Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Trastornos de carácter.

Juan José Millás.
Trastornos de carácter.
 
A lo largo de estos días se cumplirá el primer aniversario de la extraña desaparición de mi ami¬go Vicente Holgado. El otoño había empezado poco antes
con unas lluvias templadas que habían dejado en los parques y en el corazón de las gen¬tes una humedad algo retórica, muy favorable para la tristeza, aunque
también para la euforia. El estado de ánimo de mi amigo oscilaba entre ambos extremos, pero yo atribuí su inestabilidad al hecho de que había dejado de
fumar.
Vicente Holgado y yo éramos vecinos en una casa de apartamentos de la calle de Canillas, en el barrio de Prosperidad, de Madrid. Nos conoci¬mos de un modo
singular un día en el que, ven¬ciendo yo mi natural timidez, llamé a su puerta para protestar no ya por el volumen excesivo de su tocadiscos, sino porque
sólo ponía en él can¬ciones de Simon y Garfunkel, dúo al que yo ado¬raba hasta que Vicente Holgado ocupó el aparta¬mento contiguo al mío, irregularmente
habitado hasta entonces por un soldado que, contra todo pronóstico, murió un fin de semana, en su pueblo, aquejado de una sobredosis de fabada. Vicente
me invitó a pasar y escuchó con parsimonia iró¬nica mis quejas, al tiempo que servía unos whis¬kys y ponía en el vídeo una cinta de la actuación de Simon
y Garfunkel en el Central Park neoyorquino.
 
Me quedé a ver la cinta y nos hicimos amigos.
Sería costoso hacer en pocas líneas un retrato de su extravagante personalidad, pero lo intenta¬ré, siquiera sea para situar al personaje y contex-tuar
así debidamente su para algunos inexplica¬ble desaparición. Tenía, como yo, 39 años y era hijo único de una familia cuyo árbol genealógico había sido cruelmente
podado por las tijeras del azar o de la impotencia hasta el extremo de haber llegado a carecer de ramas laterales. Poco antes de trasladarse a Canillas
había perdido a su pa¬dre, viudo desde hacía algunos años, quedándose de golpe sin familia de ninguna clase. Pese a ello, no parecía un hombre feliz. No
podría afirmar tampoco que se tratara de una persona manifies¬tamente desdichada, pero su voz nostálgica, su actitud general de pesadumbre y sus tristes
ojos conformaban un tipo de carácter bajo en calorías que, sin embargo, a mí me resultaba especial¬mente acogedor. Pronto advertí que carecía de amigos
y que tampoco necesitaba trabajar, pues vivía del alquiler de tres o cuatro pisos grandes que su padre le había dejado como herencia. En su casa no había
libros, aunque sí enormes canti¬dades de discos y de cintas de vídeo meticulosa¬mente ordenadas en mueble especialmente dise¬ñado para esa función. La
televisión ocupaba, pues, un lugar de privilegio en el angosto salón, impersonalmente amueblado, en uno de cuyos extremos había un agujero que llamábamos
coci¬na. Su apartamento era una réplica del mío y, dado que uno era la prolongación del otro, man¬tenían entre sí una relación especular algo in¬quietante.
 
Por lo demás, he de decir que Vicente Holgado sólo comía embutidos, yogures desnatados y pan de molde, y que bajaba a la tienda un par de veces por semana
ataviado con las zapatillas de cua¬dros que usaba en casa y con un pijama liso, so¬bre el que solía ponerse una gabardina que a mí me recordaba las que
suelen usar los exhibicio¬nistas en los chistes.
Un día, al regresar de mi trabajo, no escuché el tocadiscos de Vicente, ni su televisor, ni ningún otro ruido de los que producía habitualmente en su deambular
por el pequeño apartamento. El si¬lencio se prolongó durante el resto de la jornada, de manera que al llegar la noche, en la cama, em¬pecé a preocuparme
y me atacó el insomnio. La verdad es que lo echaba de menos. La relación es¬pecular que he citado entre su apartamento y el mío se había extendido ya en
los últimos tiempos hasta alcanzar a nosotros.
Así, por las noches, cuando me lavaba los dien¬tes en mi cuarto de baño, separado del suyo por un delgado tabique, imaginaba a Holgado cepi¬llándose también
al otro lado de mi espejo. Y cuando retiraba las sábanas para acostarme, fan¬taseaba con que mi amigo ejecutaba idénticos movimientos y en los mismos instantes
en que los realizaba yo. Si me levantaba para ir a la nevera a beber agua, imaginaba a Vicente abriendo la puerta de su frigorífico al tiempo que yo abría
la del mío. En fin, hasta de mis sueños llegué a pen¬sar que eran un reflejo de los suyos; todo ello, se¬gún creo, para aliviar la soledad que esta clase
de viviendas suele inflingir a quienes permanecen en ellas más de un año.
 
No he conocido todavía a ningún habitante de apartamento enmoquetado y angosto que no haya sufrido serios trastornos de carácter entre el primero y el
segundo año de ac¬ceder a esa clase de muerte atenuada que supone vivir en una caja.
El caso es que me levanté esa noche y fui a lla¬mar a su puerta. No respondió nadie. Al día si¬guiente volví a hacerlo, con idéntico resultado.
Traté de explicarme su ausencia argumentando que quizá hubiera tenido que salir urgentemente de viaje, pero la excusa era increíble, ya que Vi¬cente Holgado
odiaba viajar y que su vestuario se reducía a siete u ocho pijamas, tres pares de za¬patillas, dos batas y la mencionada gabardina de exhibicionista, con
la que podía bajar a la tienda o acercarse al banco para retirar el poco dinero con el que parecía subsistir, pero con la que no habría podido llegar mucho
más lejos sin llamar seriamente la atención. Es cierto que una vez me confesó que tenía un traje que solía ponerse cuan¬do se aventuraba a viajar (así
lo llamaba él) por otros barrios en busca de películas de vídeo, pero la verdad es que yo nunca se lo vi. Por otra parte, al poco de conocernos, descargó
sobre mí tal res-ponsabilidad. Cerca de mi oficina había un video¬club en el que yo alquilaba las películas que por la noche solíamos ver juntos.
Bueno, la explicación del viaje no servía.
Al cuarto día, me parece, bajé a ver el portero de la finca y le expuse mi preocupación. Este hombre tenía un duplicado de todas las llaves de la casa
y, conociendo mi amistad con Vicente Holgado, no me costó convencerle de que debe-ríamos subir para ver qué pasaba. Antes de intro¬ducir la llave en la
embocadura, llamamos al tim¬bre tres o cuatro veces.
 
Luego decidimos abrir, y nos llevamos una buena sorpresa al comprobar que estaba puesta la cadena de seguridad, que sólo era posible colocar desde dentro.
Por la es¬trecha abertura que la cadena nos permitió ha¬cer, llamé varias veces a Vicente, sin obtener res¬puesta. Una inquietud o un miedo de difícil
califi¬cación comenzó a invadir la zona de mi cuerpo a la que los forenses llaman paquete intestinal. El portero me tranquilizó:
 
-No debe de estar muerto, porque ya olería.
Desde mi apartamento llamamos a la comisa¬ría de la calle de Cartagena y expusimos el caso. Al poco se presentaron con un mandamiento ju¬dicial tres policías,
que con un ligero empujón vencieron la escasa resistencia de la cadena. Pe¬netramos todos en el apartamento de mi amigo con la actitud del que llega tarde
a un concierto. En el salón no había nada anormal, ni en el pequeño dormitorio. Los policías miraron debajo de la cama, en el armario empotrado, en la
nevera. Nada. Pero lo más sorprendente es que las dos únicas ventanas de la casa estaban cerradas tam¬bién por dentro. Nos encontrábamos ante lo que los
especialistas en novela policiaca llaman el problema del recinto cerrado, consistente en si¬tuar a la víctima de un crimen dentro de una ha¬bitación cuyas
posibles salidas han sido selladas desde el interior. En nuestro caso no había vícti¬mas, pero el problema era idéntico, pues no se comprendía cómo Vicente
Holgado podía haber salido de su piso tras utilizar mecanismos de cierre que sólo podían activarse desde el interior de la vivienda.
 
Durante los días que siguieron a este extraño suceso, la policía me molestó bastante; sospecha¬ban de mí por razones que nunca me explicaron, aunque imagino
que el hecho de vivir solo y de aceptar la amistad de un sujeto como Holgado es más que suficiente para levantar toda clase de conjeturas en quienes han
de enfrentarse a las nu¬merosas manifestaciones de lo raro que una ciu¬dad como Madrid produce diariamente. Los pe¬riódicos prestaron al caso una atención
irregular, resuelta la mayoría de las veces con comentarios que pretendían ser graciosos, acerca de la perso¬nalidad del desaparecido. El portero al que
dejé de darle la propina mensual desde entonces, con¬tribuyó a hacerlo todo más grotesco con sus opi¬niones sobre el carácter de mi amigo.
Pasado el tiempo, la policía se olvidó de mí y su¬pongo que también de Vicente. Su expediente es¬tará archivado ya en la amplia zona de casos sin resolver
de algún sótano oficial. Yo, por mi parte, no me he acostumbrado a esta ausencia, que es más escandalosa si consideramos que su aparta¬mento continúa en
las mismas condiciones en que Vicente lo dejó. El juez encargado del caso no ha decidido aún qué debe hacerse con sus per¬tenencias, pese a las presiones
del dueño, que -como es lógico- quiere alquilarlo de nuevo cuanto antes. Me encuentro, pues, en la dolorosa situación de enfrentarme a un espejo que ya
no me refleja. Mis movimientos, mis deseos, mis sue¬ños, ya no tienen su duplicado al otro lado del ta¬bique; sin embargo, el marco en el que se produ¬cía
tal duplicidad sigue intacto. Sólo ha desapa¬recido la imagen, la figura, la representación, a menos que aceptemos que yo sea la representa¬ción, la figura,
la imagen, y Vicente Holgado fue¬ra el objeto original, lo cual me reduciría a la con¬dición de una sombra sin realidad. En fin.
 
Tal vez por eso, por el abandono y el aislamien¬to que me invaden, he decidido hacer público ahora algo que entonces oculté; de un lado, por no contribuir
a ensuciar todavía más la memoria de mi amigo, y de otro, por el temor de que mi re¬putación de hombre normal -conseguida tras muchos años de esfuerzo
y disimulo- sufriera al¬guna clase de menoscabo público.
No dudo de que esta declaración va acarrear¬me todo tipo de problemas de orden social, labo¬ral y familiar. Pero tampoco ignoro que la amis¬tad tiene un
precio y que el silencioso afecto que Vicente Holgado me dispensó he de devolvérselo ahora en forma de pública declaración, aunque ello sirva para diversión
de aquellos que no ven más allá de sus narices.
El caso es que Vicente, las semanas previas a su desaparición, había comenzado a prestar una atención desmesurada al armario empotrado de su piso. Un día
que estábamos aturdiéndonos con whisky frente al televisor hizo un comentario que no venía a cuento:
-¿Te has fijado- dijo- en que lo mejor de este apartamento es el armario empotrado?
-Está bien, es amplio- respondí.
-Es mejor que amplio: es cómodo- apuntó él.
Le di la razón mecánicamente y continué viendo la película. Él se levantó del sofá, se acercó al armario, lo abrió y comenzó a modificar cosas en su interior.
Al poco, se volvió y me dijo:
 
-Tu armario empotrado está separado del mío por un debilísimo tabique de rasilla. Si hiciéra¬mos un pequeño agujero, podríamos ir de un apartamento a otro
a través del armario.
-Sí- respondí, atento a las peripecias del hé¬roe en la pantalla.
Sin embargo, la idea de comunicar secreta¬mente ambas viviendas a través de sus armarios me produjo una fascinación que me cuidé muy bien de confesar.
Después de eso, los días transcurrieron suce¬sivamente, como es habitual en ellos, sin que ocurriera nada digno de destacar, a no ser las pe¬queñas -aunque
bien engarzadas- variaciones en el carácter de mi amigo. Su centro de interés
-el televisor- fue desplazándose impercepti¬blemente hacia el armario. Solía trabajar en él mientras yo veía películas, y a veces se metía den¬tro y cerraba
la puerta con un pestillo interior que el mismo había colocado. Al rato aparecía de nue¬vo, pero no con el gesto de quien hubiera perma¬necido media hora
en un lugar oscuro, sino con la actitud de quien se baja del tren cargado de expe-riencias y en cuyos ojos aún es posible ver el borroso reflejo de ciudades,
pueblos y gentes ob¬tenido tras un largo viaje.
Yo asistía a todo esto con el respetuoso silencio y la callada aceptación con que me había enfren¬tado a otras rarezas suyas. Perdidos ya para siem¬pre
los escasos amigos de la juventud, y habiendo admitido al fin que los hombres nacen, crecen, se reproducen y mueren, con excepciones como la mía y la de
Vicente, que no nos reproducíamos por acortar este absurdo proceso, me parecía que debía cuidar esta última amistad, en la que el afecto y las emociones
propias de él no ocupaban jamás el primer plano de nuestra relación.
 
Un día, al fin, se decidió a hablarme, y lo que me dijo es lo que he venido ocultando durante este úl¬timo año con la esperanza de llegar a borrarlo de
mi cabeza. Al parecer, según me explicó, él tenía desde antiguo un deseo, que acabó convirtiendo en una teoría, de acuerdo con lo cual todos los ar¬marios
empotrados del universo se comunicaban entre sí. De manera que si uno entraba en el ar¬mario de su casa y descubría el conducto adecua¬do podía llegar
en cuestión de segundos a un ar¬mario de una casa de Valladolid, por poner un ejemplo.
Yo desvié con desconfianza la mirada hacia el armario y le pregunté:
-¿Has descubierto tú el conducto?
-Sí- respondió en un tono afiebrado-, lo descubrí el día en el que tuve la revelación de que ese conducto no es un lugar, sino un estado, como el infierno.
Te diré que llevo varios días recorrien¬do los armarios empotrados de las casas vecinas.
-¿Y por qué no has ido más lejos?- pregunté.
-Porque no conozco bien los mecanismos para regresar. Esta mañana me he dado un buen susto porque me he metido en mi armario y, de golpe, me he encontrado
en otro (bastante cómo¬do por cierto) desde el que he oído una conversa¬ción en un idioma desconocido para mí. Asusta¬do, he intentado regresar en seguida,
pero me ha costado muchísimo. He ido cayendo de armario en armario hasta que al fin, no sé cómo todavía, me he visto aquí de nuevo.
 
Si vieras las cosas que la gente guarda en esos lugares y la poca atención que les prestan, te quedarías asombrado.
-Bueno- dije-, pues muévete por la vecin¬dad de momento hasta que adquieras un poco de práctica.
-Es lo que he pensado hacer.
Al día siguiente de esta conversación, Vicente Holgado desapareció de mi vida. Sólo yo sabía, hasta hoy al menos, que había desaparecido por el armario.
Desde estas páginas quisiera hacer un llamamiento a todas aquellas personas de buena voluntad, primero, para que tengan limpios y pre¬sentables sus armarios,
y segundo, para que si al¬guna vez, al abrir uno de ellos, encuentran en él a un sujeto vestido con un frágil pijama y con la cara triste que creo haber
descrito sepan que se trata de mi amigo Vicente Holgado y den aviso de su paradero cuanto antes.
En fin.
 
 
Trastornos de carácter.
Juan José Millás.