Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Oscar Wilde El niño estrella.

Éranse una vez dos pobres leñadores que cruzaban un enorme bosque de
pinos, de regreso a su casa.
Era invierno y hacía una noche glacial. La nieve había cubierto la
tierra con una capa espesa y envuelto también las ramas de los árboles;
la helada iba rompiendo las ramitas, a ambos lados del camino, a medida
que pasaban, y cuando llegaron al Torrente de la Montaña le vieron
petrificado en el aire porque el rey del hielo le había besado.
Tanto frío hacía, que hasta los animales y los pájaros no sabían qué
pensar ni qué hacer.
- ¡Uf! -rezongó el Lobo cojeando a través de la maleza con la cola entre
las patas-, este tiempo es perfectamente monstruoso. ¿Por qué no lo
remedia el Gobierno?
- Vit, vit, vit -piaron los verdes jilgueros-; la anciana Tierra ha
muerto y la han envuelto en su blanca mortaja.
- La Tierra va a casarse y éste es su traje de novia -murmuraban las
tórtolas entre sí-.
Sus rosadas patitas estaban heridas por la helada, pero creían que su
deber consistía en juzgar la situación desde un punto de vista romántico.
- ¡Tonterías! -protestó el Lobo-. Os aseguro que todo esto es culpa del
Gobierno, y si no me creéis os comeré.
El Lobo tenía un gran sentido práctico y nunca le faltaban argumentos
convincentes.
- Bueno, por mi parte -dijo el Picamaderos, que era un filósofo nato-,
me importa un pepino la teoría de las explicaciones. Si una cosa es así,
es así, y de momento hace un frío horrible.
Y la verdad es que hacía un frío terrible. Las pequeñas ardillas que
vivían en el interior del gran abeto no paraban de frotarse sus
hociquitos para calentarse, y los conejos se acurrucaban en sus
madrigueras y ni se atrevían siquiera a mirar al exterior.
Las únicas que parecían disfrutar de todo aquello eran las grandes
lechuzas. Tenían las plumas rígidas por la escarcha, pero no les
importaba y, sin dejar de mover sus amarillos ojazos, se llamaban unas a
otras a través del bosque:
- ¡Tu-vuit! ¡Tu-vun! ¡Qué tiempo tan delicioso tenemos!
Los dos leñadores iban bosque adelante, soplando sobre sus dedos y
golpeando, con sus claveteadas botas, sobre la endurecida nieve. Una vez
se cayeron por un hueco profundo y salieron tan blancos como salen los
molineros cuando las muelas trabajan, y una vez resbalaron sobre la
superficie del hielo, donde se había helado el agua de los marjales, y
sus leños se cayeron de los fardos y tuvieron que recogerlos y volverlos
a atar de nuevo.
Otra vez creyeron que habían perdido el camino, y un gran terror se
apoderó de ellos, porque sabían que la Nieve es cruel para con aquellos
que se quedan dormidos en sus brazos. Pero pusieron toda su confianza en
el buen San Martín, que vela por todos los viajeros, y retrocedieron
sobre sus pasos y siguieron fatigosamente adelante y por fin llegaron al
término del bosque y vieron a lo lejos, en el valle, las luces de la
aldea donde vivían.
Sintieron tanta alegría por verse a salvo, que se echaron a reír a
carcajadas, y la Tierra les pareció como una flor de plata y la Luna una
flor de oro.
Sin embargo, después de haber reído se entristecieron porque recordaron
su pobreza, y uno de ellos dijo al otro:
- ¿Por qué nos alegramos tanto, puesto que la vida es para los ricos y
no para aquellos como nosotros? Mejor sería que muriésemos de frío en el
bosque o que una fiera cayese sobre nosotros y nos devorara.
- Es verdad -contestó su compañero-; a unos se les da mucho y a otros
muy poco. La injusticia ha parcelado el mundo, y no hay partes iguales
en nada excepto en el dolor.
Pero mientras se lamentaba de su miseria ocurrió este hecho extraño.
Cayó del cielo una estrella muy brillante y hermosa. Resbaló por un lado
de la bóveda celeste, pasando junto a las otras estrellas en el curso de
su descenso, y a medida que la contemplaban asombrados les pareció que
se hundía detrás de un grupo de sauces que se destacaban junto a un
pequeño redil, a un tiro de piedra de distancia.
- Vaya, habrá oro para el que lo encuentre -exclamaron, y se echaron a
correr, tal era su afán por encontrar oro.
Y uno de los dos corrió más veloz que el otro y le adelantó y se abrió
paso por entre los sauces y salió por el otro lado y he aquí que había
algo sobre la nieve. Se apresuró hacia aquello y, agachándose, le puso
las manos encima, y era una capa de tisú de oro, curiosamente
entretejida de estrellas y profusamente doblada. Y gritó a su compañero
que había encontrado el tesoro caído del cielo, y cuando su compañero
llegó a su lado se sentaron ambos en la nieve y soltaron los dobleces de
la capa para poder repartirse las piezas de oro. Pero, ¡ay!, no había
oro allí, ni plata, ni en verdad ningún tesoro; solamente un niño que
dormía.
Y uno de ellos dijo al otro:
- Éste es un amargo final para nuestra esperanza, y ¡qué poca suerte
tenemos!, porque ¿qué beneficio puede un hombre sacar de un niño?
Dejémosle aquí y prosigamos nuestro camino, pues somos pobres y tenemos
hijos propios, cuyo pan no podemos repartir con otro.
Pero su compañero replicó:
- No. Sería una mala acción dejar el niño para que muera de frío aquí en
la nieve, y aunque soy tan pobre como tú y tengo muchas bocas que
alimentar y muy poca cosa en el puchero, de todos modos lo llevaré a
casa conmigo y mi mujer cuidará de él.
Y con gran ternura cogió al niño y lo envolvió en la capa para
protegerle contra el cortante frío y fue hacia la aldea, colina abajo,
mientras su compañero quedaba sorprendido por tanta locura y blandura de
corazón.
Y cuando llegaron a la aldea, su compañero le dijo:
- Tú tienes el niño; por tanto, dame a mi la capa, porque es justo que
repartamos.
Pero él le contestó:
- No, porque la capa no es tuya ni mía, sino solamente del niño -y,
deseándole buena suerte, se acercó a su casa y llamó a la puerta.
Y cuando la mujer abrió la puerta y vio a su marido sano y salvo ante
ella, le echó los brazos al cuello y le besó y le descargó del haz de
leños que llevaba a la espalda, le limpió la nieve de las botas y le
hizo pasar.
Pero él le dijo:
- He encontrado algo en el bosque y te lo traigo para que lo cuides -y
no se movió del umbral.
- ¿Qué es? Enséñamelo, porque la casa está desnuda y necesitamos
infinidad de cosas.
Y él entonces apartó la capa y le dejó ver al niño que dormía.
- ¡Pero, hombre de Dios! -murmuró-. ¿No tenemos ya bastantes hijos, que
necesitas traer un niño encontrado a que ocupe un nuevo puesto en el
hogar? ¡Quién sabe si nos traerá mala suerte! ¿Y cómo vamos a cuidarle?
Y se indignó contra él.
- Es un niño estrella -contestó, y le contó el extraño modo de encontrarlo.
Pero ella no quiso calmarse, sino que se burló de él y le increpó:
- ¿Nuestros hijos carecen de pan y vamos a dar de comer al hijo de
otros? ¿Quién se apiada de nosotros? ¿Y quién nos da de comer?
- Bien, pero Dios cuida incluso de los gorriones y les procura alimento
-contestó él.
- ¿Acaso no mueren de hambre en invierno también los gorriones? ¿Y no
estamos ahora en invierno?
Y el hombre no dijo palabra, pero no se movió del umbral.
Y por la abierta puerta entró el aire cortante del bosque, que hizo
estremecer a la mujer, quien, temblando, dijo a su marido:
- ¿No quieres cerrar la puerta? Entra un viento helado y yo tengo frío.
- ¿Quieres que entre en una casa donde vive un corazón duro y tan frío
como el viento helado? -preguntó.
Y la mujer no abrió la boca, pero se acercó más aún al fuego.
Pasado un rato, se volvió y le miró, y tenía los ojos llenos de
lágrimas. Y él entró entonces rápidamente y puso al niño en sus brazos,
y ella le besó y le acostó en una cuna donde dormía el más joven de sus
hijos. Y a la mañana siguiente el leñador cogió la extraña capa de oro y
la guardó en un arcón, y la mujer guardó también con la capa una cadena
de ámbar que el niño llevaba en el cuello.
Así fue como el niño estrella creció con los hijos del leñador y se
sentó a la mesa con ellos y fue su compañero de juegos. Y a cada año que
pasaba su belleza era mayor, al extremo de que todos los habitantes de
la aldea se maravillaban porque mientras ellos eran morenos y de cabello
negro, él era blanco y delicado como una talla de marfil y sus rizos
eran como los pétalos del narciso. También sus labios eran como pétalos
de una flor, y sus ojos como violetas junto a un claro arroyo, y su
cuerpo como el narciso de un campo por el que no pasa el segador.
Pero su belleza era una maldición para él, ya que creció orgulloso,
egoísta y cruel. Los niños del leñador y los demás niños de la aldea
eran víctimas de sus desprecios; les decía que eran de origen miserable,
mientras que él era noble por el hecho de haber nacido de una estrella,
y se erigió en señor de todos ellos y los llamaba sus siervos. No se
apiadaba del pobre, ni de aquellos que eran ciegos, o contrahechos, o
desvalidos de un modo u otro, sino que los apedreaba y los empujaba al
camino y les ordenaba que se fueran a pedir limosna a otra parte, de
modo que nadie, excepto los que estaban fuera de la ley, iba por segunda
vez a mendigar a la aldea.
En verdad era un enamorado de la belleza, y se mofaba de los débiles y
de los feos, y su burla era cruel. Sólo se amaba a sí mismo, y en
verano, cuando los vientos reposaban, se echaba al suelo junto al pozo
del huerto del rector y contemplaba la maravilla de su rostro y reía por
la alegría que su hermosura le proporcionaba.
El leñador y su mujer le reprendían con frecuencia, diciéndole:
- No te tratamos como tratas tú a los desvalidos que no tienen a nadie
que los socorra. ¿Por qué eres tan cruel para con los que necesitan
compañía?
También el viejo sacerdote solía mandarle a buscar para inculcarle el
amor a los seres vivientes, diciéndole:
- La mosca es hermana tuya; no le hagas daño. Los pájaros silvestres que
vuelan por el bosque tienen derecho a la libertad; no los caces para
divertirte. Dios creó al gusano ciego y al topo, y ambos tienen
designado su puesto. ¿Quién eres tú para provocar el dolor en el mundo
de Dios? Hasta el ganado en el prado canta las alabanzas del Señor.
Pero el niño estrella no escuchaba sus palabras, sino que hacía un mohín
de desprecio y volvía junto a sus compañeros y los capitaneaba. Y sus
compañeros le seguían porque era hermoso y ligero de pies y sabía bailar
y tocar la flauta y componer melodías. Y dondequiera que el niño
estrella los guiara, ellos le seguían, y cualquier cosa que les mandara,
ellos le obedecían.
Y cuando con una caña afilada pinchó los ciegos ojos del topo, se
rieron, y cuando apedreó al leproso, también rieron. Y en todas las
cosas los gobernaba, y se hicieron tan duros de corazón como él.
Y he aquí que un buen día pasó por la aldea una mendiga. Sus ropas
estaban destrozadas, hechas jirones, y sus pies sangraban por la
aspereza del camino que habían recorrido y se notaba que su situación no
podía ser peor. Y como estaba agotada se sentó a descansar bajo un castaño.
Pero cuando el niño estrella la vio dijo a sus compañeros:
- ¡Mirad! Bajo aquel árbol hermoso y verde se sienta una mendiga
repugnante. Vamos, echémosla de allí, porque es fea y desastrada.
Así que se acercó a ella, la apedreó y le hizo burla, y ella le miró con
el terror reflejado en sus ojos y no apartó la vista de él. Y cuando el
leñador, que partía leña en un lugar cercano, vio lo que el niño
estrella estaba haciendo, se acercó corriendo y le reprendió diciéndole:
- En verdad, eres duro de corazón y desconoces la piedad, porque ¿qué
daño te ha hecho esta pobre mujer para que tú tengas que tratarla de
este modo?
Y el niño estrella enrojeció de ira, pateó el suelo y contestó:
- ¿Y quién eres tú para pedirme cuentas de lo que hago? Yo no soy hijo
tuyo y no te debo obediencia.
- Dices verdad -contestó el leñador-; no obstante, me apiadé de ti
cuando te encontré en el bosque.
Y cuando la mujer oyó estas palabras lanzó un grito de angustia y se
desmayó. Y el leñador la llevó a su propia casa, y él y su esposa la
atendieron, y cuando despertó del desmayo que había sufrido colocaron
ante ella comida y bebida y la hicieron descansar.
Pero ella se negó a comer y a beber y preguntó al leñador:
- ¿No dijiste que el niño fue encontrado en el bosque? ¿Y no hace de eso
diez años precisamente hoy?
Y el leñador contestó:
- Sí, fue en el bosque donde le encontré, y hoy hace precisamente diez años.
- ¿Y qué cosas encontraste junto a él? -exclamó- ¿No iba envuelto en una
capa de oro entretejida de estrellas?
- Cierto -contestó el leñador-; fue tal como tú dices.
Y sacó del arca la capa de oro y la cadena de ámbar y se las enseñó.
Y cuando las vio, la mendiga se echó a llorar de alegría, diciendo:
- Es mi hijito, que perdí en el bosque. Te suplico que lo mandes a
llamar enseguida, porque he recorrido el mundo en su busca.
Y el leñador y su mujer salieron y llamaron al niño estrella y le dijeron:
- Entra en casa, y allí encontrarás a tu madre que te está esperando.
Y él entró corriendo, asombrado y lleno de alegría. Pero cuando vio a la
que le esperaba, rió despectivo y dijo:
- ¿Dónde está mi madre? Porque aquí no veo a nadie más que a esta
despreciable mendiga.
Y la mujer le dijo:
- Yo soy tu madre.
- Estás loca si dices eso -gritó, enfurecido, el niño estrella-. Yo no
soy tu hijo, porque tú eres sólo una mendiga fea y harapienta. Por lo
tanto, vete en seguida y no permitas que vuelva a ver tu repugnante rostro.
- No; eres en verdad mi hijito que yo llevaba por el bosque -gimió, y
cayó de rodillas y le tendió los brazos-. Los ladrones te arrancaron de
mi lado y te dejaron para que murieras -murmuró-. Pero te he reconocido
al verte y he reconocido las prendas, la capa de tisú de oro y la cadena
de ámbar. Por ello te suplico que vengas conmigo, porque he recorrido
toda la tierra yendo en tu busca. Ven conmigo, hijo mío, porque necesito
tu cariño.
Pero el niño estrella no se movió de su sitio y cerró la puerta de su
corazón ante aquella llamada, y tampoco se oyó más ruido que el llanto
de la descorazonada mendiga.
Por fin el niño habló, y su voz era dura y tajante:
- Si eres en verdad mi madre, hubieras hecho mejor alejándote en lugar
de venir a traerme vergüenza, ya que yo creía ser hijo de alguna
estrella y no de una mendiga, como tú aseguras que soy. Así que vete y
que no te vuelva a ver.
- ¡Ay, hijo mío! -exclamó-. ¿No quieres besarme antes de que me marche?
Piensa que he sufrido mucho para encontrarte.
- No -contestó el niño estrella-; me repugna verte, y antes besaría a
una culebra o a un sapo que a ti.
Entonces la mujer se levantó y se alejó por el bosque llorando
amargamente; y cuando el niño estrella vio que se había ido se puso
contento y volvió junto a sus compañeros para poder jugar.
Pero cuando le vieron acercarse se burlaron de él y le dijeron:
- ¡Oh, eres tan repugnante como el sapo y tan odioso como la culebra!
Vete de aquí, porque no te permitiremos jugar con nosotros.
Y le echaron del jardín.
Y el niño estrella se dijo, ceñudo:
- ¿Qué es lo que están diciendo? Iré junto al pozo, me miraré en él y
reflejará mi belleza.
Y se dirigió al pozo y se miró, pero he aquí que su rostro era el de un
sapo y su cuerpo tenía escamas como una culebra. Y echándose en la
hierba, rompió a llorar, diciéndose:
- Seguramente me ocurre esto por causa de mi pecado. Porque he negado a
mi madre, la he alejado y he sido orgulloso y cruel para con ella. Por
lo tanto, recorreré todo el mundo en su busca y no descansaré hasta
haberla encontrado.
Y he aquí que se le acercó la menor de las hijas del leñador y apoyó la
mano en su hombro y le dijo:
- ¿Qué importa que hayas perdido tu belleza? Quédate con nosotros, que
no he de burlarme de ti.
Pero él le contestó:
- No; he sido cruel con mi madre, y este mal me ha sido enviado como
castigo. Por lo tanto, debo irme y andar por el mundo hasta encontrarla
y conseguir su perdón.
Y salió corriendo hacia el bosque y llamó a su madre que volviera, y no
obtuvo respuesta. Siguió llamándola durante todo el día, y cuando el sol
se puso se echó a dormir sobre un lecho de hojas, y los pájaros y los
animales huyeron de él porque recordaban su crueldad, y se quedó solo.
Los únicos que quedaron fueron el sapo, que le contemplaba, y la
culebra, que se alejó arrastrándose despacio.
Y a la mañana siguiente se levantó y cogió unas bayas amargas y las
comió, y emprendió el camino a través del bosque llorando amargamente. Y
a todo lo que encontraba preguntaba si, por casualidad, había visto a su
madre.
Dijo al topo:
- Tú puedes andar por debajo de la tierra. Dime: ¿está ahí mi madre?
Y el topo contestó:
- Has cegado mis ojos. ¿Cómo puedo saberlo?
Y dijo al jilguero:
- Tú puedes volar por encima de las altas copas de los árboles y puedes
ver el mundo entero; dime: ¿puedes ver a mi madre?
Y el jilguero contestó:
- Tú cortaste mis alas para divertirte; ¿cómo voy a volar?
Y a la pequeña ardilla que vivía en el abeto y estaba sola preguntó:
- ¿Dónde está mi madre?
Y la ardilla contestó:
- Tú mataste a la mía. ¿Acaso quieres también matar a la tuya?
Y el niño estrella inclinó la cabeza y lloró y pidió al Dios de todas
las cosas que le perdonara y siguió a través del bosque y bajó a la llanura.
Y cuando cruzaban las aldeas, los niños se burlaban de él y le
apedreaban, y los campesinos no le dejaban siquiera dormir en los
graneros, para que no contaminara el trigo recogido, tan repugnante era
su aspecto, y los jornaleros lo echaban y no había nadie que se
compadeciera de él. En ninguna parte pudo averiguar nada de la mendiga
que era su madre, aunque recorrió todo el mundo por espacio de tres años
y que con frecuencia le parecía verla en el camino, delante de él, y
entonces la llamaba y corría tras ella hasta que las piedras afiladas le
ensangrentaban los pies. Pero jamás pudo alcanzarla, y aquellos que
vivían junto al camino negaron siempre haberla visto, o a alguien que se
le pareciera, y se divertían burlándose de él.
Por espacio de tres años recorrió el mundo, y en el mundo no encontró
amor, ni bondad, ni caridad para él, porque aquel mundo era el que él
mismo se había creado en los días de su inmenso orgullo.
Y una noche llegó a las puertas de una ciudad fortificada situada junto
a un río y, pese a su cansancio y a las heridas de sus pies, quiso
entrar en ella. Pero los soldados que montaban la guardia cruzaron sus
alabardas ante la puerta y le preguntaron brutalmente:
- ¿Qué tienes que hacer en la ciudad?
- Vengo en busca de mi madre -contestó-, y os ruego que me permitáis
pasar, porque tal vez se encuentra en esta ciudad.
Pero se burlaron de él, y uno de ellos meneó su gran barba negra y apoyó
su escudo en el suelo, exclamando:
- En verdad, tu madre no estará contenta al verte, porque eres más feo
que el sapo del pantano o la culebra que se arrastra por los helechos.
¡Márchate! ¡Márchate! Tu madre no vive en esta ciudad.
Y otro que llevaba un estandarte amarillo en la mano le preguntó:
- ¿Quién es tu madre y por qué andas buscándola?
Y él contestó:
- Mi madre es una mendiga, lo mismo que yo, y la traté mal, y os ruego
que me permitáis pasar para que me conceda su perdón, si es que ha
venido a esta ciudad.
Pero no le dejaron y le pincharon con sus lanzas.
Y cuando ya se alejaba llorando, uno cuyo armadura estaba incrustada de
flores doradas y en cuyo yelmo campeaba un león rampante y alado, se
acercó y preguntó a los soldados quién pedía poder entrar. Y le contestaron:
- Es un mendigo, el hijo de una mendiga, y le hemos echado.
- No -contestó riendo-; venderemos este espantajo como esclavo, y su
precio será una copa de vino dulce.
Un viejo mal encarado que pasaba por allí se acercó y dijo:
- Lo compraré por ese precio.
Cuando hubo pagado el precio convenido, cogió al niño estrella de la
mano y lo condujo a la ciudad.
Y después de recorrer varias calles llegaron a una puertecilla abierta
en un muro al que se adosaba un granado. Y el viejo tocó la puerta con
un anillo de jade labrado, y ésta se abrió, y bajaron por cinco peldaños
de cobre a un jardín lleno de amapolas negras y jarrones verdes de
arcilla quemada. Y el viejo sacó entonces de su turbante un velo de seda
estampada y cubrió con él los ojos del niño estrella y le empujó delante
de él. Cuando le quitó la venda de los ojos, el niño estrella se
encontró en un calabozo iluminado por un candil de cuerno.
Y el viejo colocó ante él un pedazo de pan enmohecido y le dijo:
- ¡Come!
Le dio luego agua podrida en una taza y dijo:
- ¡Bebe!
Y cuando hubo comido y bebido, el viejo salió, cerrando la puerta detrás
de él y asegurándola con una cadena de hierro.
A la mañana siguiente, el anciano, que era en verdad el más hábil de los
magos de Libia y había aprendido su arte de uno que vivía en las tumbas
del Nilo, fue hacia él y le dijo, ceñudo:
- En un bosque cercano a las puertas de esta ciudad de Giaours hay tres
monedas de oro. Una es de oro blanco, otra de oro amarillo y la tercera
de oro rojo. Hoy me traerás la moneda de oro blanco, y si no me la traes
te daré cien latigazos. Ve de prisa, y cuando se ponga el sol te
esperaré a la puerta del jardín. Procura traerme el oro blanco o lo
pasarás mal, porque eres mi esclavo y te he comprado por lo que cuesta
una copa de vino dulce.
Y le vendó los ojos con la seda estampada y le guió a través de la casa
y por el jardín de amapolas y por los cinco peldaños de cobre. Y después
de abrir la puertecita con su anillo, lo dejó en la calle.
Y el niño estrella salió por la puerta de la ciudad y llegó al bosque
mencionado por el mago.
Ahora bien, este bosque era precioso visto desde fuera, y parecía lleno
de pájaros cantarines y de flores fragantes; así que el niño estrella
entró en él alegremente. Mas su belleza poco le aprovechó, porque, por
dondequiera que pasara, grandes zarzales y espinos brotaban del suelo y
le cercaban, y dañinas ortigas le pinchaban, y el cardo le atravesaba
con sus aceradas puntas, de modo que llegó a desesperarse.
Tampoco pudo encontrar por ninguna parte la moneda de oro blanco que el
mago le había pedido, a pesar de buscarla de la mañana a mediodía y de
mediodía a la puesta del sol. Y al ponerse el sol volvió a la ciudad
llorando amargamente porque sabía la suerte que le esperaba.
Pero cuando había llegado ya a la linde del bosque, oyó que de unas
matas salía un grito de dolor. Y, olvidando su propio desconsuelo,
volvió sobre sus pasos y vio una liebre pequeñita cogida en una trampa
que había puesto algún cazador.
Y el niño estrella se compadeció de ella y la liberó y le dijo:
- Yo mismo no soy sino un esclavo; sin embargo, puedo devolverte la
libertad.
La liebre le contestó diciendo:
- En verdad me has devuelto la libertad. ¿Qué puedo darte a cambio?
- Estoy buscando una moneda de oro blanco -le dijo el niño estrella-, y
no la encuentro por ninguna parte, y, si no se la llevo, mi amo me azotará.
- Ven conmigo y te acompañaré hasta ella, porque sé dónde está escondida
y por qué motivo.
Y el niño estrella se fue con la liebre, y he aquí que en la hendidura
del gran roble vio la moneda de oro blanco que anduvo buscando. Lleno de
alegría, la cogió y dijo a la liebre:
- Me has pagado con creces el servicio que te presté, y el cariño que te
demostré me lo devuelves centuplicado.
- No -repuso la liebre-, sino que te he tratado tal como tú me trataste
a mí -y dicho esto se alejó velozmente y el niño estrella se dirigió a
la ciudad.
Ante la puerta de la muralla se hallaba sentado un leproso. Su rostro
aparecía cubierto por un capuchón de tela gris, y a través de las
aberturas para los ojos se percibía una mirada ardiente. Cuando se dio
cuenta de que el niño estrella se acercaba empezó a golpear un cuenco de
madera, agitó su campanilla y llamándole le dijo:
- Dame una moneda o moriré de hambre, porque me han echado de la ciudad
y nadie se apiada de mí.
- ¡Ay! -exclamó el niño estrella-. No tengo más que una moneda en mi
escarcela, y, si no se la llevo a mi amo, me azotará, porque soy su esclavo.
Pero el leproso insistió y suplicó tanto que al final el niño estrella
se apiadó de él y le dio la moneda de oro blanco.
Y cuando llegó a casa del mago, éste le abrió, le hizo pasar y le dijo:
- ¿Tienes la moneda de oro blanco?
Y el niño contestó:
- No la tengo.
Y el mago se le echó encima, y le azotó, y puso ante él una escudilla
vacía y le dijo: «Come», y una taza vacía y dijo: «Bebe», y le encerró
de nuevo en el calabozo.
Y al día siguiente, el mago entró y le dijo:
- Si hoy no me traes la moneda de oro amarillo, te quedarás para siempre
como esclavo y te daré trescientos latigazos.
El niño estrella fue, pues, al bosque y durante todo el día anduvo
buscando la moneda de oro amarillo, pero no pudo encontrarla por ninguna
parte. Y al ponerse el sol se sentó y rompió a llorar, y, mientras
lloraba, la pequeña liebre que había librado de la trampa se acercó y le
preguntó:
- ¿Por qué lloras? ¿Y qué buscas por el bosque?
Y el niño contestó:
- Busco una pieza de oro amarillo que está escondida aquí, y, si no la
encuentro, mi amo me azotará y se me quedará como esclavo.
- Sígueme -exclamó la liebre, que se fue corriendo bosque a traviesa
hasta llegar a un pequeño estanque.
Y en el fondo del estanque estaba la moneda de oro amarillo.
- ¿Cómo puedo darte las gracias? -dijo el niño estrella-. Porque he aquí
que es la segunda vez que me has socorrido.
- Primero te compadeciste tú de mí -contestó la liebre, y huyó veloz.
Y el niño estrella tomó la moneda de oro amarillo y la guardó en su
escarcela y se apresuró a ir a la ciudad. Pero el leproso le vio venir y
corrió a su encuentro y, arrodillándose, le gritó:
- Dame una moneda o moriré de hambre.
- Tengo sólo una moneda de oro amarillo en mi escarcela, y, si no la
llevo a mi amo, me azotará y me guardará como esclavo.
Pero el leproso le suplicó tanto, que el niño estrella se compadeció de
él y le dio la moneda de oro amarillo.
Y cuando llegó a casa del mago, éste le abrió, le hizo pasar y le dijo:
- ¿Tienes la moneda de oro amarillo?
- No la tengo -contestó el niño estrella.
Entonces el mago se abalanzó sobre él, y le azotó, y le cargó de
cadenas, y le volvió a encerrar en el calabozo.
Por la mañana, el mago fue y le dijo:
- Si hoy me traes la moneda de oro rojo, te daré la libertad, pero si no
me la traes, ten la seguridad de que te mataré.
El niño estrella fue al bosque y buscó durante todo el día la moneda de
oro rojo, pero no pudo encontrarla por ninguna parte. Y al caer la tarde
se sentó y rompió a llorar, y estaba llorando cuando se le acercó la
pequeña liebre. Y ésta le dijo:
- La moneda de oro rojo que estás buscando está en la caverna que hay
detrás de ti. Por lo tanto, no llores más y alégrate en cambio.
- Pero ¿cómo te recompensaré? -exclamó el niño estrella-. Porque ésta es
la tercera vez que me has socorrido.
- Tú te compadeciste de mí primero -contestó la liebre, y huyó rápidamente.
Y el niño estrella entró en la caverna y en el último rincón encontró la
moneda de oro rojo. Y la metió en su escarcela y corrió a la ciudad. Y
el leproso, al verle llegar, se plantó en el centro del camino y le gritó:
- Dame la moneda de oro rojo o moriré.
Y el niño estrella volvió a sentir compasión y le entregó la moneda de
oro rojo, diciéndole:
- Tu necesidad es mayor que la mía -pero su corazón estaba acongojado
porque sabía lo que le esperaba.
Y he aquí que, al cruzar la puerta de la ciudad, los guardias se
inclinaron ante él y le rindieron homenaje, diciendo:
- ¡Qué hermoso es nuestro señor!
Y una multitud de ciudadanos le seguía, gritando:
- ¡En verdad que no hay nadie tan hermoso en todo el mundo!
Y el niño estrella se echó a llorar diciéndose: «Se están burlando de mi
desgracia.» Y tanta era la aglomeración de gente, que se perdió, y se
encontró por fin en una gran plaza en la que estaba el palacio del rey.
Y la puerta del palacio se abrió y los sacerdotes y los altos
signatarios corrieron a su encuentro y se inclinaron ante él diciéndole:
- Tú eres nuestro señor, hijo de nuestro rey, y te estábamos esperando.
Y el niño estrella les contestó:
- No soy ningún hijo de rey, sino el hijo de una pobre mendiga. ¿Y cómo
podéis decir que soy hermoso, ya que sé cuán feo soy?
Entonces, aquel cuya armadura llevaba flores doradas incrustadas y en
cuyo yelmo campeaba el león rampante y alado, levantó su escudo y exclamó:
- ¿Cómo puede decir mi señor que no es hermoso?
Y el niño estrella se miró, y su rostro reflejado era igual a como había
sido antes; su belleza le había sido devuelta y vio en sus ojos lo que
nunca había visto hasta entonces.
Y los sacerdotes y los signatarios se prosternaron y le dijeron:
- Hace tiempo, una profecía dijo que en tal día como hoy llegaría aquel
que tenía que gobernarnos. Por tanto, tomad, señor, esta corona y este
cetro y sed nuestro rey justo y misericordioso.
Pero él objetó:
- Yo no soy digno, porque he renegado de la madre que me dio el ser, y
no descansaré hasta haberla encontrado y conseguido su perdón. Por lo
tanto, dejadme ir, porque debo seguir recorriendo el mundo y no me puedo
entretener aquí por más que me ofrezcáis una corona y un cetro.
Mientras hablaba se volvió de cara a la calle que llevaba a las puertas
de la ciudad, y he aquí que entre la multitud que se apretujaba detrás
de los soldados vio a la mendiga que era su madre, y a su lado se
hallaba el leproso que solía sentarse a un lado del camino.
Un grito de alegría escapó de sus labios, y corrió hacia ella y cayendo
de rodillas besó las heridas de sus pies y los mojó con sus lágrimas.
Inclinó la cabeza sobre el polvo y, sollozando como si se le fuera a
partir el corazón, le dijo:
- Madre, te negué en la hora de mi orgullo. Acéptame en la hora de mi
humildad. Madre, te pagué con odio; dame tu amor. Madre, te rechacé;
acoge ahora a tu hijo.
Pero la mendiga no le contestó una palabra. Él tendió entonces sus manos
y se abrazó a los blancos pies del leproso y le suplicó:
- Por tres veces te di compasión; ruega a mi madre que me hable una sola
vez.
Pero el leproso no le contestó una sola palabra. Y él rompió a llorar de
nuevo, diciendo:
- Madre, mi sufrimiento es superior a mis fuerzas. Perdóname y deja que
vuelva al bosque.
Y la mendiga, poniéndole la mano en la cabeza, le dijo:
- ¡Levántate!
Y el leproso puso su mano sobre la cabeza del niño estrella diciéndole
también:
- ¡Levántate!
Y al ponerse en pie los miró, y he aquí que eran un rey y una reina.
Y la reina le dijo:
- He aquí a tu padre, al que socorriste.
Y el rey le dijo:
- Ésta es tu madre, cuyos pies has lavado con tus lágrimas.
Y se le echaron al cuello, y le besaron, y le llevaron al palacio, y le
vistieron con ropas magníficas; colocaron la corona sobre su cabeza y el
cetro en su mano, y fue el señor que gobernó la ciudad que se alzaba
junto al río.
Para con todos se mostró justo y misericordioso; desterró al perverso
mago y mandó ricos presentes al leñador y a su esposa, y a los hijos los
colmó de honores. No permitió que nadie fuera cruel con los pájaros y
demás animales, sino que predicó el amor, la ternura y la caridad, y dio
pan a los pobres, y visitó a los desnudos, y en su tierra reinó la paz y
la abundancia.
No obstante, no gobernó mucho tiempo, porque tan grandes habían sido sus
sufrimientos y tan amargas las pruebas por que pasó, que murió
transcurridos tres años. Y el que le sucedió gobernó mal.