su esposa, con la condición expresa de que debía considerarlos propios y hacer lo que deseara con ellos, sin restricción alguna. En consecuencia, lady Dormer dividió en su testamento esta magnífica fortuna (aparte de ciertas donaciones personales y de caridad en las que no es necesario abundar) entre las personas que, por una u otra razón, eran objeto de su afecto. Doce mil libras irían a parar a la señorita Ann Dorland. El resto pasaría a su hermano, el general Fentiman, si seguía vivo a la muerte de lady Dormer. Si, por el contrario, fallecía antes que ella, las condiciones se invertirían; en ese caso, el grueso del dinero iría a parar a la señorita Dorland, y se dividirían quince mil libras a partes iguales entre el comandante Robert Fentiman y su hermano George. Wimsey soltó un silbidito. -Completamente de acuerdo con usted -dijo Murbles-. Es una situación bastante delicada. Lady Dormer murió exactamente a las diez y treinta y siete minutos del once de noviembre. El general Fentiman murió esa misma mañana, posiblemente después de las diez, la hora a la que solía llegar al club, y sin duda antes de las siete de la tarde, cuando se descubrió su muerte. Si murió justo después de su llegada, o en cualquier momento antes de las diez y treinta y siete, la señorita Dorland hereda una importante fortuna, y mis clientes, los Fentiman, se quedan con unas siete mil libras cada uno. Si, por el contrario, la muerte tuvo lugar incluso unos segundos después de las diez y treinta y siete, la señorita Dorland recibirá solamente doce mil libras, George Fentiman se quedará con el mísero legado del testamento de su abuelo... y Robert Fentiman, el heredero universal, con una fortuna muy considerable, de bastante más de medio millón. -¿Y qué quiere que haga yo? -preguntó Wimsey. -Pues -contestó el abogado, con un leve carraspeo-, había pensado que usted, con sus (si se me permite que lo diga de este modo) extraordinarias dotes de deducción y análisis, podría resolver el difícil y delicado problema del momento exacto de la defunción del general Fentiman. Usted estaba en el club cuando se descubrió la muerte, vio el cuerpo, conoce a las personas y los lugares implicados en el asunto, y por su posición y su carácter, está excepcionalmente capacitado para llevar a cabo las investigaciones necesarias sin provocar... ¡ejem! ... inquietud ni... eh... escándalo, ni todas esas inconveniencias que, huelga decirlo, resultarían muy dolorosas para todos los implicados. -Es complicado -dijo Wimsey-. Extraordinariamente complicado. -Desde luego que sí -replicó el abogado con cierta cordialidad-. Porque en la situación actual es imposible cumplir las formalidades del testamento o ... o, en definitiva, hacer nada. Es una verdadera lástima que las circunstancias no se conocieran plenamente desde el principio, cuando el... ejem... cuando podría haberse dispuesto del cadáver del general Fentiman para su inspección. Por supuesto, el señor Pritchard ignoraba esta anómala situación, y como yo no tenía noticia del testamento de lady Dormer, tampoco tenía ni idea de que fuera necesario, o pudiera serlo, algo más que el certificado del doctor Penberthy. -¿No podría conseguir que las partes llegaran a un acuerdo? -sugirió Wimsey. -Si somos incapaces de llegar a una conclusión satisfactoria sobre la hora de la muerte, probablemente será la única manera de resolver la dificultad, pero de momento existen ciertos obstáculos... -Hay alguien que tiene ganas de embolsarse un dinero, ¿eh? Supongo que no querrá usted arriesgarse a decir nada más. Ya. Bueno, verá... Desde un punto de vista puramente objetivo es un problemilla muy curioso. Interesante. -Entonces, ¿se compromete a resolverlo, lord Peter? Wimsey tamborileó con los dedos el intrincado pasaje de una fuga sobre el brazo del sillón. -Murbles, yo que usted intentaría llegar a un acuerdo. -¿Quiere decir que mis clientes van a perder el pleito? -preguntó el señor Murbles. -No, no puedo decir eso. Por cierto, Murbles, ¿quién es su cliente, Robert o George? -Bueno, toda la familia Fentiman. Naturalmente, soy muy consciente de que si Robert gana, George pierde, pero ambas partes no desean sino que se esclarezcan los hechos del caso. -Comprendo. ¿Aceptarán lo que yo descubra, sea lo que sea? -Por supuesto. -¿Por favorable o desfavorable que sea? -Yo no me prestaría a ningún otro proceder -replicó el señor Murbles con frialdad. -Eso ya lo sé, señor mío... Pero, en fin... solo quería decir que... Vamos a ver, cuando era pequeño, ¿no metía usted palos y otras cosas en una charca tranquila, que parecía toda misteriosa, para ver qué había en el fondo? -Con bastante frecuencia -admitió el señor Murbles-. Me fascinaba la historia natural y tenía una importante colección (si así se puede denominar con tal distancia temporal) de fauna de las charcas. -¿Y nunca se topó con algo apestoso, que daba asco, en el transcurso de sus investigaciones? -Estimado lord Peter... Francamente, me está usted poniendo nervioso. -Ah, pues no veo por qué. Mire, solo le estoy advirtiendo. Por supuesto, si quiere, investigaré este asunto en un abrir y cerrar de ojos. -Es usted muy amable -replicó el señor Murbles. -En absoluto. A mí me va a entretener, y si sale algo raro, allá usted. Nunca se sabe, ¿sabe? -Si decide que no se puede llegar a una conclusión satisfactoria, siempre podremos recurrir al acuerdo -dijo el señor Murbles-. Estoy seguro de que las partes desean evitar el litigio. -¿Por si la herencia se va en las costas? Muy sensato. ¿Ha hecho alguna investigación previa? -Ninguna que merezca reseñar. Preferiría que se encargase usted de la investigación desde el principio. -Muy bien. Empezaré mañana y ya le informaré de cómo va. El abogado le dio las gracias y se retiró. Wimsey se quedó reflexionando un rato y después tocó el timbre para que acudiera el criado. -Un cuaderno nuevo, por favor, Bunter. Escribe «Fentiman» en el encabezamiento, y prepárate para acompañarme mañana al Bellona Club con la cámara de fotos y el resto del equipo. -Muy bien, milord. ¿He de entender que su señoría tiene entre manos una nueva investigación? -Sí, Bunter. Totalmente nueva. -¿Me permite que le pregunte si es un caso prometedor, milord? -Se le puede sacar punta. Pero también tienen punta los puercoespines. No importa. ¡Fuera, necio pensamiento! Intenta por todos los medios mantener un punto de vista objetivo en la vida, Bunter. Toma el ejemplo del sabueso, que sigue con igual brío y entusiasmo el rastro de un parricida que el de una botella de anís. -Lo tendré en cuenta, milord. Wimsey se dirigió lentamente al piano de media cola negro que estaba en un rincón de la biblioteca. -Esta noche no hay Bach -dijo para sus adentros-. Bach, mañana, cuando la materia gris empiece a dar vueltas. -Una melodía de Parry se formó con suavidad bajo sus dedos-. Porque el hombre camina en vanas sombras... amasa riquezas sin saber a quién irán a parar. -De repente se echó a reír y arremetió con un estudio raro, ruidoso y terriblemente inarmónico con armadura de siete sostenidos de un compositor moderno. 4 Lord Peter declara tréboles -¿Estás seguro de que este traje está bien, Bunter? -preguntó lord Peter, angustiado. Era un traje de calle, con textura de mezclilla, y de dibujo y color ligeramente más pronunciados de lo que solía permitirse Wimsey. Si bien no inadecuado para la ciudad, desprendía cierto aire de montañas y mar. -Quiero parecer una persona accesible, pero de ninguna manera vulgar. No se me quita de la cabeza si esa invisible raya verde no hubiera quedado mejor en un leve rojizo. La idea pareció desconcertar a Bunter. Se hizo un breve silencio mientras visualizaba la raya en un leve rojizo, pero al fin la oscilante balanza de su mente alcanzó el equilibrio. -No, milord -dijo con convicción-. No creo que un tono rojizo supusiera una mejora. Sí, sería... curioso, pero si se me permite decirlo, decididamente menos amable. -Gracias a Dios -dijo su señoría-. Seguro que tienes razón. Siempre la tienes. Y, además, menuda pesadez tener que cambiarse ahora. ¿Estás seguro de que le has quitado el aspecto de nuevo? Detesto la ropa nueva. -Completamente seguro, milord. Parece que las prendas llevan varios meses usándose; se lo garantizo a su señoría. -Ah, estupendo. Dame el bastón que tiene grabada la regla y... ¿dónde está mi lupa? -Aquí, milord. -Bunter sacó un monóculo de aspecto inocente que era, en realidad, una potente lente de aumento-. Y el polvo para las huellas digitales está en el bolsillo derecho de la chaqueta de su señoría. -Gracias. Bueno, creo que eso es todo. Saldré ahora, y quiero que me sigas con las cosas dentro de una media hora. El Bellona Club estaba situado en Piccadilly, a unos centenares de metros al oeste de la casa de Wimsey, que daba a Green Park. El conserje lo saludó con sonrisa de satisfacción. -Buenos días, Rogers. ¿Cómo está? -Muy bien, milord. Gracias. -Por cierto, ¿sabe si el comandante Fentiman está en el club? -No, milord. El comandante Fentiman no se aloja con nosotros en la actualidad. Creo que se encuentra en la casa del difunto general Fentiman, milord. -Ah, ya... Un asunto muy triste. -Una desgracia, milord. No es muy agradable que ocurriera en el club. Horroroso, milord. -Sí... Pero, al fin y al cabo, era muy mayor. Supongo que algún día tenía que ser. Es raro que estuvieran todos allí y nadie se diera cuenta, ¿no? -Sí, milord. La señora Rogers se llevó un buen susto cuando se lo conté. -Parece increíble, ¿verdad? Ahí sentado tantas horas... Debieron de ser varias horas, por lo que dice el médico. Supongo que el pobre llegaría a la hora de costumbre, ¿no? -Sí. Puntual como un reloj: así era el general. Siempre a las diez en punto. «Buenos días, Rogers», me decía, un poco estirado, pero muy simpático. Y después: «Bonito día», decía casi siempre. Y a veces me preguntaba por la señora Rogers y la familia. Un excelente caballero, milord. Todos lo vamos a echar de menos. -¿Observó si parecía especialmente débil o cansado aquella mañana? -preguntó Wimsey como con cierta indiferencia, dándose golpecitos con un cigarrillo en el dorso de la mano. -Pues no, milord. Perdone, pero creía que lo sabía. Yo no estaba de servicio aquel día, milord. Tuvieron la amabilidad de darme permiso para asistir a la ceremonia del Cenotafio. Fue algo grandioso, milord. La señora Rogers se emocionó mucho. -¡Ah, claro, Rogers! Lo había olvidado. Naturalmente que estaría usted allí. Así que no vio al general para despedirse, por así decirlo. Pero habría sido una lástima perderse lo del Cenotafio. Y lo sustituyó Matthews, supongo. -No, milord. Lamento decir que Matthews está en cama, con gripe. Fue Weston quien estuvo en la puerta toda la mañana, milord. -¿Weston? ¿Quién es? -Es nuevo, milord. Ocupó el puesto de Briggs. Recordará a Briggs... Su tío murió y le dejó una pescadería. -Claro que sí. ¿Cuándo estará Weston a la vista? Quisiera conocerlo. -Vendrá a la una, cuando me vaya a almorzar, milord. -¡Muy bien! Probablemente andaré por aquí a esa hora. ¡Hola, Penberthy! Precisamente a ti quería verte. ¿Ya has tenido tu inspiración matutina, o vienes a buscarla? -A su guarida voy. ¿Te la tomas conmigo? -Claro que sí, muchacho. Un momentito, que me quite la coraza, y voy detrás de ti. Miró vacilante al mostrador del conserje y, al ver que ya estaba ocupado dando información a dos o tres personas, se internó bruscamente en el guardarropa, donde el encargado, un inteligente barriobajero del este de Londres con cara de Sam Weller y una pierna artificial, estaba más que dispuesto a hablar. -Pues qué curioso que me pregunte, milord -dijo cuando Wimsey lo interrogó hábilmente sobre la hora de llegada del general al Bellona-. Lo mismo que me ha preguntado el doctor Penberthy. Menudo lío que es. Podría contar con los dedos de una mano las mañanas que no he visto entrar al general. Era asiduo, el general, y siendo tan mayor el caballero, yo siempre estaba a mano para ayudarle a quitarse el abrigo y colgarlo y esas cosas. Pero resulta que esa mañana debió de venir un poco más tarde, porque no lo vi, y a la hora del almuerzo me dije, digo: «Será que el general está malo». Y al darme la vuelta, cojo y veo su abrigo y su sombrero colgados en la percha de siempre, así que debió de ser que no lo vi. Aquella mañana entraron y salieron un montón de señores, milord, por lo del día del Armisticio. Vinieron muchos del campo que querían que les guardáramos las botas y los sombreros, de modo que supongo que por eso no me di cuenta, milord. -Es posible. Bueno, pero de todos modos estaba aquí antes del almuerzo. -Sí, sí, milord. Yo me fui a las doce y media, y el sombrero y el abrigo estaban en la percha, porque yo los vi. -En todo caso, eso nos proporciona un terminus ad quem -dijo Wimsey, casi para sus adentros. -Usted perdone, señoría... -Decía que eso demuestra que entró antes de las doce y media... y después de las diez, ¿no? -Sí, milord. No podría decir el minuto exacto, pero estoy seguro de que si hubiera llegado antes de las diez y cuarto yo lo habría visto. Pero después tuve mucho que hacer y a lo mejor entró y se me pasó. -Sí, claro, pobrecillo... En fin, no cabe duda de que le habría gustado marcharse de aquí tranquilamente. No está mal irse a casa así, Williamson. -Está muy bien, milord. Peores casos hemos visto. ¿Y qué pasa, después de todo? Andan por ahí diciendo que es una cosa muy desagradable para el club, pero lo que yo digo es que qué tiene esto de raro. No hay muchas casas en las que no se haya muerto alguien, y no por eso pensamos mal de esas casas, o sea que ¿por qué vamos a pensar mal del club? -Es usted todo un filósofo, Williamson. Wimsey subió el pequeño tramo de escalones de mármol y entró en el bar. -Esto va reduciéndose -musitó-. Entre las diez y cuarto y las doce y media. Parece que va a ser una carrera reñida para las apuestas de Dormer. Pero ¡qué demonios! A ver qué me cuenta Penberthy. El médico ya estaba en la barra del bar con un whisky con soda. Wimsey pidió un Worthington y se lanzó a lo que le interesaba sin más preámbulos. -Mira, solo quería hablar un momento contigo sobre el viejo Fentiman -dijo-. De lo más confidencial y todo eso, pero es que parece que la hora exacta de la muerte del pobre tipo es algo sumamente importante. Una cuestión de herencia, ¿entiendes? No quieren líos. Y como amigo de la familia y todo eso, me han pedido que averigüe ciertas cosas. Desde luego, tú eres el primero al que puedo acudir. ¿Cuál es tu opinión? Es decir, opinión médica, aparte de lo demás. Penberthy arqueó las cejas. -Ah, o sea, que hay interrogantes. Ya me parecía a mí que podría haberlos. El abogado ese, como se llame, estuvo aquí el otro día e intentó que me definiera. A lo mejor se cree que puedes decir con toda precisión cuándo ha muerto una persona mirándole las muelas. Le dije que era imposible. Como le des tu opinión a uno de esos tipos, acabas declarando en un estrado bajo juramento. -Ya, ya lo sé, pero puedes tener una idea general. -Sí, claro, pero tienes que cotejar tus ideas con otras cosas, con los hechos y demás. No puedes teorizar sin más. -Es muy peligroso, eso de las teorías. Un ejemplo: he visto un par de fiambres en mi corta vida, y si me hubiera puesto a teorizar, por el aspecto del cadáver de Fentiman, ¿sabes qué habría dicho? -¡Sabe Dios qué habría dicho un lego sobre un asunto médico! -replicó el médico con una sonrisita avinagrada. -¡Un momento, un momento! Habría dicho que llevaba muerto bastante tiempo. -Eso es muy vago. -Tú dijiste que el rigor mortis estaba muy extendido. Digamos que tardara unas seis horas en asentarse. Entonces, ¿cuándo se pasó? -Empezaba a pasarse entonces... Lo comenté en su momento. -Ya lo sé, pero yo pensaba que el rigor mortis duraba unas veinticuatro horas. -A veces sí, pero a veces se pasa rápidamente. La norma es que cuanto más rápido se produce, más rápido desaparece. Sin embargo, estoy de acuerdo contigo en que, en vista de que no existían otras pruebas, debería haber confirmado la hora de la muerte antes de las diez. -¿Lo reconoces? -Sí, pero sabemos que no llegó antes de las diez y cuarto. -O sea, que ¿has visto a Williamson? -Sí, claro. Pensé que tenía que indagar lo más posible en este asunto. Así que lo único que se me ocurre es que, entre lo repentino de la muerte y el calor de la habitación, porque estaba junto a la chimenea, todo ocurrió muy rápidamente. -Ya. Y, por supuesto, conocías muy bien la situación física del viejo, ¿no? -Desde luego. Estaba muy delicado. El corazón está un poco desgastado cuando llegas a los noventa. No me habría sorprendido que se hubiera caído redondo en cualquier sitio. Y encima se llevó un disgusto. -¿Es decir? -Vio a su hermana la tarde anterior. Como parece que estás al tanto de todo, supongo que te lo habrán contado. Después vino a Harley Street a verme. Le dije que se metiera en la cama y se quedara tranquilo. Tenía la tensión muy alta y el pulso irregular. Es natural que estuviera muy excitado. Tendría que haber guardado reposo absoluto. Desde mi punto de vista, lo que hizo fue empeñarse en levantarse, a pesar de estar tan mareado, venir hasta aquí, cómo no, y sufrir un ataque al corazón. -Sí, Penberthy, pero ¿cuándo, es decir, cuándo ocurrió exactamente? -¡Sabe Dios! Yo, desde luego, no lo sé. ¿Otra? -No, gracias, de momento no. Oye, supongo que te sientes plenamente satisfecho con el asunto... -¿Satisfecho? -El médico se lo quedó mirando-. Sí, claro. Si te refieres a de qué murió, sí estoy satisfecho. En otro caso, no hubiera firmado un certificado. -¿No viste nada raro en el cadáver? -¿Como qué? -Lo sabes tan bien como yo -replicó Wimsey, volviéndose de repente para encararse con su interlocutor. El cambio resultó casi alarmante, como quien saca de repente una hoja de acero de su vaina de terciopelo. Penberthy lo miró a los ojos y asintió lentamente. -Sí, sé a lo que te refieres. Pero aquí no. Mejor subimos a la biblioteca. Allí no habrá nadie. 5 . . . Y se encuentra el palo de tréboles cerrado Nunca había nadie en la biblioteca del Bellona. Era una habitación grande, tranquila, agradable, con las estanterías situadas en cubículos, cada uno de ellos con un escritorio y tres o cuatro sillas. De vez en cuando entraba alguien a consultar The Times Atlas o un libro de estrategia y táctica, o en busca de un antiguo anuario del ejército, pero por lo demás estaba desierta. En el cubículo del extremo, enclaustrado por los libros y el silencio, se podía mantener una conversación confidencial con la misma intimidad que en un confesionario. -Bueno, ¿qué dices? -preguntó Wimsey. -¿Sobre...? -replicó el médico, con cautela profesional. -Sobre la pierna. -Me pregunto si alguien más se habrá dado cuenta -dijo Penberthy. -Lo dudo. Yo sí me di cuenta, desde luego, pero es que me tomo esas cosas como pasatiempo. No es algo muy corriente, y a la gente le parece fatal, pero a mí me gusta. Es más, los cadáveres me caen bien. Pero al no saber realmente qué significaba, y al ver que tú no parecías dispuesto a prestarle atención, no quise sugerir nada. -No... Es que quería pensarlo. Verás, a primera vista, parecía algo bastante... -Desagradable -le interrumpió Wimsey-. ¡Si supieras cuántas veces he oído esa palabra durante los dos últimos días... ! Bueno, hay que enfrentarse a ello. Reconozcamos que, una vez que se ha extendido el rigor mortis, se mantiene hasta que empieza a desaparecer, y que cuando empieza a desaparecer suele comenzar por la cara y la mandíbula, y no de repente en una rodilla. La mandíbula y el cuello de Fentiman estaban rígidos como la madera... Los toqué. Pero la pierna izquierda se balanceó a la altura de la rodilla. ¿Cómo explicas eso? -Es de lo más desconcertante. Como sin duda sabes, la explicación evidente consiste en que alguien o algo había forzado la articulación de la rodilla después de que se estableciera el rigor mortis, en cuyo caso no podía volver a ponerse rígida, naturalmente. Se habría quedado colgando hasta que todo el cuerpo se relajara. Pero sobre cómo ocurrió... -Ahí vamos. Los muertos no van por ahí apretándose las piernas y doblando las articulaciones. Y, sin duda, si alguien hubiera encontrado el cadáver así, lo habría dicho. ¿Te imaginas que un camarero, por ejemplo, se encontrase a un anciano caballero más tieso que un palo en el mejor sillón, se liara a sacudidas con él y lo dejara allí tirado? -Lo único que se me ocurre es que lo encontrase un camarero o alguien, intentara moverlo, se asustara y se largara sin decir nada -dijo Penberthy-. Parece absurdo, pero la gente hace cosas raras, sobre todo si tiene miedo. -Pero ¿por qué ese miedo? -Alguien que se encuentre muy nervioso puede asustarse. Por aquí tenemos un par de casos de neurosis de guerra por los que no respondería en una situación de emergencia. Quizá valdría la pena averiguar sí alguien dio muestras evidentes de agitación o nerviosismo aquel día. -No es mala idea -dijo Wimsey lentamente-. Vamos a suponer... Supongamos que alguien relacionado con el general se encontrase en un estado de gran nerviosismo... y supongamos que se diera de manos a boca con el cadáver. ¿Crees que... podría haber perdido la cabeza? -Desde luego; es muy posible. Me imagino que podría haber tenido una conducta histérica, o incluso violenta, y doblar la rodilla del cadáver con la absurda idea de enderezarlo y que quedara más presentable. Y después marcharse y fingir que no había pasado nada. Que conste que no estoy diciendo que fuera así, pero no me cuesta trabajo pensarlo. Y por eso creí que era mejor no decir nada. Sacarlo a la luz sería algo muy desagra... algo muy angustioso para la gente, y podría hacer un daño indecible a esa persona con problemas de nervios si la interrogáramos. Más vale dejarlo como está. No hay nada extraño en la muerte; de eso tengo la certeza. Y con respecto a lo demás... nos debemos a los vivos; no podemos ayudar a los muertos. -Así es. Pero te voy a decir una cosa: voy a ver si averiguo... creo que podemos llamar a las cosas por su nombre... si George Fentiman estuvo solo en algún momento en el salón de fumadores durante ese día. A lo mejor alguno de los criados se dio cuenta. Me parece la única explicación posible. Bueno, gracias por tu ayuda. Ah, por cierto: dijiste que el rigor mortis empezaba a desaparecer cuando encontramos el cadáver... ¿Era para disimular o sigues manteniéndolo? -Empezaba a desaparecer en la cara y la mandíbula, y a medianoche ya había desaparecido por completo. -Gracias. Otro hecho a tener en cuenta. A mí me gustan los hechos, y en este caso me molesta los pocos que hay. ¿Te tomas otro whisky? -No, gracias. Tengo que ir a la consulta. Ya nos veremos. ¡Hasta luego! Wimsey se quedó unos momentos fumando pensativamente después de que el médico se hubo marchado. Volvió la silla hacia la mesa, cogió una hoja de papel de la bandeja y se puso a escribir unas notas sobre el caso con su pluma estilográfica. No había avanzado mucho cuando uno de los criados del club entró y comenzó a mirar en todos los cubículos, buscando a alguien. -¿Me buscaba, Fred? -El criado de su señoría está aquí, milord, y dice que quizá desee que se le avise de su llegada. -Muy bien. Ya voy. Cogió el papel secante para secar las notas. De repente le cambió la cara. La esquina de una hoja sobresalía un poco. Siguiendo el principio de que nada es demasiado pequeño para no prestarle atención, Wimsey metió un dedo inquisitivo entre las páginas y extrajo el papel. Tenía algo escrito, sumas de dinero garabateadas con mano temblorosa. Wimsey lo observó atentamente unos momentos y agitó el secante para ver si había algo más. Después dobló la hoja, cogiéndola con sumo cuidado por los extremos, y la metió en un sobre que guardó en su cartera. Al salir de la biblioteca se encontró con Bunter, que lo esperaba en el vestíbulo, cámara y trípode en mano. -Ah, ya has venido, Bunter. Un momento, que voy a ver al secretario. Se asomó al despacho y vio a Culyer inmerso en unas cuentas. -Ah, Culyer, buenos días, etcétera... Sí, es un asco lo bien que estoy de salud, gracias, como siempre... Esto... ¿recuerdas que Fentiman la diñó sin la menor consideración hace poco? -No voy a olvidarlo fácilmente -respondió Culyer torciendo el gesto-. He recibido tres notas de reclamación de Wetheridge: la primera, porque los criados no lo notaran antes, que si son una panda de granujas y todo lo demás; la segunda, porque los de la funeraria tuvieron que pasar con el ataúd junto a su puerta y lo molestaron, y la tercera, porque se presentó el abogado de no sé quién y le estuvo haciendo preguntas; aparte de ciertas vagas alusiones al hecho de que los teléfonos estuvieran estropeados y de que faltara jabón en el cuarto de baño. Quién me mandará a mí ser secretario. -No sabes cuánto lo siento -replicó Wimsey con sonrisa burlona-. No he venido para crear problemas. Au contraire, como contestó el hombre en el golfo de Vizcaya cuanto le preguntaron si había cenado. El caso es que hay un poco de confusión con el momento exacto en que el vejete pasó a mejor vida (bueno, esto es absolutamente confidencial), y estoy investigando un poco. No quiero que se monte un escándalo, pero me gustaría sacar unas cuantas fotografías del lugar, para echarle un vistazo desde lejos y contemplar la configuración del terreno con mi vista de lince, ¿sabes? Está aquí mi criado, con la cámara de fotos. ¿Te importa hacer como si fuera alguien del Twaddler o de Picture News o lo que sea, y darle permiso oficial para que se dé unas vueltas por ahí con sus cosas? -No te hagas el misterioso, idiota... Sí, qué le vamos a hacer. Aunque ni siquiera me planteo cómo van a darte pistas unas fotografías que tomadas hoy sobre el momento en que tuvo lugar una muerte hace diez días. Pero una cosa... ¿Es todo claro, sin tapujos? Porque no queremos que... -Por supuesto que no. Esa es la idea, que sea absolutamente confidencial... Sumas de hasta cincuenta mil libras solo con letra a su propio cargo, con entrega en sencillos furgones, sin necesidad de testigos. Confía en el pequeño Peter. -De acuerdo. ¿Qué quieres que haga? -No quiero ir por ahí con Bunter y que se descubra el pastel. ¿Puede pasar por aquí? -Por supuesto. Enviaron un criado a buscar a Bunter, que se presentó imperturbable, correcto, impecable. Wimsey lo inspeccionó y movió la cabeza. -Lo siento, Bunter, pero no te pareces en nada a un fotógrafo profesional del Twaddler. Ese traje gris oscuro está bien, pero no has conseguido esa mala pinta que distingue a los gigantes de Fleet Street. ¿Te importaría meterte todos esos chasis en un bolsillo, y unas cuantas lentes y chismes en el otro, y alborotarte un poquito tus varoniles rizos? Así está mejor. ¿Por qué no tienes manchas de pirocatecol en el pulgar y el índice de la mano derecha? -Milord, lo atribuyo fundamentalmente a la circunstancia de que prefiero la hidroquinona cuando se trata del revelado. -Vale, pero alguien de fuera no se va a dar cuenta de una cosa así. Un momento. Culyer, me parece que tienes ahí una pipa muy jugosa. A ver, un filtro. Wimsey metió el instrumento con fuerza por la boquilla de la pipa y sacó un montón de sustancia parduzca, oleaginosa, repugnante. -Intoxicación por nicotina, Culyer... De eso te vas a morir si no te andas con cuidado. A ver, Bunter. Embadurnándote debidamente las yemas de los dedos, se conseguirá el efecto deseado. Mira, el señor Culyer va a acompañarte. Quiero una foto del salón de fumadores desde la entrada, un primer plano de la chimenea, con el sillón donde solía sentarse el general Fentiman, y otra desde la puerta de la antesala que da a la biblioteca. Otra desde la antesala hasta la biblioteca, o tomas detalladas del cubículo del extremo de la biblioteca desde todos los ángulos. Después, quiero dos o tres panorámicas del vestíbulo, y una foto del guardarropa: pídele al encargado que te enseñe cuál era la percha en la que el general solía colgar sus cosas y que salga en la fotografía. Eso es todo de momento, pero puedes fotografiar todo lo que te parezca necesario para disimular. Y quiero todos los detalles que puedas obtener, de modo que enfoca lo que sea y tómate el tiempo que necesites. Andaré por ahí cuando termines, y más vale que traigas más placas, porque nos vamos a otro sitio. -Lo que usted ordene, milord. -Ah, a propósito, Culyer. El médico avisó a una señora para que amortajara al general, ¿verdad? ¿No recordarás por casualidad cuándo llegó? -Alrededor de las nueve de la mañana del día siguiente, creo. -¿Y no tendrás anotado su nombre? -No creo, pero sé que era empleada de la funeraria Merrit's... la que está junto a Shepherd's Market. Probablemente podrán ponerte en contacto con ella. -Mil gracias, Culyer. Bueno, desaparezco. Adelante, Bunter. Wimsey se quedó unos momentos pensando; después atravesó el salón de fumadores, intercambió en silencio un saludo con un par de los ex combatientes allí reunidos, cogió el Morning Post y buscó un sitio donde sentarse. El gran sillón orejero seguía frente a la chimenea, pero por un vago sentimiento de respeto por el muerto seguía vacío. Wimsey se acercó y se dejó caer con pereza sobre el mullido asiento. Un ex combatiente que estaba al lado lo miró furioso y pasó ruidosamente las páginas de The Times. Wimsey no hizo caso de aquellas señales y se atrincheró tras su periódico. El ex combatiente volvió a arrellanarse en su asiento, murmurando que si «estos jóvenes» y que si «ya no hay vergüenza». Wimsey se quedó impertérrito; no se movió ni siquiera cuando entró un fotógrafo del Twaddler, acompañado por el secretario, para hacer fotos del salón de fumadores. Unas cuantas personas demasiado sensibles se retiraron ante semejante irrupción. Wetheridge se dirigió bamboleándose y refunfuñando hacia la biblioteca. Wimsey vio con no poca satisfacción cómo la cámara lo perseguía implacablemente hasta aquella fortaleza. Un camarero se acercó a lord Peter a las doce y media para decirle que el señor Culyer querría hablar con él unos momentos. En el despacho, Bunter informó del trabajo realizado y lo despacharon para que almorzara y se hiciera con más placas. Wimsey bajó enseguida al comedor, donde se encontró a Wetheridge ya acomodado, dándole la primera estocada a un cuarto trasero de añojo y quejándose del vino. Wimsey se aproximó a él con parsimonia, lo saludó efusivamente y se sentó a la misma mesa. Wetheridge dijo que hacía un tiempo horroroso. Wimsey le dio la razón amablemente. Wetheridge dijo que era escandaloso, teniendo en cuenta lo que se pagaba por la comida en aquel sitio, que no te dieran nada decente de comer. Wimsey, a quien adoraban el jefe de cocina y los camareros por igual porque sabía apreciar la buena comida y a quien habían servido el mejor corte de carne sin necesidad de haberlo pedido, también compartía esa opinión. Wetheridge dijo que aquella mañana lo había perseguido por todo el club un fotógrafo del demonio y que era imposible vivir en paz con la condenada publicidad. Wimsey añadió que todo se hacía en aras de los anuncios, y que los anuncios eran la maldición de la época. No había más que mirar los periódicos: solo anuncios, de la primera a la última página. Wetheridge dijo que en su época, pardiez, un club respetable habría despreciado los anuncios y que recordaba cuando los periódicos eran para caballeros y los dirigían caballeros. Wimsey dijo que ya nada era como antes y que pensaba que se debía a la guerra. -Una dejadez de mil demonios, eso es lo que es -replicó Wetheridge-. El servicio en este club es una vergüenza. Ese tipo, Culyer, no sabe hacer su trabajo. Esta semana es el jabón. ¿Será posible que ayer no hubiera ni una pizca, pero que ni una pizca, en el baño? Tuve que llamar para que lo llevaran. Me retrasé para la cena. La semana pasada fue el teléfono. Tenía que comunicarme con alguien de Norfolk. El hermano había sido amigo mío... Lo mataron el último día de la guerra, media hora antes de que dejaran de disparar los cañones... Deplorable. Siempre llamo el día del Armisticio, ya sabe, para decir unas palabras... ¡Ejem! Tras haber hecho gala tan inopinadamente del aspecto más blando de su carácter, Wetheridge volvió a sumirse en el silencio, resoplando. -¿No pudo comunicar, señor? -preguntó Wimsey, sensible. Le interesaba cuanto hubiera ocurrido el día del Armisticio en el Bellona Club. -Sí me comuniqué -respondió Wetheridge con aire taciturno-. Pero ¡maldita sea!, tuve que bajar al guardarropa para llamar desde una de las cabinas. No quería andar esperando en el vestíbulo, con tanto imbécil entrando y saliendo, contando absurdas anécdotas. No sé por qué una celebración nacional tan solemne tiene que servir de excusa para que esos idiotas se reúnan para hablar de estupideces. -Sencillamente repugnante. Pero ¿por qué no les pidió que le pasaran la llamada a la cabina junto a la biblioteca? -¿No se lo estoy diciendo? Ese maldito chisme no funcionaba. Con un aviso enorme pegado encima tan tranquilamente: «Aparato averiado». Así, sin más. Ni excusas ni nada. A eso lo llamo yo repugnante. Le dije al tipo de la centralita que era una vergüenza, y me dijo que él no había colocado el aviso, pero que tomaría nota. -Por la tarde sí funcionaba, porque vi al coronel Marchbanks hablando -dijo Wimsey. -Ya sé que funcionaba. Y después, ¡caray si sonó el trasto ese, venga a sonar cada poco tiempo durante toda la mañana siguiente! Un ruido para sacarte de quicio. Cuando le dije a Fred que lo solucionase, me soltó que era la compañía telefónica, que estaba comprobando la línea. No tienen por qué montar semejante escándalo. ¿Por qué no lo comprueban en silencio? Eso es lo que me gustaría saber. Wimsey dijo que el teléfono era un invento diabólico. Wetheridge acabó de almorzar rezongando y se marchó. Wimsey volvió al vestíbulo, donde encontró al conserje auxiliar en su puesto y se presentó. Sin embargo, Weston no le sirvió de ayuda. No se había percatado de la llegada del general Fentiman el día 11. No conocía a muchos miembros del club, ya que acababa de empezar a ejercer sus funciones. Le parecía extraño no haber reparado en tan venerable caballero, pero el hecho es que así había ocurrido. Lo lamentaba profundamente. Wimsey supuso que a Weston le molestaba haberse perdido la oportunidad de gozar de cierta celebridad. Se había perdido la primicia, como se dice en la prensa. Y el portero tampoco lo ayudó gran cosa. La mañana del 11 de noviembre había sido muy ajetreada. Había estado entrando y saliendo continuamente de su pequeña caseta de cristal, guiando a los invitados para que encontrasen a los miembros del club a los que querían ver, repartiendo cartas y charlando con algunos miembros que vivían en el campo y a quienes en las contadas ocasiones en las que iban al Bellona les gustaba «un ratito de charla con Piper». No recordaba haber visto al general. Wimsey empezó a pensar que debía de haber existido una confabulación para no ver al anciano en la última mañana de su vida. -Tú no crees que no apareciera por aquí, ¿verdad, Bunter? -preguntó-. Es decir, que anduviera por ahí invisible pero intentando comunicarse, como el desventurado fantasma de ese cuento que escribió no sé quién. Bunter se inclinaba por rechazar el enfoque parapsicológico del asunto. -El general tuvo que estar aquí corporalmente, milord, puesto que había un cuerpo. -Cierto -reconoció Wimsey-. Me temo que no hay explicación convincente para el cuerpo. Supongo que eso significa que tendré que interrogar a cada uno de los miembros de este odioso club por separado, pero de momento creo que lo mejor será que vayamos a casa del general a buscar a Robert Fentiman. Weston, llámeme un taxi, por favor. 6 Reaparece un naipe Abrió la puerta del pisito de Dover Street un criado anciano, cuyo rostro angustiado llevaba impreso el dolor por la muerte de su señor. Les informó de que el comandante Fentiman estaba en casa y que recibiría con mucho gusto a lord Peter Wimsey. Mientras hablaba, salió de una de las habitaciones un hombre con aspecto marcial, de unos cuarenta y cinco años, y saludó alegremente al visitante. -Vaya, Wimsey. Murbles me dijo que ibas a venir. Pasa. Cuánto tiempo sin verte. Me han dicho que estás hecho un auténtico Sherlock. Muy hábil, eso que hiciste con el problemilla de tu hermano. ¿Qué es todo esto? ¿Una cámara? ¡Válgame Dios! Vas a hacer este trabajito como un profesional, ¿eh? Woodward, que el criado de lord Peter tenga todo lo que necesite. ¿Has comido? Bueno, supongo que te gustaría tomar algo antes de empezar a analizar las huellas. Venga. Está todo manga por hombro, espero que no te importe. Lo llevó al pequeño cuarto de estar, austeramente amueblado. -Voy a acampar aquí una temporada, mientras arreglo los asuntos del pobre viejo. Va a ser endiablado, con todo ese lío del testamento, pero como soy el albacea, tengo que encargarme de esa parte. Eres muy amable al echarnos una mano. La tía abuela Dormer, pobrecilla, era muy rara. Tenía buenas intenciones, pero se lo ha puesto muy difícil a todos. ¿Cómo van las cosas? Wimsey le explicó los escasos resultados de sus investigaciones en el Bellona. -He pensado que a lo mejor conseguía alguna pista por este lado -añadió-. Si sabemos la hora exacta a la que salió de aquí aquella mañana, podríamos tener una idea de la hora a la que llegó al club. Fentiman frunció los labios, como para silbar. -Pero hombre de Dios, ¿es que no te ha contado Murbles la pega que hay? -No me ha contado nada. Me ha dejado que me las apañe yo solo. ¿Cuál es la pega? -Pues resulta que el vejete no volvió a casa aquella noche. -¿Que no volvió a casa? ¿Y dónde se quedó? -Qué sé yo. Ese es el problema. Lo único que sabemos es que... Un momento; es cosa de Woodward. Mejor que te lo cuente él. ¡Woodward! -Dígame, señor. -Cuéntele a lord Peter lo que me contó a mí... Lo de la llamada de teléfono. -Sí, señor. Alrededor de las nueve... -Un momento -lo interrumpió Wimsey-. A mí me gusta empezar las historias por el principio. Vamos a empezar por la mañana, la mañana del diez de noviembre. ¿Estaba bien el general aquella mañana? ¿Bien de salud, de ánimo y todo eso? -Perfectamente, milord. El general Fentiman acostumbraba despertarse temprano, milord, ya que tenía el sueño ligero, algo natural dada su avanzada edad. Desayunaba en la cama a las ocho menos cuarto: té y tostada con mantequilla, con un huevo pasado por agua, y eso todos los días del año. Después se levantaba, y yo lo ayudaba a vestirse... eso aproximadamente a las ocho y media, milord. Tras el esfuerzo de vestirse descansaba un poco, y a las diez menos cuarto iba a buscarle el sombrero, el abrigo, la bufanda y el bastón, y lo acompañaba hasta que se iba al club. Eso era lo que hacía a diario. Aquel día parecía de buen humor, y con la buena salud de costumbre. Desde luego, tenía el corazón muy delicado, milord, pero no me pareció distinto de lo normal. -Ya. Y lo normal es que se quedara en el club todo el día y volviera a casa... ¿a qué hora, exactamente? -Yo estaba acostumbrado a tenerle la cena preparada a las siete y media en punto, milord. -¿Siempre llegaba puntual? -Sin fallar un solo día, milord. Una disciplina militar. Así era el general. Alrededor de las tres de la tarde llamaron por teléfono. Es que nos habían instalado el teléfono, milord, por el corazón del general, para que en caso de necesidad siempre pudiéramos llamar a un médico. -Muy bien pensado -terció Robert Fentiman. -Sí, señor. El general Fentiman tuvo la bondad de decir que no quería que yo cargara con la tremenda responsabilidad de cuidar de él a solas en caso de enfermedad. Era un caballero muy amable, muy atento, señor. Se le quebró la voz. -Desde luego que sí -dijo Wimsey-. No me cabe duda de que sentirá muchísimo haberlo perdido, Woodward, pero era de esperar, ¿no? Estoy seguro de que cuidó de él estupendamente. ¿Y qué es lo que pasó a las tres? -Pues que llamaron de casa de lady Dormer, milord, para decir que la señora estaba muy enferma, y que el general Fentiman hiciera el favor de acudir allí de inmediato si quería verla aún con vida. De modo que fui al club. Es que, verá, no quise telefonear porque el general Fentiman era un poco duro de oído (aunque estaba en posesión de sus facultades, divinamente para un caballero de su edad) y no le gustaba hablar por teléfono. Además, me daba miedo que se llevara una gran impresión, con el corazón tan débil, cosa que, a su edad, habría sido lo normal, así que por eso fui a buscarlo. -Es usted muy atento. -Gracias, milord. Pues bueno, vi al general Fentiman, le di el recado, con mucho cuidado, con tacto, podríamos decir, y noté que se quedó un poco sorprendido, pero pensó unos momentos y me dijo: «Muy bien, Woodward. Ahora voy. Desde luego, mi deber es ir». Así que lo abrigué bien, lo metí en un taxi y me dijo: «No hace falta que venga conmigo, Woodward. No sé cuánto tiempo me quedaré allí. Ya se encargarán de que vuelva a casa sano y salvo». Así que le indiqué al conductor dónde tenía que llevarlo y volví a casa. Y esa fue la última vez que lo vi, milord. Wimsey chasqueó la lengua, comprensivo. -Sí, milord. Como el general Fentiman no volvió a la hora de costumbre para cenar, pensé que a lo mejor se había quedado en casa de lady Dormer, y no le di mayor importancia. Sin embargo, a las ocho y media empecé a preocuparme por el aire de la noche, porque era un día muy frío, si lo recuerda usted, milord. A las nueve estaba pensando en llamar a casa de lady Dormer para preguntar cuándo debía esperar su regreso, y en ese momento sonó el teléfono. -¿Justo a las nueve? -Alrededor de las nueve. Quizá fuera un poquito más tarde, pero no pasaría de las nueve y cuarto. Era un caballero. Dijo: «¿Es la casa del general Fentiman?». Le dije: «Sí. ¿Quién llama, por favor?». Y él dijo: «¿Es usted Woodward?», así, llamándome por mi apellido, y yo le dije: «Sí». Y dijo: «Ah, Woodward, el general Fentiman me ha pedido que le diga que no lo espere levantado, porque va a pasar la noche en mi casa». Y yo le dije: «Perdón, señor, ¿con quién hablo, por favor?». Y me dijo: «El señor Oliver». Le pedí que me repitiera el nombre, porque nunca lo había oído, y dijo: «Oliver», así, tan sencillamente, «el señor Oliver». Y después dijo: «Soy un viejo amigo del señor Fentiman, y esta noche se va a quedar conmigo, porque tenemos que hablar de ciertos asuntos». Y yo pregunté: «¿Necesita algo el general, señor?», pensando, milord, que a lo mejor quería el pijama y el cepillo de dientes o algo parecido, pero el caballero dijo que no, que tenía todo lo que necesitaba y que no debía preocuparme. Naturalmente, milord, como ya le he explicado al comandante Fentiman, no me creía con derecho a hacer preguntas, al ser solo un sirviente; podría haber parecido que me tomaba demasiadas libertades. Pero tenía miedo de que la agitación y el trasnochar fueran excesivos para el general, así que me atreví a decir que confiaba en que el general Fentiman estuviera bien de salud y no se hubiera cansado demasiado, ante lo que el señor Oliver se echó a reír y dijo que lo cuidaría y lo metería en la cama enseguida. Y a punto estaba de tener el descaro de preguntarle dónde vivía cuando colgó. Y eso es todo lo que sé, hasta que me enteré a la mañana siguiente de la muerte del general, milord. -A ver -dijo Robert Fentiman-. ¿Qué te parece? -Raro -contestó Wimsey-. Y, desde luego, una lástima. Woodward, ¿el general pasaba la noche fuera con frecuencia? -Nunca, milord. No recuerdo que ocurriera semejante cosa en los últimos cinco o seis años. Quizá en los viejos tiempos, cuando iba a ver a sus amigos, pero últimamente no. -¿Y nunca había oído hablar de ese tal señor Oliver? -No, milord. -¿No le resultaba conocida su voz? -No podría decir que no la hubiera oído antes, milord, pero me cuesta trabajo reconocer las voces por teléfono. Aunque en aquel momento pensé que podía tratarse de uno de los caballeros del club. -¿Tú sabes algo de ese hombre, Fentiman? -Sí, sí... Lo conozco. O, bueno, me imagino que es el mismo hombre, pero no sé nada de él. Supongo que lo vería en medio de un gentío, en una cena o algo por el estilo, y me dijo que conocía a mi abuelo. Y lo he visto almorzando en Gatti's y ese tipo de sitios, pero no tengo ni la menor idea de dónde vive ni de qué hace. -¿Militar? -No... Algo que ver con la ingeniería, creo. -¿Cómo es? -Pues alto, delgado, con el pelo gris y gafas. De unos sesenta y cinco años, diría yo. Podría ser incluso mayor... Seguramente sí, si es un viejo amigo de mi abuelo. Deduje que estaba jubilado y que vivía en las afueras, pero que me aspen si recuerdo dónde. -No es de mucha ayuda -dijo Wimsey-. He de reconocer que de vez en cuando hay mucho que decir a favor de las mujeres. -¿Y eso qué tiene que ver? -Pues que esa forma tan suelta, sin la menor curiosidad, que tienen los hombres a la hora de establecer relaciones, está muy bien y es algo admirable, pero también muy poco práctico. Fíjate. Reconoces que has visto a ese tipo un par de veces, y lo único que sabes de él es que es alto y delgado, que está jubilado y vive en una zona indeterminada de las afueras. En las mismas circunstancias, una mujer habría averiguado su situación y su ocupación, si está casado, cuántos hijos tiene, cómo se llaman y cómo se ganan la vida, cuál es el escritor que prefiere, cuál es la comida que más le gusta, cómo se llaman su sastre, su dentista y su zapatero, cuándo conoció a tu abuelo y qué pensaba de él... ¡Montones de cosas útiles! -Seguro que sí -replicó Fentiman, sonriendo-. Por eso no me he casado. -Opino lo mismo que tú, pero eso no quita para que como fuente de información seas un desastre -dijo Wimsey-. Por lo que más quieras, haz un esfuerzo e intenta recordar algo más concreto sobre ese hombre. Podría suponerte medio millón saber a qué hora de la mañana salió el abuelo de Tooting Bec o de Finchley, o de donde fuera. Si era una zona alejada, explicaría la tardanza en llegar al club... algo que te favorecería a ti, por cierto. -Supongo que sí. Haré todo lo que pueda por recordarlo, pero no estoy seguro de nada. -Es una situación difícil -dijo Wimsey-. Sin duda, la policía podría encontrarnos a ese hombre, pero no se trata de un caso policial. Y supongo que no tienes especial interés en airear el asunto. -Pues... a lo mejor hay que llegar a eso, pero, por supuesto, no nos entusiasma la publicidad, si podemos evitarla. ¡Si al menos pudiera recordar exactamente a qué clase de trabajo se dedicaba! -Sí... O la cena o lo que fuera donde lo conociste. Podríamos conseguir la lista de invitados. -Pero Wimsey, amigo... ¡si eso fue hace dos o tres años! -O a lo mejor conocen a ese tipo en Gatti's. -Esa es buena idea, porque lo he visto allí varias veces. Vamos a hacer una cosa. Me pasaré por Gatti's a ver qué averiguo, y, si no lo conocen, almorzaré allí con frecuencia. Tendrá que volver a aparecer, casi seguro. -Bien. Haz eso. Y, por el momento, ¿te importa que eche un vistazo a la casa? -En absoluto. ¿Te hago falta para algo? ¿O prefieres que te acompañe Woodward? Él sabe mucho más de todo esto. -Gracias. Sí, que venga Woodward. No te preocupes por mí. Solo voy a cotillear un poco. -Adelante. Hay un par de cajones llenos de papeles que tengo que revisar. Si encuentro algo relacionado con ese tal Oliver, te daré un grito. -Bien. Wimsey salió, dejando a Fentiman con su tarea, y fue a ver a Woodward y Bunter, que estaban hablando en la habitación de al lado. De una sola ojeada Wimsey comprendió que era el dormitorio del general. En una mesa junto a la estrecha cama de hierro había una escribanía antigua. Wimsey la cogió, la sopesó unos momentos entre las manos y se la llevó a Robert Fentiman a la otra habitación. -¿Has abierto esto? -preguntó. -Sí... Son cartas viejas y cosas así. -¿No habrás encontrado por casualidad la dirección de Oliver? -No. Y, por supuesto, la he estado buscando. -¿Has mirado en otros sitios? No sé, cajones, armarios... -Todavía no -replicó Fentiman, en tono cortante. -¿Alguna agenda de teléfonos, o algo? Habrás mirado la guía telefónica, supongo... -Pues no... No puedo llamar a un perfecto desconocido y... -¿ ... y cantarle el himno de la orden de los Sopladores de Espuma? Pero por Dios, cualquiera diría que andas detrás de un paraguas que se hubiera perdido, y no de medio millón de libras. Si ese hombre llamó aquí, no veo por qué no podría aparecer su nombre en la guía telefónica. Será mejor que Bunter se encargue de eso. Tiene unos modales exquisitos por teléfono; la gente considera un verdadero placer que los inte-rrun-rrumpa. Robert Fentiman reaccionó con una sonrisa indulgente ante aquel mal chiste y sacó la guía telefónica, que Bunter se puso a examinar con diligencia. Tras encontrar dos columnas y media de Oliver, descolgó el auricular y se aplicó a la tarea de llamarlos por orden alfabético. Wimsey volvió al dormitorio. Estaba ordenado hasta el detalle, con la cama meticulosamente hecha, el aguamanil preparado, como si el inquilino fuera a volver en cualquier momento, todo sin una mota de polvo, algo que honraba la dedicación y el afecto de Woodward pero resultaba deprimente para el investigador. Wimsey se sentó y recorrió despacio con la mirada el armario, de puertas brillantes, la perfecta hilera de botas y zapatos colocados en sus hormas en una pequeña estantería, el tocador, el aguamanil, la cama y la cómoda que, junto con la mesilla de noche y un par de sillas, constituían el mobiliario. -¿Se afeitaba él mismo el general, Woodward? -No, milord, últimamente no. Era una de mis obligaciones, milord. -¿Se cepillaba él mismo los dientes, o la dentadura postiza o lo que fuera? -Ah, sí, milord. El general Fentiman tenía una dentadura excelente para su edad. Wimsey se colocó el potente monóculo en un ojo y llevó el cepillo de dientes hasta la ventana. El resultado del examen no lo satisfizo. Volvió a mirar a su alrededor. -¿Es ese su bastón? -Sí, milord. -¿Puedo verlo? Woodward se lo llevó, sujetándolo por el medio, como criado bien adiestrado que era. Lord Peter lo recogió de la misma manera, conteniendo una leve sonrisa de entusiasmo. El bastón era pesado, con gruesa empuñadura de marfil pulido, apropiado para servir de apoyo a los frágiles pasos de un anciano. El monóculo volvió a entrar en juego, y en esta ocasión su propietario soltó una risita de satisfacción. -Me gustaría sacar una fotografía de este bastón inmediatamente, Woodward. ¿Podría usted encargarse de que no lo toque nadie? -Desde luego, milord. Wimsey volvió a colocar el bastón en su sitio y después, como si eso le sugiriese otra línea de pensamiento, se dirigió a la estantería de los zapatos. -¿Qué zapatos llevaba el general Fentiman en el momento en que murió? -Estos, milord. -¿Los ha limpiado después? Woodward pareció sentirse un poco herido. -No puedo decir que los haya limpiado, milord. Solo les he pasado un trapo para el polvo. No estaban muy sucios y... no tuve valor. Lo lamento, señoría. -Es una suerte. Wimsey les dio la vuelta y examinó de forma meticulosa las suelas, con la lupa y sin ella. Con unas pequeñas pinzas que sacó de un bolsillo retiró delicadamente una pelusilla -que parecía de una gruesa alfombra- que colgaba de un clavito, y la guardó con sumo cuidado en un sobre. Después dejó el zapato derecho y sometió el izquierdo a un prolongado examen, sobre todo el borde interior de la suela. Por último pidió una hoja de papel y envolvió el zapato con tanto cariño como si se hubiera tratado de una valiosa pieza de cristal de Waterford. -Me gustaría ver toda la ropa que llevaba el general Fentiman aquel día... quiero decir, las prendas exteriores... el sombrero, el traje, el abrigo y demás. Le llevaron las prendas, y Wimsey las inspeccionó con la misma meticulosidad y la misma paciencia, mientras Woodward lo observaba con atención, halagado. -¿Los ha cepillado? -No, milord. Solo los he sacudido un poco. En esta ocasión Woodward no se disculpó, al haber empezado a entrever que limpiar y cepillar no eran acciones loables, dadas las insólitas circunstancias. -Verá -dijo Wimsey, guardando silencio unos momentos para observar una arruga infinitesimalmente pequeña del tejido de la pernera izquierda de los pantalones-. Quizá podamos encontrar alguna pista en el polvo de la ropa que nos muestre dónde pasó la noche el general. Si, por poner un ejemplo bastante improbable, encontrásemos serrín, podríamos suponer que había ido a ver a un carpintero. O una hoja seca podría indicarnos un jardín, un parque o algo por el estilo, mientras que una telaraña podría significar que había estado en una bodega o... o un cobertizo, etcétera. ¿Comprende? -Sí, milord -respondió Woodward sin mucha convicción. -¿No recordará por casualidad haber observado ese pequeño desgarrón... ? Bueno, no es un desgarrón, sino un trocito un poco más áspero. Quizá se enganchara en un clavo o algo... -No puedo decir que lo recuerde, milord, pero quizá no me haya dado cuenta. -Claro. A lo mejor no tiene la menor importancia. En fin... Guarde todas estas cosas. Es probable que tenga que recoger el polvo y analizarlo. Un momento. ¿Se ha sacado algo de esta ropa? Quiero decir, se habrán vaciado los bolsillos, ¿no? -Sí, milord. -¿Y no había nada fuera de lo normal? -No, milord. Solo lo que el general llevaba siempre. El pañuelo, las llaves, el dinero y la cigarrera. -Ya. ¿Y el dinero? -Pues de eso no puedo dar justa cuenta, milord. Lo tiene el comandante Fentiman. Llevaba dos libras en la billetera; eso lo recuerdo. Creo que llevaba dos libras y diez chelines cuando salió y algo suelto en el bolsillo de los pantalones. Supongo que pagaría el taxi y el almuerzo en el club con el billete de diez chelines. -Eso demuestra que no gastó nada en cosas fuera de lo normal, como un tren o un taxi para ir o para volver, ni en cenar ni en copas. -No, milord. -Pero claro, ese tal Oliver se encargaría de todo. ¿Tenía el general pluma estilográfica? -No, milord. Escribía muy poco, milord. Era yo quien acostumbraba a escribir cartas a los comerciantes y demás. -Cuando él escribía, ¿qué plumilla utilizaba? -De corona, milord. La encontrará en el salón. Pero creo que solía escribir las cartas en el club. Tenía muy poca correspondencia... un par de cartas al banco o al señor que se encargaba de sus asuntos, milord. -Comprendo. ¿Tiene usted su talonario de cheques? -Lo tiene el comandante Fentiman, milord. -¿Recuerda si lo llevaba el general la última vez que salió de aquí? -No, milord. Se guardaba en su escritorio, por norma. Firmaba los cheques para la casa y me los daba a mí, milord. O a veces se lo llevaba al club. -Bien. Me da la impresión de que ese misterioso señor Oliver no es uno de esos tipos indeseables que exigen dinero. Muy bien Woodward.¿Está completamente seguro de que no recogió nada de esa ropa salvo lo que había en los bolsillos? -No me cabe la menor duda, milord. -Pues qué raro -dijo Wimsey, casi para sus adentros-. Francamente, no sé si no será lo más raro de este caso. -Perdón, milord. ¿Puedo preguntarle por qué? -Pues porque yo esperaba que... -Se contuvo. El comandante Fentiman estaba asomado a la puerta. -¿Qué es tan raro, Wimsey? -No, que me ha extrañado una cosilla -replicó Wimsey con vaguedad-. Esperaba encontrar algo entre la ropa, pero no está. Nada más. -Sabueso impenetrable -dijo el comandante, riendo-. ¿Qué insinúas? -Averígüelo usted mismo, estimado Watson -replicó su señoría, con sonrisa perruna-. Tienes todos los datos. Averígualo y comunícame la respuesta. Un tanto dolido por aquella frivolidad, Woodward recogió las prendas y las guardó en el armario. -¿Cómo va Bunter con las llamadas? -De momento no hay suerte. -Vaya. Bueno, será mejor que entre a hacer unas fotografías. Podemos acabar de llamar en casa. ¡Bunter! Ah, Woodward, ¿le importa que le tomemos las huellas digitales? -¿Las huellas digitales, milord? -Por Dios, no estarás intentando cargarle nada a Woodward, ¿no? -intervino el comandante. -¿Cargarle qué? -Pues... O sea, pensaba que solo le tomaban las huellas a los ladrones y eso. -No exactamente, no... En realidad lo que necesito son las huellas del general, para compararlas con otras que tengo en el club. Hay una buena colección en ese bastón, y quiero las de Woodward para evitar mezclar las de los dos. Y también querría tomar las tuyas. Es posible que también hayas tocado el bastón sin darte cuenta. -Entendido, hermano. No creo haberlo tocado, pero más vale comprobarlo, como dices. Un asunto curioso, ¿no? Estilo Scotland Yard. ¿Cómo lo haces? -Bunter te lo enseñará. Bunter sacó una pletina y un rodillo y varias hojas de papel blanco, liso. Limpió meticulosamente los dedos de ambos con un paño y los apretó primero contra la pletina y después contra el papel. Etiquetó las impresiones así obtenidas y las guardó en sobres, tras lo cual aplicó un polvo gris a la empuñadura del bastón, con lo que salió a la luz una magnífica muestra de impresiones de los dedos de una mano derecha, superpuestas aquí y allá, pero identificables. Fentiman y Woodward contemplaron fascinados aquel divertido prodigio. -¿Han salido bien? -Perfectas, señor. Son completamente distintas de las otras dos muestras. -Entonces, seguramente serán del general. Saque un negativo, deprisa. Bunter preparó la cámara y la enfocó. -A menos que sean del señor Oliver -intervino el comandante Fentiman-. Menuda broma, ¿no? -Sí, desde luego -dijo Wimsey, un tanto sorprendido-. Una broma estupenda... no sé para quién. Y tal como están las cosas, no sé a quién podría hacerle gracia, Fentiman. 7 La maldición de Escocia Entre las llamadas de teléfono y el revelado de las fotografías, parecía evidente que Bunter iba a estar muy atareado toda la tarde. Por consiguiente, su señor tuvo la cortesía de dejarlo a sus anchas en la casa de Piccadilly y se marchó para entretenerse a su manera. Su primera visita fue a una de esas oficinas que se dedican a distribuir anuncios a la prensa. Allí redactó un anuncio dirigido a los taxistas y dispuso que apareciera, a la mayor brevedad posible, en todos los periódicos que presumiblemente podrían leer los hombres de tal profesión. Se rogaba a tres conductores que se pusieran en contacto con el señor J. Murbles, abogado, de Staple Inn, que los recompensaría con generosidad por las molestias y el tiempo empleado. En primer lugar, cualquier taxista que recordase haber llevado a un caballero de edad desde la casa de lady Dormer, en Portman Square o sus inmediaciones, en la tarde del 10 de noviembre. En segundo lugar, cualquier taxista que se acordara de haber llevado a un caballero de edad a casa del doctor Penberthy, en Harley Street o cerca de allí, a cierta hora de la tarde o la noche del 10 de noviembre. Y, en tercer lugar, cualquier taxista que hubiera dejado al mencionado caballero de edad a la puerta del Bellona Club entre las diez y las doce y media de la mañana del 11 de noviembre. Aunque probablemente Oliver tuviera coche y hubiera llevado al vejete, pensó Wimsey mientras pagaba la cuenta de los anuncios, que debían aparecer durante tres días a menos que fueran anulados. Pero merecía la pena intentarlo, pensó. Llevaba un paquete bajo el brazo, y su siguiente movimiento consistió en parar un taxi e ir a la residencia de sir James Lubbock, el conocido analista. Afortunadamente, sir James estaba en casa y se alegró de ver a lord Peter. Era un hombre de complexión robusta, cara rojiza y pelo gris y ensortijado, y lo recibió en su laboratorio, donde supervisaba una prueba de Marsh de arsénico. -¿Te importa tomar asiento un momento, mientras termino esto? Wimsey se sentó y observó con interés la llama del mechero Bunsen que se movía sin cesar bajo el tubo de cristal y el poso marrón oscuro que se iba formando y espesando poco a poco en el extremo más estrecho. De vez en cuando el analista vertía por el embudo con llave una pequeña cantidad de un líquido de aspecto sumamente repulsivo que había en una ampolla, y en una ocasión se acercó su ayudante para añadir unas gotas más de algo que, a juicio de Wimsey, debía de ser ácido clorhídrico. Por último, cuando todo el repugnante líquido quedó en el fondo del matraz y el depósito se puso casi negro en la parte más densa, quitaron y guardaron el tubo y apagaron el mechero, sir James Lubbock escribió y firmó una breve nota, se volvió y saludó cordialmente a Wimsey. -¿Seguro que no te interrumpo, Lubbock? -No, en absoluto. Ya hemos terminado. Era la última muestra. Pronto estaremos listos para comparecer ante los tribunales. No es que haya grandes dudas al respecto. Una cantidad suficiente para matar un elefante. Teniendo en cuenta el trabajo que nos tomamos en los procesos judiciales para informar cortésmente al público de que dos o tres granos de arsénico son suficientes para dar buena cuenta de un individuo que no goce de demasiadas simpatías, por resistente que sea, resulta sorprendente cómo malgasta la gente las drogas. No se les puede enseñar. A cualquier botones tan incompetente como el asesino medio lo echarían del trabajo a patadas. ¡Bueno, a ver! ¿En qué te has metido ahora? -Poca cosa -contestó Wimsey, desenvolviendo el paquete y sacando la bota izquierda del general Fentiman-. Sé que soy un caradura al venir a verte por esto, pero es que me gustaría saber qué es, y como se trata de un asunto estrictamente privado, me he tomado la libertad de venir a molestarte, como amigo que eres. Es solo la parte interior de la suela... ahí, en el borde. -¿Sangre? -sugirió el analista, sonriendo. -Pues no... Siento decepcionarte. Yo diría que pintura. Sir James observó atentamente el sedimento con una potente lupa. -Sí, es un barniz marrón. Podría haberse desprendido del suelo o de un mueble. ¿Quieres que lo analice? -Si no es demasiada molestia... -De ninguna manera. Será mejor que lo haga Saunders. Se ha especializado en esta clase de sustancias. Saunders, ¿podría raspar esto con todo cuidado y ver qué es? Tome una muestra y analícela, si es posible. ¿Para cuándo se necesita? -Pues lo antes posible, pero no quiero decir dentro de cinco minutos. -Bueno, quédate un rato a tomar un poco de té con nosotros, y supongo que podremos tenerte algo preparado después. No parece nada extraordinario. Conociendo tus gustos, me extraña que no sea sangre. ¿No tienes sangre en perspectiva? -No que yo sepa. Me quedaré con mucho gusto a tomar el té, si estás seguro de que no me estoy poniendo pesado. -Claro que no. Y, ya que estás aquí, podrías darme tu opinión sobre unos viejos libros de medicina que tengo. No creo que sean especialmente valiosos, pero sí curiosos. Ven. Wimsey pasó un par de agradables horas con lady Lubbock, panecillos tostados con mantequilla y alrededor de una docena de antiguos tratados de anatomía. Al poco volvió Saunders con el informe. El sedimento no era ni más ni menos que una pintura marrón y un barniz comunes y corrientes, muy conocidos por carpinteros y ebanistas. Se trataba de un preparado moderno, sin nada especial; podía encontrarse en cualquier parte. Era un barniz de suelos que no se utilizaba para puertas, tabiques o cosas por el estilo. A continuación aparecía la fórmula química. -Me temo que no sirve de gran cosa -dijo sir James. -Nunca se sabe. A lo mejor hay suerte -replicó Wimsey-. ¿Podrías etiquetar la muestra y estampar tu firma, y también en el análisis, y guardarlos en caso de que sea necesario? -Naturalmente. ¿Cómo quieres que los etiquete? -Pues... pon «Barniz de la bota izquierda del general Fentiman» y «Análisis del barniz de la bota izquierda del general Fentiman», y la fecha. Yo lo firmaré, y también Saunders y tú, y creo que con eso bastará. -¿Fentiman? ¿No es el vejete que murió de repente el otro día? -El mismo. Pero no tienes por qué mirarme con ese aire infantil de sabelotodo, porque no tengo ninguna historia morbosa que contar. Es solo cuestión de saber dónde pasó la noche el viejo, a ver si me entiendes. -Vaya, vaya. Muy curioso. En fin; no tiene nada que ver conmigo. Quizá cuando se resuelva me cuentes de qué se trata. Mientras tanto, mantendremos las etiquetas. Me imagino que estás dispuesto a dar fe de la identidad de la bota, y yo puedo atestiguar haber visto el barniz en la bota, y Saunders puede atestiguar que lo retiró, que lo analizó y que este es el barniz que analizó. Todo como debe ser. Toma. Firma aquí y aquí, y son ocho con seis peniques, por favor. -Podría resultar barato por ese precio -dijo Wimsey-. O incluso barato por ochocientas sesenta libras... u ocho mil seiscientas. Sir James Lubbock parecía entusiasmado. -Solo lo haces para fastidiar, porque sabes que así puedes tomarnos el pelo. Bueno, si quieres ser como una tumba, allá tú. Te guardaré estas cosas bajo llave. ¿Quieres llevarte la bota? -No creo que al albacea le preocupe. Y andar por ahí con una bota queda un poco ridículo. Guárdala con las demás cosas hasta que se necesiten; sé buen chico. Así que la bota se quedó en un armario, y lord Peter libre para proseguir con sus diversiones vespertinas. Su primera idea fue ir a Finsbury Park, a ver a George y Sheila Fentiman, pero recordó a tiempo que ella aún no habría vuelto del trabajo -era cajera en un salón de té que estaba muy de moda- y además (con una previsión rara en la gente de dinero) que si llegaba demasiado temprano tendrían que invitarlo a cenar y habría poca comida, lo que preocuparía a Sheila y molestaría a George. De modo que se dirigió a uno de sus múltiples clubes, donde tomó un lenguado muy bien cocinado, con una botella de Liebfraumilch, carlota de manzana y unas menudencias saladas, café solo y un excelente coñac como colofón, una comida sencilla y satisfactoria que le puso de magnífico humor. Los Fentiman vivían en dos habitaciones de un piso bajo, con derecho a cocina y baño, en una casa adosada con una lucerna azul y amarilla sobre la puerta y cortinas de muselina en las ventanas. En realidad eran habitaciones amuebladas, pero la casera siempre se refería a ellas como si de un piso se tratara, porque eso significaba que los inquilinos tenían que encargarse de todo el trabajo y del servicio. Cuando entró lord Peter, la casa tenía una atmósfera cargada, porque alguien estaba friendo pescado no muy lejos, y al principio se produjo una situación ligeramente desagradable porque solo llamó al timbre una vez, con lo que salió el inquilino del sótano, mientras que un visitante más avezado hubiera llamado dos veces para indicar que quería ir a la planta baja. Al oír las explicaciones en el vestíbulo, George asomó la cabeza por la puerta del comedor y dijo: -¡Ah! ¡Hola! -¡Hola! -contestó Wimsey, al tiempo que intentaba encontrar sitio para sus cosas en un perchero sobrecargado y acababa por dejarlas en el brazo de un cochecito de niño-. Nada, que se me ha ocurrido haceros una visita. Espero no molestar. -Desde luego que no. Muy amable de tu parte penetrar en este infame agujero. Entra. Está todo hecho un asco, como de costumbre, pero cuando eres pobre tienes que vivir como los cerdos. Sheila, ha venido lord Peter Wimsey.. . Os conocéis, ¿no? -Sí, claro. Qué detalle venir hasta aquí. ¿Ha cenado? -Sí, gracias. -¿Un café? -No, de verdad... Acabo de tomar uno. -Pues solo te podemos ofrecer whisky -dijo George. -A lo mejor más tarde, amigo, pero ahora no. He tomado coñac. No hay que mezclar la uva con el grano. -Haces bien -replicó George, desarrugando el entrecejo, pues en realidad el whisky que tenía más a mano estaba en el bar más cercano, y la aceptación de la invitación hubiera supuesto seis con seis como mínimo, aparte del esfuerzo de ir a buscarlo. Sheila Fentiman acercó un sillón y se sentó en un puf. Era una mujer de unos treinta y cinco años, y muy guapa de no haber sido por el aspecto de preocupación y mala salud que la hacía parecer mayor. -Vaya fuego tan triste -dijo George, abatido-. ¿Es todo el carbón que queda? -Lo siento -contestó Sheila-. No ha llenado el cubo esta mañana. -Bueno, ¿y por qué no te encargas tú de que lo llene? Siempre pasa lo mismo. Si el cubo no está completamente vacío, piensa que no tiene que molestarse en llenarlo. -Voy a buscarlo. -No, no. Iré yo, pero tendrías que decírselo. -Pero si no dejo de decírselo... -Esa mujer es una cabeza de chorlito. No, tú no vayas, Sheila. No quiero que cargues con el carbón. -Qué tontería -replicó la mujer agriamente-. Mira que eres hipócrita, George. Es solo porque hay alguien delante por lo que de repente te vuelves tan caballeroso. -Vamos, ya voy yo -dijo Wimsey, desesperado-. Me gusta recoger carbón. De pequeño me encantaba el carbón, cualquier cosa que me ensuciara o hiciera ruido. ¿Dónde está? La señora Fentiman dejó el cubo, por el que George y Wimsey se pelearon cortésmente. Al final salieron los tres juntos al patio trasero, donde estaba la incómoda carbonera; Wimsey extrajo el carbón y George lo cargó en el cubo, mientras la dama los alumbraba con una larga vela, mal ajustada a un candelabro esmaltado demasiado grande. -Y dile a la señora Crickett que tiene que llenar el cubo como es debido todos los días -dijo George, irritado, sin querer apearse de su resentimiento. -Lo intentaré, pero le molesta muchísimo que le digan nada. Tengo miedo de que se despida. -Bueno, supongo que hay más asistentas, ¿no? -La señora Crickett es muy honrada. -Ya lo sé, pero eso no lo es todo. Si te molestaras un poco, seguro que encontrarías a otra. -Bueno, ya veremos. Pero ¿por qué no hablas tú con la señora Crickett? Normalmente yo ya he salido cuando ella llega. -Ah, claro. Tienes que restregarme por las narices que has de trabajar fuera de casa... Supongo que no pensarás que a mí me gusta, ¿o sí? Que te diga Wimsey cómo me siento por eso. -No digas tonterías, George. Lord Peter, ¿por qué son tan cobardes los hombres a la hora de hablar con los criados? -Es asunto de la mujer hablar con los criados. Yo no tengo nada que ver con eso -dijo George. -De acuerdo... Hablaré con ella, pero tú cargas con las consecuencias. -A ver, cielo: no tendrá ninguna consecuencia si lo haces con tacto. No entiendo a qué viene tanto lío como estás montando. -Muy bien. Lo haré con el mayor tacto posible. Supongo que usted no tiene que sufrir con las asistentas, ¿verdad, lord Peter? -¡No, por Dios! -terció George-. Wimsey vive como es debido. En Piccadilly no conocen las dignas alegrías de la escasez. -Tengo bastante suerte -dijo Wimsey con ese aire contrito que se ve obligado a adoptar cualquiera acusado de ser demasiado rico-. Dispongo de un criado extraordinariamente fiel e inteligente que me cuida como una madre. -Supongo que sabe dónde arrimarse cuando hay dinero -replicó George de mala manera. -No sé. Estoy convencido de que Bunter se quedaría conmigo pasara lo que pasase. Fue mi asistente durante parte de la guerra, y nos tocó vivir malos tragos juntos, y cuando acabó aquello fui tras él y lo contraté. Naturalmente, ya había servido antes, pero habían matado a su anterior señor y la familia se deshizo, así que se vino encantado conmigo. No sé qué haría yo sin Bunter. -¿Es él quien hace las fotografías cuando va usted a cazar criminales? -preguntó Sheila, aprovechando la oportunidad de aferrarse a un tema de conversación que seguramente no molestaría a nadie. -Sí. Tiene muy buena mano con la cámara. El único inconveniente es que de vez en cuando se enclaustra en el cuarto oscuro, y entonces tengo que arreglármelas yo solo. He puesto una conexión telefónica con él. «¿Bunter?» «Sí, milord.» «¿Dónde están mis gemelos?» «En el departamento del centro del tercer cajón derecho del armario del vestidor, milord.» «¡Bunter!» «Sí, milord.» «¿Dónde he dejado la pitillera?» «Creo haberla Y observado por última vez sobre el piano, milord.» «¡Bunter!» «Sí, milord.» «Me he hecho un lío con la corbata blanca.» «¡Vaya por Dios, milord!» «Bueno, ¿no puedes hacer nada?» «Perdón, milord, pero estoy ocupado revelando una placa.» «¡Al diablo con la placa!» «Como usted ordene, milord.» «Bunter... un momento. No te precipites. Termina con la placa y ven luego a hacerme el nudo de la corbata.» «Faltaría más, milord.» Y entonces tengo que esperar con paciencia hasta que se soluciona lo de la placa del demonio, o lo que sea. Un auténtico esclavo en mi propia casa: eso es lo que soy. Sheila se echó a reír. -Pues parece un esclavo muy feliz y bien tratado. ¿Está investigando algo en este momento? -Sí. En realidad... ¿Lo ves? Otra vez lo mismo: Bunter lleva toda la tarde dedicado a la vida fotográfica. No tengo un techo bajo el que cobijarme. He estado deambulando por ahí como el pájaro ese, como se llame, que no tiene patas... -Lamento que tu desesperación llegara al extremo de venir a cobijarte en nuestra mísera casucha -dijo George con una carcajada. Wimsey empezó a pensar que más le habría valido no haber ido; la señora Fentiman parecía irritada. -No tiene por qué responder a eso -dijo, esforzándose por parecer tranquila-. No hay respuesta. -Voy a enviarlo a la tía Judith de Rosie's Weekly Bits -dijo Wimsey-. El sujeto A hace un comentario que no tiene respuesta. ¿Qué debe hacer el sujeto B? -Lo siento -dijo George-. Parece que mi conversación no está a la altura de las circunstancias. Estoy olvidando mis costumbres civilizadas. Vosotros seguid; no me hagáis caso. -¿Cuál es el misterio que tiene ahora entre manos? -preguntó Sheila, tomando al pie de la letra lo que había dicho su marido. -Pues es sobre ese extraño asunto del testamento del general -contestó Wimsey-. Murbles me sugirió que echara un vistazo a la cuestión de la supervivencia. -¡Ah! ¿Le parece que realmente lo podrá solucionar? -preguntó Sheila. -Espero que sí, pero es un asunto muy delicado. Una diferencia de segundos podría ser definitiva. Por cierto, Fentiman, ¿estuviste en el salón de fumadores del Bellona en algún momento durante la mañana del día del Armisticio? -Así que por eso has venido. ¿Por qué no lo habías dicho? Pues no, no estuve allí. Aún más, no sé nada del asunto. Y no entiendo por qué esa bruja, la vieja Dormer, no pudo hacer un testamento normal y sensato, ya puestos a ello. ¿Qué sentido tiene dejar ese montón de dinero al viejo, si sabía perfectamente que podía diñarla en cualquier momento? Y si se moría, dárselo todo a esa chica, la Dorland, que no tiene ningún derecho... Podría haber tenido la decencia de pensar un poco en Robert y en nosotros. -Teniendo en cuenta lo grosero que fuiste con ella y con la señorita Dorland, me extraña que tan siquiera te dejara siete mil libras, George -intervino Sheila. -¿Qué son siete mil libras para ella? Lo que un billete de cinco libras para una persona normal y corriente. Un insulto, así lo llamo yo. Claro que fui grosero con ella, pero no iba a consentir que pensara que le estaba haciendo la pelota por su dinero. -Qué inconsecuente eres, George. Si no querías el dinero, ¿por qué refunfuñas ahora por no tenerlo? -Tú siempre haciéndome quedar mal. Sabes que no me refiero a eso. Yo no quería el dinero, pero esa chica, la Dorland, siempre estaba lanzando indirectas, que si yo lo quería y tal, y le paré los pies. Yo no sabía nada de la maldita herencia, ni quería saberlo. Lo único que quiero decir es que si pretendía dejarnos algo a Robert y a mí, podría haberse estirado un poco más, no esas puñeteras siete mil libras. -¡Pues entonces no te quejes! En este momento nos vendrían que ni caídas del cielo. -Ya lo sé... ¿Y qué estoy diciendo yo? Y de repente esa vieja imbécil hace un testamento tan absurdo que no sé si me lo van a dar o no. Ni siquiera sé si podré hacerme con las dos mil del jefe. ¡Tengo que quedarme aquí mordiéndome los puños mientras Wimsey va por ahí con una cinta métrica y un fotógrafo de risa a ver si tengo derecho al dinero de mi abuelo! -Cariño, ya sé que es muy duro, pero espero que todo se resuelva pronto. No tendría ninguna importancia si no fuera por Dougal MacStewart. -¿Quién es Dougal MacStewart? -preguntó Wimsey, súbitamente preocupado-. Por el nombre, una de esas viejas familias escocesas, claro. Su nombre me suena. ¿No es un tipo muy atento, muy servicial, que tiene un amigo rico en la City? -De lo más atento -replicó Sheila con amargura-. Hasta el punto de imponerte su amistad. Es que... -Cállate, Sheila -dijo su marido, interrumpiéndola groseramente-. A lord Peter no le interesan los sórdidos detalles de nuestros asuntos privados. -Conociendo a Dougal, podría imaginármelo -replicó Wimsey-. Hace tiempo, nuestro amigo MacStewart te hizo una amable oferta, y tú la aceptaste a razón de la discreta suma de... ¿cuánto? -Quinientas libras -contestó Sheila. -Quinientas. Que se convirtieron en trescientas cincuenta en efectivo y el resto representado por unos pequeños honorarios para su amigo de la City que adelantó el dinero tan confiadamente, sin aval -continuó Wimsey-. ¿Cuándo fue eso? -Hace tres años... cuando abrí el salón de té en Kensington. -Ya, y cuando no pudisteis pagar ese sesenta por ciento o lo que fuera, a causa de la depresión del mercado ese amigo tan servicial de la City se vio obligado a añadir el interés al capital principal, con gran incomodidad para sí mismo y todo lo demás. Conozco la forma de actuar de MacStewart. ¿A cuánto asciende el total, Fentiman? Solo por curiosidad. -Mil quinientas al treinta -gruñó George-, por si te interesa. -Ya se lo advertí yo a George -tuvo la imprudencia de decir Sheila. -Claro, tú siempre sabes lo que hay que hacer. Al fin y al cabo, fue idea tuya, lo del salón de té. Te dije que de ahí no se podía sacar dinero, pero hoy en día las mujeres creen que pueden dirigir los negocios ellas solas. -Sí, George, pero son los intereses de MacStewart lo que se ha llevado todos los beneficios. Sabes que yo quería que le pidieras el dinero a lady Dormer. -Pues no pensaba hacerlo, y no hay más que hablar. Te lo dije desde el principio. -Bueno, vamos a ver -dijo Wimsey-. Lo de las mil quinientas de MacStewart está solucionado, pase lo que pase. Si el general Fentiman murió antes que su hermana, te llevas siete mil; si murió después que ella, tienes aseguradas dos mil, por el testamento. Además, no cabe duda de que tu hermano y tú llegaréis a un acuerdo razonable para repartir el dinero que él obtenga en tanto que heredero universal. ¿A qué viene tanta preocupación? -¿Que a qué viene? A este embrollo espantoso que lo tiene todo liado hasta Dios sabe cuándo, y yo sin poder tocar ni un penique. -Ya lo sé, ya lo sé -dijo Wimsey pacientemente-. Pero lo único que tienes que hacer es ir a ver a Murbles y que él te adelante el dinero que esperas recibir. No sacarás menos de dos mil libras, pase lo que pase, o sea que Murbles estará dispuesto a entregártelas. En realidad, si se lo pides, está más o menos obligado a cubrir las deudas justas. -Es lo que yo te decía, George -dijo la señora Fentiman con entusiasmo. -Claro, tú siempre me estás diciendo cosas. Nunca cometes ningún error, ¿eh? Y si el asunto llega a los tribunales y nos metemos en abogados y demás, ¿entonces qué, doña Sabelotodo? -Yo dejaría lo del juicio para tu hermano, en caso necesario -dijo Wimsey con sensatez-. Si gana, tendrá suficiente dinero para pagar a los abogados, y si pierde, aún te quedarán tus siete mil libras. Ve a ver a Murbles. Él lo solucionará. O una cosa... localizaré al amigo MacStewart, a ver si consigo que me traspase la deuda a mí. Naturalmente, no lo aceptará si sabe que soy yo, pero quizá lo consiga por mediación de Murbles. Entonces amenazaremos con enfrentarnos a él alegando intereses abusivos y demás. Vamos a divertirnos. -Mil gracias, pero más vale que no. -Como quieras. Pero deberías ir a ver a Murbles. Él te lo solucionará todo. De todos modos, no creo que haya litigio por lo del testamento. Si no podemos llegar al fondo de la cuestión de la supervivencia, creo que lo más recomendable sería que la señorita Dorland y vosotros llegarais a un acuerdo sin los tribunales de por medio. De todos modos, probablemente sería lo más justo. ¿Por qué no haces eso? -¿Que por qué no? Porque esa Dorland quiere su libra de carne humana. ¡Por eso! -¿Ah, sí? ¿Qué clase de mujer es? -Una de esas mujeres modernas de Chelsea. Más fea que un pecado y más dura que una piedra. Pinta... prostitutas flacas, feas, de cuerpo verde y sin ropa. Supongo que piensa que ya que no puede triunfar como mujer, al menos puede ser una intelectual de tres al cuarto. No me extraña que un hombre no encuentre un trabajo decente hoy en día, con esas mujeres endurecidas, fumadoras de cigarrillos, haciéndose pasar por genios, empresarias y demás. -¡Vamos, George! La señorita Dorland no le está quitando trabajo a nadie. No podía pasarse todo el día allí como dama de compañía de lady Dormer. ¿Qué daño hace a nadie pintando? -¿Por qué no podía ser dama de compañía? En los viejos tiempos había montones de mujeres solteras que eran damas de compañía, y tengo que decirte, hija mía, que les iba mucho mejor que ahora, con tanta vida alegre y tanta falda corta, dándoselas de profesionales. La mujer moderna no tiene ni una pizca de sentimientos decentes ni de sensibilidad. Dinero... dinero y fama; eso es lo único que busca. Para eso luchamos en la guerra... ¡y volver para encontrarse esto! -No te vayas por las ramas, George. La señorita Dorland no lleva una vida alegre... -No me voy por las ramas. Estoy hablando de las mujeres modernas. No digo que la señorita Dorland sea especial, pero tú te lo tomas todo como algo personal. Todas las mujeres sois iguales. No sois capaces de discutir de algo en general; tenéis que reducirlo todo a un pequeño ejemplo personal, siempre desviándoos del tema. -No me estaba desviando del tema. Estábamos hablando de la señorita Dorland. -Has dicho que una persona no puede limitarse a hacer compañía a otra, y yo he dicho que en los viejos tiempos había muchas buenas mujeres que se dedicaban a eso y les iba muy bien... -Pues yo no lo sabía. -Pues yo sí lo sé. Y también aprendían a ser buenas compañeras de sus maridos. No se pasaban la vida yendo a oficinas, clubes y fiestas como ahora. Y si crees que a los hombres nos gustan esas cosas, te puedo asegurar con toda franqueza que no es así, hija mía. Lo detestamos. -¿Y eso qué importa? Quiero decir, hoy en día no hay que molestarse tanto por ir a la caza del marido. -¡Claro que no! Supongo que los maridos ya no somos importantes para vosotras, las mujeres progresistas. Cualquier hombre sirve, con tal de que tenga dinero... -¿Por qué dices «vosotras, las mujeres progresistas»? Yo no he dicho que piense así. No salgo a trabajar fuera de casa porque quiera, precisamente... -¿Lo ves? Te lo tomas todo como si fuera cosa tuya. Ya sé que no quieres trabajar, y sé que es únicamente por la espantosa situación en la que me encuentro. No tienes por qué restregármelo por las narices. Sé que soy un fracasado. Da gracias al cielo si cuando te cases puedes mantener a tu esposa, Wimsey. -No tienes derecho a hablar así, George. No quería decir eso. Tú has dicho... -Sé lo que he dicho, pero lo has entendido al revés, como de costumbre. No tiene sentido discutir con una mujer. Bueno, ya está bien. No vuelvas a empezar, por lo que más quieras. A ver, una copita, Wimsey. Sheila, ve a decirle a la chica de la señora Munns que vaya a buscar media botella de Johnny Walker. -Oye, ¿por qué no vas tú? A la señora Munns no le gusta que mandemos a su chica a hacer recados. La última vez se puso muy desagradable. -¿Cómo voy a ir yo? Ya me he quitado las botas. Montas un lío tremendo por todo. ¿Y qué, si la vieja Munns arma un escándalo? No va a comerte. -No -terció Wimsey-. Puedo imaginarme la influencia corruptora de la sección de vinos y licores sobre la chica de la señora Munns. Estoy de acuerdo con la dama. Tiene sentimientos maternales. Yo mismo actuaría de san Jorge para rescatar a la chica del Blue Dragon. No me detendría ante nada. No te molestes en indicarme el camino. Tengo un instinto especial para los bares. Puedo encontrar cualquiera en medio de la niebla, con los ojos vendados y las manos atadas. La señora Fentiman lo acompañó hasta la puerta. -No le tome en cuenta a George lo que diga esta noche. Tiene el estómago hecho polvo y se pone irritable. Y ese maldito asunto del dinero le preocupa tanto... -Descuide -dijo Wimsey-. Lo sé muy bien. Tendría que verme a mí cuando estoy mal del estómago. Salí con una joven la otra noche (langosta con mayonesa, merengues y champán dulce, porque ella lo eligió), y ¡válgame Dios! Hizo una elocuente mueca y se dirigió al bar. Cuando regresó, George Fentiman estaba en la puerta. -Oye, Wimsey... Te pido disculpas por tanta grosería. Es este humor de perros que tengo. Estoy hecho un asco. Sheila se ha ido a la cama llorando, la pobrecita. Todo por mi culpa. Si supieras cómo me afecta esta maldita situación... Pero sé que no tengo excusa. -No te preocupes -replicó Wimsey-. Anímate. Todo se arreglará. -Mi esposa... -empezó a decir George. -Es una persona estupenda, amigo mío; lo que ocurre es que los dos necesitáis unas vacaciones. -Sí, desde luego. En fin; no hay que darse por vencidos. Iré a ver a Murbles, como me has aconsejado, Wimsey. Bunter recibió a su señor aquella noche con una discreta sonrisilla de satisfacción. -¿Has pasado un buen día, Bunter? -Gracias, señoría. Ha sido sumamente gratificante. No cabe duda de que las huellas del bastón son idénticas a las de la hoja de papel que me dio. -Sí, ¿eh? Algo es algo. Les echaré un vistazo mañana, Bunter. He tenido una tarde agotadora. 8 Lord Peter triunfa por la fuerza A las once de la mañana del día siguiente, lord Peter Wimsey, con traje azul marino y corbata gris oscuro, atuendo apropiado para una casa en la que se guardaba luto, se presentó en la residencia de la difunta lady Dormer, en Portman Square. -¿Está la señorita Dorland? -Voy a ver, señor. -Tenga la amabilidad de entregarle mi tarjeta y de preguntarle si me permite hablar unos minutos con ella. -Por supuesto, milord. ¿Quiere tomar asiento su señoría? El criado salió, y su señoría se quedó allí plantado, en una habitación imponente, de techo muy alto, con largas cortinas de color púrpura, alfombra rojo oscuro y muebles de caoba bastante odiosos. Tras un intervalo de casi quince minutos reapareció el criado, con una nota de breve redacción en una bandeja. La señorita Dorland presenta sus respetos a lord Peter y lamenta no poder recibirlo. Si, como supone, lord Peter ha venido a verla en calidad de representante del comandante y del capitán Fentiman, la señorita Dorland le ruega que se dirija al señor Pritchard, abogado, de Lincoln's Inn, que se encarga, en su nombre, de todos los asuntos relacionados con el testamento de lady Dormer. ¡Dios mío!, dijo Wimsey para sus adentros. Esto parece un desaire. Estupendo, sin duda. Pero me pregunto si... Volvió a leer la nota. Murbles debe de haberse ido de la lengua, se dijo. Supongo que le habrá dicho a Pritchard que me ha puesto en el caso. Qué indiscreción por parte de Murbles y qué impropio de él. El criado seguía allí de pie, en silencio, con expresión de querer desvincularse casi por la fuerza de cualquier comentario. -Gracias -dijo Wimsey-. ¿Tendría la amabilidad de decirle a la señorita Dorland que le estoy muy agradecido por la información? -Lo que ordene, milord. -Y tal vez podría pedirme un taxi, por favor. -Faltaría más, milord. Wimsey entró en el taxi con toda la dignidad de que pudo hacer acopio y fue a Lincoln's Inn. El señor Pritchard mantuvo una actitud casi tan distante y desdeñosa como la señorita Dorland. Lo tuvo esperando veinte minutos y lo recibió glacialmente, en presencia de un pasante de ojillos brillantes y redondos. -Ah, buenos días -dijo Wimsey afablemente-. Perdone que me presente de esta manera. Supongo que habría sido más normal hacerlo por mediación de Murbles... Buena persona, Murbles, ¿eh? Pero estoy convencido de que lo mejor es ir al grano lo antes posible. Se gana tiempo, ¿no? El señor Pritchard inclinó la cabeza y le preguntó a su señoría en qué podía servirlo. -Pues es por lo del asunto de Fentiman. La supervivencia y demás. He estado a punto de decir reliquia. Viene al caso, ¿no? Se podría decir que el viejo general era una reliquia, ¿eh? El señor Pritchard no movió un músculo. -Supongo que Murbles le habrá dicho que estoy investigando el asunto, ¿verdad? Es decir, intentando comprobar las horas y todo eso. El señor Pritchard no dijo esta boca es mía; se limitó a juntar los dedos y esperar pacientemente sentado. -El asunto presenta algún problemilla. ¿Le importa que fume? ¿Quiere un cigarrillo? -Se lo agradezco, pero no fumo en horas de trabajo. -Muy correcto. Impresiona más. Les baja los humos a los clientes, ¿no? Bueno, quería que supiera que se puede tratar de un asunto complicadillo, a ver si me entiende, que es difícil de precisar. Podría resultar una cosa o la otra; vamos, algo desconcertante. -¿De verdad? -Por supuesto. A lo mejor le gustaría conocer las conclusiones a las que he llegado. Y Wimsey narró la historia de sus investigaciones en el Bellona, basadas en los testimonios de los conserjes y del portero. No dijo nada sobre la entrevista con Penberthy, ni sobre las extrañas circunstancias que rodeaban al desconocido Oliver, limitándose a recalcar los estrechos límites de tiempo entre los que el general debía de haber llegado al club. El señor Pritchard lo escuchó sin el menor comentario. Al final, dijo: -¿Y qué ha. venido a proponer exactamente? -Pues lo que quiero decir, a ver si me comprende... ¿no sería buena idea que consiguiéramos que las partes llegaran a un acuerdo? Un toma y daca, por así decirlo... dividir las cosas y repartir los beneficios. Al fin y al cabo, medio millón de libras es una bonita suma, suficiente para que tres personas vivan tranquilamente, ¿no le parece? Y se evitarían un montón de problemas y... ¡ejem! ... minutas de abogados y demás. -¡Ah! -exclamó el señor Pritchard-. He de decir que me lo esperaba. El señor Murbles ya me había propuesto algo semejante, y le dije que mi cliente prefería no considerar esa idea. Me permitirá que le diga, lord Peter, que el hecho de que usted reitere la propuesta, tras haber sido contratado para investigar el caso en interés de la otra parte, da pie a la reflexión. Me perdonará que le advierta de que su forma de proceder en este asunto me parece abierta a una interpretación muy poco grata. Wimsey se sonrojó. -Señor Pritchard, quizá me permita usted que le informe de que yo no «he sido contratado» por nadie. El señor Murbles me ha pedido que determine los hechos. Son bastante difíciles de determinar, pero hoy, gracias a usted, he descubierto algo muy importante. Le quedo muy agradecido por su ayuda. Buenos días. El empleado de ojillos redondos y brillantes abrió la puerta con inmensa cortesía. -Buenos días -replicó el señor Pritchard. -Conque «contratado» -murmuró iracundo su señoría-. «Interpretación muy poco grata.» Ya lo voy a interpretar yo. Ese viejo animal sabe algo; y si sabe algo, eso demuestra que hay algo que saber. Quizá conozca a Oliver; no me extrañaría. Ojalá le hubiera soltado el nombre, a ver qué decía. Ya es demasiado tarde. No importa. Encontraremos a Oliver. Al parecer, Bunter no ha tenido suerte con esas llamadas. Creo que será mejor echar mano de Charles. Entró en la cabina telefónica más próxima y dio a la operadora el número de Scotland Yard. Al poco contestó una voz con tono oficial, y Wimsey preguntó si podía hablar con el subinspector Parker. Una serie de clics anunció que le estaban dando comunicación con el señor Parker, que por fin dijo: -¿Sí? -¡Hola, Charles! Soy Peter Wimsey. Oye, querría que hicieras una cosa. No es un asunto criminal, pero sí es importante. Un hombre que por lo visto se llama Oliver llamó a un teléfono de Mayfair poco después de las nueve de la noche del diez de noviembre. ¿Crees que podrías localizar la llamada? -Es probable. ¿A qué número era? Wimsey se lo dijo. -No te preocupes, muchacho. Lo averiguaré y te lo diré. ¿Cómo va eso? ¿Estás en algo? -Sí... Un problemilla privado, nada para vosotros... Es decir, que yo sepa. Pásate por casa una tarde y te lo contaré, extraoficialmente. -Muchas gracias. Pero no hasta dentro de un par de días. Andamos agobiados con ese asunto del cajón. -Ah, ya... Lo de ese señor que enviaron de Sheffield a Euston en un cajón, disfrazado de jamones de York. Magnífico. Trabaja mucho y te compensará. No, gracias, hija, no quiero dos peniques más para seguir hablando... me los voy a gastar en golosinas. ¡Hasta luego, Charles! Wimsey se vio obligado a pasar el resto del día inactivo con respecto al asunto del Bellona Club. A la mañana siguiente Parker lo llamó por teléfono. -Oye, es por lo de esa llamada que me pediste que localizara. -Dime. -La hicieron a las nueve y trece minutos de la noche desde una cabina pública de la estación de metro de Charing Cross. -Vaya, hombre... Y la telefonista no se fijaría en quién llamaba, supongo. -Es sin telefonista. Es una de esas cabinas automáticas. -¡Así arda en el infierno el tipo que las inventó! De todos modos, muchísimas gracias. Al menos nos encauza un poco. -Siento no haber podido hacer nada más. ¡Que te vaya bien! -Sí, que me vaya estupendamente -replicó Wimsey enfadado, colgando con brusquedad el auricular-. ¿Qué hay, Bunter? -Un recadero con una nota, milord. -Ah será del señor Murbles. Bien. Esto puede significar algo. Sí. Dile al chico que espere, que hay respuesta. -Garabateó unas palabras rápidamente-. El señor Murbles ha recibido respuesta al anuncio de los taxistas, Bunter. Van a presentarse dos hombres a las seis, y pienso ir a entrevistarme con ellos. -Muy bien, milord. -Esperemos que eso signifique un avance. Tráeme el abrigo y el sombrero... Voy un momentito a Dover Street. Robert Fentiman estaba en casa cuando llegó Wimsey, y lo recibió efusivamente. -¿Alguna novedad? -A lo mejor hay algo esta tarde. Esos taxistas pueden darme alguna pista. He venido para ver si me consigues una muestra de la letra del viejo Fentiman. -Desde luego. Llévate lo que quieras. No ha dejado gran cosa. No era precisamente aficionado a escribir. Hay unas cuantas notas interesantes sobre sus primeras campañas, pero a estas alturas son auténticas antiguallas. -Preferiría algo reciente. -Hay un montón de cheques anulados, si te sirven de algo. -Me servirían, y mucho. Si es posible, con números. Muchas gracias. Me los llevo. -¿Y cómo demonios vas a averiguar cuándo la diñó con su letra? -¡Ese es mi secreto, maldita sea! ¿Has pasado por Gatti's? -Sí. Al parecer, conocen de vista a Oliver, bastante bien, pero nada más. Almorzaba allí con cierta frecuencia, como una vez a la semana o así, pero no recuerdan haberlo visto desde el once. A lo mejor se está escondiendo. De todos modos rondaré por allí a ver si aparece. -Pues sí, hazlo. Llamó desde un teléfono público, o sea que esa línea de investigación está agotada. -¡Qué mala suerte! -¿No has encontrado su nombre entre los papeles del general? -Nada de nada, y lo he revisado todo, hasta el mínimo detalle de los papeles. Por cierto, ¿has visto últimamente a George? -Anteanoche. ¿Por qué? -Me da la impresión de que está muy raro. Me pasé por allí anoche, y se quejó de que lo estaban espiando o algo parecido. -¿Que lo estaban espiando? -Que lo seguían, que lo vigilaban. Como los tipos esos de las novelas policíacas. Para mí que esta historia lo está poniendo de los nervios. Espero que no se le vaya la cabeza o algo. Bastante tiene Sheila con lo que tiene. Es una mujer excelente. -Más que excelente -añadió Wimsey-, y le tiene mucho cariño. -Sí. Trabaja como una loca para mantener el hogar unido y todo eso. Si te digo la verdad, no entiendo cómo soporta a George. Desde luego, los matrimonios siempre están discutiendo, pero George debería comportarse delante de otras personas. Qué mal gusto, ser grosero con tu mujer en público. Me gustaría cantarle las cuarenta. -Está en una situación terriblemente vejatoria -dijo Wimsey-. Es su mujer y tiene que mantenerlo, y sé que George lo lamenta mucho. -¿Tú crees? A mí me parece que se lo toma como algo natural. Y siempre que esa pobre mujer se lo recuerda, él piensa que se lo está restregando por las narices. -Es normal que le moleste que se lo recuerden. Y yo he oído a la señora Fentiman decirle un par de cosas bastante fuertes. -Me lo imagino. El problema con George es que no se puede controlar. Nunca ha podido. Todo hombre tendría que ser capaz de calmarse y demostrar un poco de gratitud. Parece creer que porque Sheila tenga que trabajar como un hombre no desea la cortesía y... bueno, la ternura y todo eso que toda mujer se merece. -A mí me saca de quicio ver lo grosera que se vuelve la gente cuando se casa -dijo Wimsey-. Supongo que es inevitable. Qué raras son las mujeres. Da la impresión de que les importa mucho menos que un hombre sea fiel y honrado (y estoy seguro de que tu hermano lo es), que que les abran la puerta y les den las gracias. Lo he observado un montón de veces. -Un hombre debería ser tan cortés después del matrimonio como antes de casarse -proclamó Robert Fentiman con orgullo. -Debería serlo, pero no es así. Seguramente existe alguna razón que desconocemos -dijo Wimsey-. He preguntado a muchos hombres (ya sabes que me gusta meterme en todo) y en general te contestan con un gruñido y te dicen que sus esposas son personas sensatas y saben que las quieren sin más. Pero no creo que una mujer llegue a ser sensata jamás, ni siquiera tras una prolongada relación con su marido. Los dos solteros negaron con la cabeza solemnemente. -Bueno, creo que George se está portando como un bestia, pero a lo mejor soy demasiado severo con él -dijo Robert-. Nunca nos hemos llevado muy bien, y además, no pretendo entender a las mujeres. Sin embargo, esa manía persecutoria, o lo que sea, ya es otra cosa. Debería ir al médico. -Claro que debería. Tenemos que vigilarlo. Si lo veo en el Bellona hablaré con él e intentaré sonsacarle qué pasa. -No lo encontrarás en el Bellona. Lo evita desde que empezó esta situación tan desagradable. Creo que anda buscando trabajo. Me dijo que una de esas empresas de automóviles de Great Portland Street necesita un representante. La verdad es que los coches se le dan bien. -Espero que consiga el trabajo. Incluso si no le pagan mucho, le vendrá estupendamente tener algo que hacer. Bueno, ahora debo marcharme. Muchas gracias, y si localizas a Oliver, no dejes de decírmelo. -¡Por supuesto! Wimsey reflexionó unos momentos en la puerta y se dirigió a New Scotland Yard, donde enseguida lo acompañaron al despacho del subinspector Parker. Parker, un hombre fornido de casi cuarenta años, con los rasgos anodinos que tan bien se prestan al trabajo de investigación, era tal vez el más íntimo amigo de lord Peter, y en algunos sentidos su único amigo íntimo. Los dos habían colaborado en la resolución de muchos casos y se respetaban mutuamente por sus cualidades, si bien no podrían haber tenido un carácter más distinto. Wimsey era el Roldán de la combinación: rápido, impulsivo, descuidado y un manitas con dotes artísticas. Parker era el Oliveros: cauto, firme, meticuloso, una mente virgen de arte y literatura que se ejercitaba en los momentos de ocio con la teología evangélica. Era la única persona a la que no irritaban las peculiaridades de Wimsey, y este le correspondía con un afecto sincero ajeno a su carácter, normalmente distante. -¿Qué? ¿Cómo va eso? -No demasiado mal. Quiero que me hagas un favor. -¡No me digas! -Pues sí. ¡Vete al diablo! ¿Desde cuándo no tienes que hacerme algún favor? Quiero que llames a uno de tus grafólogos para que me diga si estas dos muestras están escritas por la misma persona. Puso en la mesa el fajo de cheques usados a un lado y al otro la hoja de papel que había recogido en la biblioteca del Bellona Club. Parker enarcó las cejas. -Bonito conjunto de huellas has recogido. ¿Qué es? ¿Falsificación? -No, nada por el estilo. Solo quiero saber si el tipo que firmó estos cheques escribió también las notas. Parker tocó un timbre y pidió que acudiera el señor Collins. -Por lo que se ve, son unas cantidades bien hermosas -añadió, recorriendo admirado las notas con la mirada-. Ciento cincuenta mil libras para R, trescientas mil para G... Vaya suerte tiene ese G... ¿Quién es? Veinte mil por aquí y cincuenta mil por allá. ¿Quién es este amigo tuyo tan rico, Peter? -Es esa larga historia que pensaba contarte cuando terminaras con tu asunto del cajón. -¿Ah, esa? Entonces haré todo lo posible para resolver sin mayor dilación el asunto del cajón. La verdad es que espero recibir noticias dentro de poco. Por eso estoy aquí, pendiente del teléfono. Ah, Collins, le presento a lord Peter Wimsey, que desea saber si estas dos grafías son de la misma persona. El grafólogo cogió el papel y los cheques y los examinó con minuciosidad. -Yo diría que no cabe la menor duda, a no ser que se haya hecho una falsificación extraordinariamente buena. Sobre todo algunos guarismos son muy característicos. Los cincos, por ejemplo, y los treses y los cuatros, de un solo trazo con dos pequeñas curvas. Es una letra muy anticuada, de un hombre muy mayor, que no goza de muy buena salud, sobre todo aquí, en las notas. ¿Es Fentiman, el que murió el otro día? -Pues sí, pero no tiene por qué proclamarlo a los cuatro vientos. Es un asunto privado. -De acuerdo. Bueno, yo diría que no cabe duda sobre la autenticidad de ese papel, si es eso en lo que está pensando. -Gracias. Es precisamente lo que quería saber. No creo que haya que plantearse ninguna cuestión de falsificación ni nada parecido. Solo se trata de si se puede considerar que estas notas son reflejo de sus deseos. Nada más. -Ah, sí. Si eliminamos la posibilidad de la falsificación, garantizo que las notas y los cheques están escritos por la misma persona. -Muy bien. Eso confirma los resultados de las pruebas de las huellas. Francamente, Charles -añadió cuando se hubo marchado Collins-, te confieso que este caso se está poniendo pero que muy interesante. En ese momento sonó el teléfono, y tras escuchar un rato, Parker exclamó: -¡Buen trabajo! -Después, volviéndose hacia Wimsey, dijo-: Es nuestro hombre. Lo han encontrado. Perdona, pero tengo que salir corriendo. Entre tú y yo: esto puede ser muy importante para mí. ¿Seguro que no podemos hacer nada más por ti? Es que tengo que ir a Sheffield. Nos vemos mañana o pasado mañana. Recogió el abrigo y el sombrero y se marchó. Wimsey salió él solo, y al llegar a casa pasó largo tiempo pensando ante las fotografías que había hecho Bunter en el Bellona Club. A las seis se presentó en el bufete del señor Murbles, en Staple Inn. Ya habían llegado los dos taxistas y estaban sentados, al borde de la silla, tomando jerez educadamente con el abogado. -Bueno, este es el caballero interesado en la investigación que nos ocupa -dijo el señor Murbles-. Si tienen la amabilidad de repetir lo que ya me han contado a mí... He comprobado que son los taxistas que hacen al caso, pero me gustaría que usted les planteara las preguntas que considere convenientes. Este caballero se llama Swain, y creo que deberíamos empezar por él. -Bueno, señor -dijo el señor Swain, un hombre robusto, del antiguo tipo de cochero-, usted quería saber si alguien había recogido a un caballero viejo en Portman Square el día antes del día del Armisticio a eso de …, por la tarde. -Pues, señor, yo pasaba despacio por la plaza ese día a las cuatro y media, o igual eran las cinco menos cuarto, cuando un lacayo va y sale de una casa (no puedo decir el número con toda seguridad, pero estaba en el lado este de la plaza, o a lo mejor en el centro) y me hace señas para que pare. Yo me acerco, y sale un caballero ya muy mayor. Era muy delgado, y llevaba una bufanda muy grande, pero le vi las piernas, muy delgadas, y por la cara me pareció que tendría sus buenos cien años, y llevaba bastón. Andaba bien derecho, para ser tan viejo, pero iba muy despacito, muy debilucho. Un viejo militar, pensé yo, por como hablaba, a ver si me entiende, señor. Y el lacayo me dijo que lo llevara a una casa de Harley Street. -¿Recuerda el número? Swain dijo un número y Wimsey reconoció el de la consulta de Penberthy. -Así que allí que lo llevé. Me pidió que tocara el timbre y que cuando saliera un joven a la puerta le preguntara que si por favor el médico podría ver al general Fenton, o Fennimore, o algo por estilo, señor. -¿No sería Fentiman? -Pues igual era Fentiman, señor. Sí, creo que sí. Pues bueno, vuelve el joven y dice que sí, que por supuesto, y yo ayudo a este señor mayor a entrar. Me pareció que estaba muy débil, y con muy mal color. Respiraba mal y tenía los labios medio azules, el pobre desgra... usted perdone, señor, pero yo me dije, digo: este no va a durar mucho. Así que lo ayudamos a subir la escalera, me pagó y me dio un chelín de propina; y eso es todo lo que sé, señor. -Encaja con lo que contó Penberthy -dijo Wimsey-. Al general le afectó la tensión de la entrevista con su hermana y fue a verlo inmediatamente. Vale. ¿Y qué pasa con la otra parte del asunto? -A ver -dijo Murbles-. Creo que este caballero, que se llama... sí, Hinkins... creo que el señor Hinkins recogió al general cuando se marchó de Harley Street. -Sí, señor -asintió el otro taxista, un hombre de aspecto elegante, perfil afilado y mirada perspicaz-. Un caballero muy mayor, como ese que nos han descrito, se subió a mi taxi en ese número de Harley Street, a las cinco y media. Me acuerdo muy bien del día, señor. Era el diez de noviembre, y me acuerdo porque después de llevarlo a donde le digo, empezó a darme la lata la magneto y no pude usar el vehículo en todo el día del Armisticio, lo cual me vino muy mal, porque por lo general es un día muy bueno. Pues subió ese viejo militar, con el bastón y eso, como dice aquí Swain, solo que yo no le noté que estuviera especialmente enfermo, aunque sí vi que era muy viejo. A lo mejor el médico le había dado algo para que se pusiera mejor. -Es muy probable -dijo el señor Murbles. -Sí, señor. Pues sube y me dice: «Lléveme a Dover Street», eso me dijo, pero si me pregunta a qué número, me temo que no lo recuerdo bien, señor, porque resulta que no llegamos allí. -¿Que no llegaron allí? -preguntó Wimsey. -No, señor. Justo cuando salíamos a Cavendish Square, el caballero asoma la cabeza y me dice: «¡Pare! ». Así que yo paro y veo que está saludando con la mano a un caballero que había en la acera, que se acerca y hablan un rato, y entonces el viejo... -Un momento. ¿Cómo era el otro caballero? -Delgado y moreno, señor, de unos cuarenta años. Llevaba traje y abrigo grises y sombrero de fieltro, y un pañuelo oscuro al cuello. Ah, sí, y tenía bigote, fino y oscuro. Así que el anciano me dijo: «Cochero», así me lo dijo, «cochero, vuelva a Regent's Park y siga en marcha hasta que le avise». Así que el otro caballero se sube al taxi, y yo volví y di la vuelta al parque, despacito, porque me imaginé que querrían charlar. Así que di dos vueltas, e iba por la tercera cuando el caballero más joven asoma la cabeza y me dice: «Déjeme en Gloucester Gate». Allí que lo dejé y el caballero de edad le dijo: «Adiós, George. Ten en cuenta lo que te he dicho». Y el otro le dijo: «Lo haré, señor». Lo vi cruzar la calle, como si fuera a subir por Park Street. El señor Murbles y Wimsey intercambiaron una mirada. -¿Y adónde fueron después? -Pues después el pasajero me dijo: «¿Conoce el Bellona Club, en Piccadilly?». Y yo le dije, digo: «Sí, señor». -¿El Bellona Club? -Sí, señor. -¿Qué hora era? -Irían a dar las seis y media, señor. Como le digo, iba muy despacio. Así que lo llevé al club, como me había pedido. Entró, y ya no lo volví a ver, señor. -Muchísimas gracias -dijo Wimsey-. ¿Parecía disgustado o nervioso mientras hablaba con ese hombre llamado George? -No, señor, yo no diría eso, pero me pareció que era un poco duro con él, como si lo estuviera riñendo. -Comprendo. ¿A qué hora llegaron al Bellona? -Calculo que serían las siete menos veinte, o un poquito más, señor. Había un poco de tráfico. Entre las siete menos veinte y las siete menos diez, que yo recuerde. -Estupendo. Bien, los dos nos han servido de gran ayuda. Eso es todo por hoy, pero me gustaría que le dieran su nombre y dirección al señor Murbles, en caso de que necesitemos una declaración de alguno de los dos más adelante. Y... eh... Crujieron un par de billetes, el señor Swain y el señor Hinkins lo agradecieron debidamente y se marcharon, no sin antes haber dejado sus respectivas direcciones. -Así que volvió al Bellona Club. ¿Para qué, me pregunto? -dijo Murbles. -Creo saberlo -contestó Wimsey-. Estaba acostumbrado a escribir y solucionar todos sus asuntos allí, y supongo que volvió para escribir unas notas sobre lo que tenía pensado hacer con el dinero que le iba a dejar su hermana. Mire esta hoja, señor. Es la letra del general, como he demostrado esta tarde, y estas son sus huellas dactilares. Y las iniciales «R» y «G» posiblemente corresponden a Robert y George, y los números a las cantidades que pensaba dejarles. -Parece bastante probable. ¿De dónde la ha sacado? -Del último cubículo de la biblioteca del Bellona. Estaba dentro del secante. -La letra es muy temblona y confusa. -Sí... parece que se va apagando. A lo mejor se mareó y no pudo continuar. O quizá solo estuviera cansado. Tengo que ir allí a averiguar si alguien lo vio aquella noche. ¡Pero maldito sea ese tal Oliver! Él es quien lo sabe. Si pudiéramos localizar a Oliver... -No hemos recibido respuesta a la tercera pregunta del anuncio -informó Murbles-. He recibido cartas de varios taxistas que llevaron a ancianos al Bellona aquella mañana, pero ninguna descripción se corresponde con el general. Unos llevaban abrigo de cuadros, otros bombín, otros tenían patillas o barba... mientras que nunca se había visto al general sin su sombrero de seda y, por supuesto, los largos bigotes de militar a la antigua usanza. -No esperaba gran cosa de eso. Podríamos poner otro anuncio, por si alguien lo recogió en el Bellona el diez por la tarde o por la noche, pero me da la impresión de que ese Oliver del demonio se lo llevó en su coche. Si todo lo demás nos falla, tendremos que poner a Scotland Yard tras la pista de Oliver. -Investigue con cuidado en el club, lord Peter. Ahora parece más que posible que alguien viera allí a Oliver y se fijase en que salían juntos. -Desde luego. Me voy para allí ahora mismo. Y también voy a poner el anuncio. No creo que debamos recurrir a la BBC, con lo asquerosamente pública que es... -Eso sería de lo menos aconsejable -replicó el señor Murbles, con expresión de espanto. Wimsey se levantó, dispuesto a marcharse. El abogado lo alcanzó en la puerta. -Otra cosa que deberíamos saber es lo que el general Fentiman le dijo al capitán George -dijo. -No me he olvidado de eso -replicó Wimsey, un tanto incómodo-. Tenemos que saber... sí, desde luego, tenemos que enterarnos de eso. 9 Jota alta -Oye, Wimsey -dijo el capitán Culyer, del Bellona Club-. ¿No piensas acabar nunca con esa investigación o lo que sea? Los miembros del club se están quejando, en serio, y no me extraña. Tus continuas preguntas les resultan muy molestas, insoportables, y no puedo evitar que piensen que hay algo detrás de todo esto, muchacho. Se quejan de que no los atienden debidamente ni los conserjes ni los camareros porque te pasas el día charlando con ellos, y cuando no estás con ellos, andas por el bar, poniendo la oreja. Si esa es tu forma de hacer una investigación con tacto, preferiría que la hicieras sin tacto. Está resultando muy desagradable, y encima, no acabas tú cuando empieza el otro sujeto. -¿Quién es el otro sujeto? -Ese tipejo que está siempre rondando por la puerta de servicio e interrogando al personal. -No sé nada de él -replicó Wimsey-. No tengo ni idea de quién es. Lamento resultar tan pesado, pero te aseguro que no soy mucho peor que tú en cuanto a dar la lata, solo que he tropezado con una pega. Este asunto (te vas a cansar de oírlo, muchacho) no es tan sencillo como parece. Ese tipo, Oliver, del que ya te he hablado... -Aquí no lo conocen, Wimsey. -No, pero puede haber estado aquí. -Si nadie lo ha visto, no puede haber estado aquí. -Pues entonces, ¿dónde fue el general Fentiman cuando se marchó? ¿Y cuándo se marchó? Eso es lo que quiero saber. Caray, Culyer, que el vejete era toda una institución. Sabemos que volvió aquí el diez por la tarde: el taxista lo llevó hasta la puerta, Rogers lo vio entrar y dos miembros del club se fijaron en que estaba en el salón de fumadores justo antes de las siete. Tengo ciertas pruebas de que fue a la biblioteca, y de que no se quedó mucho tiempo allí, porque llevaba la ropa de abrigo. Alguien tuvo que verlo salir. Es absurdo. Los criados no pueden estar todos ciegos. No me gusta tener que decirlo, Culyer, pero no puedo evitar pensar que han sobornado a alguien para que se calle la boca... Sí, ya sabía que te iba a molestar, pero ¿cómo explicarlo, si no? ¿Quién es ese tipo que según tú anda merodeando por la cocina? -Me topé con él una mañana que había bajado a echar un vistazo a los vinos. Por cierto; ha llegado una caja de Margaux y me gustaría que me dieras tu opinión un día de estos. Ese tipo estaba hablando con Babcock, el encargado del vino, y le pregunté con bastante brusquedad qué quería. Me dio las gracias y dijo que venía de parte del servicio de trenes para averiguar algo sobre una caja que se había perdido, pero Babcock, que es una persona muy decente, me contó después que había estado intentando sonsacarlo sobre lo de Fentiman, y me dio la impresión de que no había escatimado dinero. Pensé que era otra de las tuyas. -¿Es ese tipo un sahib? -¡No, por Dios! Parece un pasante de abogado o algo por el estilo. Un trapichero, vamos. -Me alegro de que me lo hayas contado. No me extrañaría que él fuera esa pega que me ha surgido. A lo mejor es Oliver intentando despistar. -¿Sospechas que ese tal Oliver tiene algo que ocultar? -Pues... sí, creo que sí, pero que me aspen si sé de qué se trata. Creo que sabe algo del viejo Fentiman de lo que nosotros no estamos al corriente. Y por supuesto, sabe cómo pasó aquella noche, y eso es lo que trato de averiguar. -Pero ¿qué demonios importa cómo pasó la noche? A su edad, no creo que pudiera irse de juerga. -Podría arrojar luz sobre la hora a la que llegó por la mañana, ¿no? -Pues... lo único que puedo decir es que ruego a Dios que termines con esta historia lo antes posible. El club se está convirtiendo en un verdadero circo. Casi preferiría que viniera la policía. -Pues no pierdas la esperanza. A lo mejor viene. -No lo dirás en serio, ¿verdad? -Nunca hablo en serio. Es lo que les desagrada a mis amigos de mí. No, sinceramente: voy a intentar montar el menor revuelo posible, pero si Oliver está enviando a sus adláteres a corromper a los empleados de esta casa y a hacerme la puñeta en mis investigaciones, va a resultar muy difícil. Espero que me lo comuniques, si ese tipo vuelve a presentarse por aquí. Me gustaría echarle un vistazo. -De acuerdo. Y ahora, sé buen chico y lárgate. -Me voy, con el rabo entre las piernas y las orejas gachas -dijo Wimsey-. Ah, por cierto... -¡A ver! -exclamó Culyer, exasperado. -¿Cuándo fue la última vez que viste a George Fentiman? -Hace siglos que no lo veo. Desde que ocurrió eso. -Ya me lo imaginaba. Ah, por cierto... -¿Síii? -Robert Fentiman se alojaba en el club en aquel momento, ¿no? -¿En qué momento? -En el momento en que ocurrió aquello, pedazo de bobo. -Sí, estaba aquí, pero ahora vive en casa del viejo. -Sí, ya lo sé. Gracias. Pero me gustaría saber... ¿Dónde vive cuando no está en la ciudad? -En Richmond, creo. En una pensión, o algo así. -¿Ah, sí? Muchas gracias. Sí, ahora sí que me voy. Aún más: prácticamente ya me he ido. Se fue, y no se detuvo hasta llegar a Finsbury Park. George había salido y, naturalmente, también la señora Fentiman, pero la señora de la limpieza le dijo que había oído decir al capitán que iba a Great Portland Street. Wimsey fue tras él. El par de horas que pasó dando vueltas por salones de exposiciones y charlando con los encargados de mostrar los vehículos, casi todos los cuales eran, de una u otra forma, viejos amigos suyos, dieron como resultado el descubrimiento de que la empresa Walmisley-Hubbard iba a contratar a George Fentiman por una semana para que demostrara lo que sabía hacer. -Oh, lo hará muy bien -dijo Wimsey-. Conduce estupendamente. Sí, sí. Es estupendo. -Parece un poco nervioso -replicó el viejo amigo de Wimsey que llevaba la exposición de Walmisley-Hubbard-. Necesita animarse un poco, ¿no? Eso me recuerda... ¿Qué te parece si nos tomamos algo rápido? Wimsey accedió a tomar algo rápido y ligero y después volvió para echar un vistazo a un nuevo tipo de embrague. Prolongó la interesante visita hasta que apareció uno de los «vehículos-tienda» de Walmisley-Hubbard, con Fentiman al volante. -¡Vaya! -dijo Wimsey-. ¿Qué? ¿Probándolo? -Sí. Ya le he cogido el tranquillo. -¿Cree que podría venderlo? -preguntó el viejo amigo de Wimsey. -Desde luego. En breve aprenderé a lucirlo. Es un vehículo bastante bueno. -Qué bien. Bueno, supongo que no le importará tomarse algo rápido. ¿Y tú, Wimsey? Se tomaron una copa rápida juntos. Después, el entrañable y viejo amigo recordó que tenía que marcharse zumbando porque había prometido ir a buscar a un cliente. -Volverá mañana, ¿no? -le preguntó a George-. Hay un vejete en Malden que quiere hacer una excursión para probar el coche. Yo no puedo ir, así que podría intentarlo usted. ¿De acuerdo? -Muy bien. -¡Fenomenal! Le tendré el vehículo preparado para las once. ¡Adelante y hasta pronto! -Es la alegría de la casa, ¿no? -dijo Wimsey. -Ya lo creo. ¿Tomamos otra? -Estaba pensando, ¿y si almorzamos? Si no tienes nada mejor que hacer, acompáñame. George aceptó y propuso un par de restaurantes. -No -dijo Wimsey-. Tengo el capricho de ir a Gatti's, si no te importa. -En absoluto. Me parece magnífico. Por cierto, he visto a Murbles, y está dispuesto a negociar con MacStewart. Cree que podrá mantenerlo a raya hasta que todo se arregle... si es que se arregla. -Qué bien -replicó Wimsey distraídamente. -Y estoy más que contento con la oportunidad de este empleo -añadió George-. Si todo sale bien, las cosas resultarán mucho más fáciles... en más de un sentido. Wimsey dijo cordialmente que estaba seguro de que así sería y a continuación se sumió en un silencio insólito en él que se prolongó hasta el Strand. Al llegar a Gatti's dejó a George en un rincón mientras él iba a charlar con el jefe de camareros, y al acabar la entrevista apareció con una expresión de perplejidad que despertó la curiosidad del capitán, a pesar de sus propias preocupaciones. -¿Qué pasa? ¿No hay nada que te apetezca comer? -No, no es eso. Me estaba planteando si tomar moules mariniéres. -Buena idea. El rostro de Wimsey se animó, y estuvieron un rato consumiendo mejillones con satisfacción, mudos aunque no precisamente silenciosos. -Por cierto -dijo Wimsey de repente-. No me contaste que habías visto a tu abuelo la tarde antes de que muriera. George se sonrojó. Estaba peleándose con un mejillón especialmente elástico, bien aferrado a la concha, y no pudo responder durante unos momentos. -¿Cómo demonios...? Maldita sea, Wimsey. ¿Eres tú quien está detrás de esa demoníaca vigilancia a la que me tienen sometido? -¿Vigilancia? -Sí, eso he dicho: vigilancia. Es absolutamente vergonzoso. Jamás se me hubiera ocurrido que tú tuvieras nada que ver con eso. -Es que no tengo nada que ver. ¿Quién te vigila? -Hay un tipo que me sigue a todas partes, un espía. Lo veo a todas horas. No sé si será detective o qué, pero tiene pinta de delincuente. Esta mañana ha venido en el mismo autobús que yo desde Finsbury Park. Ayer me siguió durante todo el día. Seguramente ahora andará rondando por aquí. Es que no lo aguanto más. Como vuelva a verlo le voy a arrancar esa asquerosa cabeza suya a golpes. ¿Por qué tienen que seguirme y espiarme? Yo no he hecho nada. Y ahora empiezas tú. -Te juro que no tengo nada que ver con que te estén siguiendo. De verdad que no. Además, no contrataría a alguien que se dejara ver por el tipo al que está siguiendo. No. Si empezara a perseguirte, un escape de gas no sería más silencioso y discreto que yo. ¿Qué aspecto tiene ese sabueso incompetente? -Parece un trapichero o algo. Bajo, delgado, con el sombrero calado sobre los ojos y una gabardina vieja con el cuello subido. Y la barbilla muy azulada. -Suena a actor en el papel de detective. Desde luego, es imbécil. -Me crispa los nervios. -Bueno, bueno. La próxima vez que lo veas, dale un puñetazo. -Pero ¿qué es lo que quiere? -¿Cómo voy a saberlo yo? ¿Qué has andado haciendo últimamente? -Nada, por supuesto. Te lo aseguro, Wimsey: estoy convencido de que hay una especie de confabulación contra mí para meterme en algún lío, o quitarme de en medio, o algo. No lo soporto. Es sencillamente deplorable. Imagínate que ese tipo se pusiera a rondar por Walmisley-Hubbard. Les parecería bonito que su vendedor tuviera detrás a un detective todo el rato, ¿verdad? Justo cuando empezaba a esperar que las cosas irían bien... -¡No digas bobadas! -exclamó Wimsey-. No pierdas la calma. Seguramente son imaginaciones tuyas, o una casualidad. -No. Me apuesto lo que quieras a que está ahí fuera, en la calle. -Vale. Entonces le daremos su merecido en cuanto salgamos. Y lo acusaremos de acoso. Pero vamos a olvidarnos de él por un rato. Háblame del general. ¿Cómo lo encontraste la última vez que lo viste? -Pues bastante bien. De mal humor, para variar. -Ah, de mal humor. ¿Por qué? -Asuntos privados -respondió George desabridamente. Wimsey se maldijo por haber empezado el interrogatorio con tan poco tacto. Lo único que podía hacer era tratar de salvar la situación lo mejor posible. -La verdad, no sé si no habría que deshacerse indoloramente de todos los parientes a los setenta años de edad -dijo-. O al menos mantenerlos apartados. O a lo mejor esterilizarles la lengua para que no puedan emponzoñar a nadie. -Ojalá -masculló George-. El viejo... Maldita sea, ya sé que estuvo en Crimea, pero no tenía ni idea de lo que era una guerra de verdad. Pensaba que las cosas podían seguir como hace medio siglo. Me imagino que nunca se comportó como yo. Pero también sé que nunca tuvo que recurrir a su mujer para que le diera dinero suelto, y mucho menos que los alemanes le destrozaran las tripas con los malditos gases. Y encima me venía con sermones... y yo sin poder decir nada, porque, a ver, como era tan viejo, maldita sea... -Desquiciante, sí -murmuró Wimsey, compasivo. -Es un asco, tan injusto... -dijo George-. ¿Sabes una cosa? -estalló, súbitamente invadido por un resentimiento más fuerte que su vanidad herida-. Ese viejo monstruo llegó a amenazarme con escamotearme la mísera cantidad de dinero que tenía para dejarme si no «reformaba mi conducta doméstica». Así me hablaba. Como si yo estuviera manteniendo a una amante o algo así. Sé que un día tuve una pelea espantosa con Sheila, pero desde luego no pretendía decir ni la mitad de lo que dije. Ella lo sabe, pero el viejo se lo tomó muy en serio. -Un momento -lo interrumpió Wimsey-. ¿Te dijo todo eso en el taxi, aquel día? -Sí. Un largo sermón sobre la pureza y el valor de una buena mujer, dando vueltas alrededor de Regent's Park. Tuve que prometerle que me reformaría y todo eso. Como si estuviera en el colegio. -¿Y no mencionó el dinero que iba a dejarle lady Dormer? -Ni una palabra. No creo que supiera nada. -Pues yo creo que sí. Acababa de ir a verla, y sé a ciencia cierta que ella le contó el asunto esa tarde. -¿Ah, sí? Bueno, entonces eso lo explica todo. Yo pensaba que solo quería hacerse el pedante y el duro. Me dijo que el dinero es una gran responsabilidad, y que le gustaría poder pensar que utilizaría debidamente lo que me dejara, y todo eso. Y me restregó por las narices que no hubiera sido capaz de mantenerme a mí mismo (eso fue lo que más me sacó de quicio) y a Sheila. Dijo que tenía que valorar más el amor de una buena mujer, muchacho, y respetarla y todo lo demás. Pero claro, si sabía que iba a caerle medio millón, todo cambia. ¡Diantre! Supongo que se sentiría un tanto angustiado ante la idea de dejárselo a un tipo al que consideraba un vago. -Me pregunto por qué no mencionaría el asunto. -Tú no conocías al abuelo. Me apuesto cualquier cosa a que estaba dándole vueltas a la idea de si no sería mejor legarle mi parte a Sheila, y por eso me sermoneó, para ver cómo reaccionaba yo. ¡Viejo zorro! En fin. Hice todo lo posible por causarle una buena impresión, porque en ese momento no quería perder la oportunidad de las dos mil libras, pero creo que no le dejé muy convencido. Sí -añadió con una risita un tanto avergonzada-, quizá fuera mejor que estirase la pata al día siguiente. Si no, a lo mejor me habría dejado con un solo chelín, ¿no? -De todos modos, tu hermano te habría ayudado. -Supongo que sí. La verdad es que Robert es buena persona, si no fuera porque te crispa los nervios. -¿Ah, sí? -Es tan insensible... El típico británico sin pizca de imaginación. Estoy convencido de que Robert pasaría de buena gana otros cinco años en guerra y le parecería una broma estupenda. Verás, él tenía fama de no inmutarse por nada. Recuerdo a Robert en aquel agujero repugnante, Carency, con el suelo literalmente podrido de cadáveres... ¡puaj... ! cazando ratas enormes, hinchadas, y riéndose como si tal cosa. ¡Ratas! Estaban vivas, putrefactas por lo que habían comido. Pero claro, a Robert lo consideraban un gran soldado. -Un hombre afortunado -replicó Wimsey. -Sí. Es como el abuelo. Se llevaban bien. De todos modos, el abuelo se portó bien conmigo. Una mala bestia, pero una mala bestia justa, como dijo aquel. Y tenía debilidad por Sheila. -Es imposible no quererla -dijo Wimsey con cortesía. La comida acabó más animadamente de lo que había empezado. Sin embargo, cuando salieron a la calle, George Fentiman se puso a lanzar miradas a su alrededor, inquieto. Un hombre bajito con el abrigo abotonado hasta el cuello y un sombrero flexible calado hasta los ojos miraba distraído el escaparate de una tienda de allí al lado. George se dirigió hacia él a grandes zancadas. -¡Oiga! -exclamó-. ¿Qué demonios hace siguiéndome por todas partes? ¡Lárguese! ¿Entendido? -Creo que se ha confundido, señor -replicó aquel hombre con toda calma-. No lo había visto a usted en mi vida. -Conque no, ¿eh? Pues yo sí que lo he visto rondando, y si vuelve a hacerlo, tendrá motivos para recordarme. ¿Entendido? -¡Eh! -gritó Wimsey, que se había quedado hablando con el conserje-. ¿Qué pasa aquí? ¡Eh, un momento! Pero al ver a Wimsey, aquel hombre se escurrió como una anguila entre el estruendoso tráfico del Strand y se perdió de vista. George Fentiman se volvió hacia su acompañante con aire triunfal. -¿Lo has visto? ¡El muy asqueroso! Ha salido disparado como una bala en cuanto lo he amenazado. Es el tipo que me persigue desde hace unos tres días. -Lamento decírtelo, pero no ha sido por tu destreza, Fentiman -dijo Wimsey-; ha sido mi terrible aspecto lo que lo ha espantado. ¿Qué me pasa? ¿Tengo una facha tan imponente y amenazante como la de Júpiter o es que llevo una corbata espantosa? -Es igual. El caso es que se ha marchado. -Ojalá hubiera podido verlo más de cerca, porque esos rasgos suyos tan encantadores me suenan de algo, y de no hace mucho tiempo. ¿Era aquel el rostro que impulsó un millar de naves? Para mí que no. -Lo único que puedo decir es que como lo vuelva a ver le voy a poner una cara que no lo va a reconocer ni su madre -dijo George. -No, de ningún modo... Podrías destruir una pista. Es que... un momento... se me ha ocurrido una idea: creo que es el mismo hombre que ha estado haciendo preguntas por el Bellona. ¡Maldita sea! Lo hemos dejado escapar, ¡y yo que lo había rebajado a subalterno de Oliver! Fentiman, si vuelves a verlo, agárralo con todas tus fuerzas. Quiero hablar con él. 10 Lord Peter adelanta una carta -¿Diga? -Hola, ¿Wimsey? ¡Oiga! ¿Hablo con lord Peter Wimsey? ¡Oiga! ¡Querría hablar con lord Peter Wimsey! ¡Oiga! -He dicho diga. ¿Quién es? ¿Y a qué tanto alboroto? -Soy yo, el comandante Fentiman. ¿Eres Wimsey? -Sí, Wimsey al habla. ¿Qué pasa? -No te oigo. -¿Cómo vas a oírme si no paras de gritar? Soy Wimsey. Buenos días. Apártate unos centímetros del auricular y habla en tono normal. Y no digas «¡Oiga!». Si quieres volver a llamar a la telefonista, aprieta el auricular suavemente dos o tres veces. -¡Cállate! ¡He visto a Oliver! -¿Sí? ¿Dónde? -En Charing Cross, subiéndose al metro. -¿Has hablado con él? -No... Es desesperante. Estaba yo sacando el billete cuando lo vi atravesar la barrera. Salí corriendo tras él, pero maldita sea, se me pusieron varias personas por en medio. Había un tren de la línea del Circle parado en el andén. Se metió de golpe en un vagón y cerraron las puertas. Me abalancé, gritando y haciendo señas con la mano, pero el tren salió pitando. La cantidad de palabrotas que pude soltar... -No me extraña. Qué rabia. -Pues sí, una rabia tremenda. Cogí el siguiente tren... -¿Para qué? -Pues no sé. Pensé que a lo mejor lo veía en el andén de alguna estación. -No, si la esperanza es lo último que se pierde. ¿No se te ocurrió preguntar para dónde había comprado el billete? -Pues no. Además, quizá lo había comprado en la máquina. -Probablemente. Bueno, ya está hecho. A lo mejor vuelve a aparecer. ¿Estás seguro de que era él? -Sí, por Dios. Imposible que me equivocara. Lo habría reconocido en cualquier sitio. Solo quería que lo supieras. -Gracias mil. Me da muchos ánimos. Al parecer, Charing Cross es uno de sus lugares favoritos. También llamó desde allí la noche del diez. -Ya. -Voy a decirte lo que creo que deberíamos hacer, Fentiman. El asunto se está poniendo bastante serio. Te propongo que vayas a la estación de Charing Cross a vigilar. Puedo poner a un detective... -¿Un policía? -No necesariamente. Un detective privado nos vendría bien. Podríais ir juntos a la estación durante una semana, por ejemplo, a vigilar. Tendrás que hacerle una descripción de Oliver al detective, lo mejor que puedas, y os turnaréis en la vigilancia. -¡Caray, Wimsey! Eso llevaría mucho tiempo. He vuelto a mi alojamiento de Richmond y, además, tengo mis obligaciones. -Sí... Bueno, mientras estés cumpliendo con tus obligaciones, el detective puede vigilar. -Es una pesadez, Wimsey. No parecía muy contento. -Es medio millón de libras, pero si a ti no te importa... -Claro que me importa, pero no creo que dé ningún resultado. -Es posible, pero merece la pena intentarlo. Y mientras tanto haré que vigilen Gatti's. -¿Gatti's? -Sí. Allí lo conocen. Enviaré a alguien para... -Pero si ya no va por allí. -Bueno, pero a lo mejor vuelve algún día. No tiene por qué no volver. Sabemos que está en la ciudad, que no se ha marchado del país ni nada de eso. Daré a entender a la dirección que se le requiere para un asunto urgente de negocios, para no poner las cosas desagradables. -No les va a hacer ninguna gracia. -Pues que se aguanten. -Vale, pero vamos a ver... Yo me encargo de lo de Gatti's. -No funcionará. Queremos identificarlo en Charing Cross. El camarero o cualquiera puede identificarlo en Gatti's. ¿No dices que lo conocen? -Claro que lo conocen, pero... -Pero ¿qué? Ah, por cierto, ¿con qué camarero hablaste? Charlé con el jefe de camareros ayer, y al parecer no sabía nada del asunto. -No... no era el jefe de camareros. Era otro. El regordete, moreno... -De acuerdo. Ya lo buscaré yo. Entonces, ¿te vas a encargar de Charing Cross? -Sí, claro... Si crees que va a servir de algo... -Pues sí. Bueno, voy a localizar a un detective y ya os arreglaréis entre vosotros. -Muy bien. -¡Hasta pronto! Lord Peter colgó y se quedó sentado unos momentos, con sonrisa burlona. Después se dirigió a Bunter. -Bunter, no tengo por costumbre hacer profecías, pero ahora sí que voy a hacerlo, a predecir la suerte con las cartas o leyendo la palma de la mano. Cuidado con el desconocido de piel oscura, y esas cosas. -¿Sí, milord? -Cruza la palma de la mano de la gitana con plata. Veo al señor Oliver. Lo veo haciendo un viaje por el agua. Veo problemas. Veo el as de picas... boca abajo, Bunter. -¿Y después qué, milord? -Nada. Miro el futuro y veo un vacío. La gitana ha hablado. -Lo tendré en cuenta, milord. -Hazlo. Si mi predicción no se cumple, te regalaré una cámara de fotos. Y ahora voy a ver a ese individuo que se hace llamar Sleuths Incorporated, para que ponga a alguien bueno en Charing Cross, y luego iré a Chelsea, y no sé cuándo volveré. Será mejor que te tomes la tarde libre. Déjame preparados unos bocadillos o algo, y no me esperes si llego tarde. Wimsey despachó rápidamente el asunto con Sleuths Incorporated y después se dirigió a un agradable estudio de Chelsea que daba al río. Abrió la puerta, que tenía un pulcro rótulo, «Señorita Marjorie Phelps», una joven de aspecto grato, con el pelo rizado y una bata azul con grandes manchas de arcilla. -¡Lord-Peter! ¡Qué agradable sorpresa! Pase. -¿No molesto? -No, no. ¿Le importa que siga trabajando? -Por supuesto que no. -Si quiere hacer algo realmente útil, podría poner agua a hervir y buscar algo de comer. Es que quiero terminar esta figura. -Muy bien. Me he tomado la libertad de traer un tarro de miel de Hybla. -¡Qué ideas tan exquisitas tiene! De verdad, creo que es usted una de las personas más encantadoras que conozco. No dice estupideces sobre arte, no quiere que le cojan de la mano y sus pensamientos siempre se encaminan hacia la comida y la bebida. -No se precipite. No quiero que me cojan de la mano, pero he venido aquí con un objetivo. -Muy razonable. La mayoría de las personas vienen sin ninguno. -Y se quedan interminablemente. -Así es. La señorita Phelps ladeó la cabeza y contempló con mirada crítica la pequeña bailarina que estaba modelando. Había creado un estilo propio de estatuillas de barro, que se vendían bien y a buen precio. -Es muy interesante -dijo Wimsey. -Un tanto cursi, pero es un pedido especial, y no puede una ponerse exigente. A propósito, he hecho algo para usted, como regalo de Navidad. Échele un vistazo, y si le parece insufrible, lo romperemos juntos. Está en el aparador. Wimsey abrió el aparador y sacó una figurita de unos veinte centímetros de altura. Representaba a un joven con la bata suelta, absorto en la lectura de un libro enorme. Era un retrato realista. Wimsey se echó a reír. -Es estupendo, Marjorie. Un modelado muy delicado. Me encanta. Espero que no lo multiplique demasiado, ¿no? Quiero decir, no lo venderán en Selfridge's, ¿verdad? -No. Voy a evitarle esa vergüenza, pero había pensado en regalarle uno a su madre. -Le gustará a más no poder. Muchas gracias. Por una vez, estaré deseando que llegue la Navidad. ¿Hago unas tostadas? -¡Desde luego! Wimsey se acuclilló contento ante la estufa de gas mientras la escultora continuaba con su trabajo. Té y estatuilla estuvieron listos casi al mismo tiempo y, arrojando la bata, la señorita Phelps se desplomó aparatosamente en un maltrecho sillón junto al fuego. -¿Y qué puedo hacer por usted? -Contarme todo lo que sepa sobre la señorita Ann Dorland. -¿Ann Dorland? ¡Dios del cielo! No se habrá enamorado de ella, ¿verdad? Tengo entendido que le va a caer un montón de dinero. -Señorita Phelps, tiene usted una mente absolutamente calenturienta. Tome otra tostada. Perdone que me chupe los dedos. No me he enamorado de esa dama. Si así fuera, arreglaría mis asuntos sin necesidad de ayuda. Ni siquiera la he visto nunca. ¿Cómo es? -¿De aspecto? -Entre otras cosas. -Pues no muy agraciada. Tiene el pelo oscuro, liso, con flequillo cortado sobre la frente... como un paje. La frente ancha, la cara cuadrada y la nariz recta... muy bonita. También tiene los ojos bonitos, grises, con las cejas pobladas, que no están nada de moda. Pero tiene la piel mal y es dentona y regordeta. -Es pintora, ¿no? -Bueno... pinta. -Ya. Una aficionada con dinero y estudio. -Sí. He de decir que la anciana lady Dormer se portó muy bien con ella. Verá, Ann Dorland es una especie de prima lejana de la rama femenina de la familia Fentiman, y cuando lady Dormer se enteró de su existencia, Ann era huérfana e increíblemente pobre. A la anciana le gustó la idea de contar con un poco de vida joven en la casa y se hizo cargo de ella, y lo extraordinario es que no intentó monopolizarla. Le permitió que usara una habitación muy grande como estudio y que llevara a cuantos amigos quisiera, y que entrara y saliera a su antojo... dentro de unos límites, claro. -Lady Dormer sufrió bastante por unas relaciones opresivas en su juventud -dijo Wimsey. -Lo sé, pero la mayoría de las personas mayores parecen olvidarse de esas cosas. Estoy segura de que lady Dormer tuvo su buena época. Debía de ser una persona poco corriente. Pero claro, yo no la conocía bien, y tampoco sé gran cosa de Ann Dorland. Daba fiestas; bastante deficientes, por cierto. Y de vez en cuando viene a algún estudio, pero en realidad no es de los nuestros. -Probablemente hay que ser pobre de verdad y trabajar mucho, ¿no? -No. Usted, por ejemplo, encaja muy bien, en las raras ocasiones en las que tenemos el placer de verlo. Y no importa no saber pintar. Fíjese en Bobby Hobart, con sus espantosos chafarrinones... es un cielo y todo el mundo lo quiere. Creo que Ann Dorland debe de tener complejo de algo. Los complejos explican muchas cosas, como esa dichosa palabra, hipopótamo. Wimsey se sirvió miel con generosidad, dando la impresión de que estaba dispuesto a escuchar. -La verdad es que pienso -prosiguió la señorita Phelps-, que Ann podría haber llegado a ser alguien importante en los negocios. Es lista, y podría dirigir cualquier cosa estupendamente, pero no es creativa. Y, además, hay tantos amoríos en nuestro grupito... y una continua atmósfera de pasión febril resulta muy dura si tú no tienes ninguna. -¿Está la señorita Dorland por encima de la pasión febril? -Pues no. Yo diría que le habría gustado bastante, pero no le ha salido nada. ¿Por qué le interesa analizar a Ann Dorland? -Algún día se lo contaré. No se trata de curiosidad normal y corriente. -No, por lo general es usted muy decente; de lo contrario, no le estaría contando todo esto. En realidad, pienso que Ann tiene como una idea fija, que no puede resultarle atractiva a nadie, y por eso se pone sentimental y pesada, o grosera y desdeñosa, y nuestra pandilla detesta el sentimentalismo y los desaires. Creo que se ha hartado un poco del arte. La última vez que me contaron algo de ella, le había dicho a no sé quién que se iba a dedicar a la asistencia social, o a cuidar enfermos o algo por el estilo. Creo que es muy sensato. Seguramente se llevará mucho mejor con personas que se dediquen a esas cosas. Son mucho más educadas y estables. -Comprendo. A ver una cosa... Supongamos que quisiera ver por casualidad, o sea, a propósito, a la señorita Dorland... ¿Dónde tendría posibilidades de encontrármela? -¡Parece entusiasmado con ella! Yo lo intentaría en la casa de los Rushworth. Les interesa mucho la ciencia, mejorar la parte sumergida y cosas por el estilo. Supongo que Ann está de luto ahora, pero no creo que eso le impida ir a ver a los Rushworth. Sus reuniones no son precisamente frívolas. -Muchas gracias. Es usted una mina de valiosa información. Y, para ser mujer, no hace demasiadas preguntas. -Gracias por esas amables palabras, lord Peter. -Y ahora ya puedo dedicar libremente mi inestimable atención a sus inquietudes. ¿Qué novedades hay? ¿Y quién está enamorado de quién? -¡Ah, la vida es un absoluto erial! Nadie está enamorado de mí. Y los Schlitzer han tenido una riña más fuerte de lo habitual y se han separado. -¡No! -Sí. Solo que, debido a cuestiones económicas, tienen que seguir compartiendo el estudio... ya sabe, esa habitación grande que da a las caballerizas. Debe de resultar muy incómodo, tener que dormir, comer y trabajar en la misma habitación con alguien del que te estás separando. Ni siquiera se hablan, y es muy violento, cuando vas a ver a uno de ellos, que el otro tenga que fingir que ni te ve ni te oye. -No creo que nadie pueda soportar semejantes circunstancias. -Es difícil. Olga se ha quedado aquí, pero es que tiene un carácter espantoso. Además, ninguno de los dos quiere dejarle el estudio al otro. -Comprendo. ¿Pero no hay una tercera persona en la historia? -Sí. Ulric Fiennes, el escultor, pero no puede llevarla a su casa porque su esposa está allí; y depende de su esposa, pues sus esculturas no dan dinero. Además, está trabajando en un grupo escultórico enorme para la Exposición y no puede sacarlo de allí, porque pesa como veinte toneladas. Y si se marchara con Olga, su mujer lo echaría de casa. Ser escultor es muy incómodo. Es como los que tocan el contrabajo: el equipaje estorba mucho. -Es verdad. Pero si usted se fugara conmigo, podríamos meter los pastorcitos y pastorcitas de barro en una bolsa. -Claro, qué divertido. ¿Y adónde nos fugaríamos? -¿Y si empezáramos esta noche, nos fuéramos a Oddenino's y después a algún espectáculo... si no tiene nada que hacer? -Eres un hombre encantador, y desde ahora voy a tutearte, Peter. ¿Vamos a ver Ni lo uno ni lo otro? -¿Eso que tuvo tantos problemas para pasar la censura? Bueno, si quieres... ¿Es especialmente obsceno? -No, más bien epiceno. -Ah, ya. Bueno, a mí me parece bien, pero tengo que advertirte de una cosa: que pienso preguntarte qué significan los puntos más escabrosos en voz bien audible. -En eso consiste para ti la diversión, ¿verdad? -Pues sí. La gente se pone furiosa. Me chistan y sueltan risitas nerviosas, y con suerte acabo en el bar con un lío estupendo. -Pues no pienso arriesgarme. Ni hablar. Mira, lo que de verdad me gustaría es que fuéramos a ver George Barnwell en el Elephant y cenar fish and chips después. Así lo decidieron, y al considerarla en retrospectiva, aquella noche resultó sumamente fructífera. Acabó con unos arenques a la parrilla en el taller de un amigo, ya de madrugada. Cuando lord Peter volvió a casa encontró una nota en la mesa del recibidor. Milord: La persona que ha llamado hoy de Sleuths Incorporated parecía inclinada a compartir la opinión de su señoría, pero estaba vigilando al sujeto y dará más información mañana. Los bocadillos están en la mesa del comedor, por si su señoría necesita un refrigerio. Su humilde servidor, M. BUNTER -Cruza la palma de la mano de la gitana con plata -dijo su señoría, y se metió en la cama. 11 Lord Peter se lleva los triunfos E1 informe de Sleuths Incorporated podría resumirse de la siguiente manera: «Nada nuevo y el comandante Fentiman convencido de que no habrá nada nuevo, opinión compartida por Sleuths Incorporated». Lord Peter contestó lo siguiente: «Sigan vigilando y ocurrirá algo antes de que acabe la semana». Su señoría estaba en lo cierto. La cuarta noche, Sleuths Incorporated volvía a enviar un informe. El detective encargado del caso había sido relevado a las seis de la tarde por el comandante Fentiman, como estaba previsto, y se había ido a cenar. Al regresar a su puesto, una hora más tarde, el cobrador le entregó una nota que habían dejado para él en el vestíbulo de la estación. Decía así: Acabo de ver a Oliver subir a un taxi. Lo estoy siguiendo. Comunicaré más detalles a la cantina. FENTIMAN El detective tuvo que volver a la cantina a esperar otro recado. «Pero, mientras tanto, el segundo hombre que estaba apostado, como había ordenado su señoría, seguía al comandante sin conocimiento de este.» Al poco tiempo pasaron una llamada desde la estación de Waterloo: «Oliver está en el tren camino a Southampton. Lo sigo». El detective llegó a Waterloo cuando el tren ya había salido y cogió el siguiente. En Southampton hizo ciertas averiguaciones y se enteró de que un caballero que respondía a la descripción de Fentiman había provocado un altercado en el momento en que partía el barco de El Havre y había sido inmediatamente expulsado a instancias de un hombre de edad al que parecía haber molestado o agredido. De las investigaciones posteriores entre las autoridades portuarias se desprendía que Fentiman había seguido a aquella persona en el tren y se había mostrado insultante con ella, ante lo cual el guarda lo había reprendido; después volvió a echarle el guante a su presa en la pasarela y trató de impedir que subiera a bordo. El caballero presentó su pasaporte y documentos de identidad para demostrar que era un fabricante jubilado, de nombre Postlethwaite, que vivía en Kew. Fentiman insistió en que era alguien llamado Oliver, de dirección y situación desconocidas, cuyo testimonio se requería para un asunto de familia. Como Fentiman no iba provisto de pasaporte y no parecía poseer autoridad oficial para retener e interrogar a los pasajeros, y como su historia resultaba imprecisa y su actitud agitada, la policía local decidió detenerlo. Se permitió a Postlethwaite que prosiguiera su viaje, tras haber consignado su dirección en Inglaterra y su destino, que, como había sostenido y pudo demostrar con documentos y correspondencia, era Venecia. El detective fue a la comisaría, donde encontró a Fentiman hecho una furia y amenazando con una demanda por encarcelamiento ilegal. No obstante, el sabueso consiguió que dejaran en libertad a Fentiman, al atestiguar su identidad y buena fe, y tras convencerlo de que prometiera guardar la compostura. Después le recordó que los particulares no tienen derecho a agredir ni a detener a personas pacíficas contra las que no se pueden presentar cargos, y señaló que, una vez que Oliver había negado ser Oliver, lo correcto hubiera sido seguirlo y vigilarlo discretamente, al tiempo que se comunicaba con Wimsey, el señor Murbles o Sleuths Incorporated. El detective estaba en Southampton, esperando instrucciones de lord Peter. ¿Debía continuar hacia Venecia, enviar a su subordinado, o regresar a Londres? En vista del comportamiento veraz del señor Postlethwaite, parecía probable que se hubiera producido un error en su identificación, pero Fentiman insistía en que no se había equivocado. Aún conectado a la línea interurbana, lord Peter reflexionó unos momentos y después se echó a reír. -¿Dónde está el comandante Fentiman? -preguntó. -Ahora se va a la ciudad, milord. Le he hecho saber que cuento con toda la información necesaria para proceder, y que su presencia en Venecia únicamente contribuiría a entorpecer mis movimientos, una vez se ha dado a conocer al sujeto. -Sin duda. Bueno, creo que no vendría mal que enviara otro hombre a Venecia, por si acaso la pista fuera buena. Y escuche... -Dio algunas instrucciones más y acabó añadiendo-: Y dígale al comandante Fentiman que venga a verme en cuanto llegue. -Faltaría más, milord. -¿Se cumple la profecía de la gitana? -dijo lord Peter al comunicarle la información a Bunter. El comandante Fentiman fue a casa de lord Peter aquella noche, tan indignado como contrito. -Lo siento, muchacho. Fue una puñetera estupidez, pero es que perdí los estribos. Ese tipo me sacó de mis casillas cuando negó tranquilamente conocerme a mí o al pobre abuelo y me salió enseguida con pruebas. Desde luego, reconozco que cometí un error. Comprendo que debería haberlo seguido con discreción, pero ¿cómo iba yo a saber que no respondería a su nombre? -Pero deberías haber imaginado, al no responder él a su nombre, que te habías equivocado o que tenía buenos motivos para huir -replicó Wimsey. -Yo no lo acusé de nada. -Claro que no, pero él debió de pensar lo contrario. -Pero ¿por qué? Es decir, cuando me dirigí a él, solo dije: «Es usted el señor Oliver, ¿no?». Y él me dijo: «Se ha confundido». Y yo le dije: «Seguro que no. Me llamo Fentiman, y usted conocía a mi abuelo, el general Fentiman». Y él dijo que no tenía el gusto. Así que le expliqué que queríamos saber dónde había pasado el viejo la noche antes de su muerte, y me miró como si yo estuviera loco. Eso me molestó y le dije que sabía que era Oliver, y entonces se quejó al guarda. Y cuando lo vi intentando largarse sin más, sin prestarnos ayuda, al pensar en el medio millón de libras me puse tan furioso que lo agarré. «No, ni hablar», le dije... y ahí empezó la historia, ¿comprendes? -Lo comprendo perfectamente -dijo Wimsey-, pero ¿no comprendes que si realmente es Oliver y se ha largado con tanta complicación, con pasaporte falso y demás, debe de tener algo importante que ocultar? Fentiman se quedó boquiabierto. -¿No querrás decir... no querrás decir que hay algo raro en la muerte? ¡No puede ser! -Desde luego, tiene que pasar algo con Oliver, ¿no? A juzgar por tu actuación... -Bueno, así mirado, supongo que sí. ¿Sabes una cosa? Que seguramente está metido en algún lío y quiere desaparecer. Deudas, o una mujer o algo. Claro; eso tiene que ser. Y yo he sido muy inoportuno, abalanzándome de ese modo. Así que se ha escabullido. Ahora lo comprendo todo. Bueno, en ese caso tendremos que dejarlo. No podemos hacerlo volver, y, al fin y al cabo, supongo que no podría decirnos nada. -Es posible, desde luego, pero si tenemos en cuenta que desapareció de Gatti's, donde tú solías verlo, casi inmediatamente después de la muerte del general, ¿no da la impresión de que tenía miedo de que lo relacionaran con ese hecho concreto? Fentiman se removió incómodo en el asiento. -¡Pero venga! ¿Qué demonios puede tener que ver con la muerte del viejo? -No lo sé, pero creo que deberíamos tratar de averiguarlo. -¿Cómo? -Pues solicitando una orden de exhumación. -¡Desenterrarlo! -exclamó Fentiman, escandalizado. -Sí. No se hizo la autopsia, ¿comprendes? -Ya, pero Penberthy estaba al corriente de su estado y firmó el certificado. -Sí, pero entonces no había motivos para suponer que algo iba mal. -Ni ahora tampoco. -Hay varias circunstancias extrañas, por no decir que algo más. -Solamente Oliver... y a lo mejor me confundí de tipo. -Pero yo creía que estabas seguro... -Y lo estaba, pero... ¡esto es absurdo, Wimsey! ¡Además, piensa en el escándalo que se organizaría! -¿Por qué? Tú eres el albacea. Puedes presentar una solicitud a título privado y el asunto se llevará en privado. -Sí, pero seguro que el Ministerio del Interior no la aceptará, con motivos tan endebles. -Ya me encargaré yo de que la acepten. Saben que no me molestaría por algo endeble. Las pelusillas no son mi estilo. -Vamos, ponte serio. ¿Qué motivo podemos alegar? -Aparte de Oliver, uno muy bueno. Podemos decir que queremos examinar el contenido de las vísceras para saber cuánto tiempo pasó desde la última comida hasta la muerte del general. Podría servirnos de gran ayuda para resolver la cuestión de la hora de la muerte. Y en términos generales, la ley se pirra por lo que se denomina la devolución ordenada de la propiedad. -¡Un momento! ¿Quieres decir que se puede saber cuándo murió un tipo mirándole las tripas? -No con exactitud, pero te puedes hacer una idea. Si, por ejemplo, descubrimos que acababa de desayunar, demostraría que murió poco después de llegar al club. -¡Dios del cielo! ¡Menudas perspectivas tendría yo! -Pero podría ser al revés. -No me gusta nada, Wimsey. Es muy desagradable. Dios quiera que lleguemos a un acuerdo. -Pero la dama implicada en el caso no quiere llegar a un acuerdo, y tú lo sabes. Tenemos que esclarecer los hechos como sea. Voy a decirle a Murbles que le proponga la exhumación a Pritchard. -¡Por Dios! ¿Y qué va a hacer? -¿Quién, Pritchard? Si es un hombre honrado y su cliente una mujer honrada, apoyarán la solicitud. Si no lo hacen, pensaré que tienen algo que ocultar. -No me extrañaría. Son unos bellacos. Pero no pueden hacer nada sin mi consentimiento, ¿no? -No exactamente; al menos no sin meterse en un montón de problemas y de publicidad. Pero si eres honrado, darás tu consentimiento. No tienes nada que ocultar, supongo. -Pues claro que no. De todos modos parece bastante... -Ya sospechan que nos traemos algo sucio entre manos -insistió Wimsey-. Ese bestia de Pritchard me lo dio a entender. Supongo que cualquier día de estos me enteraré de que ha pedido la exhumación por su cuenta. Será mejor que nos adelantemos. -Si es así, supongo que tendremos que hacerlo, pero no creo que vaya a servir de mucho, y seguro que se correrá la voz y se armará un buen jaleo. ¿No hay manera de ... ? Venga, tú eres muy listo... -Vamos a ver, Fentiman: ¿quieres esclarecer los hechos o hacerte con el dinero a toda costa? Más vale que me cuentes sinceramente qué pasa. -Naturalmente que quiero esclarecer los hechos. -Pues muy bien. Ya te he dicho cuál es el siguiente paso que hay que dar. -¡Maldita sea! -exclamó Fentiman-. Supongo que habrá que hacerlo, pero no sé a quién recurrir ni cómo hacerlo. -Siéntate tranquilamente y yo te dicto la carta. Robert Fentiman no podía escaparse de aquella, e hizo lo que le decían, aunque a regañadientes. -Pero también está George. Tendría que consultar con él. -A George no le afecta, salvo indirectamente. Eso es. Escribe una carta a Murbles: dile lo que estás haciendo y dale instrucciones para que informe a la otra parte. -¿No deberíamos consultar primero todo el asunto con Murbles? -Ya lo he consultado con él, y coincide en que es lo que hay que hacer. -Esos tipos se avendrían a cualquier cosa que implique minutas y problemas. -De acuerdo, pero los abogados son males necesarios. ¿Has terminado? -Sí. -Dame las cartas. Ya me encargaré yo de que se envíen. Y no tienes que preocuparte de nada. Murbles y yo nos haremos cargo de todo, y el señor detective está detrás de Oliver, o sea que puedes irte tranquilo y disfrutar. -Pero es que tú... -Sí, ya sé que vas a decir que soy muy amable por tomarme tantas molestias. Estoy encantado. Es un auténtico placer. Tómate una copa. Desconcertado, el comandante rechazó la copa con cierta brusquedad y se dispuso para salir. -No pienses que soy un desagradecido y tal y cual, Wimsey, pero es que no me parece decoroso. -Con la experiencia que tienes, no deberías ponerte tan sensible por un cadáver -dijo Wimsey-. Tú y yo hemos visto muchas cosas bastante más indecorosas que una tranquila resurrección en un cementerio respetable. -Mira, el cadáver me trae al fresco -replicó el comandante-, pero todo esto no me huele bien. Ni más ni menos. -Piensa en el dinero -dijo Wimsey con una sonrisa, al tiempo que cerraba la puerta de la casa. Volvió a la biblioteca, balanceando las dos cartas en una mano. -Ahora mismo pasea más de un hombre por las calles de Londres gracias a no haberse llevado los triunfos. Echa estas cartas al correo, Bunter -dijo-. Ah, y el señor Parker cenará hoy conmigo. Tomaremos perdrix aux choux y algo salado a continuación, y puedes subir dos botellas del Chambertin. -Muy bien, milord. La siguiente medida que tomó Wimsey consistió en escribir una nota confidencial a un funcionario del Ministerio del Interior al que conocía muy bien. Una vez terminada, volvió al teléfono y pidió el número de Penberthy. -¿Eres tú, Penberthy...? Aquí Wimsey... Oye, muchacho, ¿te acuerdas de la historia esa de Fentiman...? Bueno, es que vamos a solicitar la exhumación. -¿Que vais a solicitar qué? -La exhumación. No tiene nada que ver con el certificado que tú firmaste. Sabemos que está bien. Es solo para enterarnos de algo más sobre cómo murió el pobre desgraciado. Explicó un poco su idea. -¿Piensas que podemos sacar algo? -preguntó Wimsey. -Pues sí, es posible. -Me alegro de que lo digas. Soy profano en esta materia, pero me parecía buena idea. -Sí, brillante. -Siempre he sido un chico listo. Claro, tú tendrás que estar presente. -¿Tengo que hacer yo la autopsia? -Si quieres... Lubbock hará el análisis. -¿El análisis de qué? -El contenido de las tripas. Si tomó riñones con tostadas, huevos con panceta y esas cosas. -Ah, ya. Dudo mucho que averigüemos nada, después de tanto tiempo. -Es posible que no, pero será mejor que Lubbock le eche un vistazo. -Sí, desde luego. Como fui yo quien firmó el certificado, es mejor que lo confirme alguien. -Exacto. Ya sabía yo que pensarías eso. Lo comprendes, ¿verdad? -Perfectamente. Desde luego, si hubiéramos sabido que iban a surgir tantas dudas, habría hecho la autopsia en su momento. -Por supuesto. En fin, no puede evitarse. Ya te diré cuándo va a ser. Supongo que querrán mandar a alguien del Ministerio del Interior. Me ha parecido mejor que lo supieras. -Has hecho muy bien. Sí, me alegro de saberlo. Espero que no nos encontremos con nada desagradable. -¿Estás pensando en lo del certificado? -Bueno... no... eso no me preocupa mucho, pero claro, nunca se sabe. Estaba pensando en lo del rigor mortis. ¿Has visto al capitán Fentiman últimamente? -Sí. No había dicho nada porque... -No. Mejor así, a no ser que sea absolutamente necesario. Bueno, tendré noticias tuyas dentro de poco, ¿no? -Esa es la idea. Adiós. Aquel día estuvo plagado de incidentes. Alrededor de las cuatro llegó un recadero jadeante que enviaba el señor Murbles (quien se negaba a que su bufete se profanase con un teléfono). Saludos del señor Murbles, y que si lord Peter tendría la amabilidad de leer aquella nota y enviar respuesta al señor Murbles de inmediato. La nota decía lo siguiente: Estimado lord Peter: En relación con el difunto Fentiman. Noticias del señor Pritchard. Me informa de que su cliente está dispuesta a llegar a un acuerdo sobre el reparto del dinero si lo permiten los tribunales. Antes de consultar con mi cliente, el comandante Fentiman, le quedaría muy agradecido si me comunicara su opinión sobre el actual estado de la investigación. Atentamente, MURBLES Y lord Peter contestó como sigue: Estimado señor Murbles: En relación con el difunto Fentiman. Demasiado tarde para un acuerdo, a menos que quiera prestarse a ser cómplice de una estafa. Robert ha solicitado la exhumación. ¿Puede cenar conmigo a las ocho? PW Tras haber enviado la nota, su señoría llamó a Bunter. -Como bien sabes, Bunter, rara vez bebo champán, pero en este momento tengo cierta apetencia. Tráete una copa para ti también. El corcho saltó alegremente, y lord Peter se puso en pie. -Vamos a brindar, Bunter -dijo-. ¡Por el triunfo del instinto sobre la razón! 12 Lord Peter gana una baza El subinspector Parker fue a la cena rodeado de una pequeña aureola de triunfo. El misterio del cajón se había resuelto bien, y el inspector jefe se había expresado en términos que daban a entender un ascenso en un futuro inmediato. Parker dio buena cuenta de la comida y, una vez que los comensales hubieron pasado a la biblioteca, se centró, con el animoso interés del conocedor que cata un oporto de buena cosecha, en el relato de lord Peter sobre el asunto del Bellona. En cambio, el señor Murbles fue deprimiéndose a medida que lord Peter iba contando la historia. -¿A ti qué te parece? -preguntó Wimsey. Parker estaba a punto de contestar cuando se le adelantó el señor Murbles. -Parece muy escurridizo, ese tal Oliver -dijo. -Sí, ¿verdad? -replicó secamente Wimsey-. Casi tan escurridizo como la famosa señora Harris. ¿Qué pensarían si les dijera que, cuando pregunté con la mayor discreción en Gatti's, no solo me enteré de que nadie recordaba a Oliver, sino de que el comandante Fentiman no había hecho la menor averiguación al respecto? -¡Dios mío! -exclamó el señor Murbles. -Fuiste muy ingenioso obligándolo a actuar al enviarlo a Charing Cross con tu detective privado -comentó Parker, elogioso. -Bueno, tenía la intuición de que a menos que hiciéramos algo en serio, Oliver seguiría desapareciendo y reapareciendo como el gato de Cheshire cada vez que las investigaciones adquiriesen un cariz molesto. -Si lo he comprendido bien -intervino el señor Murbles-, insinúa que ese tal Oliver en realidad no existe. -Oliver era la zanahoria delante del burro, y mi noble persona desempeñaba el papel del burro -replicó Wimsey-. Sin preocuparme por el papel, me saqué de la chistera otra zanahoria encarnada en la persona de Sleuths Incorporated. No bien había salido mi confiado detective en busca de su almuerzo cuando he aquí que vuelve a formarse el revuelo con Oliver. Allá que va tras él el amigo Fentiman, y allá que va el detective número dos, que estaba allí todo el tiempo, hábilmente escondido, vigilando a Fentiman. No sé por qué Fentiman llegaría al extremo de agredir a un perfecto desconocido y acusarle de ser Oliver. Supongo que su pasión por el rigor lo impulsó a esmerarse demasiado. -Pero ¿qué es exactamente lo que ha estado haciendo el comandante Fentiman? -preguntó el señor Murbles-. Es un asunto muy doloroso, lord Peter. No puedo expresar mi consternación con palabras. ¿Sospecha que es... esto...? -Bueno, comprendí que había pasado algo raro en cuanto vi el cadáver del general, cuando le quité con tanta facilidad el Morning Post de las manos -contestó Wimsey-. Si hubiera muerto sujetándolo, debido al rigor mortis lo habría tenido aferrado de tal manera que habría habido que separarle los dedos a la fuerza para que lo soltara. ¡Y además, la articulación de la rodilla! -Eso no acabo de entenderlo. -Bueno, sabrá que cuando una persona muere, el rigor mortis empieza tras un período de pocas horas, que varía según la causa de la muerte, la temperatura de la habitación y un montón de circunstancias. Comienza en la cara y la mandíbula, y se extiende gradualmente por todo el cuerpo. Por lo general dura unas veinticuatro horas y se disipa en el mismo orden en el que había empezado; pero si durante el período de rigidez se relaja una articulación por la fuerza, no vuelve a ponerse rígida, sino que se queda relajada. Esa es la razón por la que, si las enfermeras de un hospital dejan que un paciente muera sin ocuparse de él con las rodillas levantadas, como se ponen rígidas, tienen que avisar al empleado más gordo para que se siente sobre ellas para rompérselas y relajar las articulaciones. El señor Murbles se estremeció con un gesto de asco. -De modo que -prosiguió Wimsey-, teniendo en cuenta la relajación de la articulación de la rodilla y el estado del cadáver, saltaba a la vista desde el principio que alguien había manipulado al general. Naturalmente, Penberthy lo sabía, pero claro, al ser médico no quería montar un escándalo si podía evitarlo. Es que no merecía la pena. -Supongo que no. -Bien, y entonces usted acude a mí y se empeña en montar el escándalo. Se lo advertí, que más valía dejar las cosas como estaban. -Ojalá me lo hubiera dejado más claro. -Si lo hubiera hecho, ¿usted habría querido acallarlo? -En fin... -replicó el señor Murbles, mientras se limpiaba las gafas. -Pues sí. El siguiente paso consistía en intentar averiguar qué le había ocurrido al general entre la noche del diez y la mañana del once. Y cuando me presenté en su casa me encontré con dos testimonios totalmente contradictorios. En primer lugar, la historia de Oliver, en apariencia aceptable, y en segundo lugar, el testimonio de Woodward sobre la ropa. -¿Qué ocurre con eso? -Recordará que le pregunté si había sacado algo de la ropa después de haberla recogido en el guardarropa del Bellona y él me dijo que no. Su memoria parecía bastante fiable en otros de talles, así que pensé que era honrado y sincero. Por eso llegué a la conclusión de que, dondequiera que hubiera pasado la noche el general, desde luego no había puesto el pie en la calle a la mañana siguiente. -¿Por qué? -preguntó el señor Murbles-. ¿Qué pensaba encontrar en la ropa? -Señor, tenga en cuenta el día que era: once de noviembre. ¿Puede concebirse que sí el anciano hubiera circulado libremente por la calle el día del Armisticio hubiera ido al club sin su amapola de Flandes? ¿Un viejo militar de pies a cabeza y tan patriota como él? Impensable. -Entonces ¿dónde estaba? ¿Y cómo entró en el club? Porque estaba allí, desde luego. -Cierto, allí estaba... y en avanzado estado de rigor mortis. Aún más: según el informe de Penberthy, que he comprobado con la mujer que amortajó el cadáver, el rigor mortis empezaba a desaparecer. Incluso teniendo en cuenta circunstancias como la temperatura de la habitación y demás, debió de morir mucho antes de las diez de la mañana, la hora a la que solía ir al club. -¡Dios me ampare! Querido muchacho, eso es imposible. No pudieron llevarlo allí ya muerto. Alguien se habría dado cuenta. -Por supuesto que se habrían dado cuenta. Y lo raro es que nadie lo viera llegar, y lo que es más, nadie lo viera salir la noche anterior. El general Fentiman, uno de los personajes más conocidos del club, de repente se vuelve invisible. Vamos, eso no se lo cree nadie. -Entonces, ¿qué piensa? ¿Que pasó aquella noche en el club? -Creo que pasó aquella noche, durmiendo tranquila y apaciblemente... en el club. -Me asusta usted lo indecible -dijo el señor Murbles-. He de entender que sugiere que murió... -Sí. La noche anterior. -Pero no pudo estar toda la noche en el salón de fumadores. Los criados tendrían que... esto... haber notado su presencia. -Claro que sí, pero a alguien le interesaba que no lo vieran, alguien que quería que se pensara que no murió hasta el día siguiente, tras la muerte de lady Dormer. -Robert Fentiman. -Exacto. -Pero ¿cómo sabía Robert lo de lady Dormer? -¡Ah! Esa es una cuestión que no me tiene nada contento. George se entrevistó con el general Fentiman después de que el vejete fuera a ver a su hermana. Niega que el general le habla se sobre el testamento, pero, por supuesto, si es que estaba en el ajo, sería lógico que lo niegue. Estoy muy preocupado por George. -¿Qué podía sacar él de todo eso? -Pues si la información que pudiera tener George iba a suponer que Robert se embolsara medio millón, naturalmente esperaría que le dieran una parte del botín, ¿no? El señor Murbles emitió un gemido. -Vamos a ver, Peter -intervino Parker-. Es una teoría muy bonita, pero suponiendo que, como dices, el general muriese en la noche del diez, ¿dónde estaba el cadáver? Como dice el señor Murbles, se habría notado un poquito si lo hubieran dejado allí. -No, no -dijo el señor Murbles, con una idea repentina-. Aun cuando me parece repulsivo, no veo ninguna dificultad en el asunto. Robert Fentiman estaba viviendo entonces en el club. ¡No cabe duda de que el general murió en la habitación de Robert y que se ocultó allí su cadáver hasta la mañana siguiente! Wimsey negó con la cabeza. -No funciona. Yo creo que el sombrero, el abrigo y las demás cosas del general podrían haber estado en la habitación de Robert, pero no el cadáver. Piénselo, señor. Aquí tenemos una fotografía del vestíbulo, con la escalera, la puerta, la recepción y la entrada del bar bien visibles. ¿Quién se arriesgaría a bajar un cadáver en plena mañana, con los criados y los miembros del club entrando y saliendo continuamente? Y por la escalera de servicio habría sido incluso peor. Está justo al otro lado del edificio, con todo el trajín de la cocina. No. El cadáver no estaba en la habitación de Robert Fentiman. -¿Pues dónde? -Eso digo yo, Peter -intervino Parker-: ¿dónde? Hay que sostener de algún modo esa teoría. Wimsey extendió el resto de fotografías sobre la mesa. -Véanlo ustedes mismos -dijo-. Esto es el cubículo del extremo de la biblioteca, donde el general se puso a escribir notas sobre el dinero que iba a heredar. Un sitio apartado, acogedor, invisible desde la puerta, con tinta, papel secante, papel para escribir y toda clase de comodidades modernas, como las obras de Charles Dickens en elegante encuadernación de tafilete. Esta es una foto de la biblioteca tomada desde el salón de fumadores, con la antesala y el pasillo bien visibles (otro ejemplo de los buenos servicios del Bellona Club). Fíjense en lo convenientemente que está situada la cabina telefónica, por si acaso... -¿La cabina telefónica? -Que, como recordarán, tenía un fastidioso cartel de «No funciona» cuando Wetheridge quiso telefonear. Y, por cierto, no he encontrado a nadie que recuerde haber puesto semejante aviso. -Pero ¡por Dios, Wimsey! Es imposible. ¿Y el riesgo? -¿Qué riesgo? Si alguien abría la puerta, se encontraría con el viejo general Fentiman, que había entrado sin fijarse en el cartel y había muerto víctima de la furia por no poder hacer una llamada: la agitación afecta a un corazón débil y todo eso. En realidad, no es demasiado arriesgado, a menos que a alguien se le hubiera ocurrido averiguar lo del cartel, cosa que probablemente no se le ocurriría a nadie en medio de aquel alboroto. -Mira que eres bruto e ingenioso, Wimsey -dijo Parker. -¿A que sí? Pero podemos demostrarlo. Vamos al Bellona Club a demostrarlo ahora mismo. Las once y media. Buena hora, tranquila. ¿Les digo qué vamos a encontrar en esa cabina? -¿Huellas dactilares? -aventuró ansiosamente el señor Murbles. -Me temo que sería demasiado esperar, después de tanto tiempo. ¿Qué dices tú, Charles? -Pues que encontraremos un rayón alargado en la pintura, donde estaba apoyado el pie del cadáver antes de quedar rígido en esa postura -respondió Parker. -Hoyo de un solo golpe, Charles. Y entonces fue cuando alguien tuvo que doblar con fuerza la pierna para sacar el cadáver de allí. -Y, como estaba sentado, naturalmente encontraremos un asiento en la cabina -añadió Parker. -Sí, y con suerte, podríamos encontrar un clavo que sobresale o lo que fuera que se enganchó a la pernera de los pantalones del general cuando retiraron el cadáver. -Y tal vez una alfombra. -¿Que coincida con el hilo que recogí de la bota derecha del cadáver? Eso espero. -¡Válgame Dios! -exclamó el señor Murbles-. Vámonos de inmediato. De verdad, es fascinante. Quiero decir, estoy profundamente apenado. Ojalá no concuerde con lo que ustedes dicen. Bajaron apresuradamente y se quedaron unos momentos esperando a que pasara un taxi. De repente Wimsey se precipitó hacia un rincón oscuro junto al porche. Se oyó ruido de pelea y salió a la luz un hombre de baja estatura, enfundado en un grueso abrigo y con el sombrero calado hasta las cejas, como un detective en una obra de teatro. Wimsey le descubrió la cabeza con el gesto de un prestidigitador que saca un conejo del sombrero. -Conque es usted, ¿eh? Ya decía yo que me sonaba su cara. ¿Qué demonios se propone siguiendo a la gente? Aquel hombre dejó de forcejear y dirigió a Wimsey una dura mirada con sus ojos oscuros, redondos y brillantes. -¿Considera oportuno hacer uso de la violencia, milord? -preguntó. -¿Quién es? -intervino Parker. -El pasante de Pritchard -contestó Wimsey-. Lleva días rondando a George Fentiman, y ahora ha empezado conmigo. Probablemente sea el tipo que ha estado merodeando por el Bellona. Mire, si sigue usted colgándose de nuestra chepa, a lo mejor acaba colgando de otro sitio. A ver, ¿quiere que lo entregue a las autoridades? -Como plazca a su señoría -replicó el pasante con sorna-. Hay un policía a la vuelta de la esquina, si desea darle publicidad al asunto. Wimsey se lo quedó mirando unos momentos y se echó a reír. -¿Cuándo ha visto al señor Pritchard por última vez? ¡Vamos, suéltelo! ¿Ayer? ¿Esta mañana? ¿Lo ha visto después de la hora del almuerzo? Una sombra de indecisión cruzó el rostro de aquel hombre. -¿No lo ha visto? Estoy seguro de que no, ¿verdad? -¿Y por qué no, milord? -Vuelva con el señor Pritchard -dijo Wimsey en tono imperativo y, sacudiendo suavemente a su prisionero por el cuello del abrigo para dar fuerza a sus palabras, añadió-: Y si no le da contraórdenes para que abandone su actividad detectivesca (que, por cierto, realiza usted como un aficionado), le voy a dar una buena. ¿Entendido? Y ahora, largo de aquí. Sé dónde encontrarlo y usted sabe dónde encontrarme. Buenas noches y que Morfeo cubra su lecho y bendiga su sueño. Aquí viene un taxi. 13 Triunfan picas Era casi la una cuando los tres hombres salieron del solemne portal del Bellona Club. El señor Murbles estaba muy apagado. Wimsey y Parker hacían gala del sobrio júbilo de quienes han demostrado la corrección de sus cálculos. Habían encontrado los rayones. Habían encontrado el clavo en el asiento de la silla. Incluso habían encontrado la alfombra. Además, habían descubierto el origen de Oliver. Para reconstruir el crimen, se sentaron en el cubículo del extremo de la biblioteca, como podría haberlo hecho Robert Fentiman, mirando a su alrededor mientras reflexionaba sobre la mejor manera de esconder y ocultar aquella defunción tan sumamente inoportuna. Observaron que las letras doradas del lomo de un libro reflejaban el destello de la lámpara de lectura: Oliver Twist. Si bien Fentiman no registró conscientemente el nombre en su momento, se le vino a la cabeza un par de horas después, cuando al llamar desde Charing Cross se vio obligado a improvisar un apellido. Y, por último, situando al señor Murbles, de cuerpo ligero y enjuto, a pesar de sus protestas, en la cabina telefónica, Parker demostró que un hombre bastante alto y fuerte podía haber sacado el cadáver, haberlo llevado al salón de fumadores y colocado en el sillón junto a la chimenea en algo menos de cuatro minutos. El señor Murbles hizo una última tentativa en defensa de su cliente. -Mi estimado lord Peter, hubo gente en el salón de fumadores durante toda la mañana. Si ocurrió lo que usted sugiere, ¿cómo podría haber evitado Fentiman que lo observaran mientras metía el cadáver en la habitación? -¿Hubo gente durante toda la mañana, señor? ¿No hubo ciertos momentos en los que, con absoluta certeza, todo el mundo estaba en la calle o arriba, en el balcón grande de la fachada del primer piso, mirando... y escuchando? Por si no lo recuerda, era el día del Armisticio. El señor Murbles se quedó horrorizado. -¿Durante los dos minutos de silencio? ¡Que Dios me ampare! ¡Es abominable! De verdad, no tengo palabras para... Es lo más vergonzoso que he visto en mi vida. En un momento en que los pensamientos de todos debían centrarse en los valientes que ofrecieron su vida por nosotros... dedicarse a perpetrar un fraude... una blasfemia... -Medio millón de libras es un buen pellizco de dinero -replicó Parker pensativamente. -¡Es terrible! -exclamó el señor Murbles. -Sí, pero ¿qué propone que hagamos? -preguntó Wimsey. -¿Que qué hacemos? -farfulló el abogado con indignación-. ¿Que qué hacemos? Robert Fentiman tendrá que confesar esta vergonzosa maniobra. ¡Dios me ampare! ¡Pensar que voy a verme metido en semejante historia! Tendrá que buscarse a otra persona para que lleve sus asuntos. Tendremos que explicárselo a Pritchard y pedirle disculpas. Sinceramente, no sé cómo decírselo. -Me imagino que ya alberga sospechas al respecto -dijo Parker refrenándose un tanto-. Si no, ¿por qué habría puesto a ese empleado suyo a espiarte a ti y a George Fentiman? Me imagino que también andará detrás de Robert. -No me extrañaría -replicó Wimsey-. Desde luego, cuando fui a verlo me trató como si yo fuera un conspirador. Lo único que me tiene desconcertado es por qué se ha ofrecido de repente a llegar a un acuerdo. -A lo mejor la señorita Dorland se ha hartado, o han perdido las esperanzas de demostrar nada -dijo Parker-. Mientras Robert mantuviera la historia de Oliver, habría resultado muy difícil demostrar nada. -Efectivamente -dijo Wimsey-. Por eso he tenido que esperar tanto y presionar a Robert. Yo podía sospechar que Oliver no existía, pero no se puede demostrar lo negativo. -¿Y si siguiera aferrándose a esa historia? -Bueno, supongo que podríamos meterle el miedo en el cuerpo -replicó Wimsey-. Cuando expongamos las pruebas que tenemos y le digamos lo que hizo exactamente entre el diez y el once de noviembre, le quedarán menos ánimos que a la reina de Saba en su tumba. -Hay que hacerlo enseguida -dijo el señor Murbles-. Y, por supuesto, hay que detener lo de la autopsia. Iré a ver a Robert Fentiman mañana... es decir, esta misma mañana. -Será mejor que le diga que se acerque él por su casa -dijo Wimsey-. Llevaré todas las pruebas allí, y pediré el análisis del barniz de la cabina para demostrar que se corresponde con la muestra que recogí de las botas del general. A ver si puede ser alrededor de las dos, y así podemos ir todos después a ver a Pritchard. Parker apoyó la propuesta. El señor Murbles estaba tan agitado que habría ido de buen grado a enfrentarse inmediatamente con Robert Fentiman. Sin embargo, cuando le recordaron que Fentiman estaba en Richmond, que una alarma a hora tan intempestiva podría inducirlo a hacer una locura y que, además, los tres investigadores necesitaban descansar, el anciano caballero cedió y consintió que lo llevaran a casa, a Staple Inn. Wimsey fue a casa de Parker, en Great Ormond Street, a tomar una copa antes de acostarse, y la velada se prolongó hasta que la madrugada se tornó en amanecer y los primeros trabajadores empezaron a salir a la calle. Tras haber tendido su trampa, lord Peter durmió el sueño de los justos hasta casi las once de la mañana. Lo despertaron unas voces fuera, y al momento siguiente se abrió de golpe la puerta de su dormitorio para dar paso ni más ni menos que al señor Murbles, sumamente agitado, seguido por Bunter, que no dejaba de protestar. -¡Vaya, señor! -exclamó su señoría, pasmado-. ¿Ocurre algo? -¡Se han burlado de nosotros! -gritó el señor Murbles, blandiendo el paraguas-. ¡Se nos han adelantado! Deberíamos haber ido a ver al comandante Fentiman anoche. Es lo que yo quería hacer, pero me dejé convencer, aun a sabiendas de que era un error. Esto me servirá de lección. Se sentó, un poco jadeante. -Mi estimado señor Murbles -dijo Wimsey con toda amabilidad-, su método para recordarle a uno la rutina que le aguarda al despertar es tan encantador como inesperado, y apenas puedo imaginar nada mejor calculado para disipar tan aletargante sensación. Pero discúlpeme... Parece usted un tanto sofocado. ¡Bunter! ¡Whisky con soda para el señor Murbles! -¡De ninguna manera! -exclamó el abogado-. No podría ni probarlo. Lord Peter... -¿Una copa de jerez? -sugirió solícitamente su señoría. -No, nada, gracias. Ha ocurrido algo espantoso. Nos hemos quedado... -Esto va mejor. Precisamente es lo que yo necesito, un buen susto. Mi café con leche, Bunter... y puedes poner el agua para el baño. Y ahora, señor mío... suelte lo que tenga que soltar. Estoy preparado para todo. -Robert Fentiman ha desaparecido -anunció el señor Murbles en tono solemne, y dio un golpe con el paraguas. -¡Dios mío! -exclamó Wimsey. -Se ha marchado -repitió el abogado-. Me personé en sus habitaciones de Richmond; me personé, a las diez de la mañana, con el fin de hacerle comprender más eficazmente la situación en la que se encuentra. Toqué el timbre y pregunté por él. La doncella me dijo que se había marchado la noche anterior, y le pregunté adónde había ido. Me dijo que no lo sabía, y que se había llevado una maleta. Interrogué a la dueña de la casa, quien me dijo que el comandante Fentiman había recibido un recado urgente en el transcurso de la tarde y que le había comunicado que lo requerían en algún sitio. No le explicó adónde iba ni cuándo regresaría. Dejé una nota dirigida a él y volví enseguida a Dover Street. La casa estaba cerrada, sin nadie. Ese tal Woodward no estaba por ninguna parte. Por eso he venido inmediatamente a verlo, y lo encuentro... El señor Murbles hizo un expresivo movimiento con la mano hacia Wimsey, que en ese momento recogía de manos de Bunter una sobria bandeja de plata con una cafetera y una lechera de estilo reina Ana y un montoncito de correspondencia. -Sí, una verdadera depravación, me temo. ¡Hum! Da la impresión de que Robert se ha olido los problemas y no quiere apechugar con las consecuencias. -Dio unos delicados sorbos al café con leche, con la cabeza, muy parecida a la de un pájaro, ladeada-. Pero ¿por qué preocuparse? No puede haber llegado muy lejos. -Puede haberse marchado al extranjero. -Es probable. Pues mejor. La otra parte no querrá entablar juicio. Demasiadas molestias, por mucho rencor que sientan. ¡Vaya! Reconozco esta letra. Sí, es de mi detective, de Sleuths Incorporated. ¿Qué querrá ahora? Le dije que se fuera a casa y enviara la factura... ¡Uf! -¿Qué ocurre? -Es del tipo que persiguió a Fentiman hasta Southampton. No el que continuó hacia Venecia en pos del inocente señor Postlethwaite, sino el otro. Escribe desde París. Dice: Milord: Mientras hacía ciertas pesquisas en Southampton de conformidad con la investigación que me había encomendado su señoría (¡qué maravilla el lenguaje con que escriben es tos tipos, ¿verdad? Casi como la policía profesional), me topé casi por casualidad (este «casi» está bien) con una pista insignificante que me llevó a suponer que el sujeto a quien su señoría me ordenó mantener bajo vigilancia estaba menos errado de lo que habíamos llegado a suponer, y que le había inducido a error una confusión de identidad natural en un caballero sin instrucción científica en el arte de seguir a personas sospechosas. En resumen (¡gracias a Dios!), en resumen, creo haber dado con la pista de O. (estos tipos son increíblemente cautelosos. Podría haber escrito Oliver y sanseacabó), y he seguido al individuo en cuestión hasta su casa. He telegrafiado al caballero, su amigo (supongo que se refiere a Fentiman), para que se reúna conmigo enseguida con el fin de identificar al sujeto. Naturalmente, mantendré al corriente a su señoría sobre cualesquiera acontecimientos referentes al caso, y créame que... (etcétera). -¡Maldita sea! -Ese hombre debe de haberse equivocado, lord Peter. -Eso espero, desde luego -replicó Wimsey, con el rostro enrojecido-. Sería un poco irritante que apareciese Oliver justo cuando hemos demostrado de forma concluyente que no existe. ¡París! Supongo que quiere decir que Fentiman reconoció al verdadero hombre en Waterloo y que lo perdió en el tren o entre el gentío que subía al barco. Y en su lugar agarró a Postlethwaite. Curioso. Y ahora Fentiman se va a Francia. Probablemente tomaría el barco de las diez y media para Folkestone. No sé cómo vamos a agarrarlo. -¡Es inconcebible! -exclamó el señor Murbles-. ¿Desde dónde escribe ese detective? -Solo pone «París» -contestó Wimsey-. Con papel malo y peor tinta. Y una manchita de vino de mesa. Probablemente lo escribiría en algún café ayer por la tarde. No hay muchas esperanzas por ese lado, pero sin duda me comunicará hasta dónde han llegado. -Debemos enviar a alguien inmediatamente a París para que los busque -manifestó el señor Murbles. -¿Por qué? -Para traer al comandante Fentiman. -Sí, pero fíjese en una cosa, señor. Si realmente existe Oliver, se desbaratan nuestros cálculos, ¿no? El señor Murbles reflexionó unos momentos. -No veo que afecte a nuestras conclusiones sobre la hora de la muerte del general -dijo. -Quizá no, pero altera de un modo considerable nuestra postura ante Robert Fentiman. -Sí... sí, es cierto. Sin embargo -añadió el señor Murbles con gravedad-, sigo considerando que el asunto requiere una investigación rigurosa. -De acuerdo. Veamos. Iré a París a ver qué puedo hacer, y será mejor que usted intente ganar tiempo con Pritchard. Dígale que piensa que no habrá necesidad de llegar a un acuerdo y que esperamos esclarecer los hechos muy pronto. Eso le demostrará que no queremos ningún trato que huela a chamusquina. Ya le enseñaré yo a echarme flores. -¡Ay, Dios mío! Y hay otra cosa. Tenemos que intentar encontrar al comandante Fentiman para que no se lleve a cabo la exhumación. -¡Dios! Sí. Eso es un poco delicado ¿No puede detenerla usted? -No lo creo. El comandante Fentiman la ha solicitado en calidad de albacea y no veo qué podría hacer yo sin su firma. El Ministerio del Interior no... -Sí. Comprendo que no pueda enredar con el Ministerio del Interior. Pero eso es fácil. A Robert nunca le entusiasmó la idea de la resurrección. En cuanto tengamos su dirección, le enviará de buena gana una nota para que se suspenda el asunto. Déjelo de mi cuenta. Al fin y al cabo, incluso si no encontramos a Robert hasta dentro de unos días y hay que desenterrar al viejo, las cosas no pueden empeorar, ¿no? El señor Murbles lo reconoció, no muy convencido. -Bueno, voy a poner este viejo cuerpo mío en movimiento -dijo Wimsey alegremente, retirando las sábanas de golpe y levantándose-. Me largo a la Ciudad de la Luz. ¿Me disculpa unos momentos, señor? El baño me espera. Bunter, pon algunas cosas en una maleta y prepárate para venir conmigo a París. Pensándoselo mejor, Wimsey esperó al día siguiente, con la esperanza, como explicó, de recibir alguna novedad del detective. Pero como no le llegó nada, decidió partir, tras dejar instrucciones en la central de Sleuths Incorporated para que le telegrafiaran cualquier información al hotel Meurice. La siguiente noticia que el señor Murbles recibió de él fue una postal escrita desde un expreso, que sencillamente decía: «La presa ha ido a Roma. Estamos sobre la pista. P. W » El día siguiente llegó un telegrama del extranjero: «Me dirijo a Sicilia. Desfallecido pero continúo. P. W » En respuesta, el señor Murbles le telegrafió lo siguiente: «Exhumación dispuesta para pasado mañana. Por favor, apresúrese.» A lo que Wimsey contestó: «Regreso para exhumación. P W » Volvió él solo. -¿Dónde está Robert Fentiman? -preguntó el señor Murbles, muy agitado. Con el pelo enmarañado y húmedo y la cara blanca de haber viajado día y noche, Wimsey sonrió débilmente. -Me da la impresión de que Oliver está haciendo de las suyas otra vez -respondió con voz débil. -¿Otra vez? -repitió el señor Murbles, horrorizado-. Pero la carta del detective era auténtica. -Sí, claro que lo era, pero hasta los detectives se pueden dejar sobornar. Sea como sea, no les hemos visto el pelo a nuestros amigos. Siempre se nos adelantaban. Como el Santo Grial: «Tenue de día, mas siempre de noche rojo sangre, deslizándose por el pantano ennegrecido, rojo sangre... » y tan rojo y tan maldito por cierto. Bueno, aquí estamos. ¿Cuándo tendrá lugar la ceremonia? Discretamente, supongo. ¿Sin flores? La «ceremonia» tuvo lugar, como ocurre siempre en estas ocasiones, al abrigo de la oscuridad. George Fentiman, que asistió en calidad de representante de la familia en ausencia de Robert, estaba nervioso y deprimido. Es muy duro ir al funeral de amigos y familiares, entre las grotescas pompas de las carrozas fúnebres, los caballos negros, las coronas y los himnos «maravillosamente» interpretados por un coro muy bien pagado, y sin embargo, como comentó irritado George, la gente que se queja de los funerales no se da cuenta de la suerte que tiene. Por deprimente que pueda resultar el ruido sordo de la tierra al caer sobre la tapa del ataúd, parece música en comparación con los estertores de la grava y las palas que anuncian una resurrección prematura e irreverente y sin presencia del clero. El doctor Penberthy también parecía abstraído e impaciente por terminar con aquel asunto lo antes posible. Hizo el trayecto hasta el cementerio instalado en un rincón del amplio carruaje, hablando sobre anormalidades del tiroides con el doctor Horner, el ayudante de sir James Lubbock, que iba a participar en la autopsia. Naturalmente, el señor Murbles estaba sumido en la tristeza. Wimsey se dedicó a revisar la correspondencia que tenía acumulada, de la que solo una carta guardaba relación con el caso de Fentiman. Era de Marjorie Phelps, y decía lo siguiente: Si quieres conocer a Ann Dorland, ¿te gustaría ir a una «reunión» en casa de los Rushworth el miércoles? Será una pesadez, porque el nuevo novio de Naomi Rushworth va a dar una conferencia sobre las glándulas sin conducto, algo de lo que nadie tiene la menor idea. Sin embargo, parece que las glándulas sin conducto serán «noticia» dentro de nada, algo de mucha más actualidad que las vitaminas, así que los Rushworth están que no paran con las glándulas, quiero decir, socialmente hablando. Seguro que Ann D. estará allí porque, como te dije, le ha dado por la aventura esa del cuerpo sano para todos, o lo que sea, así que será mejor que vayas. Me harás compañía. Yo tengo que ir de todos modos, porque supuestamente soy amiga de Naomi. Además, dicen que si pintas, esculpes o modelas tienes que saber un montón sobre glándulas, por cómo te agrandan la mandíbula y te cambian la cara, o algo parecido. Ven, porque de lo contrario se me pegará algún pesado insoportable y tendré que aguantar a Naomi elogiando interminablemente a ese hombre, algo que sería espantoso. Wimsey tomó nota mentalmente de asistir a aquella animada fiesta y, al mirar a su alrededor, vio que estaban llegando a la necrópolis: enorme, reluciente con las coronas recubiertas de cristal, imponente con los monumentos que se alzaban hacia el cielo; no le habría hecho justicia un nombre más sencillo. A la entrada fueron recibidos por el propio señor Pritchard (con agrios modales y exageradamente cortés con el señor Murbles) y por el representante del Ministerio del Interior (ampuloso, insulso y predispuesto a ver reporteros acechando tras cada tumba). Una tercera persona que se acercaba resultó ser un funcionario de la empresa del cementerio, que se encargó de llevar al grupo por los senderos pulcramente recubiertos de gravilla hasta el lugar donde ya se habían iniciado las operaciones de excavación. Finalmente se sacó el ataúd y se identificó por la placa de bronce; después lo trasladaron con cuidado a un edificio cercano que parecía un cobertizo en la vida cotidiana transformado en depósito de cadáveres temporal gracias a una tabla y un par de caballetes. Y entonces hubo unos momentos de confusión, cuando los médicos exigieron, con naturalidad, entre joviales y agresivos, que hubiera más luz y más espacio para trabajar. Colocaron el ataúd sobre un banco; alguien sacó un hule y lo extendió sobre la mesa con caballetes; llevaron lámparas y las situaron de forma adecuada, tras lo cual se aproximaron los obreros, no de muy buena gana, para desatornillar la tapa del ataúd, precedidos por el doctor Penberthy, que iba rociando formalina como un turiferario infernal en un sacrificio especialmente repulsivo. -¡Ah, estupendo! -exclamó agradecido el doctor Horner cuando sacaron el cadáver del ataúd y lo llevaron a la mesa-. Magnífico. No tendremos grandes dificultades con esto. Es lo bueno que tiene meterse en faena inmediatamente. ¿Cuánto tiempo dicen que lleva enterrado? ¿Tres o cuatro semanas? Pues no lo parece. ¿Quién hace la autopsia, usted o yo? Como le parezca. ¿Dónde he dejado mi maletín? Gracias, señor... señor... -Pausa desagradable durante la cual se escapó George Fentiman, murmurando que se iba afuera a fumar-. No cabe duda, un problema del corazón... Yo no veo otros indicios, ¿y usted...? Mejor dejar el estómago tal y como está... ¿Puede pasarme el intestino? Gracias. ¿Le importaría sujetarlo mientras sigo con esta ligadura? Gracias. -¡Chas, chas!-. Tiene los tarros detrás de usted. Gracias. ¡Cuidado! ¡Ja, ja, ha estado a punto de tirarlo! Me recuerda a lo de Palmer... y el estómago de Cook... una historia muy curiosa, ¡ja, ja...! No quiero sacar el hígado entero, solo una muestra, por una cuestión de cortesía, y partes de lo demás... Sí, ya puestos, vamos a echarle un vistazo al cerebro. ¿Tiene el serrucho grande? -Qué insensibles parecen estos médicos -murmuró el señor Murbles. -No significa nada para ellos -dijo Wimsey-. Horner hace este trabajo varias veces a la semana. -Sí, pero no hace falta que meta tanto ruido. El doctor Penberthy se comporta decorosamente. -Penberthy lleva una consulta -replicó Wimsey con una leve sonrisa-. Tiene que contenerse un poco. Además, él conocía al viejo Fentiman, y Horner no. Tras haber depositado las partes relevantes del general Fentiman en botellas y tarros adecuados, devolvieron el cadáver al ataúd y lo atornillaron. Penberthy se acercó a Wimsey y lo cogió del brazo. -Nos convendría tener una idea bastante clara de lo que quieres saber -dijo-. La descomposición está muy poco avanzada, debido al ataúd, que está excepcionalmente bien hecho. Por cierto -bajó la voz-, esa pierna... ¿Se te ha ocurrido, o mejor dicho, has encontrado alguna explicación? -Tenía una idea al respecto -admitió Wimsey-, pero todavía no sé si es acertada. Probablemente lo sepa dentro de un par de días. -¿Crees que alguien tocó el cadáver? -preguntó Penberthy, mirándolo fijamente a los ojos. -Sí, y tú también -dijo Wimsey, devolviéndole la mirada. -Desde luego, tengo mis sospechas. Ya te lo dije. Pero no sé si... ¿Crees que hice mal en firmar el certificado? -No, a menos que sospechases que había algo raro en la muerte propiamente dicha -contestó Wimsey-. ¿Habéis notado algo extraño Horner y tú? -No, pero... en fin, desenterrar a un paciente siempre me preocupa, ¿comprendes? Es fácil cometer un error, y ante el tribunal apareces como un imbécil. Me horrorizaría quedar como un imbécil precisamente en estos momentos -añadió el médico con una risita nerviosa-. Estaba pensando en... ¡Demonios! ¡Qué susto me ha dado, hombre! El doctor Horner le había puesto su mano larga y huesuda en el hombro. Era un hombre jovial, rubicundo, y levantó su maletín sonriendo. -Aquí está todo -anunció-. Tengo que marcharme, sí. Tengo que marcharme. -¿Han firmado los testigos las etiquetas? -preguntó Penberthy en tono cortante. -Sí, sí, todo en orden. Esos dos abogados, para que no puedan pelearse en el estrado -contestó Horner-. Vamos, por favor. Tengo que marcharme. Fuera encontraron a George Fentiman, sentado sobre una lápida y chupando una pipa vacía. -¿Ya está? -Sí. -¿Han encontrado algo? -Todavía no lo he visto -respondió cordialmente Horner-. Es decir, no la parte que le interesa a usted. Eso se lo dejo a mi colega, Lubbock. Le daré contestación dentro de poco... digamos una semana. George se pasó el pañuelo por la frente, perlada de gotitas de sudor. -No me hace ninguna gracia -dijo-, pero supongo que había que hacerlo. ¿Qué es eso? Pensaba... Juraría que he visto algo moviéndose ahí. -Un gato, seguramente -dijo Penberthy-. Nada preocupante. -Ya -replicó George-, pero cuando estás aquí sentado... te imaginas cosas. -Encorvó los hombros, mirándolos con el blanco de los ojos bien visible-. Cosas -repitió-. Gente que va y viene... que va por aquí y por allá. Que te sigue. 14 Gran slam de picas En la mañana del séptimo día después de la exhumación, que casualmente era martes, lord Peter entró briosamente en el bufete del señor Murbles en Staple Inn, con el subinspector Parker tras él. -Buenos días -dijo el señor Murbles, sorprendido. -Buenos días -dijo Wimsey-. ¡Escucha, escucha el canto de la alondra a las puertas del cielo! Ya estaría aquí, mi vida, mi bien, si hubiera tan etérea senda. Llegará en un cuarto de hora. -¿Quién? -preguntó el señor Murbles con cierta gravedad. -Robert Fentiman. El señor Murbles soltó una exclamación de sorpresa. -Ya casi había abandonado toda esperanza en ese sentido -dijo. -Pues yo todo lo contrario. Me decía que no se había perdido, sino que se había adelantado. Y así es. Charles, vamos a colocar las piéces de conviction sobre la mesa. Las botas, las fotografías, los portaobjetos del microscopio con las diversas muestras. Las notas de la biblioteca, las prendas del difunto. Esas cosas. Y Oliver Twist. Estupendo. Y ahora, como diría Sherlock Holmes, nos pondremos tan imponentes que infundiremos terror en el pecho del culpable, aun armado de triple acero. -¿Ha vuelto Fentiman voluntariamente? -No exactamente. Se ha dejado traer, si se me permite la expresión. Bueno, prácticamente lo han arrastrado. Por brezales y pantanos, por riscos y torrentes hasta que..., ya sabe. ¿Qué es ese ruido en la otra habitación? Es... el estruendo inicial del cañón. Era, en efecto, la voz de Robert Fentiman, y no de buen humor, por cierto. Lo recibieron al cabo de unos segundos. Saludó secamente con una inclinación de cabeza al señor Murbles, que le respondió con una envarada reverencia, y se volvió de forma brusca hacia Wimsey. -¡Vamos a ver! ¿Qué significa todo esto? Primero ese maldito detective tuyo dándome la lata por toda Europa y al volver aquí, y de repente esta mañana me espeta que quieres verme por que tienes noticias de Oliver. ¿Qué demonios sabes tú de Oliver? -¿De Oliver? -dijo Wimsey-. Ah, sí... Que tiene una personalidad muy esquiva. Ha sido casi tan escurridizo en Roma como en Londres. Fentiman, ¿no te parece raro que se presentara siempre en cuanto tú te dabas la vuelta? ¿No te parece curioso que siempre desapareciera de los sitios en cuanto tú ponías el pie en ellos? Casi tanto como que anduviera por Gatti's con frecuencia y de repente se nos escapara. ¿Te lo has pasado bien en el extranjero, muchacho? Supongo que no querías decirle a tu compañero de viaje que él y tú andabais tras una alucinación. El rostro de Robert Fentiman pasó por diversas etapas, desde la furia a la perplejidad y viceversa. Intervino el señor Murbles. -¿Ha ofrecido el detective alguna explicación sobre su insólita conducta, al dejarnos en la inopia durante casi dos semanas acerca de sus movimientos? -Me temo que soy yo quien le debe una explicación -contestó Wimsey, como quitándole importancia-. Verá, pensaba que ya era hora de poner la zanahoria delante del otro burro. Sabía que si fingíamos encontrar a Oliver en París, Fentiman se sentiría moralmente obligado a ir tras él. Es más: tal vez le encantaba la idea de irse de vacaciones... ¿No es así, Fentiman? -¿Quiere decir que se inventó usted la historia de Oliver, lord Peter? -preguntó el señor Murbles. -Pues sí. No la del Oliver original, por supuesto, sino la del Oliver de París. Le dije al detective que enviara un telegrama desde París para emplazar a nuestro amigo a partir. -Pero ¿por qué? -Ya lo explicaré más adelante. Y por supuesto tenías que irte, ¿verdad, muchacho? Porque difícilmente podrías haberte negado a ir sin confesar que el tal Oliver no existe, ¿no? -¡Caray! -soltó Fentiman, y después se echó a reír-. ¡Si serás listo! Ya había empezado yo a pensar que había gato encerrado. El primer telegrama me llenó de alegría, pensé que el sabueso ese me venía de perlas, un salvavidas que ni caído del cielo. Y cuantos más tumbos dábamos por Europa, más me gustaba, pero cuando la liebre volvió sobre sus pasos, a Inglaterra, a su casita empecé a pensar que alguien me estaba tomando el pelo. A propósito, ¿fue por eso por lo que conseguí todos los visados con tan asombrosa facilidad y a horas tan intempestivas, de la noche a la mañana? -Sí -contestó Wimsey con modestia. -Tendría que haberme dado cuenta de que había algo raro. ¡Eres de la piel del diablo! Bueno ¿y ahora, qué? Como te has cargado a Oliver, supongo que también habrás descubierto el resto del pastel, ¿no? -Si con esa expresión -dijo el señor Murbles- se refiere a que tenemos constancia de su tentativa, tan fraudulenta como vergonzosa, de ocultar la verdadera hora del fallecimiento del general Fentiman, la respuesta es: sí, lo sabemos. Y he de añadir que me ha herido en lo más profundo. Fentiman se desplomó en una silla y se echó a reír estruendosamente, dándose palmadas en un muslo. -Tendría que haberme dado cuenta de que estabas detrás de esto -dijo jadeante-, pero era una broma estupenda, ¿no? ¡Dios bendito! Es que no paraba de reírme para mis adentros. Pensar en todos esos viejos imbéciles medio congelados, sentados tan solemnes en el club y después entrando e inclinando la cabeza ante el jefe como mandarines cuando ya estaba más tieso que un bacalao... Lo de la pierna fue un descuido, desde luego, pero pasó por casualidad. ¿Has averiguado dónde estuvo el abuelo todo ese tiempo? -Sí, casi con toda certeza. Es que quedaron huellas en la cabina, ¿comprendes? -¡No me digas! ¿Eso hicimos? ¡Caray! -Pues sí... Y cuando colgaste el abrigo del vejete en el guardarropa se te olvidó ponerle la amapola. -¡Vaya, hombre! Eso sí que es una metedura de pata. La verdad, no se me ocurrió. En fin, supongo que no podía salir airoso de este asunto con un puñetero sabueso como tú pisándome los talones. Pero tuvo mucha gracia. Si es que solo de pensarlo... el pobre Bunter llamando todo serio a no sé cuántas listas de Oliver... me muero de la risa. Es casi tan estupendo como quedarme con el medio millón de libras. -Por cierto, eso me recuerda algo -dijo Wimsey-. Lo que no sé es cómo te enteraste de lo del medio millón. ¿Te habló lady Dormer de su testamento, o te enteraste por George? -¿Por George? ¡Claro que no! George no sabía nada del asunto. Me lo contó el vejete. -¿El general Fentiman? -Pues claro. Cuando volvió al club aquella noche, vino a verme a mí directamente. -Y a nosotros ni se nos había ocurrido -dijo Wimsey, abatido-. Demasiado evidente, supongo. -No se puede pensar en todo -replicó Robert, indulgente-. Yo creo que hiciste bien en darle tantas vueltas. Pues sí, el vejete vino a verme y me lo contó todo. Me pidió que no se lo contara a George, porque no estaba contento con él, por lo de Sheila, ya sabes, y quería pensárselo bien para ver qué era lo mejor, para hacer otro testamento, ¿comprendes? -Ya. Y entonces fue a la biblioteca a escribirlo. -Eso es, y bajé a comer algo. Después pensé que a lo mejor no había defendido lo suficiente al pobre George. O sea, había que explicarle al jefe que las rarezas de George se deben en gran parte a tener que depender de Sheila y todo eso, y que si tuviera algunos cuartos se pondría de mejor humor... ¿Me entiendes? Así que fui enseguida a la biblioteca y me encontré al jefe... ¡ muerto! -¿Qué hora era? -Alrededor de las ocho, diría yo. Me quedé de piedra. Claro, mi primera idea fue pedir ayuda, pero ya no servía de nada. Estaba muerto. Y de repente caí en la cuenta de la mala suerte que habíamos tenido, de que habíamos perdido el tren. Solo de pensar que ese horror de mujer, la Dorland, iba a embolsarse tantos miles de libras... me puse tan furioso que estuve a punto de explotar y mandarlo todo a freír espárragos... y de pronto empecé a sentir escalofríos, allí solo con el cadáver, sin nadie más en la biblioteca. Parecía como si estuviéramos aislados del resto del mundo, que diría el escritor. Y de repente se me metió una cosa en la cabeza: ¿por qué tenía que haber muerto así? Tenía la esperanza de que la vieja la hubiera palmado antes y fui al teléfono para averiguarlo, cuando... pensando en la cabina telefónica, a ver si me entiendes, de repente lo tuve todo claro. Lo arrastré y lo coloqué en el sillón, y después escribí un cartel para ponerlo en la puerta. No me digas que no fui listo: no sequé esa nota con el secante de la biblioteca. -Te puedo asegurar que observé ese detalle -replicó Wimsey. -Vale. Me alegro. Después fue como coser y cantar. Saqué la ropa del jefe del guardarropa y la llevé a mi habitación, y entonces se me ocurrió que el pobre Woodward estaría preocupado por él. Así que salí y fui a Charing Cross... ¿Y cómo crees que fui hasta allí? -¿En autobús? -Ni siquiera. En metro. Es que llamar a un taxi iba a ser un engorro. -Parece que se te da muy bien el fraude, Fentiman. -¿A que sí? Bueno, fue muy fácil; pero, francamente, no pasé una noche estupenda. -Ya te lo tomarás con más calma en otra ocasión. -Sí... Bueno, yo era virgen en el campo de la delincuencia, pero a la mañana siguiente... -¡Oiga, joven! -exclamó el señor Murbles con un tono de voz aterrador-. Corramos un tupido velo sobre la mañana siguiente. He escuchado su desvergonzada declaración con una indignación que no puedo expresar con palabras, pero ni puedo ni quiero quedarme aquí tranquilamente mientras usted se congratula, con un cinismo del que tendría que ruborizarse, de haber dedicado esos sagrados momentos en los que todos los pensamientos hubieran debido estar consagrados a... -Pero ¡qué estupidez! -interrumpió groseramente Robert-. No les va a pasar nada a mis antiguos camaradas porque yo me lleve un poco de dinero. Ya sé que el fraude no es precisamente lo mejor del mundo, pero ¡qué demonios!, nosotros tenemos más derecho al dinero del viejo que esa chica. Seguro que ella no hizo nada en la guerra, ¿entendido? En fin, se ha ido todo al garete, pero ha tenido su gracia. -Me he percatado de que apelar a sus sentimientos humanos sería una pérdida de tiempo -replicó el señor Murbles en tono glacial-. No obstante, supongo que es usted consciente de que el fraude es un delito. -Sí... Qué fastidio, ¿verdad? ¿Qué vamos a hacer? ¿Es que tengo que tragarme el orgullo delante de Pritchard? ¿O es que Wimsey pretende haber descubierto algo terriblemente oscuro al ver el cadáver? ¡Por Dios bendito... ! Por cierto, ¿qué ha pasado con esa puñetera historia de la exhumación? No había vuelto a pensar en el asunto. Oye, Wimsey, ¿era esa la idea? ¿Sabías entonces que yo estaba intentando arreglar esa historia y se te ocurrió quitarme de en medio? -En parte, sí. -Mira que eres buena persona. Caí en la cuenta de que tenías pruebas contra mí cuando me mandaste a Charing Cross con el detective ese. ¡Y, la verdad, por poco me pillas! Había decidido fingir que seguía a Oliver, y de repente me topé con tu segundo sabueso en el tren. Se me puso la carne de gallina. Lo único que se me ocurrió, salvo mandarlo todo a paseo, fue acusar a un viejecillo inofensivo de ser Oliver como prueba de buena voluntad. ¿Qué te parece? -Conque fue por eso, ¿eh? Ya decía yo que algún motivo tenías que tener. -Sí, y cuando recibí el aviso para que fuera a París, pensé que os había engañado a base de bien, pero supongo que ya estaba todo organizado. ¿Por qué, Wimsey? ¿Querías vengarte o qué? ¿Por qué querías que me marchara de Inglaterra? -Sí, lord Peter -dijo el señor Murbles en tono solemne-. Creo que me debe usted una explicación, al menos con respecto a tal extremo. -¿Es que no lo comprende? -dijo Wimsey-. Robert es el albacea de su abuelo. Si me lo quitaba de en medio, no se podría evitar la exhumación. -¡Si serás necrófago! -exclamó Robert-. Para mí que vives de los cadáveres. Wimsey se echó a reír, encantado. -¿Cuánto darías ahora mismo por hacerte con ese medio millón? -Pero ¿de qué me hablas? -replicó Fentiman-. No tengo ninguna posibilidad. Wimsey sacó lentamente un papel de su bolsillo. -Esto llegó anoche -dijo-. ¡Y diantres, muchacho, has tenido mucha suerte por tener algo que perder con la muerte del vejete! Es de Lubbock. Estimado lord Peter: Te envío unas líneas para comunicarte el resultado de la autopsia del general Fentiman. Con respecto al motivo originario de la investigación, puedo decir que no había alimentos en el estómago y que la última comida había sido ingerida varias horas antes. Sin embargo, lo importante es que, tras la insinuación que tan confusamente expresaste, examiné las vísceras en busca de veneno y descubrí restos de una potente dosis de digitalina, ingerida no mucho antes de la defunción. Como sabes, con un sujeto cuyo corazón ya se encontraba muy débil, el resultado de semejante dosis no podía ser sino la muerte. Los síntomas serían reducción de la actividad cardiaca y colapso, prácticamente indistinguibles de un ataque grave al corazón. Naturalmente, desconozco tu actitud ante el caso, pero te felicito por la perspicacia que te indujo a proponer un análisis. Al mismo tiempo, supongo que comprenderás que estoy obligado a comunicar el resultado de la autopsia al fiscal. El señor Murbles se quedó de piedra. -¡Dios mío! -exclamó Fentiman. Y repitió-: ¡Dios mío! Wimsey, si lo hubiera sabido, si hubiera tenido la menor idea... no habría tocado el cadáver ni por veinte millones. ¡Veneno! ¡El pobre viejo! ¡Qué lástima! Ahora recuerdo que aquella noche dijo que se encontraba un poco mal, pero yo no pensé... Oye, Wimsey, me crees, ¿no?, que no tenía la menor idea. Esa maldita mujer... Ya sabía yo que era mala. Pero ¡veneno! Eso es demasiado. ¡Dios mío! Parker, que hasta entonces había mantenido la expresión distante del espectador amistoso, sonrió abiertamente. -¡Estupendo, muchacho! -exclamó, dándole un golpecito a Peter en la espalda-. Es un caso tremendo, y lo has llevado muy bien, Peter. No sabía que fueras capaz de tener tanta paciencia. ¡Obligarles a hacer la exhumación presionando al comandante Fentiman ha sido sencillamente magistral! ¡Buen trabajo! ¡Buen trabajo! -Gracias, Charles -respondió Wimsey con sequedad-. Me alegro de que alguien me valore. De todos modos, seguro que le he dado en las narices a Pritchard -añadió con furia. Y ante aquellas palabras, incluso el señor Murbles dio muestras de animación. 15 Baraja y vuelve a repartir Una rápida consulta con las autoridades competentes de Scotland Yard puso al subinspector Parker al frente del caso Fentiman, e inmediatamente fue a consultar a Wimsey. -¿Qué te hizo pensar en lo del veneno? -preguntó. -Principalmente Aristóteles -respondió Wimsey-. Verás, dice que siempre se debe preferir lo imposible probable a lo posible improbable. Por supuesto, era posible que el general hubiera muerto de una forma tan clara en el momento más oscuro, pero quedaba mucho más bonito y resultaba mucho más probable que todo hubiera sido preparado. Incluso si hubiera parecido mucho más imposible me habría chiflado la idea del asesinato. Y en realidad no había nada imposible. Encima, Pritchard y la Dorland. ¿Por qué se cerraban en banda a un acuerdo y tenían tantas sospechas, a no ser que hubieran sacado información de alguna parte? Al fin y al cabo, ellos no habían visto el cadáver, pero Penberthy y yo sí. -Eso nos lleva a la cuestión de quién lo hizo. Naturalmente, la señorita Dorland es la primera sospechosa. -Es la que tiene mayores motivos. -Sí, pero vamos a ser metódicos. Al parecer, el viejo Fentiman estuvo divinamente hasta las tres y media, cuando fue a Portman Square, de modo que debieron de darle el fármaco entre esa hora y las ocho, más o menos, cuando Robert Fentiman lo descubrió ya muerto. Y bien, ¿quién lo vio en ese intervalo? -Un momento. No es exactamente así. Debió de tomar eso en ese intervalo, pero quizá se lo dieran antes. Vamos a suponer, por ejemplo, que alguien le pusiera una píldora envenenada entre sus pastillas de menta o lo que fuera que soliera tomar. Podría haber funcionado en cualquier momento. -Pero no demasiado antes, Peter. Imagínate que hubiera muerto demasiado temprano y se hubiera enterado lady Dormer. -No habría supuesto ninguna diferencia. No habría tenido que cambiar su testamento ni nada por el estilo. Su legado a la señorita Dorland hubiera seguido igual. -Tienes razón. Qué tontería. En fin, entonces tendremos que averiguar si tenía por hábito tomar algo en concreto. Si es así, ¿quién tuvo la ocasión de ponerle la píldora? -Penberthy, para empezar. -¿El médico? Sí, debemos considerarlo una posibilidad, aunque no tuviera ningún motivo para hacerlo. Sin embargo, lo colocaremos en una lista bajo el título de «Oportunidad». -Muy bien, Charles. Me gusta que seas tan metódico. -La atracción de los opuestos -replicó Parker, dividiendo una hoja de un cuaderno en tres columnas-. Oportunidad: n.° 1: doctor Penberthy. Si las tabletas, o los glóbulos o lo que fuera se los había preparado el propio Penberthy, podría haber tenido una ocasión especialmente buena, pero no tanto si es la clase de medicamentos que vienen en frascos precintados. -¡Qué tontería! Podría haberles echado un vistazo para comprobar sí era lo que necesitaba. Insisto: vamos a poner a Penberthy en la lista. Además, es una de las personas que vio al general en el intervalo crítico, durante lo que podríamos llamar el «período de administración». Así que sus oportunidades fueron aún mayores. -Sí, claro. Bueno, pues lo apuntamos, aunque no veo que él tuviera un móvil... -No pienso aceptar una objeción tan nimia como esa. Tuvo la oportunidad, y lo apuntamos. Y, a continuación, la señorita Dorland. -Sí. La apuntamos en «Oportunidad» y en «Móvil». Desde luego, tenía gran interés en cargarse al viejo, lo vio durante el período de administración y es muy probable que le ofreciera algo de comer o de beber mientras estuvo en la casa. Así que es un sujeto muy probable. El único problema con ella es la dificultad para hacerse con el medicamento. No te dan digitalina así como así, ¿sabes? -No... claro. Por lo menos no a secas. Puedes conseguirla fácilmente sí va mezclada con otros medicamentos. Precisamente esta mañana he visto un anuncio en el Daily Views en el que ofrecían una píldora con medio gránulo de digitalina. -¿Sí? ¿Dónde lo ...? ¡Ah, ya, eso! Sí, pero también lleva Nux vomica, que al parecer es un antídoto. O sea, reanima el corazón estimulando los nervios para contrarrestar el efecto reductor de la digitalina. -Ya. Bueno, apunta a la señorita Dorland en «Medios» con signo de interrogación. Ah, claro, y también hay que poner a Penberthy en «Medios». Es el único que pudo obtener el medicamento sin problemas. -Vale. Medios: n.° 1: doctor Penberthy. Oportunidad: n.° l: doctor Penberthy; n.° 2: señorita Dorland. Y también tenemos que poner a los criados de lady Dormer, ¿no? Cualquiera podría haberle llevado algo de comer o de beber. -Desde luego. Apúntalos. Podrían haber estado confabulados con la señorita Dorland. ¿Y lady Dormer? -¡Vamos, Peter! Eso no tiene sentido. -¿Ah, no? A lo mejor llevaba años pensando en vengarse de su hermano, disimulando sus sentimientos tras una fachada de generosidad. Habría sido muy divertido dejarle una herencia tremenda a alguien que detestaba, y que cuando él empezaba a sentirse todo agradecido, cuando lo tenía en ascuas por la herencia, va y lo envenena para que no se lleve nada. Tenemos que apuntar a lady Dormer. Apúntala en «Oportunidad» y «Móvil». -Me niego a concederte más de «Oportunidad» y «Móvil» con signo de interrogación. -Allá tú. Bueno, a ver... También tenemos a nuestros amigos los taxistas. -No creo que puedas incluirlos. Resultaría muy complicado envenenar a un pasajero, ¿no? -Me temo que sí. Pero mira, se me acaba de ocurrir una idea estupenda para envenenar a un taxista. Le das media corona falsa y cuando la muerde... -Se muere de intoxicación por plomo. Eso es más viejo que la tos. -De eso nada. Envenenas la moneda con ácido prúsico. -¡Magnífico! Y se desploma echando espuma por la boca. Es verdaderamente genial. ¿Te importaría centrarte en el asunto que tenemos entre manos? -Entonces, ¿crees que podemos olvidarnos de los taxistas? -Creo que sí. -Muy bien. Los dejo para ti. Y lamento decir que esto nos lleva a George Fentiman. -Sientes debilidad por George Fentiman, ¿verdad? -Sí... Le tengo mucho aprecio al muchacho. En ciertos aspectos es un verdadero cerdo, pero me cae bien. -Bueno, no conozco a George, así que voy a apuntarlo. Oportunidad: n.° 3. -Entonces también habrá que apuntarlo en «Móvil». -¿Por qué? ¿Qué ganaría con que la señorita Dorland se llevara la herencia? -Nada... si lo hubiera sabido, pero Robert asegura que no sabía nada. Y George también. Y comprenderás que, si no lo sabía, la muerte del general habría supuesto que le llegaran inmediatamente las dos mil libras por las que tanto lo está presionando Dougal MacStewart. -¿MacStewart? Ah, sí, el prestamista. Apúntate el tanto, Peter: yo lo había olvidado. Desde luego, eso sitúa a George como el último de los posibles. También estaba bastante dolido, ¿no? -Mucho. Y recuerdo que dijo algo abiertamente, al menos en el club, el mismo día que se descubrió el asesinato... bueno, la muerte. -Si acaso, eso cuenta en su favor -dijo Parker-, a no ser que sea realmente temerario. -No le favorecerá con la policía -refunfuñó Wimsey. -¡Pero hombre... ! -Perdona. Lo olvidaba. Me temo que te estás excediendo un poco en tu trabajo, Charles. Si no te andas con cuidado, tanta inteligencia te supondrá el ascenso a inspector o el ostracismo. -Me arriesgaré. Venga, vamos a seguir. ¿A quién más tenemos? -A Woodward. Nadie podría haber tenido mejor ocasión de enredar con las cajas de píldoras del general. -Y supongo que la pequeña herencia que le dejara podría ser un móvil, ¿no? -O a lo mejor estaba a sueldo del enemigo. Pasa a menudo con los criados siniestros. Fíjate en el auge de mayordomos criminales y robos cometidos por criados perfectos que hay últimamente. -Es verdad. ¿Y los del Bellona? -Tenemos a Wetheridge. Es un tipejo desagradable, y siempre lanza miradas codiciosas al sillón del general junto a la chimenea. Yo lo he visto. -Tómatelo en serio, Peter. -Estoy hablando totalmente en serio. No me cae bien Wetheridge. Me irrita. Y no debemos olvidar apuntar a Robert. -¿Robert? Pero ¡si es la única persona a la que podemos tachar sin dudarlo! Sabía que le convenía que el viejo siguiera vivo. Fíjate en las molestias que se tomó para ocultar la muerte. -Precisamente por eso. Es la persona menos probable, razón por la que Sherlock Holmes sospecharía de él inmediatamente. Según él mismo reconoce, fue la última persona que vio al general Fentiman con vida. Supón que tuvo una discusión con el viejo y lo mató, y solo después descubrió lo de la herencia. -Hoy estás rebosante de teorías conspiratorias, Peter. Si hubieran discutido, podría haber acabado tirando al suelo a su abuelo, aunque no creo que hubiera hecho algo tan odioso y poco caballeroso; pero seguro que no lo habría envenenado. Wimsey suspiró. -Tienes algo de razón -admitió-. Sin embargo, nunca se sabe. Bueno, ¿hay algún nombre que aparezca en las tres columnas de la lista? -Ninguno, pero hay varios que aparecen en dos. -Pues empezaremos por esos. Naturalmente, la señorita Dorland es el más evidente, y después George, ¿no te parece? -Sí. Voy a ver a todos los farmacéuticos que podrían haberle proporcionado la digitalina. ¿Quién es su médico de cabecera? -No lo sé. Eso lo dejo en tus manos. Por cierto, creo que voy a conocer a la chica en una merienda o algo por estilo mañana. No te metas con ella antes, si puedes evitarlo. -Sí, pero me da la impresión de que deberíamos hacerle unas cuantas preguntas. Y además, me gustaría echar un vistazo a la casa de lady Dormer. -No seas patoso, por lo que más quieras, Charles. Ve con tacto. -Confía en el Señor. Y, ah, oye: podrías llevarme al Bellona; con mucho tacto. Me gustaría hacer un par de preguntas allí. -Me pedirán que deje de ser miembro del club si esto continúa -rezongó Wimsey-. No me perdería gran cosa, pero a Wetheridge le encantaría verme lo más lejos posible. En fin, no importa. Me sacrificaré. Vamos. En el vestíbulo del Bellona Club reinaba un desorden inadmisible. Culyer discutía acaloradamente con varios hombres, y a su lado había tres o cuatro miembros del comité con cara de pocos amigos. Cuando entró Wimsey, uno de los intrusos lo vio y soltó un grito de alegría. -¡Wimsey, Wimsey, muchacho! Anda, sé bueno y métenos en el asunto. Algún día tendremos que enterarnos de la historia. Seguramente tú lo sabes todo, con la potra que tienes. Era Salcombe Hardy, del Daily Yell, grandote, desaliñado y ligeramente borracho como de costumbre. Miró a Wimsey con sus ojos azules, ingenuos. Barton, del Banner, pelirrojo y agresivo, se dio la vuelta enseguida. -Ah, Wimsey, eso es. Danos alguna pista, ¿vale? Explícales que si sacamos una noticia seremos buenos chicos y nos marcharemos. -¡Dios del cielo! -exclamó Wimsey-. Pero ¿cómo llegan estas cosas a la prensa? -Creo que es evidente -replicó Culyer mordazmente. -No he sido yo -dijo Wimsey. -No, no -intervino Hardy-. No debe pensar eso. Ha sido un truco mío. Vi todo el espectáculo en la necrópolis. Estaba en un panteón familiar, fingiendo ser un ángel que tomaba notas. -Sí, claro -replicó Wimsey-. Un momento, Culyer. -Hizo un aparte con el secretario-. Mira, estoy harto de todo esto, pero no puedo evitarlo. No se puede hacer nada con estos chicos una vez que andan tras una noticia. Y, además, acabará por salir a la luz. Ahora es un asunto policial. Te presento al subinspector Parker, de Scotland Yard. -Pero ¿qué pasa? -preguntó Culyer. -Lo que pasa es que se ha cometido un asesinato. Eso me temo. -¡Oh, no! -Lo siento y demás, pero más te vale poner al mal tiempo buena cara. Charles, cuéntales a los chicos lo que te parezca conveniente y acaba pronto. Salcombe, si te llevas a esa jauría, te dejaremos que hagas una entrevista y unas cuantas fotografías. -Así me gusta -dijo Hardy. -Chicos, estoy seguro de que no queréis estorbar -dijo Parker en tono amable-, y os voy a contar todo lo que considere prudente. Llévenos a una habitación, capitán Culyer, haré una declaración y después nos dejaréis trabajar. Así se decidió y, después de que Parker les proporcionara un artículo adecuado, la panda de Fleet Street se marchó, llevándose a Wimsey como una virgen sabina a beber en el bar más próximo con la esperanza de enterarse de detalles pintorescos. -Ojalá no te metieras en esto, Sally -dijo Peter en tono lacrimógeno. ¡Ay, Dios, nadie nos quiere! -exclamó Salcombe-. Qué desgracia ser un puñetero periodista. Se sacudió un lacio mechón de pelo negro de la frente y se puso a lloriquear. La primera medida que tomó Parker, que también era la más evidente, fue entrevistarse con Penberthy, a quien encontró en Harley Street después de las horas de consulta. -Doctor, no voy a preocuparlo con lo del certificado -empezó por decir amablemente-. Todos podemos cometer errores, y, según creo, una muerte provocada por una sobredosis de digitalina se parecería mucho a una muerte causada por una insuficiencia cardíaca. -Sería una muerte causada por una insuficiencia cardíaca -corrigió el médico pacientemente-. Los médicos están ya cansados de explicar que la insuficiencia cardíaca no es una enfermedad concreta, como las paperas o la bursitis. Es la incompatibilidad entre el punto de vista de la mente científica y la profana lo que envuelve a la defensa y los testimonios médicos en una niebla de malentendidos e irritación. -Sin duda -replicó Parker-. Bien; el general Fentiman ya padecía una dolencia cardíaca, ¿verdad? ¿La digitalina se toma para las enfermedades del corazón? -Sí. En ciertas dolencias cardíacas, la digitalina es un estimulante muy valioso. -¿Estimulante? Creía que era un depresivo. -Al principio actúa como estimulante, y en etapas posteriores tiene un efecto depresivo sobre el corazón. -Comprendo -dijo Parker, que no lo comprendía muy bien ya que, como la mayoría de las personas, tenía la vaga idea de que cada medicamento surte un solo efecto y sirve para curar específicamente una cosa u otra-. Primero acelera el corazón y después lo desacelera. -No exactamente. Fortalece la actividad cardíaca retrasando los latidos, de modo que las cavidades se pueden vaciar más plenamente y se alivia la presión. La recetamos en ciertos casos de afección de las válvulas... con las garantías adecuadas, por supuesto. -¿Se la daba al general Fentiman? -Se la daba de vez en cuando. -La tarde del diez de noviembre... recordará que vino a verlo tras una crisis cardiaca. ¿Le dio digitalina ese día? El doctor Penberthy vaciló unos momentos. Después se acercó a la mesa y sacó un libro de gran tamaño. -Seré totalmente sincero con usted -dijo-. Se la di. Cuando vino a verme, la debilidad de la actividad cardíaca y la extrema dificultad para respirar recomendaban la administración urgente de un estimulante cardíaco. Le di un preparado con una pequeña cantidad de digitalina para mejorar su estado. Esta es la receta. Voy a escribírsela. -¿Una pequeña cantidad? -repitió Parker. -Bastante pequeña, combinada con otros medicamentos para contrarrestar los efectos secundarios depresivos. -¿No era una dosis tan grande como la que se encontró en el cadáver? -¡No, por Dios! Nada parecido. En un caso como el del general Fentiman, hay que administrar un fármaco como la digitalina con suma cautela. -Supongo que no es posible que usted cometiera un error al prepararla... que le diera una sobredosis por error. -Es la primera posibilidad que se me ocurrió, pero en cuanto me enteré de las cifras aportadas por sir james Lubbock, comprendí que había que descartarla. La dosis administrada era enorme: casi dos gránulos. Para asegurarme, he pedido que se compruebe minuciosamente mi provisión de medicamentos, y no falta nada. -¿Quién lo comprobó? -Mi enfermera. Le entregaré los libros y recibos de los farmacéuticos. -Gracias. ¿Preparó la enfermera la dosis del general Fentiman? -No, no. Es un medicamento que siempre tengo a mano, ya preparado. Si quiere ver a la enfermera, ella se lo enseñará. -Muchas gracias. Bien. Cuando vino a verlo, el general Fentiman acababa de sufrir una crisis cardiaca. ¿Podría haberlo causado la digitalina? -¿Quiere decir que si podría haber sido envenenado antes de que viniera a verme? Sí, claro. La digitalina a veces es imprevisible. -¿Cuánto tardaría en actuar una dosis tan alta? -Yo diría que haría efecto con bastante rapidez. De la forma ordinaria provocaría náuseas y vértigo; pero con un potente estimulante cardíaco como la digitalina, el principal problema consiste en que cualquier movimiento brusco, como ponerse de repente en pie cuando se está en posición de reposo, puede provocar un síncope y la muerte. Creo que eso es lo que ocurrió en el caso del general Fentiman. -¿Y podría haber ocurrido en cualquier momento tras la administración de la dosis? -Así es. -Bueno, le estoy muy agradecido, doctor Penberthy. Voy a ver a su farmacéutico y a hacer copias de las entradas de sus libros, si me lo permite. Cuando lo hubo hecho, Parker se dirigió a Portman Square, aún un poco confuso respecto al comportamiento de la digital común cuando se infiere, confusión que no se disipó tras consultar Materia Medica Farmacopea, a Dixon Mann, Taylor, Glaister y otros autores que habían tenido la amabilidad de publicar sus conclusiones sobre toxicología. 16 Cuadrilla -Señora Rushworth, le presento a lord Peter Wimsey. Naomi, lord Peter. Le interesan muchísimo las glándulas y esas cosas, y por eso lo he traído. Bueno, Naomi, a ver qué novedades tienes que contarme. ¿Quién es? ¿Lo conozco? La señora Rushworth era una mujer alta y desarreglada, de pelo largo y desaliñado que llevaba recogido en rodetes por encima de las orejas. Le dedicó a Peter una mirada tan radiante como miope. -Cuánto me alegro de verlo. Es maravilloso, lo de las glándulas, ¿verdad? Ya sabe, el doctor Voronoff y todos esos maravillosos vejetes. Qué gran esperanza para todos nosotros, aunque, la verdad, al pobre Walter no le interesa demasiado rejuvenecer. Quizá la vida ya es suficientemente larga y complicada, tan cargada de problemas de uno u otro tipo, ¿no le parece? Y, según tengo entendido, las compañías de seguros están en contra. Si te paras a pensarlo es lógico, ¿no? Pero es que las consecuencias sobre el carácter son tan interesantes, ¿sabe? Por cierto, ¿se dedica usted por casualidad a los delincuentes juveniles? Wimsey dijo que planteaban un problema verdaderamente desconcertante. -Cierto, muy desconcertante. Y pensar que llevamos tantos miles de años equivocándonos con ellos... Azotes y pan y agua, y la santa comunión, cuando lo único que realmente necesitarían es un poquito de glándula de conejo o algo por el estilo para que se portaran divinamente. Es terrible, ¿no le parece? Y esos pobres monstruos en los espectáculos de segunda, ya sabe, enanos y gigantes: cuestión de la pineal o la pituitaria, y se ponen bien. Aunque supongo que tal y como son ganan mucho más dinero, lo cual arroja una luz angustiosa sobre el desempleo, ¿verdad? Wimsey dijo que todas las cualidades implicaban sus propios defectos. -Desde luego -convino la señora Rushworth-. Pero pienso que resulta infinitamente más alentador considerarlo desde el punto de vista contrario, que todos los defectos implican sus propias cualidades, ¿verdad? Es muy importante ver estas cosas a la verdadera luz. Para Naomi supondrá tal alegría poder ayudar al pobre Walter en esta gran obra... Supongo que está usted deseando contribuir a la fundación de la nueva clínica. Wimsey preguntó a qué clínica se refería. -¡Ah! ¿No se lo ha contado Marjorie? La nueva clínica para curar a todo el mundo con glándulas. Es de lo que va a hablar el pobre Walter. Está tan entusiasmado... igual que Naomi. Me llevé tal alegría cuando Naomi me dijo que estaban definitivamente prometidos... Bueno, no es que su anciana madre no sospechara ya algo, claro -añadió la señora Rushworth con aire malicioso-. Pero hoy en día los jóvenes son tan raros... Mantienen sus cosas en secreto. Wimsey dijo que había que felicitar efusivamente a ambas partes. Y, desde luego, pensó, por lo poco que había visto de Naomi Rushworth, bien le parecía que al menos ella se merecía que la felicitaran, porque era una chica sumamente feúcha, con cara de comadreja. -Me disculpará si lo dejo para hablar con otras personas, ¿verdad? -dijo la señora Rushworth-. Estoy segura de que se divertirá, porque sin duda tendrá muchos amigos en esta pequeña reunión, ¿verdad? Wimsey miró a su alrededor, y estaba a punto de congratularse por no conocer a nadie cuando se fijó en una cara sumamente familiar. -Vaya, ahí está el doctor Penberthy -dijo. -¡El queridísimo Walter! -exclamó la señora Rushworth, volviéndose rápidamente para mirar-. ¡Claro que es él! Bueno, entonces podremos empezar. Tendría que haber llegado más temprano, pero un médico se debe a sus pacientes. -Penberthy... ¡por Dios! -dijo Wimsey casi en voz alta. -Un hombre muy sensato -dijo alguien a su lado-. No piense mal de su trabajo por verlo entre esta gente. A veces no puede uno elegir, como bien sabemos los curas. Al volverse, Wimsey vio a un hombre alto y delgado, de cara simpática y agradable, a quien reconoció. Era un sacerdote muy conocido que trabajaba en los barrios. -¿El padre Whittington? -El mismo. Y usted es lord Peter Wimsey. Tenemos algo en común, el interés por el crimen, ¿no? A mí también me interesa esa teoría de las glándulas. Podría arrojar luz sobre algunos de nuestros problemas más acuciantes. -Me alegra ver que no hay oposición entre religión y ciencia -replicó Wimsey. -Claro que no. ¿Por qué tendría que haberla? Todos vamos en busca de la verdad. -¿Y todos estos? -preguntó Wimsey con un movimiento de la mano que incluía a los curiosos allí reunidos. -También, a su manera. Tienen buena intención. Hacen lo que pueden, como la mujer de los Evangelios, y son sorprendentemente generosos. Aquí está Penberthy, supongo que buscándolo a usted. Bueno, doctor Penberthy; ya ve que he venido a escuchar cómo hace picadillo el pecado original. -Tiene usted una actitud muy abierta -replicó Penberthy con sonrisa forzada-. Espero que no sea usted discrepante. No tendremos ningún problema con la Iglesia mientras ella se dedique a sus asuntos y nos deje a nosotros con los nuestros. -Pero hombre de Dios, si es usted capaz de curar el pecado con una inyección, yo encantado. Solo una cosa: no meta algo peor de paso. Conoce la parábola de la casa bien barrida y arreglada, ¿verdad? -Tendré el mayor cuidado posible. Discúlpeme un momento -dijo Penberthy, e hizo un aparte con Wimsey-. Oye, Wimsey, te habrás enterado de lo de los análisis de Lubbock, ¿no? -Sí. Da un poco de susto, ¿no? -Me va a poner las cosas muy difíciles, Wimsey. Ojalá me lo hubieras dado a entender en su momento. No se me había pasado por la cabeza semejante cosa. -¿Y por qué tendría que habérsete ocurrido? Esperabas que el viejo la diñara del corazón, y del corazón la diñó. Nadie puede echarte la culpa a ti. -¿Ah, no? Sabes tú mucho de jurados. justo en este momento habría dado una fortuna para que no ocurriera una cosa así. No podría haber ocurrido en peor momento. -Pasará, Penberthy. Hay cientos de errores como ese todas las semanas. A propósito, debería felicitarte. ¿Cuándo se decidió todo esto? Te lo tenías muy callado. -Empecé a decírtelo en esa exhumación de mil demonios, pero me interrumpieron. Muchas gracias. Sí, lo decidimos... pues hace dos o tres semanas. ¿Conoces a Naomi? -Solo la he visto un momento, esta tarde. Se la llevó una amiga mía, la señorita Phelps, para cotillear sobre ti. -Ah, ya. Bueno, tienes que hablar con ella. Es una chica encantadora, y muy inteligente. La madre es un martirio, he de reconocerlo, pero tiene buen corazón. Y no cabe duda de que controla a personas que resultan muy útiles. -No sabía que fueras una autoridad en materia de glándulas. -Ojalá pudiera permitirme el lujo de serlo. He hecho ciertos experimentos bajo la dirección del profesor Sligo. Es la ciencia del futuro, como dicen en la prensa. De eso no cabe duda. Estamos a punto de realizar descubrimientos muy interesantes, desde luego, pero entre los que se oponen a la vivisección, los sacerdotes y las ancianas, no progresamos lo suficiente. En fin... están esperando a que empiece. Hasta luego. -Un momentito. En realidad he venido para... No, qué grosería. No tenía ni idea de que fueras el conferenciante hasta que te he visto. En principio he venido (eso suena mejor) para echarle un vistazo a la señorita Dorland, por lo de Fentiman, pero mi fiel guía me ha abandonado. ¿Conoces a la señorita Dorland? ¿Puedes decirme quién es? -Hemos hablado alguna vez. Esta tarde no la he visto. No sé, quizá hoy no venga. -Yo pensaba que le interesaban mucho las glándulas... y esas cosas. -Creo que sí, o eso cree ella. A esa clase de mujeres les sirve cualquier excusa, con tal de que sea algo nuevo... sobretodo si tiene carácter sexual. Por cierto, no tengo intención de adentrarme en lo sexual. -No veas cuánto te lo agradezco. Bueno, a lo mejor la señorita Dorland aparece más tarde. -A lo mejor, pero... Oye, Wimsey, se encuentra en una situación extraña, ¿no? Quizá no esté muy dispuesta a enfrentarse con ella. Ya sabes, ha salido en los periódicos. -Si lo sabré, maldita sea. Ese borrachín iluminado, Salcombe Hardy, se enteró de todo, no sé cómo. Creo que soborna a los empleados del cementerio para que le den información sobre las exhumaciones. El Yell le debe su peso en libras esterlinas. ¡Hasta luego! Que se te dé bien la charla. No te importará que no me ponga en primera fila, ¿verdad? Siempre me sitúo en un lugar estratégico, al lado de la puerta en dirección al rancho. A Wimsey le pareció que Penberthy había pronunciado muy bien la conferencia y que además era original. El tema no le resultaba ajeno, porque entre los amigos de Wimsey había científicos de renombre que lo consideraban buena audiencia, pero algunos de los experimentos que se mencionaron en la conferencia eran nuevos, y las conclusiones inducían a la reflexión. Fiel a sus principios, Wimsey se abalanzó hacia la sala donde se ofrecía el refrigerio mientras muchas manos seguían aplaudiendo cortésmente. Pero no fue el primero en llegar. Un personaje grandote con traje de etiqueta raído estaba ya atacando un montón de emparedados y un whisky con soda. Al acercarse Wimsey, lo miró con ojos acuosos, inocentes. Sally Hardy -siempre a medio camino entre la borrachera y la sobriedad- estaba a la carga, para variar. Le ofreció tentadoramente el plato de emparedados. -Están estupendos -dijo-. ¿Qué haces tú aquí? -Ya puestos, ¿qué haces tú aquí? -preguntó Wimsey. Hardy posó una mano regordeta en la manga de Wimsey. -Matar dos pájaros de un tiro -contestó Hardy, tratando de impresionar-. Ese Penberthy es un tipo listo. Lo de las glándulas es noticia, ¿entiendes? En breve se va a convertir en uno de esos médicos que se ponen de moda. -Sally repitió la frase un par de veces, como si se hubiera mezclado con la soda-. Nos va a quitar el trabajo a los puñeteros periodistas, pobres de nosotros, como... -Y mencionó a dos señores cuyas colaboraciones en los periódicos más populares eran continua fuente de irritación para el Consejo General de la Medicina. -Siempre y cuando su reputación no se resienta por el asunto de Fentiman -replicó Wimsey con un refinado chillido que hizo las veces de susurro en medio de la ruidosa desbandada que se había unido a ellos junto a la mesa de los aperitivos. -¿Lo ves? -dijo Hardy-. Penberthy es noticia por sí mismo, todo un artículo. Tendremos que esperar un poco, claro, hasta ver por dónde van los tiros. Al final tendré para un artículo, en el que mencionaré que atendía al viejo Fentiman. Podremos sacar una cosilla en la revista sobre la conveniencia de la autopsia en todos los casos de muerte súbita. Ya se sabe que hasta los médicos con experiencia pueden equivocarse. Si sale malparado del interrogatorio, podríamos meter algo sobre que los especialistas no siempre son dignos de confianza, unas palabras en favor del oprimido doctor de medicina general y todo eso. En fin, que vale la pena. No importa lo que digas de él, siempre y cuando digas algo. ¿No podrías escribirnos una cosilla, de unas ochocientas palabras, sobre el rigor mortis o algo? Pero que tenga gancho. -Pues no podría -replicó Wimsey-. No tengo tiempo y no necesito el dinero. ¿Por qué iba a hacerlo? No soy un deán, ni una actriz. -No, pero eres noticia. Puedes darme el dinero a mí, si estás tan asquerosamente forrado. Vamos a ver, ¿tienes alguna pista de este caso o no? Ese amigo tuyo policía no suelta prenda. Tengo que sacar algo antes de que detengan a alguien, porque después ya no valdrá nada. Supongo que andas detrás de la chica, ¿no? ¿Puedes decirme algo sobre ella? -No. Esta noche he venido por si la veía, pero no ha aparecido. Ojalá pudieras desenterrar su espantoso pasado. Yo diría que los Rushworth deben de saber algo sobre ella. Antes pintaba o algo por el estilo. ¿No puedes meterte con eso? A Hardy se le iluminó la cara. -Es probable que Waffles Newton sepa algo -dijo-. A ver qué puedo averiguar. Muchas gracias, muchacho. Me has dado una idea. Podríamos sacar uno de sus cuadros en la contraportada. La vieja parecía bastante rarita, con ese testamento tan extraño, ¿no? -Eso te lo puedo contar, pero creía que a lo mejor ya lo sabías -replicó Wimsey. Le contó a Hardy la historia de lady Dormer tal y como la había oído por boca del señor Murbles. El periodista estaba embelesado. -¡Estupendo! Eso sí que les cautivará. Ahí hay historia. ¡Qué primicia para el Yell! Perdona, pero quiero telefonear antes que se me adelanten. No les digas nada a los otros. -Se pueden enterar por Robert o George Fentiman -le advirtió Wimsey. -No, no creas que les sacarán mucho -replicó Salcombe Hardy con emoción-. Robert Fentiman le ha pegado tal puñetazo esta mañana al pobre Barton, del Banner, que ha tenido que ir al dentista. Y George ha ido al Bellona, y allí no dejan entrar a nadie. Con esto me arreglo. Si puedo hacer algo por ti, ya sabes. Hasta luego. Se esfumó. Alguien posó una mano sobre el brazo de Peter. -Me tienes abandonada -dijo Marjorie Phelps-. Y tengo un hambre espantosa. He hecho todo lo posible para averiguar lo que querías. -Eres una joya. Venga, vamos a sentarnos en la sala; está más tranquila. Voy a afanar algo de comida y la llevo allí. Se hizo con unos cuantos bollitos rellenos, muy extraños, cuatro petits fours, un burdeos de aspecto dudoso y café, y lo puso todo en una bandeja mientras la camarera estaba de espaldas. -Gracias -dijo Marjorie-. Me merezco lo mejor por haber tenido que soportar a Naomi Rushworth. Es imposible que esa chica me caiga bien. Te lanza indirectas. -¿Qué, en concreto? -Pues empecé a preguntarle sobre Ann Dorland y me dijo que no iba a venir. Así que le pregunté: «¡Vaya! ¿Por qué?», y me dijo: «Dice que no se encuentra bien». -¿Quién lo dijo? -Naomi Rushworth me dijo que Ann Dorland le había dicho que no podía venir porque no se encontraba bien, pero dijo que en realidad era una excusa. -¿Quién lo dijo? -Naomi. Así que le dije: «¿Ah, sí?», y ella me dijo que sí, que se imaginaba que no tenía ganas de enfrentarse a la gente. Así que le dije: «Y yo que pensaba que erais tan amigas...». Y ella me dijo: «Bueno, sí que somos amigas, pero es que, verás, Ann siempre ha sido un poco anormal». Así que le dije que era la primera noticia que tenía, y ella me dirigió una de esas miradas maliciosas suyas y me dijo: «En fin, ya sabes, lo de Ambrose Ledbury, pero claro, tú entonces tenías otras cosas en las que pensar, ¿no?». La muy burra. Se refiere a Komski. Y al fin y al cabo, todo el mundo sabe que se ha echado en brazos de ese tipo, Penberthy. -Perdona, pero me he liado. -Bueno, a mí me gustaba bastante Komski, y casi llegué a prometerle que me iría a vivir con él, pero descubrí que las últimas tres mujeres que habían estado con él se habían hartado y lo habían plantado, y pensé que algo raro tenía que tener un hombre al que abandonaban continuamente. Después descubrí que se volvía un bruto cuando dejaba de lado esa actitud suya tan conmovedora de perro abandonado. Así que me alegro. Sin embargo, al ver cómo se ha portado Naomi durante casi un año, mirando al doctor Penberthy como una spaniel que cree que van a darle de azotes, no entiendo por qué tiene que restregarme a Komski por las narices. Y con respecto a Ambrose Ledbury, cualquiera podría haberse equivocado con él. -¿Quién es Ambrose Ledbury? -Pues ese que tenía un estudio que daba a Boulter's Mews. Lo suyo era la prepotencia y el estar por encima de toda consideración mundana. Era zafio y llevaba ropa de andar por casa y pintaba gente demacrada en dormitorios, pero con un color increíble. Sabía pintar de verdad, y por eso le perdonábamos muchas cosas, pero era un rompecorazones profesional. Envolvía a la gente ávidamente, con sus grandes brazos, y eso siempre resulta irresistible, pero no tenía ningún criterio. Era solo una costumbre, y sus líos nunca duraban. Y Ann Dorland sucumbió, la verdad. Intentó pintar con ese estilo descarnado, pero no le va... Como no tiene sentido del color, no puede compensar que dibuja mal. -Creía que habías dicho que nunca tenía devaneos. -No fue un devaneo. Supongo que Ledbury la cogió por banda en un momento en que no tenía a nadie más a mano, pero para algo serio exigía que la chica fuera guapa. Se marchó hace un año a Polonia con una mujer llamada Natasha nosecuántos. Después de aquello, Ann Dorland empezó a dejar la pintura. El problema es que se tomó las cosas muy en serio. Unas cuantas historias de amor y pasión le hubieran abierto los ojos, pero no es la clase de mujer con la que le apetezca coquetear a un hombre. Es muy torpe. No creo que Ledbury hubiera seguido importándole si no fuera porque él había sido su única aventura. Porque, como ya te he dicho, hizo unas cuantas tentativas, pero no consiguió nada. -Comprendo. -Pero eso no es motivo para que Naomi me salga con esas. En realidad, la muy burra se siente tan orgullosa de haber pescado a un hombre, y un anillo de compromiso, que ahora mira por encima del hombro a todo el mundo. -¿Ah, sí? -Pues sí. Y, además, ahora todo lo ve desde el punto de vista del pobre Walter y, por supuesto, Walter no le tiene mucho cariño a Ann Dorland. -¿Y eso por qué? -Hay que ver lo discreto que eres. Naturalmente, todo el mundo dice que fue ella. -¿De verdad? -¿Y quién si no iban a pensar que lo hizo? Wimsey cayó en la cuenta de que todo el mundo debía de pensarlo. Él mismo estaba más que predispuesto a pensar lo mismo. -A lo mejor no ha venido por eso. -Pues claro. No es tonta. Tiene que saberlo. -Cierto. Oye, ¿podrías hacerme un favor? Quiero decir, otro favor. -¿Que? -Por lo que dices, parece que a la señorita Dorland no le van a sobrar amigos en un futuro inmediato. Si va a verte... -No pienso espiarla, ni aunque hubiera envenenado a cincuenta generales. -No te pido que hagas eso, pero sí que mantengas una actitud imparcial y me digas qué piensas del asunto. Es que no quiero equivocarme con esto, y tengo mis prejuicios. Me gustaría que la señorita Dorland fuera culpable, así que soy muy capaz de convencerme a mí mismo de que lo es cuando a lo mejor no lo es. ¿Comprendes? -¿Por qué te gustaría que fuera culpable? -No tendría que haberlo dicho. Por supuesto, no quiero que la declaren culpable si no lo es. -De acuerdo. No voy a hacer más preguntas. Intentaré ver a Ann, pero no pienso intentar sonsacarle nada, y eso lo puedes dar por seguro. Yo apoyo a Ann. -Vamos, muchacha, no estás siendo imparcial -dijo Wimsey-. Piensas que lo hizo ella. Marjorie Phelps se sonrojó. -Pues no. ¿Por qué dices eso? -Porque te horroriza sonsacarle nada. Dar un poco de información no le haría ningún daño a una persona inocente. -¡Oye, Peter Wimsey! Tú ahí tan tranquilo, tan fino y tan imbécil, y solapadamente convences a la gente de que haga cosas de las que tendrían que avergonzarse. No me extraña que descubras cosas, pero no estoy dispuesta a sonsacarle nada a nadie por ti. -Bueno, pero por lo menos me darás tu opinión, ¿no? La chica guardó silencio unos segundos, y después dijo: -Es horroroso. -Envenenar a alguien es un crimen horroroso, ¿no crees? -dijo Wimsey. Se levantó rápidamente. El padre Whittington y Penberthy se acercaban. -¿Qué tal? -dijo lord Peter-. ¿Se han tambaleado los altares? -El doctor Penberthy acaba de informarme de que ya no pueden tenerse en pie -replicó el sacerdote, sonriendo-. Hemos pasado un agradable cuarto de hora eliminando el bien y el mal. Por desgracia, entiendo tan poco su dogma como él el mío, pero he hecho ejercicio de humildad cristiana. Le he dicho que estoy dispuesto a aprender. Penberthy se echó a reír. -Entonces, ¿no se opone a que expulse a los demonios con una jeringa cuando se muestran irreductibles a la oración y el ayuno? -En absoluto. ¿Por qué habría de hacerlo? Siempre y cuando sean expulsados y usted esté seguro del diagnóstico... Penberthy se sonrojó y se apartó bruscamente. -¡Oh, no! -exclamó Wimsey-. Ha sido un golpe bajo. ¡Y encima, de un sacerdote cristiano! -¿Qué he dicho? -preguntó el padre Whittington, desconcertado. -Le ha recordado a la ciencia que solo el Papa es infalible -respondió Wimsey. 17 Parker juega una mano -Y bien, señora Mitcham -dijo el inspector Parker afablemente. Siempre decía «Y bien, señora Tal», y siempre recordaba decirlo de manera afable. Formaba parte del proceso rutinario. El ama de llaves de la difunta lady Dormer inclinó la cabeza glacialmente para indicar que se sometería al interrogatorio. -Queremos los detalles exactos de todo lo que le ocurrió al general Fentiman el día antes de que lo encontraran muerto, y estoy seguro de que usted puede ayudarnos. ¿Recuerda la hora exacta a la que llegó aquí? -Serían las cuatro menos cuarto, no más tarde, pero, desde luego, no puedo precisar más. -¿Quién le abrió la puerta? -El criado. -¿Usted lo vio entonces? -Sí. Lo llevaron al salón, yo bajé y lo acompañé arriba, al dormitorio de la señora. -¿La señorita Dorland no lo vio entonces? -No; estaba con la señora. Me pidió que la disculpara ante el general y que le rogara que subiera. -¿Le pareció que el general estaba bien cuando lo vio? -Yo diría que parecía bien... teniendo en cuenta que era un caballero muy mayor y que había recibido malas noticias. -¿No tenía los labios azulados, ni respiraba con dificultad ni nada parecido? -Bueno, se cansó bastante al subir las escaleras. -Claro, es natural. -Se paró unos minutos en el descansillo para recobrar el aliento. Le pregunté si quería tomar algo, pero me dijo que no, que se encontraba bien. -Ah, pues me imagino que habría hecho bien en seguir su consejo, señora Mitcham. -Sin duda sabía lo que se hacía -replicó el ama de llaves con afectación. Consideraba que el policía se excedía en sus competencias con tales observaciones. -Y después usted lo acompañó a la habitación. ¿Estaba usted presente cuando se vieron el general y lady Dormer? -Por supuesto que no. La señorita Dorland se levantó y dijo: «¿Cómo está usted, general Fentiman?», le estrechó la mano y entonces salí de la habitación, como era mi obligación. -Naturalmente. ¿Estaba la señorita Dorland a solas con lady Dormer cuando se anunció la llegada del general Fentiman? -No, no. También estaba la enfermera. -La enfermera... claro. ¿Se quedaron en la habitación la señorita Dorland y la enfermera mientras el general estuvo allí? -No. La señorita Dorland volvió a salir al cabo de unos cinco minutos y bajó. Vino a verme a mi habitación, y parecía muy triste. Dijo: «Pobrecitos...». Así lo dijo. -¿Dijo algo más? -Dijo: «Es que hace siglos se pelearon, señora Mitcham, cuando eran muy jóvenes, y no habían vuelto a verse». Por supuesto, yo estaba al corriente, tras tantos años con la señora, y también lo estaba la señorita Dorland. -Y supongo que a una joven como la señorita Dorland le daría mucha pena... -Sin duda. Es una joven de buenos sentimientos, no como algunas de las que se ven ahora. Parker movió la cabeza, comprensivo. -¿Y después? -Después la señorita Dorland volvió a salir, tras hablar un ratito conmigo, y entonces entró Nellie, la criada. -¿Cuándo fue eso? -Pues al cabo de un rato. Yo acababa de terminar la taza de té que me tomo a las cuatro, o sea que deberían de ser las cuatro y media. Vino a pedirme coñac para el general, porque se sentía mal. Es que las bebidas alcohólicas se guardan en mi habitación, y yo tengo la llave. Parker no mostró el interés que solía mostrar ante tal detalle. -¿Vio usted al general cuando llevó el coñac? -Yo no se lo llevé. -Con aquel tono de voz, la señora Mitcham dio a entender que recoger y llevar cosas no formaba parte de sus obligaciones-. Nellie se encargó de llevárselo. -Comprendo. Entonces, ¿no volvió a ver al general antes de que se marchara? -No. La señorita Dorland me informó más tarde de que había tenido un problema cardiaco. -Le quedo muy agradecido, señora Mitcham. Y ahora me gustaría hacerle unas preguntas a Nellie. La señora Mitcham apretó un timbre, a cuya llamada acudió una chica de rostro lozano y aspecto agradable. -Nellie, este agente de policía quiere que le des información sobre la hora a la que llegó aquí el general Fentiman. Tienes que contestarle a todo lo que te pregunte, pero date cuenta de que tiene mucho trabajo y no empieces con tu cháchara de siempre. Puede hablar con Nellie aquí, agente. Y salió con paso majestuoso. -Es un poco tiesa, ¿no? -susurró Parker, atemorizado. -Es de las anticuadas, la verdad -replicó Nellie riéndose. -A mí me ha asustado. Y bien, Nellie -repitiendo la fórmula de siempre-, por lo visto la llamaron para que le llevara un poquito de coñac al buen anciano. ¿Quién se lo pidió? -Pues mire, fue así. Cuando el general llevaba una hora con lady Dormer, sonó el timbre en la habitación de la señora. Como yo me encargo de eso, subí, y la enfermera Armstrong asomó la cabeza por la puerta y me dijo: «Tráeme unas gotitas de coñac, Nellie, venga, rápido, y dile a la señorita Dorland que venga. El general Fentiman se siente mal». Así que fui a pedirle el coñac a la señora Mitcham y, antes de subir, llamé a la puerta del estudio, donde estaba la señorita Dorland. -¿Dónde está el estudio, Nellie? -Es una habitación grande de la primera planta, encima de la cocina. En los viejos tiempos era la sala de billar, con techo acristalado. Ahí es donde pinta la señorita Dorland y enreda con frascos y cosas de esas, y también lo usa como salón. -¿Cómo que enreda con frascos? -Sí, bueno, con cosas de química y eso. Las señoras tienen que tener sus pasatiempos, porque como no tienen nada que hacer... Ahora que, limpiar todo eso cuesta su trabajo. -Seguro que sí. Bueno, continúe, Nellie... No pretendía interrumpirla. -Pues le di el recado de la enfermera Armstrong, y la señorita Dorland dijo: «Ay, Nellie, el pobre señor. Ha sido demasiado para él. Dame el coñac, que ya lo llevo yo, y ve corriendo a llamar por teléfono al doctor Penberthy». Así que le di el coñac y ella lo llevó arriba. -Un momento. ¿La vio usted llevarlo arriba? -Pues no... Creo que no la vi subir, pero me imagino que lo haría. Como yo iba a llamar por teléfono, no me fijé. -No, claro. ¿Por qué iba a fijarse? -Y claro, tuve que buscar el número del doctor Penberthy en la guía. Había dos números, y cuando llamé a su casa me dijeron que estaba en Harley Street. Mientras intentaba que me pusieran con el otro número me llamó la señorita Dorland desde la escalera. Me preguntó: «¿Has hablado con el médico, Nellie?», y yo le contesté: «Todavía no, señorita. El doctor está en Harley Street». Y entonces me dijo: «Bueno, cuando hables con él dile que el general Fentiman ha tenido un ataque al corazón y que va a ir a verlo inmediatamente». Y yo le dije: «Pero entonces, ¿no tiene que venir aquí el médico, señorita?». Me respondió: «No. El general está mejor y dice que prefiere ir él allí. Dile a William que llame un taxi». Así que ella se volvió, y justo entonces me pusieron con la consulta y le dije al criado del doctor Penberthy que esperase al general Fentiman, que llegaría enseguida. Y entonces bajó, apoyándose en la señorita Dorland y la enfermera Armstrong, y tenía un aspecto horrible, el pobre señor. Entró William, el criado, y dijo que había llegado el taxi, metió al general Fentiman en él y entonces la señorita Dorland y la enfermera volvieron a subir. Y nada más. -Ya. ¿Cuánto tiempo lleva aquí, Nellie? -Tres años... señor. Lo de «señor» fue una concesión a los modales y la educación de Parker. «Todo un caballero», le comentaría después Nellie a la señora Mitcham, quien habría de replicar: «No, Nellie. Caballeroso, no te lo niego; pero un policía es una persona, y ya me encargaré yo de recordártelo». -¿Tres años? Mucho tiempo, tal y como van las cosas últimamente. ¿Se siente bien aquí? -No está mal. Bueno, claro, está la señora Mitcham, pero ya me encargo yo de manejarla. Y la anciana, la señora... bueno, era una señora en todos los sentidos. -¿Y la señorita Dorland? -Pues no da la lata, solo que luego hay que recoger lo que deja por ahí, pero es muy amable y siempre te dice «por favor» y «gracias». No tengo queja. Elogio moderado, pensó Parker. Al parecer, a Ann Dorland no se le daba bien atraerse apasionadas lealtades. -No es una casa muy alegre para una chica joven como usted, ¿no? -Me aburro como una ostra -replicó Nellie con sinceridad-. La señorita Dorland daba esas fiestas que llamaban «del estudio», pero no eran nada elegantes y además casi solo venían señoras jóvenes, pintoras y así. -Y me imagino que desde la muerte de lady Dormer ha estado todo más tranquilo. ¿Está la señorita Dorland muy afectada? Nellie vaciló unos momentos. -Desde luego, lo sintió mucho. La señora era la única persona que tenía en este mundo. Y después empezó a preocuparse por el asunto ese del abogado... lo del testamento. Supongo que usted estará al tanto de eso, ¿no, señor? -Sí, estoy al tanto. Es decir, que estaba preocupada. -Sí, y de un enfadado... de no creérselo. Un día vino el señor Pritchard, lo recuerdo muy bien porque dio la casualidad de que yo estaba quitando el polvo del vestíbulo en ese momento, ¿sabe usted?, y la señorita pegaba tales voces que oí que decía: «Voy a luchar con todas mis fuerzas», eso dijo, y «una... no sé qué... para estafar». ¿Qué palabra era...? -¿Una maquinación? -apuntó Parker. -No. Una... una conspiración. Eso es. Una conspiración para estafar. Y ya no oí nada más hasta que salió el señor Pritchard, y le dijo: «Muy bien, señorita Dorland. Haremos una investigación independiente». Y la señorita Dorland parecía tan ansiosa y tan enfadada que me dejó sorprendida. Pero parece que ya ha pasado todo. Desde hace una semana o así no es la misma persona. -¿Qué quiere decir? -¿No lo ha notado usted, señor? Está siempre callada y parece que tiene miedo, como si se hubiera llevado una gran impresión. Y ha llorado muchísimo. Al principio no lloraba. -¿Cuánto tiempo lleva tan alterada? -Pues creo que empezó con el horrible asunto de que habían asesinado al pobre anciano. Es terrible, ¿verdad, señor? ¿Cree que cogerá al que lo hizo? -Espero que sí -replicó Parker animadamente-. La señorita Dorland se llevaría un disgusto tremendo, ¿no? -Yo diría que sí. Venía una cosa en el periódico, que sir James Lubbock había descubierto lo del envenenamiento, ¿sabe?, y cuando llamé por la mañana a la señorita Dorland me tomé la libertad de comentárselo. Le dije: «Qué raro lo de que hayan envenenado al general Fentiman, ¿verdad, señorita?». Solo le dije eso. Y ella me contestó: «¿Envenenado, Nellie? Debes de estar confundida». Así que le enseñé lo que salía en el periódico y se quedó de piedra. -En fin, es terrible enterarse de una cosa así sobre alguien a quien conoces -dijo Parker-. Cualquiera se llevaría un disgusto. -Sí, señor. La señora Mitcham y yo no sabíamos qué decir. «¡Pobre señor!», dije yo. «¿Quién podría querer matarlo? A lo mejor se le fue la cabeza y se quitó la vida él mismo.» ¿Usted cree que fue así, señor? -Sería posible, desde luego -contestó Parker cordialmente. -Estaría destrozado porque su hermana se moría, ¿no cree? Eso es lo que le dije a la señora Mitcham, pero ella contestó que un caballero como el general Fentiman no se quitaría la vida dejando sus asuntos tan liados como los dejó él. Y yo le pregunté: «¿O sea que tenía sus asuntos muy liados?», y ella me dijo: «Como no son tus asuntos, no tienes por qué meterte en ellos, Nellie». ¿Usted qué piensa, señor? -No pienso nada -contestó Parker-, pero me ha sido usted de gran ayuda. Y bien, ¿tendría la amabilidad de preguntarle a la señorita Dorland si podría dedicarme unos minutos? Ann Dorland lo recibió en el salón de atrás. Parker pensó que era una chica muy poco atractiva, hosca, desgarbada y de movimientos torpes. Se sentó en un extremo del sofá, encogida, con un vestido negro que acentuaba el tono cetrino de su tez, salpicada de manchas. No cabía duda de que había estado llorando, pensó Parker, y cuando se dirigió a él fue en tono cortante, con una voz áspera, ronca, extrañamente apagada. -Lamento tener que molestarla de nuevo -dijo Parker cortésmente. -Supongo que no le queda otro remedio. Evitó la mirada de Parker y encendió un cigarrillo con la colilla del que acababa de fumar. -Me gustaría conocer todos los detalles que pueda darme sobre la visita del general Fentiman cuando vino a ver a su hermana. Según creo, la señora Mitcham lo acompañó a su habitación. Ann Dorland asintió desabridamente. -¿Estaba usted allí? -preguntó Parker. Ella no respondió. -¿Estaba usted con lady Dormer? -insistió Parker, más brusco. -Sí. -¿Y también estaba allí la enfermera? -Sí. No tenía la menor intención de colaborar. -¿Qué ocurrió? -No ocurrió nada. Lo acompañé hasta la cama y dije: «Tía, ha venido el general Fentiman». -Entonces, ¿lady Dormer estaba consciente? -Sí. -Estaría muy débil, claro. -Sí. -¿Dijo algo? -Dijo: «¡Arthur!». Nada más. Y él dijo: «¡Felicity!». Y yo les dije: «Querrán ustedes quedarse solos», y me marché. -¿Y dejó a la enfermera allí? -Yo no podía darle órdenes a la enfermera. Tenía que atender a su paciente. -Sí, claro. ¿Estuvo la enfermera allí durante toda la visita? -No tengo la menor idea. -Bueno -replicó Parker con paciencia-. Sí podrá decirme una cosa. Cuando entró en la habitación con el coñac, ¿estaba la enfermera? -Sí. -Bien, ahora hablemos del coñac. Nellie se lo llevó a usted al estudio, según me ha dicho. -Sí. -¿Entró ella en el estudio? -No le entiendo. -¿Entró directamente en la habitación o llamó a la puerta y usted salió al rellano? Aquello despertó un poco a la chica. -Los criados decorosos no llaman a la puerta -respondió con grosería y desdén-. Entró, naturalmente. -Usted perdone -replicó Parker, picado-. Pensaba que podría haber llamado a la puerta de su habitación privada. -Pues no. -¿Qué le dijo? -¿Por qué no le hace a ella todas estas preguntas? -Ya lo he hecho, pero los criados no siempre son precisos. Me gustaría que usted me lo confirmara. -Parker volvía a ser dueño de la situación y retomó su tono amable. -Me dijo que la enfermera Armstrong la había enviado a por coñac porque el general Fentiman estaba mareado, y que le había dicho que me avisara. Entonces le pedí que fuera a telefonear al doctor Penberthy y que yo llevaría el coñac. Pronunció estas palabras en un susurro, apresuradamente, y en un tono tan bajo que el policía apenas pudo entenderlas. -¿Y usted subió el coñac de inmediato? -Sí, claro. -¿En cuanto se lo dio Nellie? ¿O lo dejó primero en la mesa o en alguna otra parte? -¿Cómo demonios voy a acordarme? A Parker le desagradaban las mujeres malhabladas, pero intentó con todas sus fuerzas no dejarse influir por eso. -¿No recuerda...? Por lo menos, ¿sabe si subió inmediatamente con el coñac? ¿No hizo nada antes? La chica se recuperaba y hacía esfuerzos por recordar. -Si es tan importante, creo que me paré un momento para quitar algo que estaba hirviendo. -¿Hirviendo? ¿En el fuego? -En el hornillo de gas -dijo la chica con impaciencia. -¿Qué era? -Nada... una cosa. -¿Quiere decir té o cacao o algo parecido? -No... unos productos químicos -contestó ella, pronunciando las palabras de mala gana. -¿Estaba haciendo experimentos químicos? -Sí, hice unos cuantos... por entretenerme, para pasar el rato. Ya no hago nada de eso. Subí el coñac... El afán de archivar el asunto de la química pareció vencer su reticencia a continuar con lo anterior. -¿Hacía experimentos químicos... con lady Dormer tan enferma? -preguntó Parker en tono severo. -Era para tener la mente ocupada -murmuró la chica. -¿En qué consistía aquel experimento? -No me acuerdo. -¿No lo recuerda en absoluto? -¡No! -contestó casi gritando. -No importa. ¿Llevó el coñac arriba? -Sí... Bueno, en realidad no es el piso de arriba. Está todo en el mismo rellano, solo hay seis peldaños hasta la habitación de la tía. La enfermera Armstrong me recibió en la puerta y dijo: «Está mejor», y al entrar vi al general Fentiman sentado en un sillón, con un aspecto muy raro, como ceniciento. Estaba detrás de un biombo donde no pudiera verlo mi tía, porque se habría llevado un disgusto tremendo. La enfermera dijo: «Le he dado sus gotas, y creo que con un poquito de coñac se recuperará del todo». Así que le dimos el coñac, una dosis muy pequeña, y al cabo de un rato ya no tenía un aspecto tan cadavérico y parecía respirar mejor. Le dije que íbamos a buscar al médico, y él contestó que prefería ir a Harley Street. Pensé que era muy precipitado, pero la enfermera Armstrong dijo que parecía mucho mejor y que sería un error preocuparlo obligándolo a hacer algo que no quería hacer. Así que le dije a Nellie que avisara al médico y que enviara a William a por un taxi. El general Fentiman parecía más animado; lo ayudamos a bajar y se fue en el taxi. Entre tal torrente de palabras Parker se fijó en algo que no había oído antes. -¿Qué gotas le dio la enfermera? -Las del general. Las llevaba en un bolsillo. -¿Es posible que le diera demasiada cantidad? ¿Estaba la dosis señalada en el frasco? -No tengo la menor idea. Será mejor que se lo pregunte a ella. -Sí, me gustaría verla, si tiene usted la amabilidad de decirme dónde puedo encontrarla. -Tengo la dirección arriba. ¿Desea alguna cosa más? -Si me lo permite, me gustaría ver la habitación de lady Dormer y el estudio. -¿Para qué? -Es una cuestión rutinaria. Tenemos órdenes de ver todo lo que se pueda ver -contestó Parker en tono tranquilizador. Fueron al piso de arriba. Una puerta del rellano de la primera planta, justo enfrente de las escaleras, daba a una habitación agradable, de techo alto, con mobiliario anticuado. -Esta es la habitación de mi tía. En realidad no era mi tía, claro, pero yo la llamaba así. -Ya. ¿Adónde da la otra puerta? -Es el vestidor. Ahí dormía la enfermera Armstrong mientras mi tía estuvo enferma. Parker echó una ojeada al vestidor, se fijó en la distribución del dormitorio y se dio por satisfecho. La chica pasó junto a Parker sin decir palabra mientras él sujetaba la puerta abierta. Era una mujer robusta, pero se movía con una languidez que resultaba angustiosa, con los hombros caídos y una falta de elegancia que daba lástima. -¿Quiere ver el estudio? -Sí, por favor. Bajó delante de Parker los seis peldaños y siguió por un corto pasillo que llevaba a la habitación que, según sabía ya el policía, estaba construida en la parte trasera, sobre la cocina. El estudio era amplio y estaba bien iluminado gracias al techo acristalado. Un extremo estaba amueblado como una sala de estar; el otro no tenía muebles, y se dedicaba a lo que Nellie llamaba «enredar». Un caballete sostenía un cuadro muy feo (en opinión de Parker) y más lienzos apoyados contra las paredes. En un rincón había una mesa cubierta con un hule, y sobre ella un hornillo de gas, protegido con una chapa, y un mechero Bunsen. -Voy a buscar la dirección. No sé dónde la he dejado -dijo la señorita Dorland con indiferencia. Se puso a revolver en una mesa desordenada. Parker se acercó al taller y lo examinó con los ojos, la nariz y los dedos. El cuadro tan feo del caballete estaba recién pintado. Lo supo por el olor, y porque los restos de pintura de la paleta eran blandos y pringosos. Estaba seguro de que habían trabajado allí hacía menos de dos días. Los pinceles reposaban en un tarro con aguarrás. Parker los cogió: aún tenían pegotes de pintura. El cuadro era un paisaje, o eso le pareció, de dibujo tosco y colores fuertes y descarnados. Parker no entendía de arte, y le habría gustado conocer la opinión de Wimsey. Siguió investigando. La mesa con el mechero Bunsen estaba vacía, pero en un armario cercano descubrió varios artilugios de química como los que recordaba haber utilizado en el colegio. Todo estaba limpio y ordenado. Obra de Nellie, supuso. Había diversas sustancias químicas conocidas, sencillas, en tarros y paquetes dispuestos en un par de estantes. Pensó que habría que analizarlas para comprobar si en realidad eran lo que parecían. También pensó que todo resultaría inútil, porque, evidentemente, habrían destruido cualquier elemento sospechoso semanas antes. Sin embargo, habría que hacerlo. Le llamó la atención una obra en varios tomos, Diccionario de medicina, de Quain. Cogió uno de ellos, del que sobresalía un trozo de papel que parecía una señal. Lo abrió por esa página y su mirada recayó sobre las palabras rigor mortis, y unos renglones más allá se leía: «El efecto de ciertos tóxicos... ». Iba a continuar su lectura, pero oyó la voz de la señorita Dorland detrás de él. -Eso no es nada -explicó ella-. Ya no hago esas tonterías. Fue un capricho pasajero. Lo que hago es pintar. ¿Qué le parece esto? -dijo con ostentación, señalando el paisaje horrible. Parker dijo que le parecía muy bueno. -Y estas obras también son suyas, ¿no? -preguntó señalando los demás lienzos. -Sí -contestó ella. Parker les dio la vuelta para ponerlos a la luz, y observó que estaban llenos de polvo. Nellie debía de haberse hecho la tonta con los cuadros, o a lo mejor le habían dicho que no los tocara. La señorita Dorland se mostró un poquito más animada que hasta entonces mientras enseñaba sus obras. El paisaje parecía un tema reciente; la mayoría de los lienzos eran estudios de figuras. El señor Parker pensó que, en conjunto, la pintora había hecho bien en decidirse por los paisajes. No estaba al tanto de la escuela moderna de pintura y le costaba trabajo expresar su opinión sobre aquellas extrañas figuras, con caras como huevos y brazos y piernas que parecían de caucho. -Eso es El juicio de Paris -dijo la señorita Dorland. -Ah, claro -replicó Parker-. ¿Y esto? -Bueno, es un estudio de una mujer vistiéndose. No es muy bueno. Sin embargo, este retrato de la señora Mitcham es bastante aceptable. Parker se quedó mirándolo, horrorizado. Quizá se tratara de una representación simbólica del carácter de la señora Mitcham, porque tenía unas líneas muy duras y puntiagudas, pero parecía una muñeca antigua, con nariz triangular, como un trozo de madera afilado, y los ojos eran simples puntos en la extensión de una cara lívida. -No se le parece mucho -dijo Parker, vacilante. -No es esa la intención. -Esto está mejor... quiero decir, a mí me gusta más -dijo Parker, dándole la vuelta apresuradamente al siguiente cuadro. -Ah... eso no es nada. Es un retrato imaginario. Saltaba a la vista que despreciaba aquel cuadro, la cabeza de un hombre de aspecto cadavérico, sonrisa siniestra y una ligera bizquera: una recaída en el filisteísmo, dado que casi parecía un ser humano. La señorita Dorland lo retiró, y Parker intentó concentrarse en una Virgen con Niño que a su sencilla mentalidad evangélica le pareció una blasfemia abominable. Por suerte, la señorita Dorland se cansó enseguida, aunque se tratara de sus propios cuadros, y los dejó tirados en un rincón. -Aquí tiene la dirección -dijo bruscamente-. ¿Desea alguna cosa más? Parker cogió la dirección. -Una pregunta más -dijo, mirándola fijamente-. Antes de que muriese lady Dormer, antes de que viniera a verla el general Fentiman, ¿sabía usted lo que le dejaba a él en su testamento? La chica le devolvió la mirada, y Parker vio el pánico en sus ojos. Pareció inundarla, como una ola. Apretó los puños contra los costados y, abatida, bajó los ojos ante la insistente mirada de Parker, como buscando una salida. -¿Y bien? -insistió Parker. -¡No! -exclamó ella-. ¡Claro que no! ¿Por qué tendría que haberlo sabido? -Y de repente se extendió por sus cetrinas mejillas un rubor sin brillo, que al desaparecer le dejó en el rostro el color de la muerte-. ¡Márchese! -exclamó con furia-. ¡Me da usted asco! 18 Figuras -Así que he puesto un agente allí y me he llevado todo lo del armario para examinarlo -dijo Parker. Lord Peter negó con la cabeza. -Me hubiera gustado estar allí y ver esos cuadros. Pero... -Quizá a ti te hubieran dicho algo -dijo Parker-. Tienes sensibilidad para el arte. También puedes ir a verlos en cualquier momento, claro. Lo que me preocupa es el factor tiempo. Suponiendo que ella le pusiera al viejo la digitalina en el coñac, ¿por qué tardó tanto tiempo en hacer efecto? Según los libros, tendría que haber reventado al cabo de una hora, más o menos. Era una dosis grandecita, según Lubbock. -Ya lo sé. Creo que ahí tenemos una pega de mucho cuidado. Por eso me gustaría haber visto los cuadros. Parker reflexionó unos momentos sobre aquella aparente incongruencia y renunció a comprenderla. -George Fentiman... -Sí -lo interrumpió Wimsey-. George Fentiman. Debe de ser que me estoy volviendo sentimental, a mis años, Charles, porque siento verdadera aversión a la idea de examinar la cuestión de las oportunidades que tuvo George Fentiman. -Aparte de Robert -continuó Parker con determinación-, es la última persona interesada que vio al general Fentiman. -Ya... Por cierto, solo contamos con la palabra de Robert, que nadie puede corroborar, sobre lo que ocurrió durante la última entrevista que tuvo con el abuelo. -Venga, Wimsey... No me irás a decir que Robert tenía el menor interés en que su abuelo muriese antes que lady Dormer... Sería justo al contrario. -No... pero a lo mejor sí le interesaba que muriese antes de haber hecho testamento. Las notas en ese trozo de papel... La mayor parte le correspondía a George, y eso no encaja por completo con lo que nos ha contado Robert. Y si no había testamento, Robert se habría quedado con todo. -Sí, claro, pero si mataba al general, tenía que saber que no se llevaría nada. -Esa es la cuestión, a menos que pensara que lady Dormer ya había muerto, pero no se me ocurre cómo podría habérsele ocurrido semejante cosa. A menos que... -¿Qué? -A menos que le diera a su abuelo una píldora o algo que tuviera que tomar más adelante, y el vejete se equivocara y se la tomara demasiado pronto. -Lo de la píldora de acción retardada es lo más fastidioso de este caso, porque con eso casi todo es posible. -Incluyendo la teoría de que se la diera la señorita Dorland, por supuesto. -Para eso voy a ver a la enfermera, en cuanto la localice. Pero nos hemos apartado del asunto de George. -Sí, tienes razón. Hay que enfrentarse con lo de George, aunque no me apetece lo más mínimo. Es como lo de la dama de Maeterlinck que da vueltas a la mesa mientras su marido intenta cargársela con un hacha: no estoy demasiado contento. En cuanto a la cuestión del tiempo, George es el que más se aproxima. Aún más: encaja muy bien en la cuestión del tiempo. Se separó del general Fentiman alrededor de las seis y media, y Robert encontró muerto a su abuelo hacia las ocho. Es decir que, suponiendo que le dieran esa sustancia en una píldora... -Lo cual tendría que haber ocurrido... en un taxi -le interrumpió Parker-. Bien; como decías, suponiendo que le dieran la sustancia en una píldora, que tardaría un poco más en hacer efecto que si estuviera disuelta... entonces el general podría haber llegado al Bellona y haber visto a Robert antes de fallecer. -Estupendo, pero ¿cómo consiguió George el medicamento? -Ya. Esa es la primera dificultad -reconoció Parker. -¿Y por qué dio la casualidad de que la llevaba encima en ese momento? No podía saber que iba a cruzarse con el general precisamente entonces. Aun cuando hubiera sabido que estaba en casa de lady Dormer, podía haberse imaginado que desde allí iría a Harley Street. -Quizá llevara la sustancia todo el tiempo, esperando la ocasión para usarla. Y cuando el viejo lo llamó y se puso a sermonearle por su conducta y todo eso, pensó que debía actuar rápidamente, antes de que le dejara sin herencia. -Esto... -vaciló Wimsey-. Pero entonces, ¿por qué iba a ser George tan tonto para asegurar que no sabía nada del testamento de lady Dormer? Si se hubiera enterado, no podríamos sospechar de él. Simplemente tendría que habernos dicho que el general se lo había contado en el taxi. -Supongo que no se le habrá ocurrido ese detalle. -En ese caso, George sería más imbécil de lo que creía. -Es posible -replicó Parker secamente-. De todos modos, he puesto a un agente para que investigue en su casa. -¿Ah, sí? ¿Sabes una cosa? Que ojalá no me hubiera metido en este caso. ¿Qué diantres importa que le dieran un empujoncito indoloro para que dejara este mundo un poco antes? Era un auténtico vejestorio. -Ya veremos si piensas lo mismo dentro de sesenta años -dijo Parker. -Espero que nos movamos en círculos distintos antes de que llegue ese momento. Yo estaré en el que se dedica a los asesinos, y tú en otro mucho más bajo y peligroso, el que se dedica a quienes van por ahí incitando a otros a que los asesinen. Charles, me lavo las manos en este asunto. Ahora que has entrado tú, no tengo nada que hacer. Me aburre y me fastidia. Vamos a hablar de otra cosa. Wimsey bien podía lavarse las manos pero, como Poncio Pilatos, descubrió que la sociedad estaba irracionalmente decidida a relacionarlo con un caso molesto e insatisfactorio. El teléfono sonó a medianoche. Wimsey acababa de acostarse y soltó un taco. -¡Di que no estoy! -le gritó a Bunter, y soltó otro taco al oírlo asegurar al desconocido que llamaba que iba a ver si su señoría había regresado. La desobediencia de Bunter auguraba una emergencia. -¿Y bien? -Es la señora Fentiman, milord. Parece muy alterada. Si su señoría no estuviera en casa, habría de rogarle que se pusiera en comunicación con ella en cuanto llegara. -¡Puñetas! No tienen teléfono. -No, milord. -¿Ha dicho qué pasaba? -Empezó preguntando si el señor George Fentiman estaba aquí, milord. -¡Oh, Dios! Bunter presentó delicadamente a su señor la bata y las zapatillas. Wimsey se las enfundó con furia y se dirigió sin ruido al teléfono. -¿Diga? -¿Es usted lord Peter? ¡Ah, menos mal! -El teléfono resonó con un suspiro de alivio, un ruido áspero, como un estertor de muerte-. ¿Sabe dónde está George? -Ni idea. ¿No ha ido a casa? -No ... y estoy... asustada. Han venido esta mañana unas personas... -La policía. -Sí... George... Han encontrado algo... No se lo puedo contar por teléfono, pero George se fue a Walmisley-Hubbard en el coche... y dicen que no volvió allí... y... ¿recuerda aquella vez, cuando se puso tan raro y se perdió...? -Han acabado los seis minutos -bramó la voz de la central telefónica-. ¿Va a hacer otra llamada? -Sí, por favor... no corte... espere... ¡Oh, no tengo más peniques... ! Lord Peter.. -Voy enseguida para allá -gruñó Wimsey. -Gracias... ¡Muchas gracias! -¿Dónde está Robert? -Han acabado los seis minutos -repitió la voz, y la línea se cortó con un chasquido metálico. -Tráeme la ropa -le dijo Wimsey con amargura a Bunter-. Dame esos harapos infames y repugnantes que esperaba haberme quitado para siempre. Llama un taxi. Tráeme una copa. Macbeth ha asesinado al sueño. ¡Ah! Y primero ponme con Robert Fentiman. El comandante Fentiman no estaba en la ciudad, dijo Woodward. Había vuelto a Richmond. Wimsey intentó comunicar con Richmond. Tras un buen rato, una voz femenina contestó entrecortadamente por el sueño y la cólera. El comandante Fentiman no había vuelto a casa. El comandante Fentiman trasnochaba mucho. ¿Podría darle un recado al comandante Fentiman cuando volviera? Por supuesto que no. Tenía mejores cosas que hacer que quedarse espiando, contestando al teléfono y dándole recados al comandante Fentiman. Era la segunda llamada aquella noche, y ya le había dicho a la otra persona que ella no podía hacerse responsable de decirle al comandante Fentiman esto, aquello o lo de más allá. ¿Podría dejarle una nota al comandante Fentiman, pidiéndole que fuera a casa de su hermano? Pero bueno, ¿le parecía razonable que tuviera que quedarse despierta en una noche tan fría escribiendo cartas? Por supuesto que no. Pero había alguien gravemente enfermo. Sería muy amable. Solo eso: que fuera a casa de su hermano, y que era lord Peter Wimsey quien había llamado. -¿Quién? -Lord Peter Wimsey. -Muy bien, señor. Perdone que haya sido un poco cortante, pero es que... -No ha cortado usted nada, vieja arpía. Se ha alargado demasiado -musitó inaudiblemente su señoría. Le dio las gracias y colgó. Sheila Fentiman lo esperaba ansiosa en la puerta para evitarle el bochorno de intentar recordar cuántos timbrazos tenía que dar. Le aferró la mano con impaciencia mientras le invitaba a entrar. -¡Qué bueno es usted! Estoy tan preocupada... No haga ruido, por favor. Es que se quejan. Hablaba en susurros, nerviosa. -¡Malditos sean! Que se quejen -replicó Wimsey alegremente-. ¿Por qué no podrías meter bulla si George está mal? Además, si hablamos en susurros, pensarán que estamos haciendo lo que no deberíamos. A ver, muchacha, ¿qué es esto? Estás más fría que un pêche Melba. Eso no está bien. El fuego casi apagado... ¿Dónde está el whisky? -¡Chist! No, de verdad, estoy bien. George... -No estás bien. Ni yo tampoco. Como dice George Robey, esto de levantarme de mi tibia cama y salir al frío aire de la noche no va conmigo. -Echó una generosa paletada de carbón al fuego y lo removió con el atizador-. Y encima, no has comido nada. No me extraña que te sientas fatal. Había dos cubiertos -intactos- en la mesa, esperando a George. Wimsey se metió en la cocina, y tras él Sheila, reconviniéndole con nerviosismo. Wimsey encontró unos desagradables restos: un estofado aguado y frío; un cuenco a medio llenar de sopa enlatada y un pudín grasiento y helado en un estante. -¿Cocina la casera? Supongo que sí, porque los dos estáis fuera todo el día. Pues mira, no sabe cocinar. No importa, aquí hay Bovril... a eso no puede haberle hecho nada. Tú siéntate, que yo te lo preparo. -La señora Munns... -¡Al diablo con la señora Munns! -Pero tengo que contarle a usted lo de George... Wimsey la miró y llegó a la conclusión de que, efectivamente, tenía que contarle lo de George. -Perdona, no quería intimidarte. Es que tengo la ancestral idea de que en situaciones de crisis hay que tratar a las mujeres como si fueran imbéciles. Supongo que es por tantos siglos de «las mujeres y los niños primero». ¡Pobres! -¿Quiénes? ¿Las mujeres? -Sí. No me extraña que a veces pierdan la cabeza. Las arrinconan, no les cuentan lo que ocurre y las obligan a quedarse calladitas sin hacer nada. A los hombres fuertes les encantan los líos. Supongo que por eso siempre nos hemos aferrado al privilegio de meternos en todo y hacernos los héroes. -Es verdad. Déme, voy a calentar agua. -No, ya lo hago yo. Tú siéntate y... Vaya, lo siento. Toma. Pon el agua, enciende el gas. Y cuéntame lo de George. Al parecer, los problemas habían empezado a la hora del desayuno. Desde que había salido a la luz la historia del asesinato, George estaba inquieto y nervioso, y según dijo Sheila, horrorizada, «había empezado a farfullar otra vez». Wimsey recordaba que «farfullar» había sido el preludio de uno de los «ataques raros» de George. Eran una forma de neurosis de guerra que en general terminaban por hacerle desaparecer y dedicarse a vagabundear durante varios días, angustiado; a veces perdía la memoria parcialmente, y otras veces por completo. En una ocasión lo encontraron bailando desnudo en un prado entre un rebaño de ovejas, cantando. La situación fue aún más ridícula y dolorosa debido a la circunstancia de que George no tenía oído para la música, de modo que lo que cantaba, en voz muy alta, era como el ronco sonido del viento al colarse por una chimenea. Y después, la terrible ocasión en la que se metió a propósito en una hoguera, cuando vivían en el campo. George sufrió graves quemaduras, y el dolor le hizo entrar en razón. Tras aquellos episodios no se acordaba de por qué había intentado hacer semejantes cosas; si acaso, tenía un vaguísimo recuerdo. El próximo desatino podía ser incluso más sorprendente. En cualquier caso, George llevaba algún tiempo «farfullando». Aquella mañana estaban desayunando cuando vieron a dos hombres que subían por el sendero. Sheila, que estaba sentada frente a la ventana, fue la primera en verlos y dijo, sin darle importancia: «¡Vaya! ¿Quiénes serán? Parecen policías de paisano». George los miró, se levantó de un salto y salió corriendo de la habitación. Ella le preguntó qué ocurría, pero él no contestó, y lo oyó «revolver» en la otra habitación, que era el dormitorio. Iba a buscarlo cuando oyó que el señor Munns abría la puerta de la casa a los policías, que preguntaron por George. El señor Munns los condujo hasta el salón con rostro sombrío, en el que parecía que llevara escrita la palabra «policía» con letras mayúsculas. En ese momento rompió a hervir el agua. Sheila estaba retirándola del fuego para preparar el Bovril cuando Wimsey notó una mano en el cuello del abrigo. Al volverse se topó con la cara de un individuo que no parecía haberse afeitado desde hacía varios días. -Vamos a ver -dijo aquella aparición-. ¿Qué significa todo esto? -No, si ya decía yo que aquí pasaba algo, con tanto hablar de que el capitán faltaba de casa -añadió con indignación otra voz desde la puerta-. Supongo que no se esperaba usted que faltara, señora. ¡No, claro que no! Ni aquí este caballero, su amigo, que viene a hurtadillas en un taxi, y usted esperándolo ahí en la puerta para que no lo oigamos Munns y yo. Pero a ver si se entera de que esta es una casa decente, lord nosecuántos, o como demonios se llame, uno de esos estafadores, diría yo, a decir verdad. Y encima con monóculo, como el tipo ese que aparecía en News of the World, que lo leímos nosotros. Y por si fuera poco, en mi cocina, y tomándose mi Bovril en mitad de la noche... ¡Habrase visto descaro! Por no hablar del trajín durante todo el día, con esos portazos y la policía aquí esta mañana... ¿O es que se cree que no lo sabía yo? Algo andaban buscando, esos dos, y el capitán, o lo que él dice que es... Pero en fin. Digo yo que sus razones tendría para largarse, señora mía, y cuanto antes se vaya usted, tanto mejor, a ver si me entiende. -Eso es -dijo el señor Munns-. ¡Ay! Lord Peter se había librado de la impertinente mano agarrada al cuello de su abrigo con un empellón que, al parecer, provocó un padecimiento que no se correspondía con la fuerza empleada. -Me alegro de que hayan venido -dijo-. La verdad es que estaba a punto de llamarlos. Por cierto, ¿hay algo de beber en esta casa? -¿De beber? -exclamó la señora Munns, muy alterada-. Pero ¡qué poca vergüenza! Y mira lo que te digo, Joe, como te vea yo dándole de beber a ladrones, por no decir otra cosa, a estas horas y en mi cocina, te vas a enterar. Vamos, que venir aquí con más cara que espalda, y con el capitán que se ha fugado, y encima que pida de beber... -Es que, naturalmente, los bares en este barrio, que respetan las leyes, estarán ya cerrados -dijo Wimsey, con la billetera en la mano-. Porque, si no, una botellita de whisky... Dio la impresión de que el señor Munns se lo pensaba. -¿Eso es un hombre? -dijo la señora Munns. -A ver -replicó el señor Munns-. Si voy donde Jimmy Rowe, al Dragon, como amigo que soy, y le pido una botella de Johnnie Walker, así entre amigos, y siempre y cuando no haya dinero de por medio, o sea... -Buena idea -intervino Wimsey en tono cordial. La señora Munns soltó un chillido. -Es que las señoras a veces se ponen nerviosas -dijo el señor Munns, y se encogió de hombros. -Yo diría que un traguito de whisky no le iría mal a la señora Munns para sus nervios -replicó Wimsey. -Joe Munns, como te atrevas, o sea, como te atrevas a irte a estas horas a alternar con Jimmy Rowe y hacer el imbécil con ladrones y demás, te... El señor Munns cambió radicalmente de repente. -¡Cállate! -gritó-. ¡Deja de meterte donde no te llaman! -Oye, ¿eso me lo dices a mí? -Sí. ¡Que te calles! La señora Munns se sentó en una silla de cocina y se puso a sollozar. -Voy a acercarme al Dragon, señor -dijo el señor Munns-, antes de que Jimmy se acueste. Y luego ya veremos. Se marchó. Posiblemente se había olvidado de lo que había dicho sobre que no hubiera dinero de por medio, porque cogió el billete que Wimsey le dio, como distraídamente. -Se te está enfriando el caldo -le dijo Wimsey a Sheila. Sheila se acercó a Wimsey. -¿No podríamos librarnos de esta gente? -En un santiamén, pero no vale la pena pelearse con ellos. Lo haría con mucho gusto, pero es que tienes que quedarte aquí por si vuelve George. -Claro. Lamento este trastorno, señora Munns -añadió Sheila con cierta frialdad-, pero es que estoy muy preocupada por mi marido. -¿Su marido? -replicó la señora Munns con un bufido-. Muchos maridos hay por los que preocuparse. Fíjese en Joe. Por mucho que le he dicho, ahí que se ha ido, al Dragon. Un asco, eso es lo que son los maridos, todos ellos. Y a mí me da igual lo que digan los demás. -¿Son todos un asco? -dijo Wimsey-. Bueno, como yo no soy marido, de momento, no tengo que preocuparme por lo que usted me diga. -Son todos iguales -replicó la señora Munns con fiereza-. Maridos y parricidas: no hay ninguna diferencia. Solo que los parricidas no son respetables, pero también es más fácil librarse de ellos. -¡Ah! -exclamó Wimsey-. Es que yo no soy parricida, y le aseguro que la señora Fentiman tampoco. ¡Vaya! Ya ha vuelto Joe. ¿Ha hecho los recados, amigo? ¿Sí? Estupendo. Venga, señora Munns, tómese unas gotitas con nosotros. Le sentarán bien. ¿Por qué no vamos al salón, que se está más calentito? La señora Munns accedió. -Bueno, estamos entre amigos -dijo-. Pero reconocerá que parecía todo un poco raro, ¿no? Y con la policía esta mañana, haciendo tantas preguntas y vaciando el cubo de la basura en el patio... -¿Para qué querían el cubo de la basura? -Sabe Dios, y además la Cummins esa mirando todo el rato por encima del muro. Francamente, me sacó de quicio. «Vaya, señora Munns, ¿es que ha envenenado usted a alguien?», me dijo. «Se lo tengo dicho, que sus guisos iban a matar a alguien un día de estos.» La muy arpía. -Es tremendo decir una cosa así -replicó Wimsey, comprensivo-. Pura envidia, supongo. Pero ¿qué encontró la policía en el cubo de la basura? -¿Que qué encontró? ¡Esos qué van a encontrar! Ya me gustaría a mí verlos encontrar algo en mi cubo de la basura. Cuanto más lejos de esos metomentodo, tanto mejor. Y eso les dije, digo: «Si quieren venir a poner mi cubo de la basura patas arriba», digo, «pues traigan una orden de registro». Así se lo dije. Así es la ley, y no podían negarlo. Dijeron que la señora Fentiman les había dado permiso para mirar, y yo les dije que la señora Fentiman no era quién para dar permiso a nadie. Es mi cubo de la basura, no el suyo; eso les dije. Así que se marcharon con las orejas gachas. -Así hay que tratarlos, señora Munns. -Oiga, que no es que yo no sea una persona decente. Si la policía me viene con buenos modales y según manda la ley, yo los ayudo en todo lo que pueda de mil amores. No quiero meterme en líos, ni por todos los capitanes del mundo, pero lo que no pienso consentir es que se metan con una mujer libre como yo y sin que me traigan una orden de registro. O me vienen como es debido, o ya pueden esperar sentados a que les dé su frasco. -¿Qué frasco? -preguntó Wimsey. -El frasco que estaban buscando en mi cubo de la basura, que el capitán tiró allí después del desayuno. Sheila emitió un gemido. -¿A qué frasco se refiere, señora Munns? -Pues uno de esos frascos pequeños para pastillas -contestó la señora Munns-, como los que tiene usted en el lavabo, señora Fentiman. Cuando vi al capitán rompiéndolo con un atizador en el patio... -Venga, Primrose, ¿es que no te das cuenta de que la señora Fentiman no está bien? -dijo el señor Munns. -Estoy perfectamente -se apresuró a responder Sheila, retirándose el mechón de pelo que se le había pegado a la frente-. ¿Qué hacía mi marido? -Pues lo vi salir corriendo al patio, justo después del desayuno era, porque recuerdo que Munns estaba abriéndoles la puerta a los agentes en ese momento -dijo la señora Munns-. No es que supiera yo quién era, porque, ustedes perdonen, pero yo estaba en el servicio de fuera, y por eso vi al capitán. Que normalmente no se ve el cubo de la basura desde la casa, milord (si es que en realidad lo es usted, pero es que hoy en día se encuentra a tanta mala gente que hay que andarse con mucho ojo), debido a que el servicio sobresale y lo oculta, como si dijéramos. -Desde luego -dijo Wimsey. -Así que cuando, como le digo, vi al capitán rompiendo el frasco y luego tirando los trozos al cubo de la basura, me dije, digo: «¡Vaya! ¡Qué cosa más rara!», y salí a ver qué pasaba y lo guardé en un sobre, pensando, no vaya a ser que sea algo venenoso, porque el gato es un bribón de mucho cuidado y no hay forma de que no se acerque al cubo de la basura. Y cuando entré en casa, vi a la policía. Y al cabo de un rato los vi husmeando por el patio y les pregunté qué hacían allí. Menuda la que habían montado; no se lo puede imaginar. Entonces me enseñaron un taponcito, que igual era del frasco de pastillas. Que si sabía dónde estaba el resto, me preguntaron. Y yo les dije que qué hacían con el cubo de la basura, y ellos me dijeron... -Sí, ya lo sé -dijo Wimsey-. Creo que actuó usted con muy buen criterio, señora Munns. ¿Y qué hizo usted con el sobre y demás? -Pues guardarlo -contestó la señora Munns, asintiendo con la cabeza-. Lo guardé, porque a ver, si vuelven con la orden y resulta que yo he tirado ese frasco, ¿qué me pasa a mí? -Bien hecho -dijo Wimsey, vigilando a Sheila. -Ponte siempre de parte de la ley y nadie se meterá contigo -proclamó el señor Munns-. Eso es lo que digo yo siempre. Soy conservador, sí señor. No me van los juegos de los socialistas esos. Tómese otra. -De momento no -replicó Wimsey-. Y no debemos entretenerlos más a la señora Munns y a usted, pero es que, verá, el capitán Fentiman sufrió neurosis de guerra, y es propenso a hacer cosas raras de vez en cuando, quiero decir, romper cosas, y después pierde la memoria y se va por ahí. Así que, naturalmente, la señora Fentiman está preocupada porque no ha vuelto esta noche. -¡Sí! ¡Yo conocí a un tipo así! -exclamó la señora Munns, encantada-. Perdió la chaveta una noche, cogió el mazo e hizo pedazos a su familia (es que era empedrador, por eso tenía el mazo), los hizo papilla, a su mujer y a sus cinco hijos pequeños, y después fue y se metió en el canal de Regent's. Y resulta que cuando lo sacaron no se acordaba de nada, pero de nada. Así que lo mandaron a... ¿cómo se llama ese sitio? ¿Dartmoor? No; Broadmoor, eso es, donde se fue Ronnie True con sus juguetes y todo, como dice la canción. -¡Cállate, idiota! -dijo el señor Munns, furioso. -¿Es que no tienes sentimientos? -preguntó su mujer. Sheila se levantó e intentó llegar a la puerta. -Vamos, acuéstate -le dijo Wimsey-. Estás agotada. ¡Vaya! Supongo que será Robert. Le dejé recado de que viniera en cuanto llegara a casa. El señor Munns fue a abrir la puerta. -Será mejor que la llevemos a la cama enseguida -le dijo Wimsey a la casera-. ¿No tendrá por casualidad una bolsa de agua caliente? La señora Munns se fue a buscarla, y Sheila le cogió la mano a Wimsey. -¿No puede llevarse ese frasco? Haga que se lo dé. Usted puede, puede hacer cualquier cosa. Oblíguela. -Mejor que no -replicó Wimsey-. Resultaría sospechoso. Vamos a ver, Sheila, ¿de qué es ese frasco? -Mi medicina para el corazón. Ya lo había echado en falta. Tiene algo que ver con la digitalina. -¡Oh, Dios! -dijo Wimsey al tiempo que entraba Robert. -Es todo asqueroso, deplorable -dijo Robert. Apesadumbrado, atizó el fuego, que apenas ardía, con las barras de abajo atascadas por las cenizas de todo un día y toda una noche. Y añadió-: He hablado con Frobisher. Y todo ese chismorreo en el club, y los periódicos... por supuesto, no puede pasarlo por alto. -¿Estuvo amable? -Muy amable, pero claro, yo no podía dar explicaciones. Voy a enviar mis notas. Wimsey asintió. ¿Cómo iba a pasar por alto el coronel Frobisher un intento de fraude, después de que el asunto hubiera salido en los periódicos? -Ojalá hubiera dejado en paz al viejo... Pero ya es demasiado tarde. Lo hubieran enterrado y nadie habría preguntado nada. -Yo no quería meterme en todo esto -dijo Wimsey, defendiéndose del reproche tácito. -Ya lo sé. No te echo la culpa a ti. La gente... bueno, el dinero no debería depender de la muerte de la gente... de los viejos, que ya no tienen nada que hacer en la vida... Es una tentación tremenda. A ver, Wimsey, ¿qué hacemos con esa mujer? -¿La Munns? -Sí. Maldita sea la que nos ha caído, con esa mujer y el dichoso frasco. Sí averiguan lo que, por lo visto, ha pasado, nos van a hacer chantaje de por vida. -No -replicó Wimsey-. Lo siento, muchacho, pero la policía tiene que saberlo. Robert se levantó bruscamente. -¡Por Dios! Tú no... -Vamos, siéntate, Fentiman. Sí, tengo que hacerlo. ¿No comprendes que tengo que hacerlo? No podemos eliminar cosas. Eso siempre conlleva problemas. Es que si no nos hubieran echado el ojo encima... pero ya sospechan... -Claro, pero ¿por qué? -estalló Robert-. ¿Quién les ha puesto sobre aviso? ¡Mira, por lo que más quieras, no me hables de la ley y la justicia! ¡La ley y la justicia! ¡Tú serías capaz de vender a tu mejor amigo por hacer una aparición estelar en el estrado, maldito espía de la policía! -¡Basta ya, Fentiman! -¡No pienso callarme! Entregas un hombre a la policía cuando sabes muy bien que no es responsable de sus actos, solo porque no puedes mezclarte en nada desagradable. Te conozco. Nada te parece demasiado sucio, siempre y cuando puedas representar el papel de ferviente defensor de la justicia. ¡Me das asco! -He intentado no meterme en esto... -¡Que lo has intentado! ¡Maldito hipócrita! Pues ahora vas a salir, y no volverás a entrar, ¿entendido? -Sí, pero escucha un momento... -¡Fuera de aquí! -gritó Robert. Wimsey se levantó. -Sé cómo te sientes, Fentiman. -No te quedes ahí creyéndote todo honrado y tolerante, mojigato asqueroso. Por última vez: ¿vas a cerrar la boca o piensas ir a ver a tu amigo el policía y granjearte el agradecimiento de un país por chivarte de George? ¡A ver! ¿Qué vas a hacer? -No le haces ningún bien a George... -Eso no importa. ¿Vas a mantener la boca cerrada? -Sé razonable, Fentiman. -Razonable, ¡maldita sea! ¿Vas a ir a la policía? No te salgas por la tangente. ¿Sí o no? -Sí. -¡Mequetrefe! ¡Cerdo! -exclamó Robert, arremetiendo contra Wimsey apasionadamente. El puñetazo de Wimsey le acertó en plena barbilla y lo tumbó sobre la papelera. -Y ahora, escucha -dijo Wimsey, de pie frente a él, sombrero y bastón en mano-. A mí me da igual lo que hagas y lo que digas. Piensas que tu hermano mató a tu abuelo. Yo no sé sí lo hizo o no, pero lo peor que puedes hacer por él es intentar destruir pruebas. Y lo peor que puedes hacer por su mujer es hacerla cómplice de una cosa así. Y la próxima vez que intentes partirle la cara a alguien, acuérdate de cubrirte la barbilla. Eso es todo, y ahora me marcho. Adiós. Fue al 12 de Great Ormond Street y sacó a Parker de la cama. Parker escuchó pensativamente lo que le contó. -Ojalá le hubiéramos parado los pies a Fentiman antes de que se desbocara -dijo. -Sí. ¿Por qué no lo hicisteis? -Bueno, parece que Dykes la ha fastidiado un poco. Yo no estaba allí, pero todo parecía ir bien. Fentiman parecía algo nervioso, pero eso les pasa a muchas personas cuando las interroga la policía, pensando en su terrible pasado, supongo, y sin saber qué les va a ocurrir. O a lo mejor es simplemente miedo a salir a escena. Repitió lo que te contó, que estaba seguro de que el general no había tomado pastillas ni nada en el taxi, y no intentó fingir que supiera lo del testamento de lady Dormer. No había nada por lo que retenerlo. Dijo que tenía que ir a su trabajo en Great Portland Street, y lo dejaron ir. Dykes envió a un agente para que lo siguiera y, efectivamente, fue a Walmisley-Hubbard. Dykes preguntó si podía echar un vistazo a la casa y la señora Fentiman le dio permiso. En realidad no esperaba encontrar nada. Por casualidad vio un trozo de cristal en el patio trasero, y al mirar por allí descubrió la tapa del frasco en el cubo de la basura. Y claro, entonces empezó a sentir curiosidad, y estaba hurgando cuando apareció la Munns y le dijo que el cubo era suyo. Así que tuvieron que largarse. Pero Dykes no debería haber soltado a Fentiman antes de registrar la casa. Llamó a Walmisley-Hubbard y le dijeron que Fentiman había llegado pero que se había marchado inmediatamente con el coche a ver a un posible cliente en Herts. El tipo que tenía que seguir a Fentiman tuvo un problema con el carburador justo pasado Saint Albans, y para cuando consiguió arreglarlo ya le había perdido la pista. -¿Fue Fentiman a casa del cliente? -No. Desapareció. Encontraremos el coche, claro... Solo es cuestión de tiempo. -Sí -dijo Wimsey, con una voz que sonaba cansada y forzada. -Esto cambia un poco las cosas, ¿no? -dijo Parker. -Sí. -¿Qué te ha pasado en la cara, muchacho? Wimsey se miró en el espejo y vio que tenía un moratón en una mejilla. -Un pequeño rifirrafe con Robert -contestó. -¡Ah! Parker notó el leve velo de hostilidad que se interponía entre el amigo que tanto apreciaba y él. Comprendió que era la primera vez que Wimsey lo veía como policía. Wimsey se sentía avergonzado, y su vergüenza lo avergonzaba también a él. -Deberías desayunar algo -dijo Parker. Su propia voz le sonó rara. -No, gracias, muchacho. Me voy a casa, a bañarme y afeitarme. -De acuerdo. Se hizo un silencio. -Bueno, me marcho -dijo Wimsey. -Sí, claro. De acuerdo -repitió Parker. -Esto... bueno, hasta luego -dijo Wimsey en la puerta. -¡Hasta luego! -dijo Parker. Se cerró la puerta del dormitorio. Se cerró la puerta del piso. Se cerró la puerta de abajo. Parker acercó el teléfono y llamó a Scotland Yard. A Parker le resultó tonificante el ambiente de su despacho cuando entró en él. Para empezar, un amigo se lo llevó aparte y lo felicitó entre susurros de complicidad. -Se ha aprobado tu ascenso. El jefe está encantado. Que quede entre tú yo, por supuesto, pero ya eres inspector. ¡Estupendo! Después, a las diez, llegó la noticia de que había aparecido el Walmisley-Hubbard. Lo habían abandonado en un apartado sendero de Hertfordshire. Estaba en perfectas condiciones, con la palanca de cambios en punto muerto y el depósito lleno de gasolina. Saltaba a la vista que Fentiman lo había dejado y se había marchado de allí, pero no podía andar muy lejos. Parker tomó medidas para que peinaran la zona. El ajetreo de la operación lo tranquilizó. Culpable, demente o ambas cosas, había que encontrar a George Fentiman; era algo que simplemente había que hacer. El agente que había ido a interrogar a la señora Munns (en esta ocasión pertrechado con una orden) volvió con los trozos del frasco y las pastillas. Parker los remitió al laboratorio de la policía. Uno de los agentes que seguían de cerca a la señorita Dorland llamó para comunicar que una joven había ido a verla y que después ambas habían salido con una maleta y habían tomado un taxi. Maddison, el otro agente, las estaba siguiendo. Parker le dijo: -Muy bien, de momento quédese donde está. -Y reflexionó sobre el nuevo acontecimiento. El teléfono volvió a sonar. Pensó que sería Maddison, pero era Wimsey, un Wimsey en esta ocasión enérgico y animado. -Oye, Charles, quiero pedirte una cosa. -¿Qué? -Quiero ver a la señorita Dorland. -No puede ser. Se ha ido a no sé dónde. El agente aún no me lo ha comunicado. -Bueno, es igual. Lo que realmente quiero es ver su estudio. -Ah, sí. Bueno, no hay razón para que no lo veas. -¿Me dejarán entrar? -Seguramente no. Nos vemos allí y entras conmigo. Tenía que salir de todas maneras. Voy a interrogar a la enfermera. Acabamos de localizarla. -Gracias mil. ¿Seguro que tienes tiempo? -Sí. Y me gustaría que me dieras tu opinión. -Me alegro de que le interese a alguien. Empezaba a sentirme como un burro en un garaje. -¡No digas bobadas! En diez minutos estoy allí. -Por supuesto, nos hemos llevado todas las sustancias químicas y esas cosas -le explicó Parker a Wimsey mientras lo acompañaba al estudio-. La verdad es que no queda mucho que ver. -Bueno, seguro que vosotros os encargaréis de eso. Lo que yo quiero ver son los cuadros y los libros. Sí... Es que los libros son como los caparazones de las langostas, Charles. Nos protegemos con ellos, y cuando se nos quedan pequeños y los desechamos, son la prueba de nuestras anteriores etapas de desarrollo. -Es verdad -replicó Parker-. En casa tengo un montón de libros del colegio... Claro, ya ni los miro. Y bueno, de W J. Locke he leído todo lo que escribió, hace ya tiempo. Y Le Queux, y Conan Doyle y todo eso. -Y ahora lees teología. ¿Y qué más? -Pues bastante de Hardy. Y cuando no estoy demasiado cansado me meto con Henry James. -El refinado auto-examen del infinitamente sofisticado. Vamos a ver... empecemos por las estanterías junto a la chimenea. Dorothy Richardson, Virginia Woolf, E. B. C. Jones, May Sinclair, Katherine Mansfield... Buena representación de las escritoras modernas, ¿no? Nada de J. D. Beresford, nada de Bennett ni de Wells. Dios mío, un buen montón de D. H. Lawrence. ¿Lo leerá a menudo? Sacó un libro al azar, Mujeres enamoradas, y abrió y cerró las páginas de golpe. -Desde luego, no le quitan mucho el polvo, pero lo han leído. Compton Mackenzie, Storm Jameson... Ya. Comprendo. -Lo de medicina está ahí. -¡Ah! Unos libros de texto... primeros pasos de química. ¿Qué es eso que está boca abajo al fondo del estante? Louis Berman. La ecuación personal. Y Por qué nos portamos como seres humanos. Y los ensayos de Julian Huxley. Decidida a auto-educarse, ¿no? -Parece que a las chicas les ha dado por eso últimamente. -Sí... No es muy agradable, ¿verdad? ¡Vaya! -¿Qué? -Ahí, junto al sofá. Me imagino que esto representa el último de los caparazones. Austin Freeman, Austin Freeman, Austin Freeman... ¡Qué barbaridad! Debe de haberlos encargado al por mayor. A través del muro... Es una buena novela de detectives, Charles, sobre el tercer grado... Isabel Ostrander, tres Edgar Wallace... ¡Esa chica se ha lanzado a una orgía de crímenes! -No me extraña -replicó Parker, rotundo-. Ese tal Freeman no escribe más que historias sobre envenenamientos, testamentos y supervivencias, ¿no? -Sí. -Wimsey sopesó Un testigo silencioso con una mano y volvió a dejarlo-. Este, por ejemplo, es sobre un tipo que mata a alguien y lo tiene en una cámara frigorífica hasta que pueda deshacerse de él. Le gustaría a Robert Fentiman. Parker sonrió. -Un poco complicado para el criminal normal y corriente, pero me imagino que la gente saca ideas de estos libros. ¿Quieres ver los cuadros? Son espantosos. -No te andes con delicadezas. Enséñame lo peor enseguida... ¡Dios santo! -Bueno, a mí me ponen los pelos de punta, pero pensaba que a lo mejor es por mi falta de educación artística -dijo Parker. -Es por tu buen gusto natural. El color es vomitivo, y el dibujo aún más vomitivo. -Pero hoy en día nadie se preocupa por el dibujo, ¿no? -Pero hay una diferencia entre quien sabe dibujar y no quiere, y quien sencillamente no sabe dibujar. Venga. Veamos los demás. Parker se los enseñó, uno tras otro. Wimsey los miró rápidamente, mientras toqueteaba el pincel y la paleta. -Esto es obra de una persona sin ningún talento que, además, intenta copiar las peculiaridades de una escuela muy avanzada -dijo-. A propósito, te habrás dado cuenta de que ha estado pintando durante los últimos días pero lo dejó repentinamente, asqueada. Se dejó la pintura en la paleta, y los pinceles están todavía en el aguarrás, con las puntas torcidas y estropeándose. Eso indica algo, supongo. El... ¡Espera un momento! Vamos a ver ese otra vez. Parker había sacado la cabeza del hombre cetrino y bizco de la que le había hablado a Wimsey. -Ponlo en el caballete. Es muy interesante. Verás, los demás son tentativas de imitar la pintura de otros, pero esto es una tentativa de imitar a la naturaleza. ¿Por qué? Es muy malo, pero representa a alguien. Y está muy trabajado. ¿Por qué lo haría? -No creo que fuera por la belleza del modelo. -No, ¿verdad? Pero debe de haber una razón. Quizá recuerdes que en una ocasión Dante pintó un ángel. ¿Conoces ese poema humorístico sobre el anciano de Jartum? -¿De qué trata? -Tenía dos ovejas negras en su habitación. / Me recuerdan (dijo) / a dos amigos que han muerto, / pero no me acuerdo de quiénes. -Si eso te recuerda a alguien que conoces, no puedo decir gran cosa de tus amigos. Jamás había visto una jeta tan fea. -No es guapo, pero creo que esa bizquera siniestra se debe sobre todo a lo mal dibujado que está. Si no sabes dibujar, es muy difícil que los dos ojos miren en la misma dirección. Tapa uno, Charles... No, no el tuyo, el del retrato. Parker lo tapó. Wimsey volvió a mirar y movió la cabeza. -De momento no lo reconozco -dijo-. A lo mejor no sé quién es, pero, sea quien sea, esta habitación nos dará alguna pista. -Lo que a mí me indica es que esa chica se ha interesado por los crímenes y los experimentos químicos más de lo recomendable en sus circunstancias. Wimsey se lo quedó mirando unos momentos. -Ojalá pudiera pensar como tú. -¿Y qué es lo que piensas tú? -preguntó Parker con impaciencia. -No. Te he contado lo de George esta mañana porque los frascos de cristal son hechos, y los hechos no se deben ocultar -dijo Wimsey-. Pero no estoy obligado a contarte lo que pienso. -Entonces, ¿no crees que Ann Dorland cometiera el asesinato? -No lo sé, Charles. He venido aquí con la esperanza de que esta habitación me sugiriese lo mismo que te ha sugerido a ti, pero no es así. Es algo completamente distinto. Me ha sugerido lo que llevaba pensando todo este tiempo. -Venga, ¿qué quieres que te dé por lo que piensas? -dijo Parker, en un intento desesperado por mantener la conversación en un tono jocoso. -Ni aunque me dieras treinta monedas de plata -replicó Wimsey con tristeza. Parker amontonó los cuadros sin pronunciar palabra. 19 Lord Peter juega la mano del muerto -¿Quieres venir conmigo a ver a esa mujer, la enfermera Armstrong? -¿Por qué no? -contestó Wimsey-. Nunca se sabe. La enfermera Armstrong estaba en una clínica muy cara de Great Wimpole Street. No la habían interrogado aún porque acababa de volver, la noche anterior, de acompañar a una señora inválida a Italia. Era una mujer grandota, guapa, impasible, muy parecida a la Venus de Milo, y contestó a las preguntas de Parker tranquilamente, con naturalidad, como si le preguntaran sobre vendas o fiebre. -Sí, agente. Recuerdo cuando llevaron a la habitación al pobre anciano, perfectamente. A Parker le desagradaba por naturaleza que lo llamaran agente, pero un policía no debe consentir que esas cosillas lo molesten. -¿Estuvo la señorita Dorland presente durante la entrevista entre su paciente y el general? -Solo unos momentos. Le dio las buenas tardes al anciano y lo llevó hasta la cama, y después, cuando vio que los dos estaban bien juntos, salió. -¿Qué quiere decir con que estaban bien juntos? -Pues que la paciente llamó al anciano por su nombre y él contestó, le cogió la mano y le dijo: «Lo siento, Felicity. Perdóname», o algo parecido, y ella contestó: «No hay nada que perdonar. No te aflijas, Arthur...». Y él estaba llorando, el pobre viejo. Entonces se sentó en una silla, al lado de la cama, y la señorita Dorland se marchó. -¿No hablaron sobre el testamento? -No mientras la señorita Dorland estaba en la habitación, si se refiere a eso. -Y si alguien hubiera escuchado detrás de la puerta, ¿podría haber oído lo que decían? -No, no. La paciente estaba muy débil y hablaba en voz muy baja. Yo apenas podía oír lo que decía. -¿Dónde estaba usted? -Bueno, yo salí, porque pensé que querrían estar a solas, pero me fui a mi habitación y dejé la puerta abierta, y me asomé muchas veces. Es que ella estaba tan enferma, y el anciano parecía tan débil, que quería estar al tanto. En nuestro trabajo muchas veces tenemos que ver y oír cosas que no podemos contar. -Por supuesto, enfermera... Estoy seguro de que hizo usted lo que debía. Y bien, cuando la señorita Dorland subió con el coñac, ¿el general se sentía muy mal? -Sí... tuvo una crisis grave. Lo llevé al sillón y me quedé allí hasta que se le pasó. Pidió su medicina, y se la di... No, no eran gotas, era nitrato de amilo, que se inhala. Después toqué el timbre y le pedí a la chica que trajera coñac. -Nitrato de amilo... ¿Está segura de que es lo único que tomó? -Completamente segura. No había nada más. Naturalmente, había estado poniéndole inyecciones de estricnina a lady Dormer para mantener el corazón en funcionamiento, y lo habíamos intentado con oxígeno, pero eso no se lo podíamos dar a él, claro está. Sonrió con aire competente, condescendiente. -Y bien, dice usted que a lady Dormer se le había administrado esto, lo otro y lo de más allá. ¿Había alguna medicina por allí que el general Fentiman pudiera haber tomado por error? -No, por Dios. -¿Ni gotas ni pastillas ni nada por el estilo? -Por supuesto que no. Las medicinas estaban en mi habitación. -¿No había nada en la mesilla de noche ni en la repisa de la chimenea? -Había una taza de Listerine diluido junto a la cama, para que la paciente se enjuagara de vez en cuando, pero nada más. -Y el Listerine no lleva digitalina... No, claro. Y bien, ¿quién llevó el coñac con agua a la habitación? -La criada fue a pedírselo a la señora Mitcham. La verdad es que yo debería haberlo tenido arriba, pero es que mi paciente no lo toleraba. Hay personas que no pueden. -¿Se lo trajo la chica directamente? -No... antes avisó a la señorita Dorland. Por supuesto, debería haber llevado el coñac enseguida y haber hablado con la señorita Dorland después... pero estas chicas hacen lo que sea con tal de no trabajar, como bien sabrá usted. -¿Subió el coñac la señorita Dorland inmediatamente después de ...? -empezó a decir Parker, pero la enfermera Armstrong lo interrumpió. -Si está pensando en que ella pusiera la digitalina en el coñac, quíteselo de la cabeza, agente. Si el general hubiera ingerido una dosis tan alta en solución a las cuatro y media, se habría puesto enfermo mucho antes. -Parece usted muy informada del caso, enfermera. -Pues sí. Es natural que me interesara, puesto que lady Dormer era mi paciente. -Claro. Pero, de todos modos, ¿la señorita Dorland le llevó a usted directamente el coñac? -Eso creo. Oí que Nellie iba por el pasillo del rellano de abajo, y me asomé para llamarla, pero cuando ya tenía la puerta abierta vi a la señorita Dorland saliendo del estudio con el coñac en la mano. -¿Y dónde estaba Nellie? -Había llegado al otro extremo del pasillo y bajaba la escalera para ir a donde está el teléfono. -A ese paso, la señorita Dorland no pudo estar más de diez segundos a solas con la copa de coñac -dijo Peter pensativamente-. ¿Y quién se lo dio al general Fentiman? -Yo. Lo cogí de manos de la señorita Dorland y se lo di enseguida. Ya parecía sentirse mejor, y solo tomó un sorbito. -¿Lo dejó solo entonces? -No. La señorita Dorland salió al rellano para ver si ya había llegado el taxi. -¿La señorita Dorland no se quedó a solas con él en ningún momento? -Ni por un solo instante. -¿Le resulta simpática la señorita Dorland, enfermera? Quiero decir, ¿es una chica agradable? -preguntó Wimsey. Parker se sobresaltó. -Conmigo siempre ha sido muy amable -contestó la enfermera Armstrong-. Desde mi punto de vista, no es una chica precisamente hechizante, desde luego. -¿La oyó hablar alguna vez sobre las disposiciones testamentarias de lady Dormer? -preguntó Parker, siguiendo lo que imaginaba la línea de pensamiento de Wimsey. -Bueno... no exactamente, pero recuerdo que en una ocasión estaba hablando de su pintura y dijo que se la tomaba como un pasatiempo, porque su tía se ocuparía de que siempre tuviera suficiente para vivir. -Es cierto -replicó Parker-. En el peor de los casos, se habría llevado quince mil libras, cantidad que, bien invertida, podría suponer seiscientas o setecientas al año. ¿Nunca mencionó que esperaba ser muy rica? -No. -¿Ni nada sobre el general? -Ni media palabra. -¿Estaba contenta? -preguntó Wimsey. -Estaba triste, como es natural, con su tía tan enferma. -No me refiero a eso. Es usted esa clase de persona muy observadora... He notado que las enfermeras son muy listas para esas cosas. ¿Le parecía una persona que se sentía a gusto con su vida, digamos? -Era muy callada, pero sí, yo diría que se sentía satisfecha de las cosas. -¿Dormía bien? -Sí, dormía profundamente. Costaba trabajo despertarla si se la requería por la noche. -¿Lloraba con frecuencia? -Lloró mucho por la muerte de la señora. Tenía muy buenos sentimientos. -Derramó sinceras lágrimas y tal. ¿No se tiraba por los suelos pegando alaridos ni nada de eso? -¡No, por Dios! -¿Cómo andaba? -¿Que cómo andaba? -Sí. ¿Iba mustia, por así decirlo? -No, rápida y enérgica. -¿Cómo era su voz? -Pues era una de las cosas agradables que tenía. Bastante profunda para una mujer, pero con una especie de melodía. Musical -añadió, con una risita-, como dicen en las novelas. Parker abrió la boca y volvió a cerrarla. -¿Cuánto tiempo se quedó usted en la casa después de la muerte de lady Dormer? -continuó Wimsey. -Esperé hasta el funeral, por si acaso la señorita Dorland necesitaba a alguien. -Antes de marcharse, ¿oyó algo sobre el problema de los abogados y los testamentos? -Un día estuvieron hablando abajo, pero la señorita Dorland no me dijo nada personalmente. -¿Parecía preocupada? -Yo no se lo noté. -¿Había amigos con ella? -En la casa, no. Una tarde fue a ver a unos amigos... creo que la tarde antes de que yo me marchara. No dijo quiénes eran. -Comprendo. Gracias, enfermera -terminó Wimsey. Parker no tenía más preguntas que hacer y se despidieron. -En fin... ¿cómo puede gustarle a nadie la voz de esa chica? -dijo Parker. -¿Te has fijado? Se está confirmando mi teoría, Charles. Ojalá no. Ojalá me equivocara. Me gustaría que me mirases con lástima y me dijeras: «Ya te lo decía yo». Puedo decirlo más alto pero no más claro. -¡Al cuerno con tus teorías! -exclamó Parker-. Me parece a mí que vamos a tener que olvidarnos de la idea de que al general Fentiman le dieron esa dosis en Portman Square. A propósito, ¿no decías que habías conocido a la chica en casa de los Rushworth? -No. Dije que esperaba conocerla, pero no estaba allí. -Vaya. Bueno, pues de momento no hay nada más. ¿Y si comemos algo? Y en ese momento doblaron la esquina y se dieron de bruces con Salcombe Hardy, que salía de Harley Street. Wimsey agarró bruscamente a Parker por el brazo. -Me he acordado -dijo. -¿De qué? -A quién me recuerda ese retrato. Luego te lo cuento. Al parecer, Sally también iba pensando en la manduca, y tenía cita con Waffles Newton en el Falstaff. Así que se fueron todos al Falstaff. -¿Qué? ¿Cómo va eso? -preguntó Sally, que había pedido ternera con zanahorias hervidas. Dedicó una límpida mirada a Parker, que movió la cabeza. -Es muy discreto, tu amigo -dijo Sally dirigiéndose a Peter-. Supongo que la policía está siguiendo una pista... ¿o hemos llegado al punto en el que están completamente despistados? ¿O decimos que hay una detención inminente? -Cuéntanos tu versión, Sally. Tu opinión es muy respetable. -Ah, mi opinión. Pues lo que opináis vosotros, lo que opina todo el mundo. La chica estaba confabulada con el médico, por supuesto. Es evidente, ¿no? -Podría ser -replicó Parker con prudencia-. Pero no es fácil demostrarlo. Desde luego, sabemos que los dos coincidían a veces en casa de la señora Rushworth, pero no hay pruebas de que se conocieran bien. -Pero pedazo de bruto, si ella... -soltó Wimsey, y cerró la boca con un chasquido-. No, ni hablar. Tendréis que averiguarlo vosotros. Se le iban esclareciendo las ideas, a oleadas. Cada chispa de luz encendía otras miles. De repente se iluminaba una fecha, y después una frase. Su mente se habría relajado por completo de no haber sido por aquella molesta incertidumbre en el núcleo mismo del problema. Lo que más le preocupaba era el retrato. Pintado como un testimonio, para recordar unos rasgos queridos... y arrinconado contra una pared, lleno de polvo. Sally y Parker estaban hablando. - ... Una certeza moral no es lo mismo que una prueba. -A menos que podamos demostrar que conocía los términos del testamento... - ... ¿Por qué esperar hasta el último momento? Podrían haberlo hecho tranquilamente en cualquier ocasión... -Seguramente pensaron que no hacía falta. La anciana podía haberlo enterrado con facilidad, de no haber sido por la neumonía... -Así y todo, tuvieron cinco días. -Sí... pero supongamos que ella no se enteró hasta el día en que murió lady Dormer... -A lo mejor se lo dijo entonces. Se lo explicó... al ver que era una probabilidad. -Y la Dorland preparó la visita a Harley Street... - ... Más claro, agua. Hardy se echó a reír. -Debieron de llevarse un susto de padre y muy señor mío cuando el cadáver apareció a la mañana siguiente en el Bellona. Supongo que pondrías a caldo a Penberthy por lo del rigor mortis, ¿no? -Naturalmente, él echó mano de la discreción profesional. -Ya la soltará ante el tribunal. ¿Admite conocer a la chica? -Dice que solo la conoce de haber hablado unas cuantas veces con ella. Habría que encontrar a alguien que los haya visto juntos. ¿Os acordáis del caso Thompson? Se resolvió gracias a la entrevista en el salón de té. -Lo que yo quiero saber es por qué... -empezó a decir Wimsey. -¿Por qué qué? -¿Por qué no llegaron a un acuerdo? No era lo que iba a decir, pero se sintió frustrado y esas palabras le sirvieron como cualesquiera otras para terminar la frase. -¿O sea? -preguntó Hardy. Peter se lo explicó: -Cuando se planteó la cuestión de la supervivencia, los Fentiman estaban dispuestos a llegar a un acuerdo para repartirse el dinero. ¿Por qué no accedió la señorita Dorland? Si estáis en lo cierto, eso habría sido lo más sensato; sin embargo, fue ella la que se empeñó en lo de la investigación. -Eso no lo sabía yo -dijo Hardy, fastidiado. Le estaban saliendo montones de «informaciones» aquel día, y al día siguiente probablemente detendrían a alguien y él no podría utilizarlas. -Al final sí accedieron a un acuerdo -dijo Parker-. ¿Cuándo fue eso? -Después de que yo le dijera a Penberthy que se iba a proceder a la exhumación -contestó Wimsey, casi como arrepintiéndose de decirlo. -¿Lo ves? Se dieron cuenta de que el asunto se les iba de las manos -dijo Hardy. -¿Te acuerdas de lo nervioso que estaba Penberthy el día de la exhumación? -dijo Parker-. Ese... ¿cómo se llama...? con la bromita sobre Palmer y lo de volcar el frasco. -¿O sea? -volvió a preguntar Hardy. Parker se lo contó y él lo escuchó mordiéndose los labios. Otra «información» que se había ido al garete, pero todo saldría a la luz en el juicio, y sería noticia. -Habría que darle una medalla a Robert Fentiman -dijo Hardy-. Si él no se hubiera entrometido... -¿Robert Fentiman? -preguntó Parker con cierta frialdad. Hardy sonrió burlonamente. -A ver quién si no él puso en condiciones el cadáver del viejo... En fin, reconoce que tenemos un poquito de inteligencia. -No se puede admitir nada, pero... -dijo Parker. -Pero todo el mundo dice que lo hizo él. Vamos a dejarlo así. Alguien lo hizo. Si no se hubiera entrometido alguien, todo habría sido miel sobre hojuelas para la Dorland. -Bueno, sí. El viejo Fentiman se habría ido a casa y la habría diñado tranquilamente... y Penberthy habría firmado el certificado. -Me gustaría saber a cuántas personas incómodas se liquida así. Maldita sea... Es tan fácil. -Me pregunto cómo iban a justificar la parte del botín que iba a llevarse Penberthy. -Pues yo no -dijo Hardy-. Vamos a ver. La chica dice que es pintora. Pinta fatal, ¿no? Entonces conoce al médico ese. Le chiflan las glándulas. Es listo y sabe que las glándulas dan dinero. Ella empieza a interesarse por las glándulas. ¿Por qué? -De eso hace un año. -Exactamente. Penberthy no tiene dinero. Médico militar licenciado, con una placa de bronce y una consulta en Harley Street. Comparte la casa con otros dos que tienen placa de bronce y están sin blanca. Vive de unos cuantos viejos chochos del Bellona. Y se le ocurre la idea de poner una clínica para rejuvenecer a la gente. Se haría millonario. Todos esos carcamales que quieren volver a sus buenos tiempos... son una auténtica fortuna para un hombre con un poco de capital y mucha cara dura. Entonces aparece esa chica, heredera de una vieja rica, y va a por ella. Todo está planeado. Él la incluye en el plan eliminando el obstáculo para tener acceso a la fortuna, y ella responde amablemente poniendo el dinero en su clínica. Para que no sea demasiado evidente, la chica tiene que fingir que le importan algo las glándulas, así que deja de pintar y le da por la medicina. No podía estar más claro. -Pero eso significaría que ella tendría que haber sabido lo del testamento al menos desde hace un año -terció Wimsey. -¿Y por qué no? -Bueno, eso nos lleva otra vez a la pregunta de siempre: ¿por qué esperar tanto? -Y también nos da la respuesta -replicó Parker-. Esperaron hasta que todo el mundo empezara a reconocer el interés y la importancia de las glándulas y nadie pudiera relacionarlo con la muerte del general. -Sí, claro -dijo Wimsey. Tenía la sensación de que las cosas se sucedían a una velocidad apabullante. Pero George estaba a salvo. -¿Cuándo crees que podrás tomar medidas? -preguntó Hardy-. Supongo que necesitarás pruebas más concluyentes para detenerlo, ¿no? -Tengo que estar seguro de que no se me van a escabullir -contestó Parker lentamente-. No basta con demostrar que se conocen. Podríamos encontrar cartas cuando examinemos las cosas de la chica. O las de Penberthy, aunque no se puede decir que sea la clase de hombre que va dejando por ahí documentos comprometedores. -¿No habéis retenido a la señorita Dorland? -No. La hemos dejado suelta... colgando de un hilo. Y no me importa decir una cosa: que no ha tenido ninguna clase de comunicación con Penberthy. -Claro que no -dijo Wimsey-. Se han peleado. Los demás se quedaron mirándolo. -¿Cómo lo sabes? -preguntó Parker, molesto. -Pues porque... bueno, da igual. Eso creo. Y, además, ya se guardarán muy mucho de ponerse en contacto, una vez disparada la alarma. -¡Vaya! -exclamó Hardy-. Aquí está Waffles. Tarde como siempre, Waffles. ¿Dónde andabas, muchacho? -Entrevistando a los Rushworth -contestó Waffles mientras se abría paso entre las sillas para colocarse junto a Hardy. Era delgado, de pelo rojizo y ademanes cansinos. Hardy le presentó a Wimsey y a Parker. -¿Has sacado información? -Sí, sí. Vaya panda de arpías. La vieja Rushworth es la típica sensiblera que está siempre en las nubes, que no ve las cosas hasta que las tiene delante de sus narices... Por supuesto, asegura que siempre había considerado a Ann Dorland una chica peligrosa. Estuve a punto de preguntarle por qué la invitaba a su casa, pero me callé. La señora Rushworth dijo que no eran íntimas amigas. Claro que no. Es fascinante lo fácilmente que cambia esta gente tan sentida en cuanto se huelen algo desagradable. -¿Has sacado algo sobre Penberthy? -Sí... algo he sacado. -¿Interesante? -Sí, sí. Con la delicada reserva de los periodistas de Fleet Street hacia quien tiene una exclusiva, Hardy no insistió. La conversación volvió a girar sobre el mismo argumento. Waffles Newton coincidía con la teoría de Salcombe Hardy. -Los Rushworth tienen que saber algo -dijo Hardy-. A lo mejor la madre no, pero la chica... si está prometida con Penberthy, tendría que haberse dado cuenta de si otra mujer se entendía con él. Las mujeres ven esas cosas. -No pensarás que van a admitir que el bueno del doctor Penberthy se ha entendido con alguien más que con la pobre Naomi -replicó Newton-. Además, no son tan tontos para no darse cuenta de que hay que silenciar cualquier relación con la Dorland, cueste lo que cueste. Vale, saben que ella lo hizo, pero no van a ponerlo a él en una situación comprometida. -Claro que no -intervino Parker, cortante-. Es probable que la madre no sepa nada. Otra cosa sería que lleváramos a la chica como testigo... -Pues no podrás -dijo Waffles Newton-. A menos que seas muy rápido. -¿Por qué? Newton hizo un gesto de disculpa con la mano. -Se casan mañana -dijo-. Con licencia especial. Oye, Sally, que esto no salga de aquí. -No te preocupes, muchacho. -¿Que se casan? -dijo Parker-. ¡Dios mío! Entonces no nos queda otra salida. Será mejor que me largue ahora mismo. Hasta pronto... y gracias por darme el soplo, muchacho. Wimsey lo siguió hasta la calle. -Tenemos que impedir el casorio, inmediatamente -dijo Parker, haciendo señas como un loco a un taxi que pasó a toda velocidad sin hacerle caso-. No quería hacer nada de momento, porque aún no estoy en condiciones, pero va a ser un lío de mil demonios si la joven Rushworth queda atada a Penberthy y no puede declarar. Maldita sea, lo malo es que si está decidida a seguir adelante con esto, no podemos evitarlo si no detenemos a Penberthy. Y sin pruebas, es muy arriesgado. Creo que voy a llevarlo a Scotland Yard para interrogarlo y retenerlo. -Sí, pero una cosa, Charles -dijo Wimsey. Se paró un taxi. -¿Qué? -replicó Parker bruscamente, con un pie en el estribo-. No puedo esperar, muchacho. ¿Qué pasa? -Mira, Charles, esto no va bien -dijo Wimsey con tono suplicante-. A lo mejor tienes la solución correcta, pero las cuentas no salen. Es como lo que me pasaba en el colegio, que miraba la solución en la chuleta y después tenía que amañarlo todo. Soy idiota. Tendría que haberme dado cuenta de lo de Penberthy, pero no me creo lo de que lo sobornaran y que se dejara corromper para cometer el crimen. No encaja. -¿No encaja con qué? -No encaja con el retrato. Ni con los libros, ni con la descripción que hizo la enfermera Armstrong de Ann Dorland. Ni con cómo la describes tú. Técnicamente, es una explicación perfecta, pero te juro que no está bien. -Me basta con que sea técnicamente perfecta -replicó Parker-. Es mucho más que la mayoría de las explicaciones. Se te ha metido ese retrato en la cabeza, supongo que porque tienes sensibilidad artística. Por alguna razón, la expresión «sensibilidad artística» provoca una reacción de lo más amenazadora en las personas que saben algo de arte. -¡Qué sensibilidad artística ni qué ocho cuartos! -estalló Wimsey-. Es porque soy una persona normal y corriente, y conozco mujeres y hablo con ellas como seres humanos normales y corrientes, y... -Tú y las mujeres -replicó Parker con grosería. -Pues sí, las mujeres y yo, ¿qué pasa? Se aprenden cosas, ¿sabes? Te equivocas con esa chica. -Yo la conozco y tú no -objetó Parker-. A menos que estés ocultando algo. No dejas de hacer insinuaciones. En fin; he conocido a la chica, y me dio la impresión de que es culpable. -Y yo, sin haberla conocido, juro que no es culpable. -Claro, tú lo sabes todo. -Da la casualidad de que sí sé qué pasa en este caso. -Me temo que sin nada que la respalde, tu opinión difícilmente bastará para contrarrestar el peso de las pruebas. -Si a eso vamos, no tienes verdaderas pruebas. No sabes si han estado alguna vez a solas; no sabes si Ann Dorland estaba al corriente del testamento; no puedes probar que Penberthy administrase el veneno... -No he perdido las esperanzas de reunir las pruebas necesarias -dijo Parker con frialdad-. Es decir, si no me tienes aquí todo el santo día. Cerró de golpe la puerta del taxi. Qué caso tan asqueroso, pensó Wimsey. Con esta ya van dos peleas absurdas en lo que va de día. Bueno, a ver qué pasa ahora. Reflexionó unos momentos. Necesito tranquilidad de espíritu; a esa conclusión llegó. La compañía femenina es lo más adecuado. Una compañía femenina decente, sin emociones de por medio. Voy a tomar el té con Marjorie Phelps. 20 Ann Dorland hace una apuesta Abrió la puerta del estudio una chica que él no conocía. Aunque no alta, era de complexión robusta y carnes generosas. Él reparó en los anchos hombros y potente curva de los muslos antes incluso de fijarse en la cara. La ventana sin cortinas a la espalda de ella cubría sus rasgos de sombras; solo pudo apreciar la abundante melena negra con flequillo que le caía sobre la frente. -La señorita Phelps no está. -Ah... ¿Y tardará mucho en volver? -No sé. Vendrá a cenar. -¿Le importaría que la esperase aquí? -Supongo que puede quedarse, si es usted amigo suyo. La chica se apartó de la entrada y lo dejó pasar. Él dejó el sombrero y el bastón sobre la mesa y se volvió hacia ella, que no le hizo el menor caso; se dirigió a la chimenea y posó una mano en la repisa. Como no podía sentarse, dado que ella seguía de pie, Wimsey se fue hacia el tablero y levantó el paño húmedo que cubría un montoncito de barro. Miraba con expresión de gran interés la estatuilla de una vieja vendedora de flores cuando la chica dijo: -¡Oiga! -Tenía entre las manos la figurita de Wimsey que había hecho Marjorie Phelps, y le estaba dando vueltas-. ¿Este es usted? -Sí... No he quedado mal, ¿verdad? -¿Qué quiere? -¿Que qué quiero? -Ha venido a verme a mí, ¿no? -He venido a ver a la señorita Phelps. -Y supongo que el policía que está en la esquina también viene a ver a la señorita Phelps. Wimsey se asomó a la ventana. En efecto, había un hombre en la esquina, exagerando la pose de estar allí sin hacer nada. -Lo siento -dijo, comprendiéndolo todo de golpe-. Lo siento muchísimo, aunque le parezca una estupidez y una impertinencia, pero sinceramente, hasta ahora mismo no tenía ni idea de quién era usted. -¿Ah, no? Bueno, es igual. -¿Quiere que me marche? -Como le parezca. -Si lo dice en serio, me gustaría quedarme, señorita Dorland. Estaba deseando conocerla, ¿sabe? -Es usted encantador -replicó ella burlonamente-. Primero quiere engañarme, y ahora intenta... -¿Intento qué? La chica encogió sus anchos hombros. -Su pasatiempo no es agradable, lord Peter Wimsey. -Créame si le digo que yo no he participado en el fraude -dijo Wimsey-. Aún más: yo lo descubrí. De verdad. -Bueno, ya no importa. -Créame, por favor. -Muy bien. Si usted lo dice, tendré que creerlo. Se desplomó en el sofá, junto a la chimenea. -Así está mejor -dijo Wimsey-. Napoleón o no sé quién dijo que siempre se puede transformar una tragedia en una comedia sentándose. Cierto, ¿verdad? Hablemos de algo normal y corriente hasta que llegue la señorita Phelps. ¿Le parece? -¿De qué quiere hablar? -Pues... Resulta un poco violento. De libros. -Hizo un vago movimiento con la mano-. ¿Qué ha leído últimamente? -No gran cosa. -Yo no sé qué haría sin libros. Me pregunto qué haría la gente en los viejos tiempos. Imagíneselo. Con tantos problemas... peleas conyugales, devaneos amorosos, hijos y criados pródigos, preocupaciones, y sin poder recurrir a los libros. -La gente trabajaba con las manos. -Sí. Eso es una verdadera alegría para las personas que saben hacerlo. Yo las envidio. Usted pinta, ¿no? -Lo intento. -¿Retratos? -No... sobre todo figura y paisaje. -¡Ah! Un amigo mío... bueno, para qué ocultarlo: es policía, y creo que usted lo conoce. -¿Ese señor? Sí. Es un policía bastante educado. -Me dijo que ha visto algunas cosas suyas. Creo que le sorprendieron bastante. No es precisamente modernista, y piensa que los retratos son sus mejores obras. -No tengo muchos retratos, solo unos cuantos estudios de figuras... -Lo dejaron preocupado -dijo Wimsey riendo-. Por lo visto, el único que comprendió fue una cabeza de hombre al óleo... -¡Ah, eso! Es un experimento... un capricho. Lo mejor que tengo son unos bocetos que hice en las colinas de Wiltshire hace uno o dos años. Están pintados directamente, sin bosquejos preliminares. Describió varias obras. -Deben de ser preciosos -dijo Wimsey-. Estupendo. Ojalá pudiera yo hacer algo parecido, pero, como le digo, para evadirme tengo que refugiarme en los libros. Leer es una evasión para mí. ¿Para usted no? -¿Qué quiere decir? -Bueno, lo es para la mayoría de las personas. Las criadas y las obreras de las fábricas leen libros en los que aparecen hermosas chicas amadas por hombres morenos y apuestos, todas enjoyadas en escenarios deslumbrantes; las solteronas apasionadas leen a Ethel M. Dell; y los oficinistas aburridos leen novelas policíacas. No lo harían si el asesinato y la policía entrasen en sus vidas. -No sé -dijo la señorita Dorland-. Cuando se llevaron a Crippen y Le Neve en el vapor, iban leyendo a Edgar Wallace. Su voz empezaba a perder aspereza y opacidad; parecía casi interesada. -Le Neve lo leía -dijo Wimsey-, pero nunca he creído que ella supiera nada sobre el asesinato. Creo que luchaba desesperadamente por no saber nada, leyendo sobre horrores y convenciéndose de que a ella no le había ocurrido ni podía ocurrirle nada parecido. Creo que es posible hacerlo, ¿no le parece? -No lo sé -contestó Ann Dorland-. Desde luego, una novela policíaca te mantiene el cerebro ocupado. Como el ajedrez. ¿Usted juega al ajedrez? -No soy bueno. Me gusta, pero como no dejo de pensar en la historia de las piezas y lo pintoresco de los movimientos, siempre me ganan. No soy buen jugador. -Yo tampoco. Ojalá lo fuera. -Sí. Eso entretiene la mente de verdad, y las damas, el dominó o el solitario son aún mejores. No guardan relación con nada. Recuerdo una época en la que me había ocurrido algo espantoso. Hacía solitarios todo el día. Estaba en una clínica, con neurosis de guerra y otras cosas. Solo jugaba uno, el más sencillo... el demonio, un solitario tonto, sin ideas. Echaba las cartas y las recogía sin parar, cien veces en una noche, con tal de no pensar. -Entonces, usted también... Wimsey esperó, pero ella no terminó la frase. -Es una especie de droga, desde luego. Parece una perogrullada, pero es verdad. -Sí. -También leía novelas policíacas. Era prácticamente lo único que podía leer. En los demás libros aparecía la guerra, o el amor, o alguna otra estupidez sobre la que no quería pensar. Ann Dorland se removió, inquieta. -Usted ha pasado por eso, ¿verdad? -preguntó Wimsey con delicadeza. -¿Yo? Pues... Verá, todo esto no es agradable... la policía... y todo lo demás. -Pero no está preocupada por la policía, ¿verdad? De saberlo, tendría motivo para estarlo, pero Wimsey sepultó la idea en lo más profundo de su mente, desafiándola a que saliera a la luz. -Es todo odioso, ¿verdad? -Se siente herida por algo... De acuerdo; no hable de ello si no quiere... ¿Un hombre? -Normalmente es un hombre, ¿no? Su mirada estaba muy lejos de Wimsey, y contestó como abochornada, aunque desafiante. -Prácticamente casi siempre -replicó Wimsey-. Pero, por suerte, acaba superándose. -Depende de lo que sea. -Todo se supera -repitió Wimsey con convicción-. Sobre todo si se le cuenta a alguien. -No siempre se pueden contar las cosas. -No creo que haya nada que realmente no se pueda contar. -Hay cosas demasiado repugnantes. -Sí, claro... bastantes. Nacer es repugnante, y morir, y digerir, si a eso vamos. Cuando pienso lo que le está ocurriendo dentro de mí a una maravillosa supréme de sole, con las barquitas de caviar, los croûtons, las patatitas onduladas y todas las demás pamplinas... me dan ganas de llorar. Pero así es, qué le vamos a hacer. Ann Dorland se echó a reír. -Eso está mejor -dijo Wimsey-. Mire, lleva tiempo dándole vueltas al asunto y lo está exagerando. Seamos prácticos y espantosamente prosaicos. ¿Es por un niño? -¡Oh, no! -Pues eso está muy bien, porque los niños, aunque sin duda son estupendos a su manera, exigen mucho tiempo y resultan caros. ¿Chantaje? -¡No, por Dios! -¡Me alegro! Porque el chantaje lleva más tiempo y resulta más caro aún que los niños. ¿Es algo freudiano, o sádico, o uno de esos modernos entretenimientos, tan populares? -No creo que usted se inmutase si lo fuera. -¿Por qué iba a inmutarme? No se me ocurre nada peor, salvo lo que Rose Macaulay denomina «orgías indescriptibles». O una enfermedad, claro. ¿No será lepra, o algo? -¡Qué cosas tiene! -dijo Ann Dorland, riendo otra vez-. No, no es lepra. -Bueno, ¿qué hizo ese tipo? Ann Dorland sonrió débilmente. -No es nada, de verdad. No permita el cielo que Marjorie Phelps llegue en este momento, y se lo sonsaco ahora mismo, pensó Wimsey. -Algo tendrá que haber sido para que esté tan alterada -continuó en voz alta-. No es usted la clase de mujer que se altera por cualquier cosa. -¿Usted cree? -Se levantó y lo miró a la cara-. Él dijo... dijo que me imaginaba cosas... dijo que tengo obsesión por el sexo. Supongo que usted lo llamaría freudiano, claro -añadió precipitadamente, con un feo rubor en las mejillas. -¿Eso es todo? -preguntó Wimsey-. Conozco a varias personas que se lo tomarían como un halago... pero es evidente que usted no. ¿Y qué clase de obsesa sexual sugiere él... ? -Pues esas pesadas que rondan las puertas de las iglesias a la caza del coadjutor -estalló, furiosa-. Es mentira. Él... fingió que me quería y todo eso. ¡El muy cerdo... ! No puedo contarle las cosas que me dijo... y yo quedé como una tonta... Había vuelto al sofá y lloraba, derramando raudales de lágrimas grandes, feas, y resoplando sobre los cojines. Wimsey se sentó a su lado. -Pobre criatura -dijo. Luego eso era lo que se escondía tras las misteriosas insinuaciones de Marjorie y las pullas de Naomi Rushworth. La chica quería aventuras amorosas, era cierto; quizá las había imaginado. Estaba Ambrose Ledbury. Entre lo normal y lo anormal existe un profundo abismo, pero tan estrecho que la distorsión resulta sencilla. -Vamos, vamos. -Rodeó los convulsos hombros de Ann con un brazo para consolarla-. Ese tipo... ¿era Penberthy, por cierto? -¿Cómo lo sabe? -Pues... por el retrato y muchas más cosas. Las cosas que antes le gustaban y después quiso esconder y olvidar. De todos modos, él es un sinvergüenza por haber dicho algo así, aunque hubiera sido verdad, que no lo es. Lo conocería en casa de los Rushworth, me imagino. ¿Cuándo? -Hace casi dos años. -¿Ya le gustaba entonces? -No. Es que... bueno, me gustaba otro hombre. Un error, también. Era... era uno de esos, ya me entiende. -No lo pueden evitar -replicó Wimsey con dulzura-. ¿Cuándo se produjo el relevo? -El otro hombre se marchó, y después el doctor Penberthy... ¡No lo sé! Me acompañó un par de veces a casa y un día me pidió que cenara con él... en el Soho. -¿Le había hablado usted a alguien del cómico testamento de lady Dormer? -¡Claro que no! ¿Cómo iba a hacerlo, si no me enteré hasta después de su muerte? Su reacción parecía auténtica. -¿Qué pensó? ¿Que el dinero iría a parar a usted? -Sabía que al menos una parte sí. Mi tía me había dicho que me dejaría en buena situación económica. -Pero también estaban los nietos. -Sí, y yo pensaba que les dejaría la mayor parte. Es una pena que no lo hiciera, la pobrecita. Ahora no tendríamos este terrible problema. -Al parecer, a muchas personas se les va la cabeza a la hora de hacer testamento. Así que era usted una especie de enigma por aquel entonces. ¡Hum! ¿Le pidió esa joya de Penberthy que se casara con él? -Yo pensaba que sí, pero él dice que no. Hablamos sobre la apertura de su clínica, y yo iba a ayudarlo. -Y fue entonces cuando se olvidó de la pintura y empezó a leer libros de medicina y a aprender primeros auxilios. ¿Sabía algo su tía del noviazgo? -Él no quería que se lo dijera. Debíamos mantenerlo en secreto hasta que se encontrase en mejor situación. Temía que pensara que iba detrás del dinero. -Seguramente así era. -Dio a entender que me quería -dijo Ann con tristeza. -Claro, hija mía. Su caso no es único. ¿No se lo contó a ninguna de sus amigas? -No. Wimsey pensó que la historia de Ledbury probablemente la habría marcado. Además, ¿las mujeres contaban sus cosas a otras mujeres? Hacía tiempo que lo dudaba. -Estaban aún prometidos cuando murió lady Dormer, supongo. -Todo lo prometidos que habíamos estado hasta entonces. Por supuesto, me dijo que el cadáver tenía algo raro. Me dijo que los Fentiman y usted estaban intentando estafarme. Por mí no me hubiera importado; era tanto dinero que no habría sabido qué hacer con él. Pero era importante para la clínica. -Sí, podrían haber abierto una clínica bastante decente con medio millón. Así que por eso me echó usted de la casa. -Sonrió y reflexionó unos momentos-. Verá, voy a darle un disgusto, pero tarde o temprano tendrá que enterarse -dijo-. ¿Se le ha ocurrido que podría haber sido Penberthy quien asesinó al general Fentiman? -Yo... bueno, lo había pensado -respondió-. Es que... ¿quién si no? Pero usted sabrá que sospechan de mí. -En fin, cui bono?, y todo eso... Tenían que tenerla en cuenta. Comprenda que han de sospechar de cualquier persona posible. -Con toda la razón, pero es que yo no lo hice. -Claro que no. Fue Penberthy. Yo lo veo de la siguiente manera: Penberthy quería dinero; estaba harto de penurias, y estaba seguro de que usted heredaría algo de lady Dormer. Seguramente estaría al tanto de la pelea con el general y esperaba que usted se lo llevara todo, así que empezó a relacionarse con usted. Pero se anduvo con mucho cuidado. Le pidió que no dijera nada, por si acaso, ¿comprende? El dinero podía estar invertido, y entonces usted no hubiera podido dárselo, o quizá lo perdiera usted si se casaba, o podría haberse limitado a una pequeña renta anual, en cuyo caso habría necesitado a alguien con más dinero. -Pensamos en todas esas posibilidades cuando hablamos sobre la clínica. -Bien, sí. Y entonces lady Dormer se puso enferma. Un día apareció el general y se enteró de la herencia que iba a recibir. Se acercó a la consulta de Penberthy, medio atontado, y se lo contó todo. ¿No se lo imagina diciéndole: «Tienes que remendarme para que dure un poco más, lo suficiente para que me haga con el dinero»? Eso debió de sentarle como un tiro a Penberthy. -Sí. Ni siquiera se enteró de lo de mis doce mil libras, ¿sabe? -¿Y eso? -Al parecer, lo que el general le dijo fue: «Si aguanto más que la pobre Felicity, todo el dinero será para mí. Si no, será para esa chica, y mis nietos se quedarán con siete mil cada uno». Por eso... -Un momento. ¿Cuándo le contó eso Penberthy? -Después... cuando me dijo que debía llegar a un acuerdo con los Fentiman. -Eso lo explica todo. Ya me preguntaba yo por qué habría cedido usted tan de repente. Entonces pensé que... Bueno, el caso es que Penberthy se entera de esto y se le ocurre la brillante idea de quitar de en medio al general Fentiman. Le da una píldora de efecto retardado... -Probablemente unos polvos en una cápsula muy dura que tardaría tiempo en digerir. -Buena idea. Sí, es muy probable. Y entonces, el general, en lugar de ir directamente a casa, como esperaba Penberthy, se va al club y muere allí. Y después Robert... -Explicó detalladamente lo que había hecho Robert, y prosiguió-: De modo que Penberthy estaba en un buen aprieto. Si en su momento hubiera hecho público que el cadáver tenía algo extraño, lógicamente no habría podido extender el certificado, en cuyo caso se habrían practicado la autopsia y un análisis, y se habría encontrado la digitalina. Si se callaba, el dinero podía perderse y se habría tomado tantas molestias para nada. Desesperante para él, ¿no? Así que hizo lo que pudo. Adelantó lo más posible la hora de la muerte, hasta donde se atrevió, y que fuera lo que Dios quisiera. -Me dijo que creía que alguien trataba de que pareciera más tarde de lo que en realidad había sido. Yo pensé que era usted quien quería tapar el asunto. Y me puse tan furiosa que, claro, le dije al señor Pritchard que quería una investigación en regla y que en ningún caso llegaría a un acuerdo. -Gracias a Dios que tomó usted esta decisión -dijo Wimsey. -¿Por qué? -Ahora mismo se lo explico. Pero Penberthy... No comprendo por qué no la convenció para que llegara a un acuerdo. Así él hubiera estado a salvo. -¡Claro que lo hizo! Por eso empezó nuestra primera discusión. En cuanto se enteró, me dijo que era tonta si no llegaba a un acuerdo. Yo no entendía por qué lo decía, puesto que él mismo me había asegurado que algo olía mal. Tuvimos una pelea tremenda. Fue entonces cuando le hablé de las doce mil libras que yo recibiría de todos modos. -¿Y él qué dijo? -«Yo no sabía eso.» Así, sin más. Y entonces se disculpó y dijo que las leyes son tan poco claras que lo mejor sería que me aviniera a dividir el dinero. Por eso llamé al señor Pritchard y le dije que no armara más jaleo. Y después hicimos las paces. -¿Fue al día siguiente cuando Penberthy... esto... le dijo lo que le dijo? -Sí. -Ya. Pues voy a decirle una cosa: que no habría sido tan bruto si no se hubiera asustado. ¿Sabe lo que ocurrió entre medias? -Ann negó con la cabeza-. Hablé con él por teléfono, y le dije que se iba a hacer la autopsia. -¡Ah! -Sí, pero escúcheme: ya no tiene por qué preocuparse más por este asunto. Él era consciente de que se descubriría el veneno, y que si se sabía que estaba prometido a usted sería sospechoso. Por eso no perdió tiempo en interrumpir su relación, simplemente en defensa propia. -Pero ¿por qué de esa forma tan brutal? -Hija mía, porque sabía que esa acusación sería lo último que una chica como usted le contaría a la gente. Así impidió que usted pudiera reclamar ningún derecho sobre él, lo cual reafirmó al prometerse con la Rushworth. -No le importó lo mucho que yo sufría. -Se había metido en un lío de mil demonios -dijo Wimsey, como para disculparlo-. Desde luego, fue algo diabólico, y estoy seguro de que él se siente fatal. Ann Dorland se retorció las manos. -He sentido tanta vergüenza... -Pero ya no, ¿verdad? -No... pero... -Algo pasó por su cabeza-. Lord Peter, yo no puedo demostrar nada. Todo el mundo va a pensar que estaba confabulada con él, y que nuestra pelea y su compromiso con Naomi fue un montaje para que los dos pudiéramos salir del apuro. -Es usted muy lista -dijo Wimsey con admiración-. Ahora comprenderá por qué daba gracias a Dios porque usted se hubiera empeñado en que se iniciara una investigación. Pritchard puede demostrar que usted no fue la instigadora. -Sí, claro... Me alegro. ¡Cuánto me alegro! -Empezó a sollozar, emocionada, y aferró la mano de Wimsey-. Le escribí una carta, al principio de todo esto, diciéndole que había leído algo sobre un caso en el que habían demostrado la hora de la muerte de una persona examinando su estómago, y preguntándole si no se podía desenterrar al general Fentiman. -¿Ah, sí? Es usted fantástica. Tiene la cabeza sobre los hombros... Bueno, ahora mismo la tiene sobre los míos. Venga, échese una buena llantina. A mí también me dan ganas de hacer lo mismo. Este asunto me ha tenido muy preocupado, pero todo se ha arreglado, ¿no? -Soy imbécil... pero le agradezco tanto que haya venido... -Yo también. Tome, un pañuelo. ¡Pobrecita mía... ! ¡Vaya! Ahí tenemos a Marjorie. Soltó a Ann Dorland y fue a recibir a Marjorie Phelps a la puerta. -¡Señor mío! ¡Señor Peter! -Gracias por la comparación, Marjorie -replicó Wimsey solemnemente. -¡No, vamos a ver! ¿Has visto a Ann? Me la traje aquí. Está fatal... y hay un policía ahí abajo. Pero me da igual lo que haya hecho; no podía dejarla en esa casa espantosa. ¿No habrás venido a... a...? -¡Marjorie! -exclamó Wimsey-. Que no se te ocurra volver a hablarme de la intuición femenina. Tú pensabas que esa chica estaba sufriendo por su mala conciencia, y resulta que no. Era por un hombre, hija mía... ¡por un hombre! -¿Cómo lo sabes? -Lo supe desde el principio. Tengo mucha vista. Todo va bien. Se acabaron las penas y los suspiros. Voy a llevar a tu joven amiga a cenar. -¿Por qué no me contó lo que pasaba? -Porque no es la clase de historia que una mujer cuenta a otra -contestó Wimsey con mordacidad. 21 Lord Peter se echa un farol -Para mí es una novedad que me siga la policía -dijo- lord Peter, mirando por la ventanilla trasera del taxi al otro taxi que iba persiguiéndolos-, pero a ellos les divierte y a nosotros no nos afecta. Iba dándole vueltas en la cabeza a los posibles medios y recursos, pero por desgracia todas las pruebas a favor de Ann Dorland eran también pruebas en su contra, salvo, por supuesto, la carta dirigida a Pritchard. ¡Maldito Penberthy! Lo mejor que por ahora se podía esperar es que la chica saliera de la investigación oficial con el veredicto de «exculpada por falta de pruebas». Incluso si la absolvían, incluso si no llegaban a acusarla de asesinato, siempre estaría bajo sospecha. Era un asunto que no podía resolverse de forma cómoda con un destello de lógica deductiva, ni con el descubrimiento de una huella dactilar con rastros de sangre. Era un caso que tenían que debatir los abogados, una situación emocional que doce personas decentes y respetables habrían de sopesar. Seguramente podría probarse que existía una relación entre ambos: se conocían y habían cenado juntos; probablemente se demostraría que había habido una pelea, pero ¿qué más? ¿Se creería el jurado el verdadero motivo de la ruptura? ¿Lo consideraría una argucia amañada entre ellos o lo tomarían como la disputa de dos bribones? ¿Qué pensarían de aquella chica sin gracia, huraña, con dificultad para expresarse, que nunca había tenido amigos de verdad y cuyas torpes y vacilantes tentativas amorosas habían sido tan confusas, tan desastrosas? También estaba Penberthy, pero Penberthy era más fácil de comprender. Penberthy, cínico y harto de ser pobre, entró en contacto con la chica, que probablemente un día adquiriese una posición acomodada. Y Penberthy, el médico, no podía equivocarse con aquella necesidad de amor que hacía de la chica alguien tan maleable. Así que siguió adelante -aburrido con la chica, por supuesto-, manteniéndolo en secreto, hasta que vio por dónde iban los tiros. Y después el viejo, la verdad sobre el testamento, la oportunidad. Y luego Robert lo desbarató todo... ¿Lo vería así el jurado? Wimsey se asomó a la ventanilla del taxi y le pidió al conductor que se dirigiera al Savoy. Cuando llegaron, dejó a la chica en manos de la encargada del guardarropa. -Voy a cambiarme -dijo, y al volverse tuvo la satisfacción de ver al sabueso que lo perseguía discutiendo con el portero en el vestíbulo. Avisado con anterioridad por teléfono, Bunter ya estaba de guardia con el traje de etiqueta de su señor. Tras haberse cambiado, Wimsey volvió a atravesar el vestíbulo. El sabueso estaba allí, esperando tranquilamente. Wimsey le sonrió y le ofreció una copa. -No puedo evitarlo, milord -le dijo el policía. -Ya lo sé. Supongo que habrá avisado para que venga alguien con camisa de pechera almidonada a sustituirlo. -Sí, milord. -Bien hecho. Hasta luego. Recogió a la mujer que estaba a su cargo y ambos entraron en el comedor. Con un vestido verde que no le sentaba bien, Ann Dorland era decididamente feúcha, pero tenía personalidad. Wimsey no se avergonzaba de ella. Le ofreció la carta. -¿Qué va a tomar? -preguntó-. ¿Langosta y champán? Ella se rió. -Marjorie dice que es usted una autoridad en cuestión de comida. No creo que las autoridades gastronómicas tomen jamás langosta y champán. Además, no me gusta demasiado la langosta. Seguro que aquí tendrán alguna especialidad, ¿no? Tomemos eso. -Así me gusta -dijo Wimsey-. Le elegiré la cena. -Llamó al jefe de sala y se dispuso a la tarea con actitud científica-. Huîtres Musgrave. Me opongo por principios a cocinar las ostras, pero este plato es excelente, y las normas están para romperlas. Fritas en la concha, señorita Dorland, con tiritas de panceta. ¿Probamos? La sopa, tortue vraie, naturalmente. El pescado... bueno, un filet de sole, un simple bocado, un inciso entre el preludio y el tema principal. -Parece todo delicioso. ¿Y cuál será el tema principal? -Creo que faisan rôti con pommes Byron. Y una ensalada para ayudar a digerir. Camarero, que la ensalada esté completamente seca y fresca. Y un soufflé glacé para terminar. Y tráigame la carta de vinos. Comenzaron a hablar. Cuando no estaba a la defensiva, la chica tenía unos modales agradables; quizá sus opiniones fueran un poquitín insolentes y agresivas, pero solo había que suavizarlas. -¿Qué le parece el Romanée Conti? -preguntó Wimsey de repente. -No sé mucho de vinos, pero es bueno. No es dulce como el Sauterne. Es un poco... áspero, y sin embargo no es que tenga poco cuerpo, todo lo contrario que ese espantoso Chianti que beben en las fiestas de Chelsea. -Tiene razón. No está bien acabado, pero tiene bastante cuerpo. Será un vino magnífico dentro de diez años. ¿Ve? Es de 1915. Ahora podrá comprobarlo. Camarero, llévese esto y tráiganos una botella de 1908. Se inclinó hacia su acompañante. -Señorita Dorland... ¿me permite que sea impertinente? -¿Cómo? ¿Por qué? -Ni artista, ni bohemio, ni profesional, sino un hombre de mundo. -¿Qué quiere decir con esas palabras tan crípticas? -Para usted. Esa es la clase de hombre al que usted gustará mucho. Verá. El vino que acabo de devolver... no es para la persona aficionada a la langosta con champán... es demasiado áspero, pero tiene la esencia. Lo mismo que usted. Se necesita un paladar muy experto para apreciarlo, pero tanto usted como él se lucirán algún día. ¿Me entiende? -¿Usted cree? -Sí, pero su hombre no será en absoluto la clase de persona que usted espera. Siempre ha pensado en dejarse dominar por alguien, ¿verdad? -Pues... -Pero descubrirá que su cerebro será el que dirija la pareja. El hombre se sentirá muy orgulloso de ello, y usted descubrirá que es bondadoso y formal, y todo saldrá bien. -No sabía que fuera usted profeta. -Pues lo soy. Wimsey cogió la botella de 1908 que le presentaba el camarero y miró hacia la puerta por encima de la cabeza de la chica. Entraba un hombre con camisa de pechera almidonada, acompañado por el encargado. -Soy profeta -dijo Wimsey-. Verá. Va a ocurrir algo que le va a fastidiar... ahora, en este mismo momento. Pero no se preocupe. Tome un poco de vino y confíe en mí. El encargado había llevado al recién llegado a su mesa. Era Parker. -¡Hola! -dijo Wimsey alegremente-. Disculparás que hayamos empezado sin ti, muchacho. Siéntate. Creo que ya conoces a la señorita Dorland. Parker inclinó la cabeza y se sentó. -¿Ha venido a detenerme? -preguntó Ann. -Solo a pedirle que venga conmigo a Scotland Yard -respondió Parker, sonriendo amablemente mientras desdoblaba su servilleta. Ann se puso pálida. Miró a Wimsey y bebió un trago de vino. -Muy bien -dijo Wimsey-. La señorita Dorland tiene muchas cosas que contarte. Después de la cena nos viene estupendamente. ¿Qué vas a tomar? Parker, que no era muy imaginativo, pidió un filete a la parrilla. -¿Vamos a ver más amigos en Scotland Yard? -añadió Wimsey. -Es posible -contestó Parker. -¡Venga, anímate! Me has quitado las ganas de comer con esa cara tan larga. Sí, camarero. Dígame. -Disculpe, milord. ¿Es este caballero el subinspector Parker? -Sí, sí -contestó Parker-. ¿Qué ocurre? -Lo llaman por teléfono, señor. Parker salió. -No se preocupe -le dijo Wimsey a la chica-. Sé que es usted una persona íntegra, y pienso apoyarla hasta el final, maldita sea. -¿Qué debo hacer? -Decir la verdad. -Parece tan absurda... -Han oído montones de historias mucho más absurdas que esa. -Pero es que... no quiero ser yo quien... -¿Todavía lo quiere? -¡No! Pero preferiría no tener que ser yo. -Voy a ser sincero con usted. Creo que las sospechas van a recaer sobre él o sobre usted. -En ese caso... -Apretó los dientes-. ¡Que reciba su merecido! -¡Gracias a Dios! Pensaba que le iba a dar por ponerse noble, abnegada y pesada, como esos personajes cuyos honestos motivos se interpretan mal en el primer capítulo y acaban por enredar a docenas de personas en sus deprimentes asuntos hasta que el abogado de la familia lo resuelve todo en la penúltima página. Parker volvió del teléfono. -Un momento -dijo. Le dijo algo a Peter al oído. -¿Cómo? -Sí, es muy raro. George Fentiman... -¿Qué? -Lo han encontrado en Clerkenwell. -¿En Clerkenwell? -Sí. Debió de volver en autobús o algo. Está en la comisaría. Se ha entregado. -¡Dios santo! -Por el asesinato de su abuelo. -¡Maldita sea! -Es un fastidio, y hay que investigarlo. Supongo que será mejor que retrase el interrogatorio de Dorland y Penberthy. Por cierto, ¿qué vas a hacer con la chica? -Ya te lo explicaré. Mira, voy a llevar a la señorita Dorland a casa de Marjorie Phelps, y después iré a verte. La chica no se va a escapar; estoy seguro. Además, tienes a un policía vigilándola. -Sí, me gustaría que vinieras conmigo. Según parece, Fentiman está muy raro. Hemos avisado a su mujer. -Bien. Tú vete corriendo y te veré dentro de... digamos tres cuartos de hora. ¿Qué dirección? ¡Ah, vale! Lástima que no te dé tiempo a cenar. -Gajes del oficio -gruñó Parker, y a continuación se marchó. George Fentiman los saludó con una sonrisa cansada, asustada. -¡Chist! -dijo-. Ya se lo he contado todo. Está dormido. No lo despertéis. -¿Quién está dormido, cielo mío? -dijo Sheila. -No debo decir su nombre -replicó George con gesto malicioso-. Se enteraría, a pesar de que está dormido, aunque lo dijera en un susurro. Pero ahora está cansado y se ha quedado dormido. Por eso he venido aquí a contarlo, mientras él está roncando. El comisario se dio unos significativos golpecitos en la cabeza a espaldas de Sheila. -¿Ha declarado? -preguntó Parker. -Sí. Se ha empeñado en escribir una declaración. Aquí está. Claro que... -El comisario se encogió de hombros. -Está bien -dijo George-. A mí también me está entrando sueño. Es que llevo todo un día y toda una noche vigilándolo. Voy a acostarme. Sheila... es hora de irse a la cama. -Sí, cielo. -Supongo que tendremos que dejarlo aquí esta noche -murmuró Parker-. ¿Lo ha visto el médico? -Lo hemos avisado, señor. -Bueno, señora Fentiman, creo que debería llevar a su marido a la habitación que le mostrará el agente; va a ser lo mejor. Y le enviaremos al médico en cuanto llegue. Y quizá convendría que lo viera su propio médico. ¿A quién quiere que avisemos? -Según creo, el doctor Penberthy lo ha atendido algunas veces -terció Wimsey-. ¿Por qué no lo avisamos a él? Parker estuvo a punto de soltar un grito. -Podría arrojar luz sobre los síntomas -dijo Wimsey, inflexible. Parker asintió con la cabeza. -Buena idea -dijo, y se dirigió al teléfono. George sonrió a su mujer cuando ella le rodeó los hombros con un brazo. -Muy cansado -dijo George-. Estoy muy cansado. A la cama, muchacha. Un agente de policía les abrió la puerta, y la traspasaron juntos; George iba apoyado sobre Sheila, arrastrando los pies. -Vamos a echarle un vistazo a su declaración -dijo Parker. Estaba escrita con una letra asombrosa, llena de borrones y tachaduras, con algunas palabras omitidas y repetidas aquí y allá: Voy a hacer esta declaración rápidamente mientras él duerme, porque si espero a lo mejor se despierta y no me deja. Diréis que fui tentado e instigado, pero lo que no comprenderán es que él es yo y yo soy él. Maté a mi abuelo con digitalina. No lo recordé hasta que vi el nombre en el frasco, pero desde entonces han estado buscándome, así que sé que debe de haberlo hecho él. Por eso empezaron a seguirme, pero él es muy listo y los engaña. Cuando está despierto. Ayer estuvimos bailando toda la noche, y por eso está cansado. Me dijo que rompiera el frasco para que no lo encontrarais, pero saben que yo soy la última persona que lo vio. Es muy astuto, pero si os acercáis a él sigilosamente ahora que está dormido, podréis encadenarlo y arrojarlo al infierno, y así yo podré dormir. GEORGE FENTIMAN -Se ha vuelto loco, el pobre -dijo Parker-. No podemos hacer mucho caso a esto. ¿Qué le ha dicho a usted, comisario? -Pues entró y dijo: «Soy George Fentiman y he venido a contarles cómo maté a mi abuelo». Cuando lo interrogué se fue por las ramas y después pidió papel y pluma para escribir una declaración. Pensé que había que retenerlo y por eso llamé a Scotland Yard, señor. -Bien hecho -replicó Parker. Se abrió la puerta y salió Sheila. -Se ha quedado dormido -dijo-. Otra vez el mismo problema. Es que piensa que es el diablo. Ya le ha ocurrido dos veces -añadió con sencillez-. Voy a quedarme con él hasta que vengan los médicos. El médico de la policía fue el primero en llegar, y al cabo de un cuarto de hora apareció Penberthy. Parecía preocupado y saludó a Wimsey con brusquedad. Después también entró en la habitación. Los demás se quedaron por allí, y al poco se presentó Robert Fentiman, a quien habían encontrado en casa de un amigo gracias a una llamada urgente. Los dos médicos salieron de la habitación. -Choque nervioso con delirios patentes -resumió el médico de la policía-. Probablemente mañana se encontrará bien. Ahora está durmiéndola. Ya ha pasado por esto antes, según tengo entendido. En fin. Hace cien años lo habrían llamado posesión diabólica, pero ahora sabemos que no se trata de eso. -Sí, pero cuando dice que mató a su abuelo, ¿está delirando? -preguntó Parker-, ¿o realmente lo mató bajo la influencia de ese delirio diabólico? Esa es la cuestión. -De momento no lo puedo asegurar. Podría ser cualquiera de las dos cosas. Lo mejor será esperar a que se le pase el acceso. Entonces podrán saberlo. -Entonces, ¿no piensa que está... definitivamente demente? -No, no lo creo. Creo que es lo que se podría llamar un ataque de nervios. Supongo que usted opina lo mismo, ¿no? -añadió, dirigiéndose a Penberthy. -Sí, opino lo mismo. -¿Y qué piensa usted de ese delirio, doctor Penberthy? -dijo Parker-. ¿Cometió esa locura? -Desde luego, él cree que sí -respondió Penberthy-. No puedo asegurar que esa convicción tenga ningún fundamento. De vez en cuando le da por creer que está poseído por el diablo, y, por supuesto, resulta difícil saber lo que puede hacer o dejar de hacer una persona bajo la influencia de ese delirio. Se dirigió exclusivamente a Parker, evitando la mirada acongojada de Robert. -Si me permiten que me meta donde no me llaman -intervino Wimsey-, a mí me parece que hay una cuestión de hecho que puede establecerse sin siquiera mencionar a Fentiman ni sus delirios. Se trata de saber cuándo pudo administrársele la píldora: ¿habría producido el efecto que produjo en ese momento concreto o no? Si no podía actuar a las ocho, no podía, y no hay más que hablar. Con la mirada clavada en Penberthy, vio que el médico se humedecía los labios resecos con la lengua antes de hablar. -No puedo responder a eso a la ligera. -Podrían haber agregado la píldora entre las que habitualmente tomaba el general Fentiman en cualquier otro momento -sugirió Parker. -Sería posible -admitió Penberthy. -¿Tenía la misma forma y el mismo aspecto que las píldoras que solía tomar? -preguntó Wimsey, volviendo a clavar la mirada en Penberthy. -No puedo decirlo sin haber visto la píldora en cuestión -respondió el médico. -De todos modos, la píldora en cuestión, que, según tengo entendido, era de la señora Fentiman, contenía estricnina además de digitalina -dijo Wimsey-. Sin duda, el análisis del estómago habría revelado la presencia de estricnina, si la había. Eso se puede determinar fácilmente. -Por supuesto -dijo el médico de la policía-. En fin, caballeros, creo que no podemos hacer mucho más por esta noche. He recetado un medicamento al paciente, con el consentimiento del doctor Penberthy. -Hizo una inclinación de cabeza; Penberthy hizo otro tanto-. Mandaré que lo preparen, y no me cabe duda de que ustedes se encargarán de que se lo tome. Volveré mañana por la mañana. Miró con expresión interrogativa a Parker, que asintió con la cabeza. -Gracias, doctor -dijo-. Mañana le pediremos que haga otro informe. Ocúpese de que la señora Fentiman esté bien atendida, comisario. Comandante, si desea quedarse aquí para ocuparse de su hermano y de la señora Fentiman, puede hacerlo, naturalmente, y el comisario procurará que se sienta lo más cómodo posible. Wimsey cogió a Penberthy del brazo. -Vente conmigo al club un momento, Penberthy -le dijo-. Quiero hablar contigo. 22 Las cartas sobre la mesa No había nadie en la biblioteca del Bellona Club, como de costumbre. Wimsey condujo a Penberthy hasta el último cubículo y pidió a un camarero que les llevara dos whiskies dobles. -¡Suerte! -dijo. -Suerte -replicó Penberthy-. ¿Por qué? -Vamos a ver -dijo Wimsey-. Tú has sido soldado. Creo que eres un tipo honesto. Has visto a George Fentiman. Es una lástima, ¿no? -¿Qué quieres decir? -Que si no hubiera aparecido George Fentiman con esos delirios suyos, te habrían detenido por el asesinato esta misma noche -dijo Wimsey-. La cuestión es la siguiente. Tal y como están las cosas, cuando te detengan nada impedirá que bajo la misma acusación detengan también a la señorita Dorland. Es una chica muy decente, y tú no la has tratado precisamente bien, ¿verdad? ¿No crees que podrías compensarla diciendo la verdad enseguida? Penberthy palideció y no dijo nada. -Es que si la sientan en el banquillo de los acusados, siempre sospecharán de ella -añadió Wimsey-. Incluso si el jurado la cree (y es posible que no, porque los miembros de un jurado son bastante idiotas en muchas ocasiones), la gente siempre pensará que «algo había». Dirán que tuvo mucha suerte por quedar libre. Una verdadera desgracia para una chica, ¿no? Incluso podrían declararla culpable. Tú y yo sabemos que no lo es, pero... no querrás verla ahorcada, ¿verdad, Penberthy? Penberthy tamborileó sobre la mesa. -¿Qué quieres que haga? -dijo al fin. -Que escribas un informe detallado de lo que ocurrió -contestó Wimsey-. Que los demás queden limpios en este asunto. Que dejes bien claro que la señorita Dorland no tuvo nada que ver en esto. -¿Y después? -Después, haz lo que quieras. Yo sabría qué hacer si estuviera en tu lugar. Penberthy apoyó la barbilla en las manos y se quedó unos minutos mirando las obras de Dickens encuadernadas en piel, con lomos dorados. -De acuerdo -dijo al fin-. Tienes razón. Ya debería haberlo hecho, pero... ¡maldita sea! Qué mala suerte tengo... Si Robert Fentiman no hubiera sido un bribón... Es curioso, ¿no? Es lo que llaman justicia poética, ¿verdad? Si Robert Fentiman hubiera sido honrado, yo me habría llevado medio millón de libras, Ann Dorland se habría llevado un marido estupendo y el mundo habría ganado una buena clínica. Pero como Robert es un bribón... aquí me tienes. »No tenía intención de hacerle daño a esa chica. Me habría portado bien si me hubiera casado con ella, aunque la verdad es que me asqueaba un poco, con tanto sentimentalismo. Lo que dije es verdad, que le chifla el sexo. Hay muchas mujeres así. Naomi Rushworth, por ejemplo. Por eso le pedí que se casara conmigo. Tenía que estar prometido a alguna mujer, y sabía que aceptaría al primero que se lo propusiera... »Es que era tan fácil que casi da vergüenza... Eso fue lo malo. El viejo vino a verme y se puso en mis manos. Me soltó toda la historia, cuya conclusión era que yo no tenía la menor posibilidad de conseguir el dinero, y con el poco fuelle que le quedaba me pidió una dosis. Puse el medicamento en dos cápsulas y le dije que se las tomara a las siete. Las guardó en el estuche de las gafas, para no olvidarse. Ni un trocito de papel que pudiera delatarme. Y al día siguiente solo tuve que pedir más suministro para rellenar el frasco. Voy a darte la dirección del farmacéutico que me lo vendió. ¿Fácil...? De risa. Es que la gente nos da tanto poder... »No tenía intención de llegar tan lejos con estas barbaridades... Lo hice en defensa propia. Me importa tres pitos haber matado al viejo. Podría haber empleado el dinero mejor que Robert Fentiman, que no sabe hacer la o con un canuto, y está perfectamente tal y como está. Aunque supongo que ahora dejará el ejército... En cuanto a Ann, en cierto modo debería estarme agradecida. Al fin y al cabo, me he asegurado de que reciba su dinero. -No, a no ser que dejes bien claro que ella no participó en el crimen -le recordó Wimsey. -Es verdad. Bien, de acuerdo. Te lo voy a poner todo por escrito. Dame media hora, ¿vale? -Muy bien -dijo Wimsey. Salió de la biblioteca y entró en el salón de fumadores. Estaba allí el coronel Marchbanks y lo saludó con una amable sonrisa. -Me alegro de verlo, coronel. ¿Podríamos charlar un ratito? -Por supuesto, muchacho. No tengo prisa alguna por volver a casa. Mi mujer está fuera. ¿En qué puedo servirte? Wimsey se lo contó en voz baja. -En fin, pienso que has actuado bien -dijo el coronel-. Naturalmente, yo lo considero desde el punto de vista del militar. Mucho mejor dejar las cosas claras. ¡Ay, Dios, Dios! Lord Peter, a veces pienso que la guerra ha ejercido un efecto negativo en algunos de nuestros jóvenes, pero claro, no todos son militares de carrera, y eso lo cambia todo. He observado un sentido del honor menos acendrado en estos tiempos que corren que cuando yo era joven. Entonces no se justificaba tanto a la gente; había cosas que se hacían y cosas que no se hacían. Hoy en día, los hombres, y lamento decir que también las mujeres, se comportan de una manera que a mí me resulta incomprensible. Puedo entender que un hombre cometa un asesinato en un momento de apasionamiento, pero envenenar a alguien... y encima dejar a una buena chica, a una dama, en una situación tan ambigua... ¡Eso sí que no! No lo comprendo. Pero, como dices, por fin han empezado a enderezarse las cosas. -Sí -dijo Wimsey. -Discúlpeme un momento -dijo el coronel, y salió. Cuando volvió, fue con Wimsey a la biblioteca. Penberthy había terminado de escribir la declaración y la estaba revisando. -¿Esto servirá? -preguntó. Wimsey lo leyó, con el coronel Marchbanks a su lado, también repasando las páginas. -Está bien -dijo-. El coronel Marchbanks también oficiará de testigo. Una vez realizado el trámite, Wimsey recogió las páginas y se las guardó en el bolsillo superior de la chaqueta. Después se volvió hacia el coronel, como para darle la palabra. -Doctor Penberthy -dijo el anciano-, ahora que el documento está en poder de lord Peter Wimsey, comprenderá que la única forma de actuar es comunicárselo a la policía, pero como eso resultaría sumamente desagradable para usted y para otras personas, quizá desee usted salir de esta situación de otra manera. Como médico que es, quizá prefiera solucionarlo con sus propios métodos. De lo contrario... -Sacó de un bolsillo de la chaqueta lo que acababa de ir a recoger-. De lo contrario, da la casualidad que he traído esto de mi taquilla. Voy a dejarla aquí, en el cajón de la mesa, dado que mañana me la llevaré al campo. Está cargada. -Gracias -dijo Penberthy. El coronel cerró el cajón lentamente, retrocedió unos pasos e inclinó la cabeza con solemnidad. Wimsey posó una mano sobre el hombro de Penberthy unos segundos y después cogió al coronel por el brazo. Sus sombras se movieron, se alargaron, se acortaron, se duplicaron y se entrecruzaron al pasar por las siete luces de los siete cubículos de la biblioteca. Cerraron la puerta. -¿Y si tomamos una copa, coronel? Entraron en el bar, en el que se disponían a cerrar. Había varios hombres hablando sobre sus planes para la Navidad. -Yo me voy al sur -dijo Challoner Tripa de Hojalata-. Estoy harto de este clima y de este país. -Ojalá vinieras a vernos, Wimsey -dijo otro-. Encontrarías caza como Dios manda. Vamos a tener una especie de reunión. Es que a mi mujer le encanta rodearse de gente joven, una pandilla espantosa de mujeres, pero voy a invitar a un par de hombres que sepan jugar al bridge y manejar una escopeta, y harías una verdadera obra de caridad si me apoyaras. Qué época tan funesta, la Navidad. No sé por qué la inventaron. -Está bien si tienes hijos -intervino un hombre rubicundo, grandote y calvo-. Los muy pillos disfrutan. Deberías formar una familia, Anstruther. -Sí, claro -replicó Anstruther-. A ti la naturaleza te ha hecho perfecto para que te disfraces de Papá Noel. Entre unas cosas y otras, invitaciones, ir de un sitio a otro y los criados que necesitamos en una casa como la nuestra, cuesta mucho trabajo mantener el ritmo. Si se te ocurre algo, me gustaría que me lo contaras. No es como... -Un momento -dijo Challoner-. ¿Qué ha sido eso? -Seguramente una motocicleta -contestó Anstruther-. Como iba diciendo, no es como... -Algo ha pasado -terció el hombre rubicundo, dejando su vaso. Se oyeron voces y carreras. La puerta se abrió de golpe. Varias caras asustadas se volvieron hacia ella. Irrumpió Wetheridge, pálido y furioso. -¡Muchachos! -gritó-. Tenemos otro asunto desagradable. Penberthy se ha pegado un tiro en la biblioteca. ¡Ya podían tener más consideración con los miembros del club! ¿Dónde está Culyer? Wimsey salió a empujones al vestíbulo. Como se esperaba, vio al policía de paisano que habían destacado para seguir a Penberthy. -Avise al inspector Parker -dijo-. Tengo que darle unos papeles. Su trabajo ha terminado. El caso está resuelto. Autopsia -¿Así que George ya está bien? -Sí, gracias a Dios. Está estupendamente. El médico dice que se puso así de pura preocupación por si sospechaban de él. A mí no se me había ocurrido, pero George enseguida ata cabos. -Por supuesto; sabía que era una de las últimas personas que vio a su abuelo. -Sí, y al ver el nombre en el frasco, y que venía la policía... -Eso fue. ¿Y seguro que está bien. -¡Ya lo creo! En cuanto supo que todo se había aclarado, pareció revivir. Por cierto, le envía muchos recuerdos. -Bueno, en cuanto esté en condiciones, tenéis que venir a cenar conmigo... - ... Un caso sencillo, en cuanto aclaraste lo de Robert, quiero decir. -Un caso que deja mucho que desear, Charles. No es de los que me gustan a mí. Ni una sola prueba real. -Sí, no era de los nuestros, pero al menos no ha llegado a juicio. Nunca se sabe con los jurados. -No. Podrían haber dejado suelto a Penberthy, o haber condenado a los dos. -Exacto. Si te digo la verdad, creo que Ann Dorland es una joven muy afortunada. -¡Venga! ¿Cómo dices eso? - ... Sí, claro, lo siento por Naomi Rushworth, pero no tiene por qué ser tan rencorosa. Va por ahí dando a entender que el pobre Walter se dejó engañar por la Dorland y que después se sacrificó para salvarla. -Bueno, supongo que es natural. Tú también creíste en su momento que lo había hecho la señorita Dorland, Marjorie. -Entonces no sabía que fuera la prometida de Penberthy. Y pienso que él se merece lo que ha pasado... Ya sé que está muerto, pero no se puede tratar de una forma tan asquerosa a una chica, y Ann no se merece algo así. Todo el mundo está en su derecho de querer una aventura. Vosotros, los hombres, pensáis... -Yo no, Marjorie. Yo no pienso. -Bueno, tú. Pero tú eres casi humano. Casi te aceptaría si me lo pidieras, pero supongo que no te sientes muy dispuesto a ello, ¿no? -Hija mía, si una gran simpatía y amistad bastaran, ahora mismo. Pero eso no te convencería, ¿verdad? -No te convencería a ti, Peter. Perdona. Olvídalo. -No lo olvidaré. Es el mayor cumplido que me han hecho jamás. ¡Dios santo! Ojalá... -Venga, ya vale. No tienes que hacer un discurso. Y no desaparecerás discretamente para siempre, ¿no? -No, si tú no quieres. -¿Y no te avergonzarás? -No, no me avergonzaré. Retrato de un joven atizando el fuego para indicar la absoluta liberación de la vergüenza. ¿Vamos a algún sitio a que nos echen de comer? - ... Bueno, ¿qué tal te fue con la heredera, los abogados y toda la panda? -Pues tuvimos una larga discusión. La señorita Dorland se empeñó en dividir el dinero, y yo dije que no, que no podía consentirlo. Dijo que era suyo a resultas de un crimen, y Pritchard y Murbles le dijeron que ella no era responsable de los crímenes de otros, y yo que iba a parecer que me beneficiaba de mi tentativa de fraude, y ella que no, que en absoluto, y así siguió la cosa. Es una chica de lo más decente, Wimsey. -Sí, lo sé. En cuanto descubrí que prefiere el borgoña al champán la tengo en muy alta estima. -No, en serio... Tiene algo admirable, es sencilla... -Sí, no es mala chica, aunque yo no hubiera pensado que fuera tu tipo. -¿Por qué? -Pues... bohemia y esas cosas. Y su aspecto físico no es su punto fuerte. -No tienes por qué ponerte insultante, Wimsey. Supongo que tengo derecho a valorar a una mujer con inteligencia y personalidad. No seré un intelectual, pero la cabeza me sirve para algo más que para llevar el sombrero. Y al pensar en lo que pasó esa chica con el sinvergüenza de Penberthy, me hierve la sangre. -Ah, ¿te has enterado de todo eso? -Sí. Me lo ha contado ella, y la respeto por eso. Me pareció muy valiente. Ya va siendo hora de que alguien lleve un poco de alegría a la vida de esa pobre chica. Tú no comprendes lo desesperadamente sola que ha estado. Tuvo que dedicarse a lo del arte para entretenerse en algo, pobre criatura, pero ha estado apartada por completo de una vida normal, razonable, femenina. Con las ideas que tú tienes, a lo mejor no lo entiendes, pero tiene un carácter encantador. -Perdona, Fentiman. -En vista de cómo se tomó todo el asunto, hizo que me sintiera verdaderamente avergonzado. Cuando pienso en el lío en que la metí por mis malas artes... ya sabes... -Amigo mío, tu actuación fue providencial. De no ser por tus malas artes, como tú dices, ahora estaría casada con Penberthy. -Eso es verdad... y por eso es tan increíble que me haya perdonado. La pobre chica quería a ese sinvergüenza, Wimsey. No sabes lo penoso que resulta. -Bueno, tendrás que hacer todo lo posible para que lo olvide. -Lo considero una obligación, Wimsey. -Muy bien. ¿Haces algo esta noche? ¿Te apetece que vayamos a algún espectáculo? -Lo siento. Estoy ocupado. Es que, voy a llevar a la señorita Dorland a eso nuevo que ponen en el Palladium. He pensado que le sentaría bien, que la animaría y eso. -Ah, estupendo. Que haya suerte. - ... Y la comida es cada día más vergonzosa. Ayer, sin ir más lejos, hablé sobre el asunto con Culyer, pero no hará nada. No sé para qué sirve el comité. Este club no es ni la mitad de lo que era antes. De hecho, Wimsey, estoy pensando en presentar mi renuncia. -No, por favor, Wetheridge. Este sitio no sería el mismo sin usted. -Fíjese en el alboroto de la última temporada. Policías, periodistas... y después Penberthy se salta la tapa de los sesos en la biblioteca. Y el carbón es pizarra. Ayer, sin ir más lejos, estalló algo como un obús (se lo aseguro, exactamente igual que un obús) en el salón de juego, y estuvo a punto de darme en el ojo. Le dije a Culyer: «Esto no debe volver a ocurrir». Ríase si quiere, pero yo conocí a un hombre que se quedó ciego porque le saltó una cosa así de repente. Estas cosas no ocurrían antes de la guerra y... ¡Por todos los santos! ¡Por todos los santos, William! ¡Fíjese en este vino! ¡Huélalo! ¡Pruébelo! ¿Que venía con el corcho? Sí, a lo mejor lo tenía antes. ¡Dios mío! No sé qué va a ser de este club. Epílogo Esta reedición de El misterio del Bellona Club (que la señorita Sayers ha sometido a diversas correcciones) se remata, a manera de epílogo, con una breve biografía de lord Peter Wimsey, actualizada (mayo de 1935) y escrita por el tío de su señoría, Paul Austin Delagardie. Me ha pedido la señorita Sayers que rellene ciertas lagunas y corrija unos cuantos errores nimios que cometió al relatar la trayectoria vital de mi sobrino Peter, y voy a hacerlo con sumo gusto. Aparecer en letra impresa es la ambición de cualquiera, y al actuar como una especie de lacayo de la fama de mi sobrino, simplemente mostraré la modestia propia de mi avanzada edad. La familia Wimsey es muy antigua -demasiado antigua, a decir verdad-. Lo único sensato que hizo el padre de Peter en toda su vida fue aunar su exhausto linaje con una estirpe anglo franca más vigorosa, la de los Delagardie. Aun así, mi sobrino Gerald (actual duque de Denver) no es sino un señor inglés con cabeza de chorlito, y mi sobrina Mary fue bastante frívola e insensata hasta que se casó con un policía y sentó la cabeza. Me alegro de poder decir que Peter ha salido a su madre y a mí. Cierto que es puro nervio y olfato, pero mejor eso que ser puro músculo sin cerebro como su padre y su hermano, o un amasijo de sentimientos como el hijo de Gerald, Saint-George. Al menos ha heredado la inteligencia de los Delagardie, a modo de garantía contra el lamentable temperamento de los Wimsey. Peter nació en 1890. Su madre andaba muy preocupada en aquella época por la conducta de su marido (Denver siempre había sido muy cargante, si bien el gran escándalo no estalló hasta el año del Aniversario), y su angustia quizá afectara al muchacho. Era un renacuajo paliducho, muy inquieto y travieso, demasiado despierto para su edad. No tenía la saludable belleza física de Gerald, pero desarrolló lo que podría llamarse un ingenio corporal: más habilidad que fuerza. Era rápido con la pelota y tenía una mano fantástica con los caballos. También tenía un valor de mil demonios, esa clase de valor inteligente que ve el riesgo antes de correrlo. Sufría terribles pesadillas de pequeño. Para consternación de su padre, creció con la pasión por los libros y la música. Sus primeros años de colegio no fueron felices. Era un niño maniático, y supongo que es natural que sus compañeros de colegio lo llamaran Tirillas y lo trataran como una especie de número cómico. Y, por pura autodefensa, podría haber aceptado esa situación y haber degenerado en un simple bufón con el beneplácito de todos, si un profesor de deportes de Eton no hubiera descubierto que era un jugador de críquet nato, extraordinario. Naturalmente, todas sus extravagancias se consideraban ingeniosas, y Gerald fue sometido a la saludable prueba de ver que su despreciado hermano menor se convertía en un personaje más importante que él. Antes de llegar a sexto curso, Peter marcaba tendencia: deportista, estudiante, arbiter elegantiarum, nec pluribus impar. El críquet tuvo mucho que ver en ello -muchos de quienes estudiaron en Eton recordarán al Gran Tiri y su gran partido contra Harrow-, pero he de atribuirme el mérito de haberlo llevado a un buen sastre, haberle enseñado a desenvolverse por la ciudad y a distinguir el buen vino. Denver se preocupaba bien poco por él; bastante tenía con sus muchos enredos, además de dedicarse a Gerald, que por aquella época hacía méritos para convertirse en un imbécil de marca mayor en Oxford. La verdad es que Peter nunca se llevó bien con su padre; criticaba implacablemente las fechorías paternas, y la compasión que sentía por su madre ejerció un efecto destructivo sobre su sentido del humor. Huelga decir que Denver era el último que habría soportado ver reflejados sus propios defectos en sus retoños, y estaba deseando dejar a su otro hijo a mi cuidado. Y así, cuando contaba diecisiete años de edad, Peter se vino conmigo por decisión propia. Era maduro para su edad y muy razonable, y yo lo traté como a un hombre de mundo. Lo dejé a cargo de alguien de confianza en París, recomendándole que mantuviera sus asuntos sobre una sólida base comercial y procurase ponerles término con buena voluntad por ambas partes y generosidad por la suya. Mi confianza en él quedó plenamente justificada. Creo que ninguna mujer ha tenido jamás motivo de queja del trato de Peter, y al menos dos de sus antiguas amantes se han casado con miembros de la realeza (una realeza un tanto oscura, he de reconocer, pero realeza al fin y al cabo). Y en esto también insisto en atribuirme el mérito que me corresponde; por bueno que sea el material con el que se tiene que trabajar, no se puede dejar al azar la educación en sociedad de un joven. El Peter de aquella época era realmente encantador, muy franco, modesto y educado, ingenioso y alegre. En 1909 se fue con una beca a estudiar historia a Balliol, y he de confesar que allí se puso insoportable. Tenía el mundo a sus pies, y empezó a darse aires. Se volvió muy afectado, con ademanes excesivamente oxfordianos, y le dio por llevar monóculo y manifestar sus opiniones de manera demasiado abierta, dentro y fuera de la asociación de estudiantes, aunque en justicia he de decir que jamás nos miró por encima del hombro ni a su madre ni a mí. Estaba en el segundo curso cuando Denver se rompió la crisma cazando y Gerald heredó el título. Gerald demostró en la administración de la finca más sentido común y responsabilidad de lo que me esperaba; su peor error fue casarse con su prima Helen, una mojigata escuálida, consentida, una esnob de pies a cabeza. Peter y ella se odiaban cordialmente, pero él siempre podía refugiarse con su madre en Dower House. Y entonces, durante el último año en Oxford, Peter se enamoró de una niña de diecisiete años y se olvidó enseguida de todo lo que le habían enseñado. Trataba a esa chica como si fuera de muselina, y a mí como a un viejo monstruo insensible y depravado que lo había incapacitado para acercarse a su delicada pureza. No negaré que formaban una pareja exquisita, todo blanco y oro, un príncipe y una princesa de claro de luz de luna, aunque habrían dado mejor la talla de lunáticos. Nadie se molestó en preguntarse, salvo su madre y yo, qué haría Peter al cabo de veinte años con una esposa sin cerebro ni personalidad, y él, por supuesto, estaba perdidamente enamorado. Por fortuna, los padres de Bárbara llegaron a la conclusión de que era demasiado joven para casarse, así que Peter terminó los estudios con el temple de un sir Eglamore que vence a su primer dragón, puso el título a los pies de su dama como si fuera la cabeza del dragón y se sometió virtuosamente a un período de prueba. Entonces estalló la guerra. Naturalmente, el muy tonto estaba loco por casarse antes de ir al frente, pero sus escrúpulos y su honradez lo derritieron como cera en manos de otras personas. Le hicieron comprender que si volvía mutilado sería una injusticia para la chica. Él no había caído en la cuenta, pero entonces le acometió una especie de frenesí de autocastigo para deshacer el compromiso y dejar libre a la chica. Yo no tuve nada que ver; me alegré de las consecuencias, pero no soportaba los medios. Le fue muy bien en Francia; era un buen oficial y los soldados le tenían cariño. Y después, ¿qué creen que ocurrió? Al volver de permiso en 1916, con el grado de capitán, resultó que la chica se había casado con un calavera recalcitrante, el comandante Nosecuántos, a quien había estado atendiendo en el hospital, y cuyo lema con las mujeres era «a por ellas rápido y luego a tratarlas mal». Fue terrible, porque la chica no había tenido valor para contárselo a Peter. Se casaron deprisa y corriendo cuando se enteraron de que Peter volvía, y al desembarcar lo único que recibió fue una carta que anunciaba el hecho consumado y le recordaba que había sido él quien la había liberado de su compromiso. En honor de Peter, he de decir que vino inmediatamente a verme y reconoció que había sido un imbécil. «De acuerdo. Ya has aprendido la lección -dije yo-. No vayas a hacer el imbécil en el otro sentido.» Así que volvió a su trabajo, estoy seguro de que con la intención de lograr que lo mataran, pero lo único que consiguió fue que lo ascendieran a comandante y una condecoración por una temeraria acción de espionaje tras las líneas alemanas. En 1918 lo hirieron y lo encerraron en un agujero cerca de Caudry, lo que le produjo una grave crisis nerviosa que se prolongó, de manera intermitente, durante dos años. Después se instaló en un piso de Piccadilly, con Bunter (que había sido sargento a sus órdenes y estaba y sigue estando a su servicio), y empezó a recuperarse. No tengo inconveniente en reconocer que yo estaba preparado para casi cualquier cosa. Peter había perdido su encantadora franqueza, no confiaba en nadie, ni siquiera en su madre ni en mí, había adoptado una actitud de impenetrable frivolidad y una pose de diletante y, en definitiva, de auténtico payaso. Como tenía dinero, podía hacer lo que le viniera en gana, y yo disfrutaba burlonamente al observar los esfuerzos femeninos del Londres de la posguerra para atraerlo. «No puede ser bueno para el pobre Peter vivir como un ermitaño», me comentó con preocupación una distinguida dama bienintencionada. «Señora, si viviera así, no lo sería», repliqué yo. No; no me causaba inquietud en ese sentido, pero no, podía sino considerar peligroso que un hombre con tantas aptitudes no tuviera un trabajo con el que distraerse, y así se lo hice saber. En 1921 aconteció el robo de las esmeraldas de Attenbury. El asunto no llegó a la prensa, pero formó un gran revuelo, incluso en aquella época de enormes revuelos. El juicio contra el ladrón fue una sucesión de escándalos, el más terrible de los cuales se produjo cuando lord Peter Wimsey se presentó como principal testigo de la acusación. Eso le dio una verdadera mala fama. No creo que la investigación le hubiera supuesto grandes dificultades a un agente secreto experimentado, pero un «sabueso de la aristocracia» era una auténtica novedad. Denver se puso furioso; personalmente, no me importaba qué hiciera Peter, siempre y cuando hiciera algo. Me parecía que estaba más contento desde que trabajaba, y me agradaba el hombre de Scotland Yard que había conocido en el transcurso de la investigación. Charles Parker es un tipo tranquilo, sensato y distinguido, y buen amigo y cuñado de Peter. Posee la valiosa cualidad de apreciar a las personas sin pretender cambiarlas. El único problema con el nuevo pasatiempo de Peter consistía en que tenía que ser algo más que un pasatiempo si había de ser un pasatiempo propio de un caballero. No se puede ahorcar asesinos por puro entretenimiento. Su intelecto lo impulsaba hacia un lado, sus nervios hacia otro, y lo que yo me temía es que acabaran por empujarlo al abismo. Al final de cada caso, otra vez a vueltas con las antiguas pesadillas y la neurosis de guerra. Y de pronto, a Denver -precisamente a Denver, el mayor de los imbéciles, cuando más diatribas lanzaba contra las degradantes actividades policiales de Peter-, se le ocurre caer bajo la acusación de asesinato y se enfrenta a un juicio en la Cámara de los Lores, en medio de un auténtico despliegue de fuegos de artificio publicitarios al lado de los cuales las actividades de Peter parecían petardos mojados. Peter sacó a su hermano de aquel embrollo y vi con alivio que seguía siendo lo bastante humano para emborracharse a su salud. Ahora reconoce que ese «pasatiempo» es su legítimo trabajo como aportación a la sociedad, y ha llegado a interesarse tanto por los asuntos públicos que de vez en cuando acepta pequeños encargos de carácter diplomático bajo la dirección del Ministerio de Asuntos Exteriores. Últimamente parece más dispuesto a mostrar sus sentimientos y un poco menos asustado de tener alguno que mostrar. Por lo último que le dio fue por enamorarse de esa chica a la que libró de la acusación de haber envenenado a su amante. La chica se negó a casarse con él, como habría hecho cualquier mujer con personalidad. El agradecimiento y el humillante complejo de inferioridad no son fundamentos para un matrimonio; era una situación absurda desde el principio. En esta ocasión Peter demostró un poco de sentido común y siguió mi consejo. «Hijo mío -le dije-, lo que no era bueno para ti hace veinte años ahora sí lo es. No es a las criaturas jóvenes e inocentes a las que hay que tratar con delicadeza, sino a las que han sido heridas y tienen miedo. Empieza otra vez desde el principio... pero te aseguro que necesitarás toda la autodisciplina que hayas adquirido hasta ahora.» Y la verdad es que lo ha intentado. Creo que no he visto a nadie con tanta paciencia. La chica es lista, es honrada y tiene personalidad, pero él tiene que enseñarle a recibir, que es mucho más difícil que aprender a dar. Creo que acabarán por encontrarse, si pueden evitar que las pasiones se adelanten a la voluntad. Sé que Peter comprende que en este caso no puede haber otro consentimiento que el libre consentimiento. Peter tiene cuarenta y cinco años, y ya va siendo hora de que siente la cabeza. Como ven, yo he sido una de las influencias más importantes en su formación, y creo que, en líneas genera les, puedo sentirme orgulloso. Es un Delagardie, con muy poco de los Wimsey, salvo (tengo que ser justo) ese hondo sentido de responsabilidad social que impide que la aristocracia terrateniente de Inglaterra sea un erial absoluto, desde el punto de vista espiritual. Tanto si sigue en su papel de detective como sí no, Peter es un auténtico erudito y un auténtico caballero, y estoy deseando ver cómo se las apaña como marido y padre. Yo me estoy haciendo viejo, no tengo hijos (que yo sepa) y me gustaría ver feliz a Peter, pero como dice su madre, «Peter siempre lo ha tenido todo excepto aquellas cosas que realmente quería», y supongo que es más afortunado que la mayoría de la gente. PAUL AUSTIN DELAGARDIE Wimsey, Peter Death Bredon, en posesión de la Condecoración por Servicios Especiales. Nacido en 1890, segundo hijo de Mortimer Gerald Bredon Wimsey, decimoquinto duque de Denver, y de Honoria Lucasta, hija de Francis Delagardie, de Bellingham Manor, Hants. Formación: Eton College y Balliol College, Oxford (licenciatura con matrícula de honor por la Escuela de Historia Moderna, 1912). Al servicio de las Fuerzas Armadas de Su Majestad, 1914-1918 (comandante, Brigada de Fusileros). Publicaciones: Notas sobre el coleccionismo de incunables, El vademécum del asesino, entre otras. Aficiones: criminología, bibliofilia, música, críquet. Clubes: Marlborough; Egotists'. Residencia: 110A Piccadilly, W ; Bredon Hall, ducado de Denver, Norfolk. Blasón: Sobre sable, tres ratones corriendo, en plata; emblema: un gato doméstico agazapado como para saltar; lema: «A donde me lleve mi capricho».