Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Edipo Rey.

Arkadi Timofeevich Averchenko.
Edipo Rey.

I

El portero entró en mi despacho y me dijo:

—Preguntan por usted, señor.

—¿Quién?

—Edipo Rey.

—No le conozco.

—Él me ha dicho que le conoce usted.

—¿Qué quiere?

—No sé. Me parece que trae un manuscrito.—Torcí el gesto.

—Que espere. Estoy ocupado. Cuando termine llamaré.

Un cuarto de hora después Edipo Rey se hallaba en mi presencia.

Era un joven gordo, carirredondo, pecoso, de labios gruesos.

—Buenas tardes, querido amigo —me saludó, tendiéndome la mano—. ¿Qué tal?

—Bien, ¿y usted?... ¿Con quién tengo el honor de hablar?

El joven se había ya repantigado, motu proprio, en una butaca.

—¡Cómo! ¿No se acuerda usted de Edipo Rey?

—¿El padre de Antígona?

—No. El Edipo Rey que le envió a usted el mes pasado unas poesías, que
usted no publicó.

Me contestó usted dos veces en su «Estafeta».

—¡Ah, sí, sí; ya recuerdo!

—Es bonito el seudónimo, ¿verdad?

—No es feo, no.

—¡Edipo Rey! Le llamaría a usted la atención.

—Sí.

—En su primera respuesta me decía usted: «Su poesía, aunque concebida en
una cabeza

coronada, avergonzaría a un cochero de punto». Se reirían mucho los
lectores.

—¿Viene usted, por lo visto, a pedirme explicaciones?

—¡No! Lo que me ha movido a visitarle a usted ha sido la segunda
respuesta. La recordará

usted...

—Vagamente.

—¡Qué desmemoriado! Me decía usted: «Renuncie de una vez para siempre a
pulsar la lira. Le

aconsejamos que se dedique a otra ocupación».

—¿Y qué? ¿No está usted conforme?...

—Sí; pero vengo a que me diga usted la ocupación a que debo dedicarme.

—¡Hombre, yo qué sé!

—¡Cómo!

El joven me miró con asombro, casi con indignación.

—¡Ah, no! —añadió—. Habiéndome usted aconsejado de un modo tan
categórico que cambie de

oficio, su deber es orientarme, ¿comprende usted?

—No del todo.

—El joven cogió un pitillo de mi cigarrera, lo encendió y se explicó de
esta guisa:

—Usted me ha cerrado, por decirlo así, las puertas del Parnaso, me ha
hecho renunciar a la

carrera de poeta. Y ha contraído con ello cierta responsabilidad en lo
que atañe a mi

porvenir.

—Para aconsejarle a usted —objeté yo tímidamente— la carrera que ha de
elegir, necesitaría

conocerle un poco, saber de lo que es usted capaz.

—¡De todo!

—Eso es demasiado, joven. Es más: eso es peligroso. Hay que ser capaz de
algo concreto.

¿Cuál es su carrera predilecta?

—La literaria.

—Sí; pero...

Si no puedo aspirar a ser un gran poeta o algo por el estilo,
aceptaría... —Edipo Rey

reflexionó un instante—, aceptaría, por ejemplo, el empleo de secretario
de esta revista.

—Tenemos uno.

—No importa; se le despide.

—¿Pero con qué pretexto?

—¡No sea usted cándido! Es muy fácil echar a un secretario. Se le acusa
de haber perdido

un original importante, y asunto concluido.

La idea era genial.

—Lo pensaré —dije humildemente.

II

Entró en el despacho una de nuestras empleadas.

—¿Qué hay, Anna Nicolayevna? —le pregunté.

—Acaban de avisar de la imprenta que la censura no deja pasar la poesía.

—¡Cómo! No hay motivo...

Edipo Rey nos escuchaba con visible interés.

—¿Dice usted —inquirió— que la censura no permite...?

—No permite publicar la poesía —contestó mirando, asombrada, al monarca,
Anna Nicolayevna.

El monarca guardó silencio unos instantes, tamborileando con los dedos
sobre la mesa, y

dijo:

—Bueno; eso corre de mi cuenta. Dígale al regente que no se preocupe. Yo
le hablaré a

Pedro Vasilievich.

Anna Nicolayevna, cuyo asombro subió de punto, me miró, como
preguntándome: «¿Quién es

este señor?», y salió:

—Pedro Vasilievich —añadió Edipo Rey, al ver pintadas en mi rostro la
extrañeza y la

perplejidad— es uno de mis mejores amigos. Él es el verdadero jefe del
Negociado de la

Prensa. Se publicará la poesía. ¡A otra cosa! ¿Dónde compra usted el
papel? ¿A cómo lo

paga?

Satisfice su curiosidad.

—Un amigo mío, Eduardo Pavlovich, se lo venderá a usted con un quince
por ciento de

rebaja. Si usted me lo permite...

Y sin esperar u que yo se lo permitiese, se acercó al teléfono y
descolgó el auricular.

—¿Central? ¡77-18! ¡Gracias! ¿Con quién hablo?... ¡Hola, Eduardo! ¿Qué
tal?... Escucha:

soy íntimo amigo del director de la revista Satirikon, y quiero que le
surtas, de hoy en

adelante, de papel; pero haciéndole una rebajita. ¡Ya ves, es un buen
parroquiano!... ¿El

cinco por ciento? ¡No, no, el quince!... ¡Nada, nada, el quince, no seas
tacaño! ¡Tengo un

gran interés!... ¡Gracias! En seguida se te pedirá una remesa. ¿Por qué
no fuiste anoche

al círculo?... ¿Una aventurilla? ¡Ah, granuja!... ¿Mañana, a las siete,
para comer juntos?

¡Encantando! No faltaré. ¡Adiós! No dejes de dar órdenes respecto al
papel del

Satirikon... ¡Muchas gracias!

El joven colgó el auricular y se sentó de nuevo.

—¿Ve usted?... Ese quince por ciento supone un ahorro anual de
consideración. ¿Cuánto

papel consumen ustedes al año?

Contesté a esta nueva pregunta.

—El ahorro asciende, pues, a cinco mil rublos. O sea a cincuenta mil
rublos cada diez

años, a quinientos mil cada siglo.

Incliné la cabeza bajo el peso de aquellas cifras, turbado como un
criminal ante un juez

implacable.

III

Edipo Rey se había sentado en mi sillón y tomaba notas en su carnet.

—Veo que no tienen ustedes anuncios de Bancos.

—Los Bancos —repuse— no se anuncian en las revistas satíricas.

—¿Por qué no? El del Estado, lo comprendo; pero los particulares... El
de la Siberia, por

ejemplo... Verá usted. Con su permiso...

Nueva conferencia telefónica.

—¿Central? ¡121-14! ¡Gracias! ¿El Banco Siberiano? Quisiera hablar con
el director. ¿Eres

tú, Miguel?... Qué tal? ¿Cómo van los negocios? A pedir de boca,
¿verdad?... ¿Un magnífico

dividendo? ¡Me alegro!... ¿Qué? ¿Una excursión a las islas? No puedo;
estoy muy ocupado.

¡Que os divirtáis!... Oye: tengo un favor que pedirte. Envía mañana un
anuncio al

Satirikon... El director es mi mejor amigo, y mi interés en que se le
complazca es

grandísimo. ¿Qué no les dais nunca anuncios a los periódicos satíricos?
¡No importa! No

hay regla sin excepción... ¡Nada, nada!... ¿Cómo?... Quinientos rublos
página... ¿Una

rebaja? ¡Pero si es muy barato!

—Hágale una rebajita —dije a media voz.

El joven volvió la cabeza y me dirigió una mirada de reproche.

—Hace usted mal en ser tan blando con estos sacos de oro. ¡Eh, tú, Libro
Mayor! ¡Te

rebajamos el veinte por ciento! ¡No te quejarás!... ¿Qué? ¿Que le dé las
gracias al

director? ¡Bueno! ¡Adiós!

Edipo Rey colgó el auricular.

—Me encarga que le dé a usted las gracias.

—No hay de qué —respondí modestamente.

—¿Ve usted?... Mañana mismo le traerán el anuncio. ¿Podrá insertarse en
este número?

—Desde luego.

Luego de tomar otra vez asiento en mi sillón, el joven cogió otro
pitillo de mi cigarrera

y lo encendió. Yo no sabía ya a ciencia cierta cuál de nosotros dos era
el director de la

revista.

—Y de sus colaboradores, ¿qué? ¿Cómo andan ustedes?

—Bien —contesté, no sin timidez—. Nos envían originales, con frecuencia,
escritores muy

distinguidos. Por ejemplo...

Nombré a nuestros principales colaboradores.

—¿Y Korolenko? —interrogó, severo, mi interlocutor—. ¿Korolenko no
escribe en el

Satirikon?

—No; no escribe nunca en los periódicos satíricos.

—Es preciso, no obstante, que escriba en el nuestro.

—No creo que sea fácil conseguirlo.

—De eso me encargo yo. Hay que publicar cosas suyas, aunque sean de poca
monta. Lo

importante es su firma. De lo que se trata es que figure entre los
colaboradores del

periódico. Voy a telefonearle. Debe de estar en la Redacción de La
Riqueza Rusa, que

dirige él, como sabe usted. Tenga usted la bondad de buscar en la lista
el número del

teléfono, pues no lo recuerdo.

Obedecí.

—447-11.

—Gracias. ¿Central? ¡447-11! ¿La Riqueza Rusa?... Que haga el favor de
acudir al aparato

Vladimiro Ignatich...

—Korolenko se llama Vladimiro Galaktionich —me permití observar.

—¿Sí? Como yo le llamo siempre por el diminutivo... Volodia... ¿Con
quién hablo?... ¿Eres

tú, Volodia? ¿Qué tal, querido? Siempre escribiendo, ¿eh? Como el
boyardo de Puchkin,

«escribes toda la noche con tu pluma impregnada de venganza...» Debías
escribir algo

ligero, chico... ¿Qué no te sería fácil publicarlo? ¡Yo me encargo de la
publicación! Te

lo publicaré en una revista satírica cuyo director es íntimo amigo
mío... ¿Cómo?... ¡Desde

luego! Podremos hacerte un anticipo... ¿Qué?... ¿Tienes un articulo
inédito?

¡Magnífico!... ¿Setecientas líneas? Es demasiado. Pero no importa;
podremos acortarlo un

poco, ¿verdad? Bueno; mándanoslo en seguida, y si nos gusta... ¿Que me
esperáis mañana?

Bueno; procuraré ir. ¡Adiós! A los pies de Anna Evgrafovna y besos a Katia.

Edipo Rey volvió a sentarse en mi sillón.

—Bueno; ya figura entre nuestros colaboradores Korolenko, uno de los
nombres más gloriosos

de la literatura rusa. Setecientas líneas será demasiado, ¿no? Él me ha
dado permiso para

podar a nuestro antojo. Aunque reduzcamos el artículo a la mitad de su
tamaño no se

enfadará.Siendo cosa mía...

IV

—Veo que tiene usted muy buenas relaciones.

Mi interlocutor se sonrió, halagado por mis palabras.

—Sí; no son malas. Ya sabe usted que, en lo que pueda serle útil, estoy
a su disposición.

Tengo amigos en la banca, en la literatura, en la política, en todas
partes. ¿Le convengo

como secretario de la revista? Dígamelo con la mano sobre el corazón.

—Sería un gran honor para nosotros...

—Pues bien; no hay más que hablar...

—Pero, ¿cómo desembarazarnos de nuestro secretario actual?... Acusarle
de la pérdida del

manuscrito, como usted me ha aconsejado, me parece un poco...

El joven me impuso silencio con el ademán.

—Se me ha ocurrido una idea. Mire usted: se puede escribir una carta,
que crea él escrita

por el director de otra revista, ofreciéndole el empleo de secretario
con un sueldo mucho

mayor que el que tiene aquí. Él, como es natural, se despedirá. ¿Qué le
parece?

—¡Admirable, admirable! De acuerdo. ¡Hasta mañana, pues!

—Usted me avisará por teléfono, ¿eh?

—No será fácil.

—¿Por qué?

—Porque... A propósito: ¿conoce usted al director de la red telefónica?

—¿A Vania? ¡Somos como hermanos!

—¿Sí? ¡Cuánto me alegro! Hace tres días que mi aparato no funciona, y
estoy incomunicado,

aislado; lo que me origina una porción de trastornos y molestias...

Edipo Rey me miró con asombro e indignación, como si hubiera sido
víctima de una cruel

perfidia.

—Luego todas mis conferencias telefónicas... —balbució.

Yo no contesté nada. Ni siquiera me atreví a sostener su mirada, y bajé
los ojos. Se

acercó al diván y acarició, meditabundo, el cuero del respaldo;
dirigióse, lento y

cabizbajo, a la ventana, levantó el visillo y miró a la calle; atravesó
dos o tres veces,

diagonalmente, en un ir y venir nervioso, desasosegado, la estancia; se
detuvo junto a la

mesa, cogió una cerilla del cenicero, la sometió a un minucioso examen y
la tiró al suelo;

después se entregó, durante cerca de un minuto, a la contemplación del
tintero, que estaba

a la derecha de mi carpeta, y lo trasladó, suspirando a la izquierda.
Realizado este acto

misterioso, se acercó de nuevo al diván, volvió a acariciar el respaldo,
cogió el sombrero

y sin decir palabra se fue.

No cambiamos de secretario.

Arkadi Timofeevich Averchenko.