Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Mis aventuras en el polo sur.

MIS AVENTURAS EN EL POLO SUR

Ana María Shua

Cuando yo era chica, en las casas no había heladeras que fabricaran
hielo. Lo que había eran unas cajas que se cerraban herméticamente,
donde se ponían las barras de hielo que uno le compraba al hielero. El
camión llegaba hasta la puerta de la casa y un señor fuerte y musculoso
sacaba una gran barra de hielo envuelta en un pedazo de arpillera. Se la
ponía al hombro, la entraba en la casa y la gente la guardaba en esas
“heladeras” que eran en realidad cajas para guardar hielo. Y si no me
creés, preguntale a tu mamá.
Observando esa situación, se me ocurrió una gran idea para ganar plata.
Yo necesitaba la plata para organizar una expedición al Amazonas, donde
pensaba descubrir varios templos perdidos llenos de diamantes y de víboras.
Mi plan era prefecto: se trataba, simplemente, de llegar hasta el polo
sur y traerme unos cuantos témpanos. Los hieleros vendrían a comprarme
los pedazos de témpano a la costanera para cortarlos en barras y
venderlos casa por casa. Pensaba reservarme un témpano entero para mi
familia y los vecinos.
Decidí hacer el viaje nadando. Mi abuelito me había enseñado a nadar a
los cinco años y yo siempre practicaba en el club. Sabía nadar muy bien
y muy rápido y tenía bastante resistencia. Y si no me creés, preguntale
a mi mamá.
Como preveía un viaje largo, preparé provisiones. Había leído que en la
guerra, en los lugares fríos, los soldados se la pasaban comiendo
chocolate. Aprovechando un descuido del almacenero de la esquina, me
llevé unas cuantas tabletas de chocolate de taza.
Para que el chocolate no se me mojara por el camino (en esa época no
existían las bolsas de plástico) lo corté en barritas y me lo metí
adentro de la bolsa de agua caliente de mi mamá.
Me puse la malla azul, la nueva, me até la bolsa de agua caliente llena
de chocolate a la cintura y me enrollé también una buena cantidad de
piolín, que siempre hace falta. Después me vestí para disimular y
escribí una carta para que mis padres supieran dónde estaba y no se
preocuparan. Era de tardecita y me tomé el colectivo que llevaba a la
costanera.
En la costanera había pescadores y carritos que vendían chorizos y carne
a la parrilla. (Eran verdaderos carritos de lata, pintados de blanco, y
no restoranes como ahora.) Para tirarme al agua tuve que esperar que
estuviera bien oscuro: no quería que ninguna persona grande me viera y
se pusiera a gritar pensando que me estaba ahogando. Las personas
grandes son buenas pero son un poco tontas.
Empecé a nadar con mucho entusiasmo, cruzando el río en dirección al
mar. Llevaba una brújula para no equivocarme el camino: tenía que ir
siempre hacia el sur. Era verano, hacía calor y el agua estaba tibia.
Yo nadaba crawl, a veces pecho, y cuando tenía que descansar me tiraba a
hacer la plancha. Cada vez que tenía hambre sacaba una barrita de
chocolate y me la comía despacito, dejando disolver los pedazos de
chocolate en la boca para que me duraran más. Todavía tengo en el
freezer un pedacito de chocolate que me guardé de recuerdo.
En unas ocho horas de nado ya estaba en mar abierto y allí decidí dormir
una siestita larga para recuperar fuerzas. Me quedé dormida haciendo la
plancha y soñé con un gran témpano de helado de todos los gustos que
existían entonces y que no eran muchos (había solamente crema,
chocolate, frutilla y tutti frutti).
Me despertó un golpe de agua en la cara. Había tormenta, el mar estaba
muy picado y caía la lluvia. Sin dejar de hacer la plancha abrí la boca
y aproveché para tomar agua dulce, que me hacía mucha falta.
Las olas me alzaban y me volvían a tirar. Tenía los dedos de las manos y
los pies competamente arrugados y empecé a sentir mucho frío. Recién ahí
me di cuenta de que no había considerado el problema de la temperatura.
Todavía estaba muy lejos del polo y ya tenía frío, simplemente por el
hecho de haber estado tantas horas en el agua.
En ese momento, a la luz de un relámpago, vi algo que me distrajo por un
momento de mis preocupaciones. Un enorme tiburón blanco se dirigía hacia
un ballenato que nadaba indefenso entre las olas. Era muy extraño que su
madre no estuviera con él.
Sin dudar un segundo, nadé con todas mis fuerzas hacia allí, y
colocándome delante del ballenato para protegerlo con mi cuerpo, le di
al tiburón una fuerte patada en la cara, tratando de evitar las
horribles mandíbulas con tres hileras de dientes.
¡Y pensar que mi mamá siempre me retaba porque yo me olvidaba de
cortarme las uñas de los pies! En esas circunstancias esa mala costumbre
fue mi salvación. Porque la uña larga y dura del dedo gordo de mi pie
derecho se clavó justo en el ojo del tiburón, dañándolo de tal manera
que el maldito escualo se alejó, furioso y asustado. Y si no me creés,
en casa tengo para mostrarte un pedacito de ojo de tiburón que me quedó
debajo de la uña, y que ahora parece una piedrita negra.
La madre del ballenato, una gigantesca ballena austral, había emergido
justo a tiempo para ver mi valiente acción. Infinitamente agradecida,
nadaba a mi alrededor como si buscara la forma de devolverme el favor.
Entonces supe cuál sería la solución a mi problema.
Apartando como si fuera una cortina de flecos las barbas de la ballena,
me metió en su bocaza. Las ballenas, como todos los mamíferos, tienen la
sangre caliente y adentro de su boca no volvería a sentir frío, aunque
naturalmente estaba muy húmedo. Me acosté en su blandísima lengua, donde
me hundí como en un colchón de agua y me tapé con un pliegue de la piel.
Yo no tenía ningún temor, porque las ballenas no tienen dientes, pero
además tienen la garganta tan chica (apenas el tamaño de un puño) que no
hubiera podido tragarme aunque quisiera. Y por supuesto, no quería.
Al día siguiente consulté mi brújula y descubrí, encantada, que la
ballena se dirigía precisamente hacia el sur. Decidí llamarla Malena. De
vez en cuando Malena abría la boca para tragar agua con plancton. En
esos momentos me bastaba para contener la respiración y dejar que pasara
la inundación. Al rato ya estaba calentita otra vez. Y si no me creés,
probá un día a meterte en la boca de una ballena viva y vas a ver qué
cómodo que estás.
Mientras viajábamos hacia mi destino, me dediqué a escuchar atentamente
los extraños sonidos que producía la ballena y que parecían una especie
de lenguaje. Cada tanto me sacudían los cabezazos del ballenato, que
golpeaba el cuerpo de su mamá para hacer salir la leche y después se la
tomaba mezclada con agua de mar.
Justo cuando se me estaba por terminar el chocolate y ya estaba pensando
cómo podría pescar algo comestible, Malena abrió su bocaza y pude ver
dos espectáculos maravillosos. En primer lugar (y ya lo sospechaba por
el tremendo ruido de las explosiones) habíamos llegado a la zona donde
los témpanos se desprenden de la costa helada y empiezan a derivar por
el océano. Y en segundo lugar, mi amiga Malena se había encontrado con
sus amigos y familiares: una manada de cincuenta ballenas retozaba a
nuestro alrededor.
Yo había salido de casa con la idea de atar los témpanos uno por uno con
el piolín y nadar de vuelta arrastrándolos detrás mío. Ahora comprendía
que eso era imposible: el peso de las gigantescas moles rompería el
piolín casi en seguida. Pero en cambio tenía a las ballenas, que se
habían reunido alrededor de mi amiga Malena como si fuera su jefa.
Por el camino, y gracias a mis cuidadosas observaciones, yo había
llegado a entender el idioma de las ballenas, esos sonidos agudísimos
que pueden emitir hasta debajo del agua y que se oyen a varios
kilómetros de distancia. Ahora era capaz de comunicarme con las
ballenas, aunque después de hablarle un rato a Malena, me quedaba un
fuerte dolor de garganta.
Mi gran amistad con esta ballena que me abrigaba en su boca me permitió
lograr que la manada entera colaborara con mi plan. Hay que decir que
Malena me adoraba y todo le parecía poco cuando se trataba de
agradecerme por haber salvado a su hijo.
Siguiendo las órdenes que les transmitía Malena (yo no podía ni asomarme
a través de sus barbas porque el frío me hubiera congelado
inmediatamente), cada una de las cincuenta ballenas se puso detrás de un
témpano y empezó a empujarlo. Pronto conseguimos ponernos en marcha.
Malena, el ballenato y yo íbamos adelante, señalando el camino: siempre
hacia el norte. Detrás nuestro, de dos en dos, como si fuera un ejército
en marcha, venían las cincuenta ballenas con los cincuenta témpanos. Por
suerte Malena se conformó con comer lo menos posible hasta que
llegáramos a aguas más cálidas: yo no hubiera podido sobrevivir a las
inundaciones de agua helada.
El gran problema del viaje de vuelta fue la comida para mí, porque ya no
me quedaba ni media barrita de chocolate (excepto el pedacito que guardé
para mostrarte). Por el agua para beber no tuve que preocuparme, porque
la saliva de Malena era tan dulce como la mejor agua de pozo.
En cambio pasé bastante hambre, aunque al final me acostumbré a comer
plancton. Filtraba entre mis dedos el agua que entraba en la boca de
Malena y me quedaba en las manos una especie de ensaladita de algas y
pequeñísimos crustáceos parecidos a los camarones. No era muy rica pero
servía para alimentarme.
Por el camino nos cruzamos con algunos barcos balleneros, pero no se
atrevieron a atacarnos, supongo, por lo extraño del espectáculo. El
capitán de un ballenero ruso nos sacó una foto. Y si no me creés, no
tenés más que ir a Odesa y preguntar por el ex capitán del Oigadóñayá:
tiene la foto enmarcada en el living de su casa.
Lamentablemente, a medida que avanzábamos hacia el norte y el agua se
iba calentando, los témpanos empezaron a derretirse. Cada vez se
deshacían más rápido, se les desprendían grandes trozos y se achicaban
delante de mi vista. Yo trataba de apurar a las ballenas, que nadaban
ahora a toda velocidad.
Sin embargo, y a pesar de nuestros esfuerzos, cuando llegamos a la
costanera, de los cincuenta témpanos no habían quedado más que cincuenta
grandes barras de hielo, que las ballenas empujaban con gran facilidad.
Una gran multitud se había reunido para recibirnos. Yo me apuré a vender
las barras de hielo antes de que se convirtieran en cubitos. Con la
plata que gané me alcanzó justo para pagarle al almacenero los
chocolates que le había sacado para el viaje.
La despedida que me hicieron las ballenas fue emocionante. Todas al
mismo tiempo lanzaron sus chorros de vapor en el aire mientras yo
agitaba mi pañuelo. Y si no me creés preguntale a mi hermana Alisú, que
estaba parada en la baranda de la costanera y la salpicaron toda.
Después me fui a casa a tomar la leche mientras pensaba alguna otra
manera de conseguir el dinero que necesitaba para organizar mi gran
expedición a la selva del Amazonas.