Fichero publicado por Urria Gorria

Bienvenidos a casa #cuento y #audiocuento de #cienciaFiccion de Edmund Cooper

dura unos 12 minutos y esta hecho con la voz sintetica de Helena (mas abajo se incluye el texto) y pertenece al libro "antología de novelas de anticipación" que incluye unos 17 cuentos de ciencia ficción de autores norteamericanos escritos por los años 50.

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8 BIENVENIDOS A CASA

Edmund Cooper

La nave de las Naciones Unidas planeó como un halcón sobre el vasto desierto, y luego alzó el vuelo repentinamente como si hubiera decidido que, a fin de cuentas, no valía la pena posarse sobre Marte. Pero al llegar a los diez mil metros, la ascensión quedó interrumpida en un instante de inmóvil belleza; la nave se sentó ligeramente sobre una cola de llama verde, suspendida entre las estrellas y su punto de destino, hasta que imperceptiblemente la llama perdió intensidad y la nave descendió suavemente hacia la árida extensión. El aterrizaje fue suave y normal. Tan suave como si se tratara del centésimo aterrizaje de una nave interplanetaria corriente conducida por una experta y curtida tripulación. Sin embargo, daba la casualidad —y la fecha quedaría anotada en los manuales de historia para tormento de los escolares— de que ni la nave de las Naciones Unidas ni cualquier otro vehículo terrestre había visitado nunca el Planeta Rojo. Y sus tripulantes eran los primeros seres humanos que se aventuraban más allá de la Luna. No obstante, todos ellos tenían una amplia experiencia como viajeros espaciales. El coronel Maxim Krenin, jefe de la expedición y piloto del Pax Mundi, había realizado el vuelo Tierra-Luna cinco veces. Y había participado en numerosos lanzamientos de prueba a la Luna. Lo mismo que el comandante Howard Thrace, segundo piloto. Además de proporcionar un notable ejemplo de colaboración técnica ruso-norteamericana, aquellos dos hombres eran excelentes amigos. Los otros tres miembros de la expedición, el Profesor Bernard Thompson, representante de Inglaterra, el Profesor Ives Frontenac, representante de Francia, y el doctor Chan S. Chee, representante de China, habían tomado parte en tres lanzamientos importantes, y habían permanecido en órbita un número impresionante de horas. Durante el largo viaje hasta Marte, habían tenido tiempo de sobra para compenetrarse y para planear en detalle sus trabajos de exploración. Y ahora se encontraban, en su alargado proyectil de titanio, posado como un monumento de la antigüedad sobre el desierto marciano ecuatorial. Habían sido comprobadas las radiaciones, se había analizado la atmósfera al nivel del suelo, y los primeros terrestres estaban a punto de poner los pies sobre las arenas de Marte. Incluso antes de descender de la nave, sabían de Marte lo suficiente como para sentirse ligeramente humillados por sus propias teorías anteriores y por la opinión general de los científicos de la Tierra. Durante décadas, los astrónomos terrestres habían asegurado que Marte era prácticamente hostil para la vida... a pesar de la insistente creencia popular en grotescas y complejas formas de vida e incluso inteligencias marcianas. Marte, afirmaban los astrónomos, con toda la autoridad de hombres capaces de extraer amplias conclusiones de las pruebas más nimias, era un planeta que casi carecía de oxígeno, de agua y de calor. Los llamados canales no eran tales canales, sino simples grietas de origen puramente geológico. Y terminaban sus deducciones asegurando que, debido al clima, las formas de vida más desarrolladas que podrían encontrarse serían similares a los líquenes o, quizás, a los cactus. Esos, en términos generales, habían sido los puntos de vista de los expedicionarios de las Naciones Unidas... hasta su llegada. Pero incluso antes de aterrizar, mientras orbitaban a unos cien mil metros, pudieron comprobar, entre otras cosas, que los canales eran realmente —o lo habían sido— canales, y que la atmósfera contenía el suficiente oxigeno para que resultara respirable por las formas de vida humanas. Luego, a medida que descendieron a un órbita menor, hicieron un descubrimiento que pareció eclipsar a todos los demás —excepto quizás a los canales— en significado. Vieron pirámides: diez enormes pirámides marcianas situadas a gran distancia una de otras sobre las inmensas y desnudas llanuras. El descubrimiento fue algo más que un descubrimiento: fue una revelación. Y la revelación era más significativa, tenía más alcance que cualquier otro descubrimiento en toda la historia del hombre. Hacía más de cuatro siglos que un desconocido astrónomo polaco, Nicolás Copérnico, había asombrado al mundo con su afirmación de que la Tierra no estaba fija en el centro del cosmos. Pero, eventualmente, el orgullo humano se había recobrado del golpe. Ya que, si bien la Tierra no podía ser considerada ya como única en tamaño, posición o significado, su raza dominante, el Homo Sapiens, seguía siendo el ser más perfecto de la creación. En ninguna otra parte, se dijo, podían existir seres inteligentes. Eso que lo que afirmaron los filósofos y todos los que contribuían al culto del significado humano. Y durante cuatrocientos años, la cualidad de único del hombre no fue seriamente discutida. Pero, ahora... Las noticias acerca de las pirámides marcianas habían sido radiadas ya a la Tierra y a Luna City antes de que la nave de las N.U. aterrizara. E inmediatamente había llegado la orden de abandonar las previstas exploraciones científicas y concentrar todos los esfuerzos en las pirámides. La expedición a Marte era, en términos financieros, una aventura sumamente cara; y como, a fin de cuentas, los que tendrían que rascarse el bolsillo serían los ciudadanos corrientes, se presentaba una oportunidad excepcional de proporcionarles algo realmente espectacular a cambio de su dinero. La orden no desagradó lo más mínimo a los miembros de la expedición. El misterio de las pirámides era más emocionante que cualquier otro descubrimiento espacial anterior. La existencia de estructuras diseñadas y construidas por seres inteligentes establecía un clima de contacto y comunicación que disminuyó considerablemente la pesada carga de soledad acumulada durante el largo viaje a Marte. Era como si Marte hubiera esperado al Pax Mundi, como si las pirámides fueran una especie de gigantesca bienvenida planetaria. La pirámide más próxima se alzaba a unos tres kilómetros al norte de la nave de las N.U., y sus lados negros, lisos y simétricos, tenían una altura de quinientos metros, aproximadamente. Mientras el coronel Krenin salía de la cámara de descompresión, dirigía un breve mirada a la impresionante mole y luego apoyaba el pie en el primer peldaño de la escalerilla de nylon; su sensación de temor pareció hincharse como una gran burbuja interior. Luego, repentinamente, el momento histórico había transcurrido antes de que Krenin se diera cuenta. Había puesto ya los pies sobre las arenas de Marte. Detrás de él bajaron el comandante Thrace y los demás. Ninguno de ellos dijo nada durante casi tres minutos. Se limitaron a permanecer de pie, mirando, en silencio. Súbitamente, el honor de pronunciar las primeras palabras terrestres sobre el planeta recayó en el profesor Thompson. Contempló la pirámide, suspiró profundamente y en Lingua Franca moderna, dijo: —En este preciso instante, más que cualquier otra cosa necesito un cigarrillo. —¿Por qué no? —observó suavemente el doctor Chee—. El contenido de oxígeno del aire es suficientemente elevado. Pero no creo que su cigarrillo tenga el mismo sabor. —Acepte un Gaulloise —dijo el profesor Frontenac. —Acepte un Stuyvesant —dijo el comandante Thrace. El inglés enarcó ligeramente las cejas, rebuscó afanosamente en sus propios bolsillos y, por último, aceptó un cigarrillo francés. —Tenía usted razón —observó al cabo de unos instantes—. Tiene un sabor completamente distinto. —Caballeros —dijo el coronel Krenin—, el momento requiere un parlamento para ser transmitido a la Tierra, y dado que mi Lingua Franca es menos correcta de lo que debería ser... Sacó un diminuto aparato de grabación de su mochila y miró esperanzado a sus compañeros. El profesor Frontenac sonrió. —Las pirámides son probablemente los restos de una civilización que ya era antigua cuando el hombre terrestre era todavía un ser de las cavernas y de los bosques. Entre nosotros, el doctor Chee representa a una de las más antiguas civilizaciones terrestres... Creo que es el más indicado. El doctor Chee se inclinó, y luego pronunció un breve discurso dirigido al aparato de grabación de Krenin, a los millones de terrestres que esperaban, y, tal vez, a la posteridad solar. Habló de lo maravilloso del viaje, de lo maravilloso del descubrimiento y de lo solemne del aterrizaje. Pero ni siquiera el ceremonioso lenguaje del doctor Chee pudo evitar el contagio de la excitación infantil que había hecho presa en los miembros de la expedición. Mientras el doctor Chee estaba hablando, el comandante Thrace trepó por la escalerilla de nylon e hizo girar la pequeña grúa eléctrica encima de la portezuela inferior de la nave. Luego él y el profesor Frontenac se dedicaron a descargar a piezas el vehículo monorrueda de seis plazas que se habían llevado. Al cabo de media hora, el vehículo estaba completamente montado, con su giroestabilizador ronroneando suavemente. El profesor Thompson hizo pantalla con la mano sobre sus ojos y contempló la pirámide, maciza y sombría bajo el brillante sol de Marte. —Tal vez debiéramos comer algo antes de aventuramos en cualquier exploración —sugirió. —¿Tiene usted hambre? —inquirió el doctor Chee. —No, pero pensé... —Bajaré algunas raciones de emergencia —gritó el coronel Krenin desde la cámara de descompresión—. En caso necesario podemos comer en la pirámide. El comandante Thrace estaba observando con atención lo que parecía ser una gran piedra redonda, de unos cincuenta centímetros de altura, que se encontraba a pocos metros de la base de la nave. —¿Alguien de ustedes se ha fijado en esto antes? —preguntó. Nadie pudo recordar haberlo visto. —Mírenlo —dijo el comandante—. Mírenlo de cerca. La piedra estaba moviéndose muy lentamente sobre la rojiza arena. La vieron avanzar a través de lo que parecía ser una pequeña capa de musgo, pero cuando hubo pasado, la planta ya no estaba allí. Frontenac se inclinó sobre la roca y la tocó. Luego la golpeó con los dedos. En su rostro había una expresión de indescriptible asombro. —Vamos a darle media vuelta —sugirió Thrace. Así lo hicieron. La superficie inferior era blanda. Aquello parecía una mezcla de esponja y caracol. Empezó a contraerse hasta quedar a salvo en el interior de su recia concha protectora. —¡Maravilloso, soberbio. exquisito! —exclamó Frontenac, en su francés natal—. ¡Qué hermoso animal! —O planta —añadió secamente Thompson. —Animal —Insistió el francés—. Según todas las leyes... —En Marte —le interrumpió Thompson—, las definiciones que estamos acostumbrados a utilizar pueden no ser válidas. Con suavidad, volvieron a colocar la piedra boca abajo sobre la arena. —Ahora debemos ir a la pirámide —dijo el coronel Krenin—. La Tierra desea nuestro primer Informe lo antes posible. He puesto la cámara fotográfica, la cámara de cine y las telecámaras en el monorrueda. ¿Lleva cada uno de ustedes radio portátil y aparato de grabación Individual? Todos asintieron. —¿Qué hay de mi ejemplar? —dijo Frontenac—. Me gustaría observarlo. —Entonces, vigilará usted también la nave —dijo Krenin, sonriendo—. Alguien tiene que quedarse. El francés adoptó la expresión de la persona que desearía estar en dos lugares a la vez. Después de una revisión final, el resto de la expedición subió al monorrueda, con el comandante Thrace al volante. Cuando se ponían en marcha hacia la pirámide, vieron al profesor Frontenac arrodillado y con la cabeza muy cerca de la arena. Estaba tratando de descubrir cómo se las arreglaba su «piedra» para avanzar. El desierto era, en su mayor parte, llano; y el viaje hasta la pirámide apenas duró diez minutos. En el camino, pasaron delante de diversas variedades de plantas, todas pequeñas, y de un curioso rodal de hierba, muy alta, cuyos tallos golpearon al monorrueda con la fuerza de un látigo. Se cruzaron también con varias de las «piedras» que el profesor Frontenac había bautizado provisionalmente con el nombre de «Amigos de Frontenac». Mientras se acercaban a la base de la enorme pirámide, su excitación se hizo tan intensa que pareció fundirse en una calma completamente anormal. Estaban ebrios de asombro. Se sentían como sonámbulos. La estructura no sólo dominaba al paisaje, sino que parecía alcanzar el mismo cenit del cielo. Comparadas con aquéllas, las pirámides de Egipto eran simples juguetes. En primer lugar, dieron la vuelta completa a la base en el monorrueda, contemplando la pirámide, incapaces de encontrar un comentario apropiado o una apropiada explicación. Aquello parecía estar más allá de toda explicación... más allá, incluso, de toda posibilidad. Sin embargo; allí estaba: el mayor monumento que se había ofrecido a la vista del hombre. La pirámide parecía haber sido construida con capas superpuestas de una especie de basalto negro, cada una de cuyas losas, aunque gastada por la acción de las tormentas de arena y de las ventiscas, aparecía sin grietas ni cuarteamientos. Las capas iban disminuyendo para formar una gigantesca escalinata triangular, ascendiendo hacia la reluciente piedra que se erguía en la cumbre, como una torre proyectada contra el cielo. Pero en el centro de cada uno de los macizos peldaños, había una brillante losa blanquecina veteada de dorado y anaranjado, verde y plateado: brillante como el cristal de un espejo, más hermosa que cualquier mármol conocido en la Tierra. La primera de aquellas losas, al igual que la capa de basalto en la cual estaba incrustada, se hallaba medio cubierta por la rojiza arena marciana. Los cuatro hombres se apearon del monorrueda y la contemplaron; y mientras lo hacían, la losa se deslizó silenciosamente hacia atrás, dejando al descubierto la entrada que daba a un pasillo débilmente iluminado. —Santo cielo —exclamó el profesor Thompson con voz ronca—. ¡Saben que estamos aquí! El comandante Thrace fue el primero en recobrar el dominio de sí mismo. —Un mecanismo fotoeléctrico —sugirió—. O tal vez vibradores sensoriales. —El problema consiste en saber si debemos aceptar o no la invitación —dijo el coronel Krenin. El doctor Chee sonrió. —Por lo menos, nos ha sido hecha con amabilidad —dijo. —Puede ser una trampa —observó el comandante Thrace. Krenin frunció el ceño. —Demasiado complicada. Podían habernos eliminado de un modo más eficaz y menos complicado. El profesor Thompson sonrió. —«¿Quiere usted pasar a mi salón?», le dijo la araña a la mosca. El doctor Chee enarcó ligeramente las cejas. —Resulta difícil apreciar la psicología de una raza capaz de construir pirámides para atrapar a viajeros espaciales —dijo secamente. El coronel Krenin tomó una decisión. —Dos de nosotros aceptarán la invitación —dijo— y los otros dos esperarán aquí. —Lo echaremos a suertes —dijo el comandante. Sacó cuatro cigarrillos, arrancó los filtros de dos de ellos y se llevó una mano a la espalda. Cuando volvió a mostrarla, la tenía cerrada y por ella asomaban las puntas de cuatro cigarrillos—. Aquellos que escojan los dos más cortos se quedarán. El coronel Krenin fue el primero en escoger: le tocó un cigarrillo largo. Thompson y Chee cogieron los dos cortos. —Fijaremos un plazo de una hora —dijo el coronel—, Sólo estableceremos contacto por radio en caso de apuro. En ningún caso deben ustedes entrar. —Buena suerte —dijo el Profesor. —Ha tenido usted ya demasiada —gruñó el doctor Chee. El coronel Krenin y el comandante Thrace penetraron en el pasillo. Las paredes interiores estaban revestidas con la misma clase de piedra que la losa que se había deslizado para revelar la entrada. Tenía un brillo verdoso, proporcionando una claridad agradable y sedante, gracias a la cual los dos hombres podían ver por dónde andaban. Tras una breve vacilación, avanzaron resueltamente. El pasillo se extendía en línea recta, descendiendo un poco, y parecía conducir al centro de la base de la pirámide. En ese caso, Krenin y Thrace tenían por delante un largo paseo. Al principio avanzaron con lentitud y en silencio, como si esperaran que se abriera de repente un hoyo a sus pies, o algo por el estilo. Pero en vista de que no sucedía nada, adquirieron la suficiente confianza como para hacer más rápido su paso. Al cabo de un rato, dieron media vuelta y miraron hacia atrás. La entrada era todavía visible como un diminuto punto de luz, aunque parecía encontrarse a varios kilómetros de distancia. —La cosa se complica —murmuró en voz baja el comandante Thrace, en inglés. —¿Decía usted? —inquirió el coronel Krenin en Lingua Franca. —Lo siento... La situación se está complicando. —No comparto su opinión —dijo Krenin con una leve sonrisa—. Hasta ahora, todo lo que he visto demuestra orden, inteligencia y determinación. Súbitamente, Thrace agarró el brazo de su compañero y señaló a la pared que tenían enfrente. Una losa rectangular de piedra negra acababa de aparecer en ella, y sobre la piedra había un dibujo grabado. Era una representación simbólica del sistema solar. Todos los planetas, excepto dos, aparecían como círculos sobre unas líneas que indicaban sus cursos orbitales. Pero el tercer planeta, la Tierra, estaba representado por una brillante piedra verde; y el cuarto planeta, Marte, por otra piedra roja, más brillante todavía. Krenin y Thrace estaban más que intrigados, estupefactos. Al cabo de unos instantes, el comandante Thrace rompió el silencio. —Será mejor que nos apresuremos —dijo—. Sólo nos quedan cuarenta y cinco minutos y tengo la impresión de que nos aguardan más y mayores sorpresas. No se equivocaba. Un poco más adelante descubrieron otra losa negra incrustada en la pared. En ésta aparecían los símbolos de un átomo de hidrógeno, de uno de oxígeno y de uno de carbono. Los dos hombres los contemplaron en silencio unos instantes y luego siguieron avanzando. Las palabras parecían completamente fuera de lugar. La próxima losa que encontraron mostraba lo que parecía ser la representación de una molécula simple. Después llegó lo que parecía el diseño molecular del ácido desoxiribonueleico. Y después de esto llegó la mayor sorpresa de todas. Dos losas paralelas, una a cada lado del pasillo. Mostraban a dos seres humanos: un hombre y una mujer. Ambos carecían de pelo. —Esto es absurdo —murmuró el comandante Thrace. —Entonces... entonces el hombre no es un producto único de la Tierra —dijo el coronel—. O, quizás... La idea era demasiado fantástica para ser expresada. Con un esfuerzo, Thrace consiguió sustraerse al estado de semihipnosis en que parecían haberle sumido los dibujos. —Tenemos que seguir avanzando —murmuró, de mala gana. Krenin consultó su reloj de pulsera y suspiró. —Hay tanto que observar... que considerar... Continuaron su camino a lo largo del pasillo iluminado por la misma claridad verdosa, sintiéndose como chiquillos atrapados en un misterioso mundo de ensueño que se confundía con la realidad. De repente, se encontraron en una revuelta del pasillo; y al poner pie en ella, se desplegó ante sus ojos el más fantástico de los espectáculos. Súbitamente, se encontraron en una cueva lo bastante grande como para contener a la mayor de las catedrales de la Tierra. Estaba bañada por la misma claridad verdosa que el pasillo, pero ésta era más intensa a ras de suelo, hasta el punto de que, por un instante, los dos hombres experimentaron la sensación de andar sobre un gran océano subterráneo. Luego, la sensación oceánica dio paso a una sublime revelación: una sensación de espacio infinito y de infinita belleza. Era como si hubieran sido engullidos por una nube de música insonora que brotaba de todas partes envuelta en oleadas de luz. Durante un brevísimo instante, los dos hombres experimentaron la sensación de que se estaban muriendo. Y luego, inmediatamente, la sensación de que habían vuelto a nacer. Las paredes de la cueva estaban vivas con cuadros sólidos, que aparecían y desaparecían en una magnífica sinfonía visual. Allí, por un instante, contemplaron en toda su terrible grandeza el nacimiento del sistema solar. Los planetas fluían de un inmenso útero solar para instalarse en las oscuras inmensidades del espacio. Luego, la visión se disolvió en una representación de océanos muertos, de monstruosos volcanes y de deslumbrantes ríos de rocas; de explosiones, y cataclismos y diluvios; de flotantes islas continentales y desesperados eones de hirviente lluvia. De nuevo cambiaron los cuadros. Ahora contemplaban las entrañas de los mares furiosos, y asistían al alumbramiento de la vida. Vieron la vida y la muerte de miríadas de seres diminutos; los fantásticos siglos de mortandad provocados por las aguas al retirarse; la inevitable, ciega y valerosa conquista de la tierra. Vieron bosque y desierto, glaciar y tundra. Vieron los grandes reptiles enzarzados en titánica lucha. Vieron monstruosas alas de las que brotaban repentinamente brillantes plumas, transformando a los asesinos de afilados dientes en verdaderas aves del paraíso. Vieron la creación del hombre, y el nacimiento de la unidad tribal... Vieron el alborear de la civilización, ciudades que brotaban como extrañas flores de piedra en las llanuras y en los valles. Vieron la muerte y el descubrimiento, la guerra y la adoración; las plagas, el fuego, las inundaciones y el hambre. Contemplaron el interminable conflicto del hombre contra la naturaleza, la tragedia vital del hombre contra el hombre... La era de la gloria, y la era de las máquinas... Y también la era de la destrucción, cuando la oscuridad cayó desde el aire... Luego, súbitamente, las paredes de la cueva quedaron lisas. La saga visual de la creación se disolvió en las profundidades de una verde eternidad. Y luego resonó una voz. La voz no procedía de ninguna parte, y, sin embargo, estaba en todas partes, resonando en el interior de la cueva como un trueno, susurrando como el viento a través de la hierba en verano. No era la voz de un hombre, ni la voz de una mujer. Era simplemente una voz. »La muerte del cuarto planeta saluda a los vivientes del tercer planeta —dijo la voz—. Los hijos de la estrella saludan a los hijos de la estrella. »Este saludo nuestro llega a través de cincuenta mil vueltas planetarias alrededor de la estrella que es nuestro sol. Pero dejad que estas palabras sean para vosotros algo más que el eco de unos lejanos fantasmas, ya que ellas son las que unen inseparablemente al tercer y al cuarto planeta. »En las pirámides que hemos construido os hemos dejado el único regalo posible: la historia de nuestra raza. Hubo una época en que nosotros, los del cuarto planeta, vivimos en un mundo verde y agradable. Éramos una raza fuerte y poderosa, y habíamos domeñado para nuestras necesidades las energías de los elementos y las fantásticas energías del sol. Incluso habíamos penetrado los secretos de la propia vida, de modo que la inmortalidad era nuestra. Pero ya habéis visto lo que queda de nuestra grandeza: el estéril desierto, y las pirámides en las cuales perdura aún nuestro recuerdo. »Es cierto que casi conquistamos la inmortalidad; pero el precio que pagamos por ella fue demasiado elevado, ya que, al final, nos convertimos en casi totalmente estériles. Es cierto también que teníamos bajo nuestro dominio un ilimitado poder físico. Pero nuestro poder espiritual no estaba a la misma altura; y luchando por filosofías cuya debilidad quedaba demostrada por el hecho de que tenían que ser defendidas mediante el empleo de la fuerza, acabamos por destruir nuestra raza y las riquezas vivientes de nuestro hogar planetario. Habíamos conquistado las fuerzas de la naturaleza, pero fuimos derrotados por las fuerzas de nuestros propios corazones. »Sin embargo, antes de que se perdiera todo, y en un breve período de lucidez, reunimos a los escasos jóvenes que nos quedaban. Decididos a que nuestra raza no desapareciera definitivamente, construimos naves de transporte capaces de viajar a través del espacio. Y entonces trasladamos nuestros bienes más preciados —nuestros hijos— a vuestro mundo. »Los dejamos allí, en los bosques del tercer planeta, para que renacieran física y espiritualmente a una nueva vida en un mundo nuevo. »Vosotros, los que estáis escuchado estas palabras, puede que seáis descendientes suyos. También vosotros os habréis convertido en dueños de un ilimitado poder físico. Rogamos porque vuestro espíritu esté a la altura de vuestro poder físico. »Rogamos, también, que aceptéis esto, el cuarto planeta, y en armonía de esfuerzos y unidad de propósitos, utilicéis vuestra habilidad y vuestras energías en devolverle la verde fertilidad que floreció hace muchísimo tiempo. Vosotros sois nuestro futuro... Bienvenidos al hogar...» Todo volvió a quedar silencioso e inmóvil. Los dos hombres se miraron el uno al otro. Las ideas y las sensaciones que les poseían estaban más allá del alcance de las palabras. De repente, se arrodillaron durante unos instantes como si la cueva se hubiera convertido en un templo, como si su silenciosa acción de gracias pudiera ser oída por alguien. Luego regresaron al pasillo andando lentamente... El coronel Krenin y el comandante Thrace salieron del interior de la pirámide diez minutos después del plazo de una hora que se habían fijado. El doctor Chee y el Profesor Thompson dieron suelta a su reciente ansiedad y a su actual curiosidad en un torrente de preguntas; pero cuando vieron la expresión de los rostros de los dos hombres silenciosos, todas las preguntas murieron. —Hemos encontrado la explicación —dijo el comandante Thrace, al final. —¿Qué explicación? —inquirió amablemente el doctor Chee. Sus compañeros estaban tan anormalmente tranquilos, que parecían encontrarse bajo los efectos de algo terrible. —Sólo hay una explicación —dijo el coronel Krenin—. Ahora les toca a ustedes. Entren, y la encontrarán. —¿No hay peligro? —preguntó el Profesor Thompson. El coronel Krenin sonrió. Parecía estar contemplando algo a muchos millones de millas de distancia, o quizás a muchos miles de años. —Solamente para nuestro orgullo —respondió el coronel en voz baja. Thompson y Chee no podían hacer más que una cosa: entrar en la pirámide. Y eso fue lo que hicieron, mientras el coronel y el comandante les esperaban. Súbitamente, el comandante Thrace dijo: —Acabo de recordar una cosa. ¿Cómo es posible que comprendiera usted la Voz? Hablaba en inglés... El coronel sacudió la cabeza. —No, hablaba en ruso. El comandante meditó unos segundos. —Ni en ruso ni en inglés —dijo. Y luego añadió—: Después de todo, creo que nunca volveremos a ser los mismos hombres. El coronel Krenin contempló, pensativo, el estéril desierto marciano. —No, no seremos los mismos —dijo—. Después entrará el Profesor Frontenac. Y más tarde utilizaremos las cámaras y los aparatos de grabación. Cuando regresemos a la Tierra, los distintos pueblos no volverán a ser los mismos. El comandante Thrace arrastró ociosamente los pies por las secas arenas rojizas. Hizo diminutas montañas y empezó a proyectar una red de carreteras. Al final, dijo: —¿Cree usted que valdrá la pena que reclamemos este desierto? —Tenemos que hacerlo —respondió el coronel Krenin sencillamente—. Es nuestro hogar.