Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Simple historia de un robo completo.

Simple historia de un robo completo.

Descripción de la imagen

La imagen ilustra una ambiente de oficina donde se encuentra un escritorio con papeles encima y donde un señor está sentado frente a escritorio al aparecer
leyendo unos documentos que tiene en la mano pero también está observando una pareja que tiene en frente, donde la mujer está tomando apunte de lo que
le dice un señor el cual tiene un dinero en la mano y los dos se encuentran muy felices. En la oficina hay varios cuadros, un estante con libros y una
lámpara que cuelga del techo.

El caco no los cacos porque el raciocinio porfiaba era uno sólo despojó a Ramiro, el prestamista y usurero del barrio, de trescientas mil maracandacas.
El robo fue agravado y la cuantía aconsejaba una denuncia ante la autoridad, cosa que Ramiro no hizo: el costo de los honorarios de los abogados, la carencia
de pruebas y el agravamiento: se le llevaron a la esposa.

Ella se lo había advertido: pasamos hambre habiendo plata. Recordá, viejo, que lo que por agua viene. Porque Ramiro, sépanlo ahora pues el chasco se sabrá
de todas maneras, quedó como gato escaldado.

Era un mezquino incontrolable. Digo mejor: compulsivo. Quería acumular y acumular para cuando llegara a viejo, y ya llegando lo dejaron hubiera dicho Elodia
mirando para el icaco.

Pero ni Elodia sabía de los tres millones, que en fajos primorosos de billetes de mil tenía escondidos en un sitio cuya ubicación no interesa divulgar.

Elodia ignoraba la existencia de ese principal. Creía que su marido contaba apenas con lo que él decía, el chumino, o sea, nada menos los trescientos mil
de a peso que le hurtaron.

Abundaban las querellas entre marido y mujer: no da ni sal para un huevo comentaba ella en la botica, fuente de

Arribo y despacho del chisme al día Y el boticario: es más agarrado que un mono en un ventoleró con lo que lograba, no solo desprenderles alguna risilla
a los parroquianos, conocedores de vida y milagros, sino, cosa de mala fe, echarle sal a la herida de Elodia, siempre abierta y supurante de odios, que
se le iban acumulando, en semejante proporción que a Ramiro la plata.

Espérese, don Pepe, le contestaba: algún día cojo mis petates y me largo: ¡Ya no aguanto más! Ramiro le era fiel, más por economía: teniendo mesa servida
¿para qué cenar fuera?

Si bien sus cincuenta y cinco le antojaban variantes como postre máxime si Elodia no clasificaría nunca para miss nada por muy al tiro que se le pusiera
cualquier hembrilla, pues el hombre no era lerdo y se manejaba su prestancia, no en el vestir pero sí en el porte, amén de su fama de tener chochosca,
se monologaba diciendo para su abajos: Machete, estáte en tu vaina. Y Elodia con su amor palúdico, anémico, poliomiélitico y enclenque pagaba los platos
escarapelados.

Y lo cierto es que a Elodia ni pizca de gracia le hacía ya el hombre: sus veinticinco años menos se le encabritaban encelándose y se le volvían malos consejeros
y, quiéralo o no, casi suspiraba cuando debía atender a paganinis de su marido, la mayoría muchachos de su edad y llenos de vida, con un agravante: más
pelados que el palo de las gallinas.

Pero, ¿qué importa la lipidia se contradecía si con el marido no agarraba ni papa y el viejo no colgaría las tenis ni zampándole un garrotazo? Ellos, por
lo menos pensaba casi sin sonrojarse componen.

Días antes del robo hubo un miche de película. Elodia, para clavarle un banderillazo a Ramiro, dejó medio entrever una especie de traición. Como él la
sorprendiera partiendo migas con Esteban, empleado bancario de alto puesto, elevadas deudas y la costumbre enconada de apuntalar el principal con la acumulación
de intereses, se irguió en las puntas de los pies sin ser baletista y la hundió en el mero cerviguillo del hombre.

Cuando Ramiro quiso regañarla una vez ido el cliente, ella aseguró la voltereta que le daba y le gritó: Voy a irme con él un día de estos. Y tené seguridad
de una cosa: me saco el clavo. Espérate y verás.

Eso acoquinó al marido, pues y en eso no era miserable la amaba. Quiso volverse una seda, no obstante el mogote, tomando en cuenta siempre que la Magdalena
no estaba para tafetanes: la llevó a un restaurante de medio ver a comerse un arroz con pollo y pretendió, cosa imposible, encharcarse en un dolor de los
pecados y un propósito de enmienda pero, cosa esperada, volvió, por simple inercia, el surco de su estitiquez.

Le puso el ojo a Esteban exigiéndole el pago de las deudas. Pero lo pensó mejor: el dinero estaba seguro por los fiadores; solamente, en una adecuación
solicitada después de haberse hecho parte del triángulo, le subió lo intereses.

Muy cortésmente respondió Esteban: ¿Qué voy a hacerle, don Ramiro? Usted es el dueño del baile, pero alguna pieza me bailaré: del mismo cuero salen las
correas lo dijo a manera de broma aludiendo a que los pagaría aumentando la deuda la vida da muchas vueltas, don Ramiro: algún día me sacaré el clavo.

Se le juntaron así dos clavos a Ramiro. Al remacharlos en su mente hipertérmica, se le soldaron en uno solo. Si Elodia habló de sacarse uno y Esteban otro,
el desclave era nítido: se fugarían. ¡Que se vayan a la mierda! dijo y se puso a recontar los chuminos para trasladarlos, cuando sumaran el medio millón,
a la bóveda ultra secreta.

Se vino la tuerce o la suerte, no tomo partido para Esteban y Elodia: Ramiro volvió a sorprenderlos en un alegre palique matizado con risas. Se tragó corcor
la cólera porque le esperaban para pagarle un dinero y, como prevención, le hizo un drástico ademán a la esposa, con un significado, más o menos, de: ¡Me
las vas a pagar! En la tarde de ese mismo día desaparecieron Elodia, Esteban y los trescientos mil pesos.

Los fiadores de Esteban, asombrados por el urgente requerimiento de Ramiro, estuvieron anuentes al pago de los

Página 96

Intereses directamente, pues no perdían nada: como al deudor lo nombró el banco jefe de una agencia lejana, por transferencia recibirían el importe.

Y el cuento termina aquí. Pero antes del punto final permítanme restaurar una omisión: un día de tantos, meses después del robo, Ramiro se tropezó con
Elodia. Iba del brazo de un hombre. No era Esteban, pero lo conocía bastante: había sido cliente suyo. Le extrañó lo recuerda en ese momento lamentando
no habérsele ocurrido oportunamente que días despuesito del robo el hombre le pagó la obligación de treinta mil pesos con dinero contante y sonante.

Mientras ejecutaba el trámite mental de sustitución de ladrón, la desfachatada de Elodia propinó el golpe de espada: estoque a volapié en el hoyo de las
agujas, precisamente atrás del lindero de los cachos:

El dinero me lo robé yo sólita, viejo. Esteban fue un pretexto y Mario no tuvo vela en el entierro: te pagó porque no aguantaba tu usura. Si el dinero
se lo di yo, es un asunto que no te importa.

Y otra cosa, viejo: mi confesión no te sirve: no tenés pruebas. Así que ¡chau!

(Francisco Zúñiga)