Texto publicado por Miguel de Portugalete

el secreto se esconde detrás de la naranja

El secreto se esconde detrás de la naranja  

Héctor M. Guyot    

Cuando todo me sabe igual y nada me conmueve, recuerdo esas tardes interminables de mi infancia en que era capaz de seguir el derrotero de una hormiga durante
horas y hundir un palito en el hormiguero sólo para ver qué había debajo. El mundo era nuevo y estaba ahí para ser descubierto. Yo era un chico como cualquier
otro y aquella entrega al asombro era un hecho natural, indoloro, casi inconsciente. La curiosidad no deriva de la voluntad. Es, como el amor, un músculo
que permite unir algo que llevamos dentro sin saberlo con algo que estaba esperando afuera. Simplemente sucede. Sólo hay que permanecer despiertos
. Activada esa correspondencia, somos tironeados por un hilo invisible y concentramos nuestra atención en aquello que nos atrapó, olvidándonos de todo lo
demás.
La curiosidad genuina está hoy bajo amenaza porque cada vez es más difícil olvidarse de todo lo demás. Los smartphones, que sirven para combinar el encuentro
con los amigos, escribir el tuit repentino, reírnos de la foto que subió un primo y enterarnos de que el dólar cerró en baja suponen al mismo tiempo una
hiperconexión que nos obliga a saltar de una cosa a la otra, y eso conspira contra la posibilidad de detenernos en algo. Surfeamos sobre hechos y personas
que se suceden en un desfile incesante y así nos sentimos inmersos en el flujo de la vida, que hoy palpita en los estímulos intercambiables de la red virtual
que vibra bajo la pantalla. Pero, en medio de la aceleración que impuso la tecnología, sin tregua posible, la curiosidad no encuentra resquicio para imponerse
y el músculo se debilita. Todo pasa muy rápido y nos cuesta tender ese hilo que nos une con algo particular y concreto. No conseguimos focalizar nuestra
atención. Así se va apagando el verdadero Wi-Fi que nos conecta con las cosas y la gente. 
La curiosidad exige abstraerse del vértigo y aislar el objeto que nos desvela. En tiempos de desatención, es un acto de resistencia. En lugar de surfear
las cosas, el curioso busca horadar la superficie para alcanzar el secreto que se oculta detrás. En la realidad talismánica en la que vivimos, todo esconde
un secreto, que sólo se revela a aquellos capaces de detenerse lo suficiente en las apariencias como para dar el salto y ver más allá. 
Las cosas -y lo mismo las personas- sólo se abren a quien está dispuesto a ofrecer, a cambio, verdadera atención. Es lo que ha descripto John Berger sobre
el acto creativo de pintar, ante la obra de los grandes maestros: "Si pensamos las apariencias como una frontera, se podría decir que los pintores buscan
mensajes que cruzan la frontera: mensajes que provienen de la parte posterior de lo visible. Y esto, no porque todos los pintores sean platónicos, sino
porque miran muy arduamente". Y agrega enseguida, para completar la idea: "Dibujar no es sólo medir y bosquejar; es también recibir". 
Todavía recuerdo una vieja entrevista en la que el poeta Enrique Molina, que en su vida de marinero había viajado por los siete mares, contaba que se había
pasado horas observando una simple naranja. Los descubrimientos que le deparó la experiencia hay que buscarlos en su poesía, que celebra la exuberancia
del mundo físico y sensual, pero al mismo tiempo sondea el misterio que late detrás de las cosas.
A quien se maraville en la mera contemplación de una naranja difícilmente lo asalte el tedio, que llega cuando todo nos da lo mismo. Hoy el desafío sería
aislar esa naranja -o cualquier objeto o asunto que nos llame- de la marea informativa y de los estímulos que sin pausa llegan a nosotros a través de los
medios y de los dispositivos electrónicos que llevamos encima como un sexto sentido que adormece los demás. Poder cortar el flujo cada vez que lo decidamos,
para fijar la atención en un punto. Preservar esa capacidad de anudar el hilo que surge de nuestro interior con algo que está allá afuera. De lo contrario,
corremos el riesgo de descubrir que aquello que nos devuelve la pantalla del smartphone no es en verdad el vasto mundo que sigue girando sino apenas nuestra
propia imagen, reflejada en el vidrio del celular igual que la de Narciso en el lago, como ilustró magistralmente una tira de Liniers aparecida hace unos
días en esta página.
La realidad se completa con la curiosidad del que mira. Sin ella, todas las historias cuentan lo mismo y carecen de sentido. Por eso son tan necesarios
aquellos que levantan la piedra para ver qué hay debajo, y también los que se preguntan qué hay dentro y hasta detrás de ella. Son los que están atentos.
Despiertos. Gracias a ellos, el mundo sigue siendo ancho e inagotable.  

LA NACION