Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Nota: esta publicación fue revisada por su autor hace 8 años. Antes se titulaba El caricaturista, Frederic Brown y Mac Reynolds.k .

El caricaturista, Frederic Brown y Mack Reynolds.

[planeta_arte1] EL CARICATURISTA - Fredric Brown y Mack Reynolds

En el buzón de Bill Garrigan había seis cartas, pero una rápida ojeada a
los sobres le permitió comprobar que ninguna de ellas contenía un
cheque. Chistes para ilustrar, seguramente. Y nueve posibilidades contra
una que no hubiera ninguno aprovechable.
Se llevó las cartas a la choza de adobes que él llamaba «estudio», sin
molestarse en abrirlas. Colgó su ajado sombrero en la única percha. Se
sentó en la única silla, delante de la única mesa, que le servía para
comer y para dibujar.
Había transcurrido mucho tiempo desde que colocara el último chiste y
esperaba, contra toda esperanza, que en aquellas cartas hubiera algo
realmente aprovechable. A veces ocurren milagros.
Rasgó el primer sobre. Seis chistes de un tipo de Oregón, con las
condiciones habituales: si le gustaba alguno de ellos, podía ilustrarlo
y, en el caso que algún editor lo aceptara, el individuo percibiría un
tanto por ciento. Bill Garrigan leyó el primero:
«Guy y Gal detienen su vehículo delante de un restaurante. En el
vehículo hay un cartel que dice: Herman, el hombre que come fuego. En el
interior del restaurante, la gente come a la luz de las velas. Guy dice:
¡Oh, muchacho! ¡Éste parece un buen lugar para comer!»
Bill gruñó y leyó el siguiente chiste. Y el siguiente. Y el siguiente.
Abrió el siguiente sobre. Y luego el siguiente.
La cosa iba mal. El dibujo humorístico es una profesión difícil, aunque
se viva en un pueblo del sudoeste para economizar. Y una que uno ha
comenzado a resbalar... bueno, se trata de un círculo vicioso: el
dibujante depende, en gran parte, de los guionistas; y cuando menos
suena el nombre de uno en los grandes mercados, menos se acuerdan de uno
los buenos guionistas.
Sacó el chiste del último sobre. Leyó:
«La escena en otro planeta. El emperador de Snook, un monstruo
espantoso, está hablando con algunos de sus científicos.
»—Sí, comprendo. Habéis ideado un medio para visitar la Tierra pero,
¿quién puede desear ir a la Tierra, habitada por aquellos horribles
seres humanos?»
Bill se rascó pensativamente la nariz. El chiste tenía posibilidades.
Después de todo, el mercado de la ciencia ficción era cada día más
floreciente. Todo dependería de si era capaz de conseguir un dibujo
suficientemente espantoso de aquellos seres extraterrestres...
Tomó un lápiz y una cuartilla y comenzó un boceto. La primera versión
del emperador y sus científicos no le pareció lo bastante fea. Tomó otra
cuartilla.
Vamos a ver. Los monstruos podían tener tres cabezas, cada una de ellas
provista de seis ojos. Media docena de brazos... ¡Hum! No estaba mal...
Torsos muy largos, piernas muy cortas, pies muy anchos. ¿Y la cara,
aparte de los seis ojos? En blanco, lisa... Una boca, muy grande, en el
centro del pecho. De este modo, un monstruo no discutiría consigo mismo
acerca de cuál de las cabezas debía comer.
Añadió unos trazos rápidos como fondo; contempló el resultado y le
pareció bueno. Tal vez demasiado bueno; tal vez los editores creyeran
que aquellas monstruosidades causarían mala impresión a los lectores. Y,
sin embargo, a menos que subrayara hasta lo indecible su fealdad, el
chiste perdería toda su fuerza cómica.
En realidad, podía hacerlos incluso un poco más espantosos. Lo intentó,
con éxito.
Trabajó en el boceto hasta convencerse que le había sacado al chiste
todo el jugo posible, lo metió en un sobre y lo envió a su mejor
editor... o al que había sido su mejor editor hacía algunos meses,
cuando comenzó a resbalar por la pendiente del fracaso. Había colocado
su último chiste dos meses antes. Pero tal vez aceptara éste; a Rod
Corey, el editor, le gustaban sus dibujos.
Cuando llegó la respuesta, seis semanas después, Bill Garrigan casi
había olvidado el envío.
Abrió el sobre. Allí estaba el boceto, con una anotación en lápiz rojo:
«Aprobado. Envíe el original», con las iniciales «R.C.» debajo.
¡Comería otra vez!
Bill barrió el contenido de la mesa —latas de conservas, libros, prendas
de ropa— y buscó papel, lápiz, pluma y tinta.
Se esmeró en su trabajo, ya que el mercado de Rod Corey era de los
mejores; el único que le pagaba cien dólares por un buen dibujo. Desde
luego, había editores que pagaban sumas más importantes a los dibujantes
de cartel, pero Bill había perdido todas las ilusiones acerca de su
propia importancia. Desde luego, hubiera dado su brazo derecho por
situarse en un primer plano, pero no le parecía probable que ocurriera
el milagro. En aquellos momentos, le bastaba con trabajar para poder comer.
Invirtió casi dos horas en terminar el dibujo, lo metió en un sobre y se
dirigió a la oficina de correos. Después de certificarlo, se frotó las
manos con aire satisfecho. Dinero en el Banco. Podría arreglar la
transmisión de su viejo automóvil y andar de nuevo sobre ruedas, y
podría saldar en parte la deuda a su proveedor y a su casero. Lástima
que el viejo R.C. no fuera de los que se dan prisa en pagar...
En realidad, el cheque no llegó el día en que la revista que contenía el
dibujo apareció en los quioscos. Pero, entretanto, Bill había conseguido
colocar un par de dibujos en otras revistas y no había pasado hambre. El
cheque le pareció maravilloso cuando llegó.
A su regreso de la oficina de correos endosó el cheque en el Banco y se
detuvo en la Sagebrush Top para tomarse un par de copas. Y le supieron
tan bien, que se detuvo en el puesto de licores y compró una botella de
Metaxa. Era un lujo que no podía permitirse (¿quién puede
permitírselo?), pero un hombre tiene derecho a celebrar su buena suerte.
Una vez en casa, abrió la botella del precioso brandy griego, bebió un
par de tragos y luego instaló su largo cuerpo sobre el catre, se quitó
los zapatos y suspiró satisfecho. Al día siguiente lamentaría el dinero
que había gastado, probablemente tendría una horrible resaca, pero eso
sería al día siguiente.
Alargando un brazo, tomó el menos sucio de los vasos que tenía a su
alcance y se sirvió una generosa ración de Metaxa. Tal vez, pensó, la
fama es un alimento del alma y él no sería nunca un dibujante famoso,
pero aquella tarde, al menos, el dibujo le permitía regalarse con el
néctar de los dioses.
Levantó el vaso, dispuesto a acercarlo a sus labios, pero interrumpió el
gesto a medio camino. Sus ojos se abrieron con asombro.
Delante de él, la pared de adobes, pareció oscilar, estremecerse. Luego,
lentamente, apareció una pequeña abertura, que fue ensanchándose hasta
adquirir el tamaño de una puerta.
Bill contempló la botella de brandy con una expresión de reproche.
«¡Diablos! —se dijo a sí mismo—. Si apenas lo he probado.»
Sus incrédulos ojos estaban clavados en la abertura que acababa de
aparecer en la pared. Un temblor de tierra, seguramente. ¿Qué otra cosa
podría ser?
Surgieron dos extraños seres provistos de seis brazos. Cada uno de ellos
tenía tres cabezas y cada una de las cabezas tenía media docena de ojos.
Una boca en el centro del...
—¡Oh, no! —exclamó Bill.
Los extraños seres empuñaban unos objetos que parecían pistolas y
apuntaban con ellas a Bill.
—Caballeros —dijo Bill—, sabía que ésta era una de las bebidas más
fuertes del mundo, pero es imposible que un par de sorbos hayan podido
hacer esto.
Los monstruos le contemplaron con fijeza y se estremecieron, cerrando
sus veinticuatro ojos, menos uno.
—Realmente espantoso —dijo el que había aparecido en primer lugar a
través de la abertura—. El ejemplar más espantoso de todo el Sistema
Solar. ¿No opinas igual, Agol?
—¿Se refiere a mí? —murmuró Bill.
—Desde luego. Pero, no temas. No hemos venido a causarte ningún daño,
sino a recogerte para llevarte ante la poderosa presencia de Bon Whir
III, Emperador de Snook. Allí serás adecuadamente recompensado.
—¿Cómo? ¿Por qué? ¿Dónde está Snook?
—Una pregunta cada vez, por favor. Podría contestar las tres al mismo
tiempo, una con cada cabeza, pero temo que no estás equipado para
comprender la comunicación múltiple.
Bill Garrigan cerró los ojos.

—Tienes tres cabezas, pero una sola boca. ¿Cómo podrías contestar tres
preguntas al mismo tiempo con una sola boca?
Las bocas de los monstruos soltaron una carcajada.
—¿Qué te hace pensar que hablamos con la boca? Sólo reímos con ellas.
Comemos mediante la osmosis. Y hablamos a través de los diafragmas
vibrátiles situados en nuestras cabezas. Ahora, ¿cuál de las tres
preguntas que has formulado quieres que te conteste en primer lugar?
—¿Cómo seré recompensado?
—El emperador no nos lo ha dicho. Pero será una gran recompensa. Nuestra
obligación se limita a llevarte con nosotros. Y estas armas son una
simple precaución para el caso que te resistas a acompañarnos. Pero no
matan; somos un pueblo demasiado civilizado para matar. Nuestras armas
sólo aturden.
—No estáis realmente aquí. —Bill abrió los ojos y volvió a cerrarlos
rápidamente—. Nunca he tenido alucinaciones y un par de tragos no pueden
haberme producido este efecto...
—¿Estás dispuesto a venir con nosotros?
—¿Adonde?
—A Snook.
—¿Dónde está eso?
—Es el quinto planeta retrógrado, del sistema K-14-320-GM, Espacio
Continuo 1745-88JHT-97608.
—¿Dónde, con relación aquí?
El monstruo señaló con uno de sus seis brazos.
—Inmediatamente a través de esa abertura en tu pared. ¿Estás dispuesto?
—No. ¿Por qué voy a ser recompensado? ¿Por aquel dibujo? ¿Cómo lo habéis
visto?
—Sí. Por aquel dibujo. Estamos familiarizados con vuestro mundo y
vuestra civilización; son paralelos a los nuestros, aunque en una
continuidad distinta. Somos gente con un gran sentido del humor. Tenemos
artistas, pero no caricaturistas; carecemos de esa facultad. Tu dibujo
resulta, para nosotros, indescriptiblemente divertido. En Snook ha caído
como una bomba de gas hilarante. ¿Estás dispuesto?
—No —dijo Bill Garrigan.
Los dos monstruos alzaron sus armas. Se oyeron dos clics simultáneos.
—Has recobrado la conciencia —dijo una voz al oído de Bill Por aquí...

Era inútil discutir. Bill obedeció. Ahora ya estaba aquí, dondequiera
que fuese, y tal vez le recompensarían dejándole regresar a su casa si
se portaba bien.
La sala del trono le resultó familiar. Era tal como la había dibujado. Y
había visto al emperador en alguna otra parte. Y no sólo al emperador,
sino también a los científicos que estaban con él.
¿Podía, concebiblemente, haber dibujado por casualidad una escena y unos
seres que realmente existían? O..., ¿no había leído en alguna parte la
teoría que existía un infinito número de universos en un infinito número
de continuidades espacio-temporales, de modo que cualquier forma de
seres que uno pudiera imaginar existían realmente en alguna parte?
Cuando la leyó, la idea le había parecido absurda, pero ahora no estaba
tan seguro.
Una voz procedente de alguna parte —sonó como si llegara a través de un
amplificador— dijo:
—El Gran, el Poderoso Emperador Bon Whir III, Jefe Supremo de las
Glorias, Receptor de la Luz, Señor de las Galaxias, Amado de su Pueblo.
La voz se interrumpió y Bill dijo:
—Bill Garrigan.
El emperador rió, con su boca.
—Gracias, Bill Garrigan —dijo—, por habernos proporcionado la mejor risa
de nuestra vida. Te he hecho traer aquí para recompensarte. Te ofrezco
el cargo de dibujante real. Un cargo que no ha existido hasta ahora,
puesto que no tenemos caricaturistas. Tu única obligación será la de
hacer una caricatura diaria.
—¿Una caricatura diaria? Pero..., ¿de dónde voy a sacar los chistes?
—Nosotros te los suministraremos. Tenemos chistes excelentes; cada uno
de nosotros tiene un espléndido sentido del humor, creador y apreciativo
al mismo tiempo. Sin embargo, sólo podemos dibujar representativamente.
Tú serás el hombre más importante de este planeta, después de mí. —Se
echó a reír—. Tal vez incluso seas más popular que yo, aunque mi pueblo
me quiere de veras.
—Creo que..., creo que no voy a aceptar —dijo Bill—. Opino que sería
mejor regresar a... Dime, ¿qué cobraría por mi trabajo? Tal vez pudiera
aceptarlo por una temporada, y reunir algún dinero, o su equivalencia,
antes de regresar a la Tierra.
—Tu recompensa colmará tus más descabellados sueños de avaricia. Tendrás
todo lo que desees. Y puedes aceptar el cargo por un año, con la opción
a renovar el contrato indefinidamente.
—Bueno... —dijo Bill.
Estaba calculando cuánto dinero podía representar una suma que colmara
sus más descabellados sueños de avaricia. Muchísimo, desde luego. Podría
regresar a la Tierra convertido en un hombre rico y de gran influencia.
—Te aconsejo que aceptes —dijo el emperador—. Todos tus dibujos, y
puedes hacer más de uno al día si quieres, aparecerán en todas las
publicaciones del planeta. Imagina a cuánto ascenderán tus derechos de
autor.
—¿Cuántas publicaciones tenéis?
—Más de cien mil. Son leídas por más de veinte mil millones de personas.
—Bueno —dijo Bill—, creo que voy a aceptar, por un año. Pero...
—¿Qué?
—¿Qué es lo que voy a hacer aquí, aparte de dibujar? Quiero decir que me
hago cargo que físicamente os resulto espantoso, tan espantoso como
vosotros me resultáis a mí. En consecuencia, no tendré ningún amigo.
Desde luego, no podría entablar amistad con..., quiero decir...
—Ya nos hemos ocupado de eso, en previsión que aceptaras, y mientras
estabas inconsciente. Tenemos los mejores cirujanos plásticos de
cualesquiera de los universos. La pared que hay detrás de ti es un
espejo. Vuélvete...
Bill Garrigan se volvió.
Y se desmayó.
Una de las cabezas de Bill Garrigan le bastaba para concentrarse en el
dibujo que estaba haciendo, directamente a tinta. Ya no necesitaba
bocetos. Sus veinticuatro ojos le permitían ver lo que estaba haciendo
desde muchísimos ángulos al mismo tiempo.
Su segunda cabeza estaba pensando en la enorme riqueza que se iba
acumulando en su cuenta bancaria, y en la gran popularidad que gozaba
allí. El dinero era en cobre, desde luego el metal más precioso en aquel
planeta. Pero la cantidad de cobre que tenía acumulada representaba una
verdadera fortuna, incluso en la Tierra. Lástima, pensaba su segunda
cabeza, que no pudiera llevarse a la Tierra su popularidad...
Su tercera cabeza estaba hablando con el emperador. El emperador lo
visitaba con frecuencia en aquellos días.
—Sí —estaba diciendo el emperador—. Mañana es el día, pero confiamos en
convencerte para que te quedes. En las condiciones que exijas, desde
luego. Y, puesto que no queremos utilizar la coacción, nuestros
cirujanos plásticos te devolverán tu... ejem... tu forma original.
La boca de Bill, en el centro de su pecho, sonrió. Era maravilloso ser
tan apreciado. Acababa de publicar su cuarta colección de dibujos, y
había vendido diez millones de ejemplares en el planeta, aparte de las
exportaciones al resto del Sistema. No era por el dinero; tenía ya más
del que podía gastar. Y lo conveniente de disponer de tres cabezas y
seis brazos.
Su primera cabeza se alzó del dibujo para mirar a su secretaria. Ésta
notó su mirada, y sus veinticuatro párpados velaron púdicamente sus
veinticuatro ojos. Era muy hermosa. Bill no se había insinuado todavía
con ella; quería estar seguro de la decisión que iba a tomar, en lo que
referente a regresar a la Tierra. Su segunda cabeza pensó en una
muchacha que había conocido en otros tiempos en su planeta de origen, y
se estremeció al recordarla tal como era. ¡Dios mío! Tenía un aspecto
realmente espantoso...
Una de las cabezas del emperador había entrevisto el casi terminado
dibujo, y su boca, en el centro del pecho, estaba riendo histéricamente.
Sí, resultaba maravilloso ser apreciado, tan apreciado. La primera
cabeza de Bill continuaba mirando a Thwill, su bella secretaria, y
Thwill se ruborizó intensamente ante lo que expresaba aquella mirada.
—Bueno, amigo mío —dijo la tercera cabeza de Bill, dirigiéndose al
poderoso Bon Whir III, Emperador de Snook—. Creo que voy a pensarlo
mejor. Sí, creo que voy a pensarlo mejor.
FIN
Título Original: Cartoonist © 1951.
Digitalización, Revisión y Edición Electrónica de Arácnido.