Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El hombre de la piel de cabra.

Maurice Leblanc.
Arsenio Lupin - El Hombre de la Piel de Cabra.
La aldea quedó aterrorizada.
Era domingo. Los campesinos de Saint-Nicolas y alrededores salían de la iglesia y se dispersaban a través de la plaza cuando, de pronto, unas mujeres que se habían adelantado y ya doblaban sobre la ruta principal retrocedieron dando gritos de espanto.
Y enseguida pudo verse, enorme, horrendo, como un monstruo, un automóvil que llegaba a velocidad vertiginosa. Entre los gritos y la huida demencial de la gente, se abalanzó en línea recta hacia la iglesia, giró en el momento mismo en que iba a despedazarse contra los escalones, rozó el muro de la sacristía, volvió a tomar la prolongación de la ruta nacional, se alejó, sin siquiera -¡milagro incomprensible!– haber tocado, en aquellos diabólicos cambios de dirección, una sola de las personas que atestaban la plaza… y desapareció.
¡Pero se había visto! Se había visto, en el asiento, cubierto con å una piel de cabra, tocado con un sombrero de piel, el rostro oculto por gruesas gafas, un hombre que conducía; y cerca de él, sobre la parte frontal del asiento, derribada, doblada en dos, una mujer cuya cabeza ensangrentada colgaba encima del capot.
¡Y se habían oído! Se habían oído los gritos de la mujer, gritos de horror, de agonía…
Y fue una visión tan sanguinaria e infernal que todos se quedaron inmóviles por unos segundos, estupidizados.
–¡Sangre! – gritó alguien.
Había sangre por todas partes, sobre las piedras de la plaza, sobre la tierra endurecida por las primeras heladas de otoño y, cuando los muchachos y los hombres se lanzaron a perseguir el auto, no tuvieron más que ir detrás de las huellas siniestras.
Más allá éstas seguían la ruta principal, ¡pero de un modo tan extraño! Iban de un costado a otro, y trazaban cerca de las huellas de los neumáticos una pista en zigzag que daba escalofríos. ¿Cómo había hecho el automóvil para no chocar con aquel árbol? ¿Cómo habían podido enderezarlo antes de que se diera vuelta a lo largo de aquel talud? ¿Qué principiante, qué loco, qué ebrio, o más bien qué criminal estupefacto, conducía el automóvil con tales sobresaltos?
Uno de los campesinos exclamó:
–No podrá tomar la curva del bosque.
–¡Ya lo creo! Va a volcar.
A 500 metros de Saint-Nicolas comenzaba el bosque de Morgues, y la ruta, recta hasta allí salvo un ligero codo al salir de la aldea, subía desde la entrada del bosque y doblaba en una curva brusca, entre las rocas y los árboles. Ningún automóvil podía tomar aquella curva sin aminorar la marcha un poco antes. Postes indicadores señalaban el peligro.
Sin aliento, los campesinos llegaron al grupo de hayas que formaban el borde. Y, de repente, uno de ellos gritó: -¡Allá está!
–¿Qué?
–El coche volcado.
En efecto, el automóvil -una limousine- yacía dado vuelta, destruido, retorcido, informe. Cerca de él, el cadáver de la mujer. Pero lo más terrible, espectáculo innoble y asombroso, era que la cabeza de la mujer estaba aplastada, machacada, invisible bajo un bloque de piedra enorme, colocado allí no se sabía por qué fuerza prodigiosa.
En cuanto al hombre de la piel de cabra, no lo encontraron. No lo encontraron en el lugar del accidente. No lo encontraron en los alrededores. Por añadidura, unos obreros que bajaban la pendiente de Morgues declararon que no se habían cruzado con nadie.
O sea que el hombre se había fugado por los montes. Estos montes, a los que llaman bosque por su belleza y la vejez de los árboles, tienen dimensiones restringidas. La gendarmería, prevenida de inmediato, realizó una batida minuciosa con ayuda de los campesinos. No descubrieron nada. Tampoco los magistrados de instrucción extrajeron, de la detallada pesquisa que desarrollaron durante varios días, ningún indicio capaz de aclarar en algún sentido aquel drama inexplicable. Por el contrario, las investigaciones desembocaron en otros enigmas y otras inverosimilitudes.
Así, se comprobó que el bloque de piedra provenía de un derrumbe que distaba al menos 40 metros. Sin embargo, el asesino lo había transportado y lanzado sobre la cabeza de la víctima en pocos minutos.
Por otra parte, el asesino, que con toda certeza no estaba oculto en el bosque -de lo contrario lo habrían descubierto inevitablemente-, el asesino tuvo la audacia, ocho días después del crimen, de regresar a la curva de la pendiente y de dejar allí su piel de cabra. ¿Por qué? ¿Con qué fin? Excepto un sacacorchos y una servilleta, el abrigo de piel no contenía ningún objeto. ¿Y entonces? Se recurrió al fabricante del automóvil, que reconoció la limousine por habérsela vendido tres años antes a un ruso, ruso que a su vez, según afirmaba el fabricante, la había vendido enseguida. ¿A quién? La limousine no tenía patente.
Del mismo modo, fue imposible identificar el cadáver de la muerta. Las prendas, la ropa interior, no brindaron ningún indicio. Nadie la conocía.
Sin embargo, los enviados de la Sûreté recorrieron en sentido inverso la ruta nacional seguida por los actores del drama misterioso. ¿Pero qué prueba había de que, durante la noche anterior, el automóvil hubiese seguido justamente esa ruta?
Averiguaron, interrogaron. Por fin lograron establecer que, en la tarde de la víspera, a 300 kilómetros de allí, en una pequeña aldea situada junto a un camino de mucho tránsito que empalmaba con la ruta nacional, una limousine se había detenido ante un almacén.
En primer término, el conductor había llenado el tanque con combustible, comprado aceite y bidones de repuesto; después había llevado algunas provisiones: jamón, frutas, masas secas, vino y una botella de medio litro de coñac Tres Estrellas. En el asiento delantero había una dama. No bajó. Las cortinillas de la limousine estaban bajas. Una de las cortinillas se movió varias veces. El muchacho que atendía el almacén no dudaba de que había alguien en el interior.
Si la declaración del muchacho era exacta, el problema se complicaba, porque ningún indicio había revelado la presencia de una tercera persona.
Entretanto, ya que los viajeros se habían abastecido de provisiones, quedaba por determinar lo que habían hecho con ellas, y qué había pasado con los restos de las mismas. Los agentes volvieron sobre sus pasos. Sólo cuando llegaron a la bifurcación de las dos rutas, es decir, a 18 kilómetros de Saint-Nicolas, un pastor, al ser interrogado, les señaló una pradera cercana, oculta por una cortina de arbustos y donde había visto una botella vacía y distintas cosas. Los agentes se convencieron de inmediato. El automóvil se había detenido allí y los desconocidos probablemente después de una noche de descanso en el automóvil habían comido y reanudado el viaje durante la mañana. Como prueba innegable, encontraron la botella de medio litro de coñac Tres Estrellas vendida por el almacenero.
La botella había sido rota de un golpe, a ras del gollete.
Recogieron la piedra que habían utilizado, así como también el gollete provisto de su tapón precintado. Sobre el precinto metálico se veían las huellas de los intentos hechos para destapar la botella normalmente. Los agentes siguieron con la investigación y recorrieron una zanja que bordeaba la pradera, perpendicularmente a la ruta. Desembocaba en un pequeño manantial oculto bajo espinos, de donde parecía desprenderse un olor pútrido.
Una vez apartados los espinos, vieron un cadáver, el cadáver de un hombre, cuya cabeza destrozada no formaba más que una especie de papilla sobre la que pululaban los insectos. Vestía pantalón y chaqueta de cuero. Los bolsillos estaban vacíos. Ni papeles, ni billetera, ni roloj.
Dos días más tarde, el almacenero y su empleado, convocados con urgencia, reconocieron formalmente, por el traje y la estatura, al viajero que en la víspera del crimen había comprado provisiones y combustible.
Así que el caso recomenzó sobre nuevas bases. Ya no se trataba de un drama con dos personajes -un hombre y una mujer-, uno de los cuales había matado al otro, ¡sino de un drama con tres personajes, con dos víctimas, una de las cuales era precisamente el hombre a quien se acusaba de haber matado a su compañera! En cuanto al asesino, no había duda. Se trataba del tercer personaje que viajaba en el interior del automóvil, y que había tomado la precaución de ocultarse tras las cortinillas. Primero se había librado del conductor, lo había desvalijado; después, hirió a la mujer, a la que llevó en una verdadera carrera hacia la muerte.
Nuevo caso, descubrimientos inesperados, testimonios imprevistos… Podía esperarse que el misterio llegara a esclarecerse o, al menos, que el curso del proceso avanzara unos pasos en el camino de la verdad. Nada de esto pasó. Un cadáver se sumó al primer cadáver. Se agregaron nuevos problemas a los problemas anteriores. La acusación de asesinato pasó de uno a otro.
Eso era todo. Fuera de tales hechos tangibles, evidentes, las tinieblas.
El nombre de la mujer, el nombre del hombre, el nombre del asesino, otros tantos misterios.
Y además, ¿qué se había hecho del asesino? Que hubiese desaparecido de un minuto al otro, ya constituía un fenómeno bastante curioso. ¡Pero el fenómeno rozaba el milagro en el sentido de que el asesino no había desaparecido en absoluto! ¡Estaba allí! ¡Volvía al lugar de la catástrofe! Además de la piel de cabra, recogieron un día una gorra de piel y, prodigio inaudito, una mañana, después de toda una noche de guardia en los peñascos de la célebre curva, gafas de chofer, partidas, herrumbradas, sucias, fuera de uso. ¿Cómo había podido el asesino llevar las gafas sin que los agentes lo vieran? Y sobre todo, ¿por qué las había llevado?
Hubo más aún. A la noche siguiente, un campesino, obligado a atravesar el bosque, y que, por precaución, había llevado la escopeta y dos perros consigo, se detuvo en seco ante el paso de una sombra en las tinieblas. Los perros -dos perros lobo medio salvajes y de un vigor excepcional- saltaron hacia la espesura de los montes y empezó la persecución.
Duró poco. Casi enseguida el campesino percibió dos aullidos horribles, que terminaron al unísono en quejas agónicas. Y después el silencio, el silencio absoluto.
Aterrorizado, emprendió la fuga abandonando la escopeta.
Sin embargo, por la mañana no encontraron a ninguno de los dos perros. Tampoco encontraron la culata del fusil. En cuanto al cañón, ¡estaba clavado en tierra, rectamente, y tenía en uno de los tubos una flor, una delicada flor de otoño, arrancada a cincuenta pasos de allí!
¿Qué significaba esto? ¿Por qué aquella flor? ¿Por qué todas esas complicaciones en el crimen? ¿Por qué aquellos actos inútiles? La razón se trastornaba ante tales anormalidades. Sólo con una especie de temor se arriesgaba uno en la equívoca aventura. Se tenía la impresión de una atmósfera pesada, asfixiante, en la que era imposible respirar, que enturbiaba los ojos y que desconcertaba a los más clarividentes.
El juez de instrucción se enfermó. Al cabo de cuatro días, su reemplazante confesó que el caso le parecía impenetrable. Arrestaron a dos vagabundos que liberaron de inmediato. Persiguieron a un tercero que no pudo ser encontrado y contra el cual, por otra parte, no se tenía prueba alguna. En suma, todo era desorden, oscuridad y contradicción.
Una casualidad llevó a la solución, o más bien determinó un conjunto de circunstancias que llevaron a la solución. Una simple casualidad. El redactor de un importante periódico parisiense enviado como corresponsal, resumía su artículo en estos términos: “En consecuencia, repito, es necesario esperar la colaboración del destino. De lo contrario se pierde el tiempo. Los elementos reales no bastan ni siquiera para establecer una hipótesis plausible. Se trata de la noche espesa, absoluta, angustiosa. No hay nada que hacer. Todos los Sherlock Holmes del mundo no comprenderían nada, hasta el propio Arsenio Lupin, perdonando la expresión, dejaría caer los brazos, vencido”.
Sin embargo, un día después de dar a conocer el artículo, el periódico publicó el siguiente telegrama:
“Alguna vez he dejado caer los brazos, vencido, pero nunca por tonterías. El drama de Saint-Nicolas es un misterio para niños de pecho. Arsenio Lupin”.
El despacho tuvo repercusión. Se lo recuerda, y se recuerdan también las polémicas que despertó enseguida la intervención del célebre aventurero.
¿Verdadera intervención? Se lo dudaba. El propio periódico desconfiaba y tomaba distancia.
“A título de documento -agregaba-, incluimos este telegrama, por cierto obra de un farsante. Arsenio Lupin, aunque maestro consumado de la mistificación, no haría gala sin embargo de esta arrogancia un poco pueril.”
Pasaron unos días. Cada mañana la curiosidad, decepcionada, se hacía más intensa. ¿Se sabría algo? Por fin el periódico publicó la famosa carta, tan precisa, tan categórica, en la que Arsenio Lupin daba la clave del enigma. Hela aquí, completa:
“Señor director:
“Al desafiarme, dio usted en mi punto débil. Provocado, respondo.
“Y vuelvo a afirmarlo de inmediato: el drama de Saint-Nicolás es un misterio para niños de pecho. No conozco nada más ingenuo, y la prueba de tal sencillez será justamente la brevedad de mi demostración.
“Esta demostración puede expresarse en pocas palabras:
“Cuando un crimen parece escapar a la medida ordinaria de las cosas, cuando parece fuera de lo natural, estúpido, hay muchas posibilidades de que la explicación sólo pueda encontrarse en motivos extraordinarios, extranaturales, extrahumanos. Digo que hay muchas posibilidades, porque siempre hay que admitir el papel del absurdo en los acontecimientos más lógicos y vulgares. Pero aquí, realmente, ¿cómo no ver lo que ocurre, y no tener en cuenta el absurdo y lo desproporcionado?
“Desde el principio me impactó el carácter muy definido de la anormalidad. Los zigzags en primer lugar, la marcha descontrolada del automóvil, que parecía guiado por un principiante. Se habló de un ebrio o un loco. Suposición justificada. Pero ni la locura ni la ebriedad pueden provocar la exasperación de la fuerza necesaria para transportar, y sobre todo en tan poco tiempo, la piedra que destrozó la cabeza de la desgraciada mujer. Para ello es necesaria tal potencia muscular que no vacilo en ver allí una segunda señal del carácter anormal que domina todo el drama.
“¿Y por qué transportar aquella piedra enorme, cuando bastaba una roca pequeña para terminar con la víctima? Y por otro lado, ¿cómo, en el vuelco tremendo del automóvil, el asesino no murió ni se vio reducido al menos a una inmovilidad transitoria? ¿Cómo desapareció? ¿Y por qué, una vez desaparecido, volvió al lugar del accidente? ¿Por qué tiró allí el abrigo de piel, otro día la gorra y otro día las gafas? Anormalidades, actos inútiles y estúpidos.
“Por otra parte, ¿por qué haber llevado a la mujer herida, moribunda, sobre el asiento del automóvil, donde todo el mundo podía verla? ¿Por qué eso en vez de encerrarla en el interior, o de arrojarla muerta en algún rincón, como había arrojado al hombre bajo los espinos del río?
“Anormalidad. Estupidez.
“Todo es absurdo en la aventura. Todo denota el balbuceo, la incoherencia, la torpeza, la necedad de un niño, o más bien de un salvaje imbécil y furioso, de un bruto.
“Piensen en la botella de coñac. El tenía un sacacorchos (lo encontraron en el bolsillo del abrigo). ¿Lo utilizó el asesino? Sí, las huellas del sacacorchos pueden verse sobre el precinto. Pero el gesto era demasiado complejo para él. Rompió el gollete con una piedra. Siempre piedras, tengan en cuenta ese detalle. Es la única arma y el único instrumento que emplea el individuo. Es su arma habitual, su instrumento familiar. Mata al hombre con una piedra, a la mujer con una piedra, y destapa las botellas con una piedra.
“Un bruto, lo repito, un salvaje furioso, trastornado, vuelto loco de repente. ¿Por qué? ¡Diablos!
“Justamente por el aguardiente que había bebido de golpe, mientras el conductor del auto y su compañera desayunaban en la pradera. Salió de la limousine, al fondo de la cual viajaba, cubierto por una piel de cabra y tocado con una gorra, y tomó la botella, la rompió y bebió. Esa es toda la historia. Una vez que bebió, se volvió loco furioso, golpeó al azar, sin razón. Después, invadido por un temor instintivo, temiendo el castigo inevitable, ocultó el cadáver del hombre. Después, como un idiota, levantó a la mujer herida y huyó. Huyó en ese automóvil que no sabía manejar, pero que para él representaba la salvación, la imposibilidad de que lo atraparan.
“-Pero, ¿y el dinero? – me dirán ustedes-. ¿La billetera robada?
“-¡Eh!, ¿quién les asegura que fue él el ladrón? ¿Quién les asegura que no fue un vagabundo, un campesino atraído por el olor del cadáver?
“-Está bien, está bien -volverán a objetar ustedes-, pero habrían encontrado a este bruto, porque se oculta en los alrededores mismos de la curva y porque, después de todo, tiene que comer y beber…
“-¿Qué? ¿No lo adivinan?
“-No.
“-¿Y sin embargo están seguros de que sigue siempre allí?
“-Por supuesto, y la prueba es que el campesino vio su sombra.
“-Y además, agregaría yo, está la desaparición de los dos perros lobo, los molosos, que el asesino escamoteó como si fueran caniches…
“Y está, además, el cañón clavado en tierra, estúpidamente, con una flor. ¿No es bastante necio eso? ¿Y torpe? ¿Y grotesco? ¿Y, no caen? ¿Ningún detalle los ilumina? ¿No? Entonces lo más sencillo, para terminar de una vez y para responder a las objeciones que ustedes plantean, es ir derecho al blanco. Basta de explicaciones… Actos. Entonces, que los caballeros de la policía y la gendarmería tengan a bien ir ellos mismos a ese blanco. Que lleven escopetas. Que exploren el bosque en un radio de 200 o 300 metros, no más. Pero que en lugar de explorar con la cabeza gacha y los ojos fijos en el suelo, miren hacia arriba, sí, hacia arriba, entre las ramas y el follaje de los robles más altos y las hayas más inaccesibles. Y créanme que lo verán. Allí está, desamparado, lamentable, en busca de los que mató, y tratando de encontrarlos, esperándolos, sin atreverse a partir, y sin comprender…
“En lo que a mí respecta, lamento muchísimo verme retenido en París por importantes ocupaciones y por la puesta en marcha de asuntos muy complejos, porque me habría gustado seguir hasta el fin esta curiosa aventura.
“Tenga a bien entonces disculparme ante mis buenos amigos de la justicia, y creer, señor Director, en la sinceridad de mis muy atentos saludos.
“Firmado: Arsenio Lupin.”
Todos recuerdan el desenlace. Los caballeros de la justicia y la gendarmería se encogieron de hombros y no prestaron la menor atención a esta lucubración. Pero cuatro hidalgos pobres de la región tomaron sus escopetas y salieron de caza, con los ojos dirigidos al cielo, como si quisieran derribar algunos cuervos. Al cabo de media hora, divisaron al asesino. Dos disparos: cayó de rama en rama.
Sólo estaba herido. Lo capturaron.
Por la tarde, un periódico de París que aún no se había enterado de la captura, publicaba la siguiente nota:
“Sigue sin haber noticias de un caballero y una dama de apellido Bragoff, desembarcados hace seis semanas en Marsella, donde habían alquilado un automóvil.
“Vivían en Australia desde hace muchos años, llegaban a Europa por primera vez, y habían avisado al director del Jardín Zoológico, con quien se carteaban, que traían consigo un ser extraño, de especie absolutamente desconocida, y del que no podía afirmarse si era hombre o simio.
“Según el señor Bragoff, arqueólogo destacado, se estaría ante un ejemplar del simio-antropoide, o más bien del hombre simio del que hasta ahora no se había podido demostrar la existencia. La estructura física sería idéntica a la del Pitecántropo descubierto en Java en 1891 por el doctor Dubois, y ciertas particularidades parecerían darle la razón a las teorías del naturalista argentino Ameghino, que, con fragmentos de cráneo encontrados al hacerse los trabajos de excavación del puerto de Buenos Aires, había podido reconstruir al protohombre.
“Inteligente, observador, este extraño animal hacía las veces de mayordomo para sus amos en la propiedad que ocupaban en Australia; les limpiaba el automóvil, trataba incluso de conducirlo.
“¿Qué ha pasado con el señor y la señora Bragoff? ¿Qué ha pasado con el extraño primate que los acompañaba?”
Para entonces la respuesta a esta pregunta era sencilla. Gracias a las indicaciones de Arsenio Lupin, se conocían todos los elementos del drama. Gracias a él el culpable se encontraba en manos de la Justicia.
Puede vérselo en el Jardín Zoológico, donde está encerrado bajo el nombre de Tres Estrellas. Es un simio, en efecto. Pero también un hombre. Tiene la dulzura y la docilidad de los animales domésticos, y la tristeza que sufren cuando muere el amo. Pero muchos otros rasgos lo acercan a la humanidad. Es pérfido, cruel, perezoso, glotón, iracundo y, sobre todo, tiene una pasión desaforada por las bebidas alcohólicas.
Aparte de esto, es sin duda un simio. Salvo que…
Unos días después de su… arresto, divisé, inmóvil ante la jaula, a Arsenio Lupin, que, sin duda, buscaba resolver aquel interesante problema. Le dije de inmediato, porque la cosa me interesaba:
–Sabe, Lupin, su intervención en el caso, su demostración, por último su carta no me han asombrado.
–¡Ah! – dijo con tranquilidad-. ¿Y por qué?
–¿Por qué? Porque la aventura ya ocurrió, hace setenta u ochenta años. Edgar Poe la empleó como tema de uno de sus más hermosos cuentos. En tales condiciones, la clave del enigma podía encontrarse fácilmente.
Arsenio Lupin me tomó del brazo y me acercó a él.
–¿Cuándo lo adivinó usted?
–Al leer su carta -confesé.
–¿Y a qué altura de mi carta?
–Hacia el final.
–Hacia el final, ¿verdad? Después de que puse los puntos sobre las íes. Así que tenemos un crimen que el azar repite en circunstancias muy distintas, es evidente, pero sin embargo con el mismo tipo de héroe, y, tanto a usted como a los demás, fue necesario abrirles los ojos. Fue necesario el auxilio de mi carta, de esa carta en la que me entretuve (por otra parte me obligaban los hechos) en emplear la demostración, a veces hasta los propios términos que empleó el gran poeta norteamericano. Comprenderá que mi carta no fue nada inútil, y que uno puede permitirse volver a decirle a la gente lo que ha aprendido sólo para olvidarlo.
Y con tales palabras Lupin se dio vuelta y rompió a reír bajo las narices de un viejo simio que meditaba en la actitud de un solemne filósofo…
Arsenio Lupin - El Hombre de la Piel de Cabra.
Maurice Leblanc.