Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La política.

La política
A la luz mortecina de una vela de sebo, plantada en  una botella, Evaristo leía con dificultad la hoja volante que por la mañana le habían dado en las calles de San José. Sentado en un taburete de vaqueta, su padre, el viejo ñor Juan Álvarez, gamonal (Nota 1: Persona acaudalada e influyente de un pueblo campesino. Fin de la nota 1) de la villa de San Miguel, escuchaba la lectura de la hoja, que era una diatriba violenta, en el estilo chabacano, contra el candidato del partido progresista para el próximo período presidencial. El autor anónimo lo cubría de injurias declamatorias y llamaba paniaguados y serviles a sus partidarios. Estas virulencias del lenguaje electoral no hacían mayor impresión en el ánimo del viejo; toda aquella palabrería era poco menos que griego para él; pero cuando Evaristo llegó a la parte donde se decía que el candidato era un hereje que nunca iba a misa y cerraría las iglesias si lograba llegar al poder, frunció las cejas inquieto y disgustado. El papel terminaba con una apología hiperbólica del candidato
del partido contrario, llamado nacionalista, (Nota 2: El “Partido Nacional” corresponde históricamente al partido “Constitucional Democrático” que llevó a la presidencia a don José Joaquín Rodríguez, en 1890. Fin de la nota 2), y la enumeración de las ventajas y gangas que de su advenimiento a la presidencia reportaría el país, entre las cuales brillaba en primera línea de libertad del fabricar aguardiente y de sembrar tabaco. ¡Guaro y tabaco libres! Tal era el In hoc signo vinces del partido.
--¡Qué cosa tan bella! –exclamó Evaristo con entusiasmo.
--Falta que sea verdad –replicó el viejo que como tal era desconfiado-. Yo no me fío de lo que dicen los papeles.
--Pues yo sí lo creo todo –volvió a decir el mozo-. Don Manuel me dijo esta mañana, cuando estuve a pagarle los reales que debía, que el partido nacional es el bueno.
Don Manuel era un farmacéutico de San José a quien Evaristo consultas sus dudas.
--Y yo te digo que no hay que creer en eso del guaro y del tabaco libres. (Nota 3: También el negocio del tabaco fue monopolio del Estado hasta 1893, como lo ha seguido siendo el de la fabricación de licores. Fin de la nota 3)
Evaristo movió la cabeza obstinado. El viejo continuó:
--Ya te he dicho que el licenciado Castrillo, que sabe más que don Manuel, porque es abogado, me dijo la semana pasada que todo lo que andan contando los nacionales es mentira y que no se les debe hacer caso.
El mozo no se atrevió a seguir replicando, pero los argumentos de su padre no le convencían, aparte de que los consideraba interesados, porque el viejo era progresista.
Meses antes de que naciera ese nuevo partido que ahora metía tanta bulla, pasaba una mañana el gamonal frente a la ofician del jefe político, cuando éste lo vio hizo entrar en su despacho, donde le dijo: “Ñor Juan, usted es hombre honrado, de trabajo y de orden; todos lo estiman, respetan y quieren en San Miguel; por esto y las consideraciones que me merece, quiero que usted sea el primero en firmar la lista de adhesiones a la candidatura progresista”. El viejo, desagradablemente sorprendido, no hallaba qué responder. Inmóvil, con los ojos clavados en los pies del funcionario, su contrariedad era evidente, porque como buen campesino era receloso y no le  gustaba comprometerse y menos dar firmitas. (Nota 4: El autor usa el diminutivo de firma quizá porque nuestro pueblo lo usa para referirse a la que se da con el fin de confirmar una adhesión política, aludiendo al pedido de los propagandistas: “¿Me da la firmita?”. Fin de la nota 4) El político (Nota 5: Por elipsis suele llamarse político al jefe político de los cantones. Fin de la nota 5) insistió: “Nuestro candidato es un cumplido caballero, bueno y honrado, que hará la felicidad del país. Usted sabe muy bien que soy incapaz de darle un mal consejo”. Y como el viejo mudo, inspeccionando el suelo, el funcionario añadió después de una pausa: “En fin, otro día hablaremos más despacio; por lo pronto vamos a beber un trago como buenos amigos”; y sin darle tiempo de contestar, tomó familiarmente el  brazo del gamonal y se lo llevó a La Sirena, la mejor pulpería (Nota 6: Tienda de abarrotes, donde a veces hay expendio de licores. Fin de la nota 6) de San Miguel. Una hora después regresaba ñor Juan a su casa con las ideas bastantes embrolladas por repetidas copitas de ron, pero no tanto que no recordarse haber vuelto con el político a la jefatura (Nota 7: Oficina del jefe, elipsis de “jefatura político”. Fin de la nota 7) y
que allí quedaba estampada su firma en una hoja de papel, debajo de unos cuantos renglones manuscritos que no pudo leer, por la buena razón de que no sabía. (Nota 8: Entonces eran más comunes los casos en que un campesino supiera firmar pero no leer. Fin de la nota 8) Y de esta manera había sido Juan Álvarez progresista.
Con el señuelo de la firma del gamonal pudo atrapar el jefe político las de todos los principales vecinos de San Miguel, porque ñor Juan arrastraba siempre la opinión de sus paisanos, entre los cuales gozaba fama de prudente y honrado. Así fue que cuando después llegaron los primeros emisarios del partido de oposición, pronto se volvieron desilucionados, diciendo que no había nada que hacer en aquel pueblo tan unánimemente progresista. Mas no fueron por esto del todo estériles sus trabajos. La semilla regada fructificó a la postre. Hubo dos o tres vecinos de espíritu levantisco y rebelde que se incorporaron a las filas nacionalistas, y poco a poco fueron uniéndose a ellos los descontentos del jefe político, formando entre todos un grupo pequeño y bullicioso, que hacía una propaganda activa; pero ños Juan permanecía inquebrantable, la mayoría del pueblo se mantuvo igualmente firme, con pocas excepciones. Entre éstas estaba el hijo del gamonal, Evaristo, que se había dejado seducir por las promesas y halagos de los apóstoles del nuevo partido, y aunque continuaba figurando entre los progresistas por consideración a su padre, en el secreto de su alma era nacional.
El cura, vigilado de cerca por el jefe político, permaneció al principio a la capa. Las mujeres tampoco mostraban mayor interés en los belenes de la política. Sin embargo, hubo un momento en que se comenzaron a notar entre ellas señales de agitación, especialmente en el gremio de beatas, coincidiendo estos síntomas con ciertos rumores
de que el candidato progresista era nada menos que el Anticristo. En cuanto tuvo conocimiento de semejantes patrañas, el jefe político, que no era lerdo, se apresuró a comunicar a la autoridad superior que el cura de San Miguel se movía a favor de la autoridad nacionalista.
Día hubo en que la mujer del gamonal y sus hijas, Agapita y Ester, volvieron a casa muy escandalizadas por lo que en la calle les dijeron las amigas y comadres: que si los progresistas estaban condenados; que si todos eran masones; que ¿cómo era posible que su marido y su padre, tan religioso y tan bueno, estuviera con esos herejes liberales?, etc. Turbado el viejo por estas cosas que le contaban alarmadas las mujeres, aprovechó la ocasión de que deseaba vender un poco de maíz, para ir un sábado a San José y consultar con el licenciado Castrillo, el hombre de toda su confianza. Castrillo era progresista y se lo declaró a su familia cuando regresó por la noche, diciendo que no había que dar crédito a ninguno de esos cuentos de masones y de cerrar iglesias. Evaristo no dijo una palabra. Agapita y Ester miraron con insistencia a su madre, para animarla a que contestase. Pasado un momento habló ña Mercedes:
--Así será cuando ese señor lo dice; pero lo que yo sé es que las gentes del centro (Nota 9: Gentes del centro llama el pueblo de Costa Rica a los que viven en las ciudades y en particular a las gentes principales (nota del autor). Fin de la nota 9) no tienen religión.
El gamonal nada replicó; pero su silencio indicaba que la observación de su mujer había dado en el blanca. Al verlo así, tan meditabundo, las mujeres creyeron llegado el momento de dar un ataque decisivo al ánimo vacilante del jefe de familia, y le insinuaron  que se separara del partido progresista para no perder su alma. “Yo no me cambio
-gritó el viejo dando un puñetazo sobre la mesa en que se apoyaba-. Ya di mi firma y se acabó”.
Al oír el puñetazo las mujeres se plantaron en dos saltos en la cocina, y desde aquella escena no se habló más de partidos ni de religión, hasta el día en que Evaristo trajo la hoja volante de San José, después de cuya lectura el gamonal se quedó muy preocupado, preguntándose si al fin sería verdad todo lo que allí se decía. Y las dudas iban creciendo en su alma.
Agapita y Ester, que llegaron con la cena de los dos hombres, vinieron a sacar a su padre de las profundas meditaciones en que estaba sumido. Detrás de ellas entró José, chicuelo de cinco años, hijo de Agapita que era viuda. El abuelo le hizo una caricia y se sentó a cenar taciturno.
--Ave María purísima (Nota 10: Esta manera de llamar a la puerta que usaban nuestros campesinos, y la con testación, han desaparecido por completo. Fin de la nota 10) -dijo en aquel momento una voz desde afuera.
-En gracia concebida -contestaron las mujeres.
En el marco de la puerta se dibujó la silueta de un hombre. -¿Vive aquí el señor Juan Álvarez? -preguntó la voz.
--Sí, señor. Pase adelante -contestó ña Mercedes que venía de la cocina.
--Muy buenas noches les de Dios -dijo el recién llegado penetrando en la casa-. El Señor los haga a todos unos santitos.
--Amén -respondió la familia en coro.
Tenga la bondad de sentarse señor -dijo la viuda acercando una butaca al meloso desconocido.
--Muchas gracias, señora: pero antes quiero saber una cosa: esta casa ¿es de Dios o del Diablo?
--¡De Dios, señor! -exclamaron las mujeres muy asustadas.
-- Perfectamente. Entonces son ustedes del partido nacional.
Un silencio embarazoso sucedió a esta afirmación. Las mujeres y Evaristo clavaron los ojos en el viejo que bajaba la cabeza ante la mirada fría del desconocido, el cual prosiguió, recalcando las palabras:
--Un cristiano tan honrado como el señor Juan Álvarez no puede estar con los masones que van a quemar las iglesias.
El gamonal se sintió aterrado al oír esto. ¡Conque todo era cierto!
--¿Y usted de qué partido es? -se atrevió a preguntar ña Mercedes.
--¿Yo? Del partido de Nuestro Señor. Ahora van a ver ustedes a mi candidato -y al decir eso sacó del bolsillo del pecho un crucifijo cuyos pies besó con devoción.
Toda la familia se quedó admirada ante aquel acto de piedad, y José para ver mejor lo que tenía en la mano, fue corriendo a meterse entre las piernas del forastero.
--¡Qué niñito tan primoroso! -exclamó éste al verlo-. ¡Qué carita tan inteligente tiene! No sé por qué se me pone (Nota 11: Ponérsele a uno significa en Costa Rica "suponer", "considerar": "Se me pone que va a llover". Fin de la nota 11) que va a ser sacerdote.
Agapita se sintió próxima a soltar el llanto de puro agradecida y a todos les faltaron ojos para contemplar aquel hombre extraordinario, de aspecto venerable; ñor Juan se olvidaba de la cena. En su cara rasurada y curtida de castellano viejo, que lo era de abolengo, se pintaba la lucha que estaba sosteniendo en sus adentros. El gamonal pertenecía a la antigua raza de campesinos probos que nunca faltaban a lo que una vez prometieran trazando una cruz y arrancándose un pelo de la barba; y él no sólo se había comprometido con el jefe político a favorecer la candidatura progresista, sino que con mucho trabajo había firmado maquinalmente Juan Álvarez en la lista de adhesiones; y aquella firma la consideraba corno sagrada. Más por otra parte, ¿cómo era posible que él tan católico, tan temeroso de Dios, fuera a contribuir con su voto a llevar al poder a un hombre que se proponía acabar con la religión? Todo el fanatismo de la raza se sublevaba en él al escozor de este pensamiento.
Mientras se absorbía el gamonal en tan intrincados problemas, el hombre del crucifijo charlaba afectuosamente con las mujeres y las obsequiaba con escapularios de que iba bien provisto. A José le metió en la boca una pastilla de goma, y el chiquillo con la curiosidad propia de sus años, le preguntó por su nombre. El se lo dijo dándole un beso en la cara sucia; "Simeón García".
--iAh! Usted es don Simeón -exclamó la viuda abriendo desmesuradamente los ojos-. Todos dicen que es usted un santo.
--No soy más que un pobre pecador que no quiere que se engañe al pueblo- respondió modestamente don Simeón.
En la pieza vecina lloró un niño. Era el hijo menor de Agapita, que sólo tenía seis meses y había nacido después del fallecimiento de su padre, causado por una cura hidroterápica.
Para obedecer al médico que le había recetado una docena de baños de mar, se marchó el hombre a Puntarenas con su carreta cargada de café. Apenas lo entregó en la bodega respectiva, dio religiosamente, uno tras otro y en el mismo día, la docena de chapuzones prescritos. Una fiebre remitente biliosa se encargó de completar la cura. Don Simeón manifestó el deseo vehemente de ver al niño, extasiándose delante de su hermosura angelical, con todo y ser (Nota 12: El autor cambió que era por con todo y ser. Fin de la nota 12)   bastante feo. La madre le tomó en brazos para acallarlo, en tanto que ña Mercedes en voz baja imploraba a don Simeón para que interviniese con su marido aferrado en seguir siendo progresista. Agapita también metió su cuchara:
--Por Dios, don Simeón, dígale a tata (Nota 13: El tratamiento de tata, cariñoso en otros países de América y en Murcia (España), lo usaron mucho nuestros campesinos, pero con un sentido de respeto. Significa papá. Fin de la nota 13) que se cambie.
-Aquí está quien todo lo puede -respondió el santo varón sacando de nuevo el crucifijo.
Cuando volvió a la habitación donde había quedado el gamonal, éste lo convidó a cenar con mucho cariño. Apenas hubo aceptado, corrieron las mujeres a sacar lo mejorcito de la despensa para obsequiar a tan ilustre huésped. Ester le trajo unos frijoles que olían a gloria y tortillas (Nota 14: Tortas de maís (nota del autor). La tortilla es el pan de Costa Rica. Fin de la nota 14)  calientes. Ña Mercedes un chocolate espumoso batido por ella misma y un bollo de pan dulce. Concluida la cena, (Nota 15: Nótese que la cena, acostumbrada más aquí en otros tiempos, y sobre todo en el campo, no era una comida principal, como en España, sino ligera. Fin de la nota 15) los dos hombres conversaron solos largamente. En la cocina ña Mercedes,
Evaristo y Ester cuchicheaban esperando el resultado de la entrevista, y la viuda continuaba  arrullando al niño con monótono canturreo:
Arrurrú niñito,
cabeza de ayote,
si no te dormís
te come el coyote.               
Terminada la conferencia, ñor Juan llamó a su mujer y a sus hijos. Cuando llegaron les dijo:
--Don Simeón quiere rezarnos el rosario.
El siguiente día era un domingo. Desde las ocho de la mañana comenzaron a llegar a la iglesia las gentes que iban a misa mayor. Los hombres con sus chaquetas nuevas, sombrero de pita (Nota 16: Sombrero de pita se llama en Costa Rica al que en otros países llaman jipijapa, o en Estados Unidos Panama bat. Fin de la nota 16) y los pantalones ceñidos en las caderas. Las mujeres muy ataviadas con sus rebozos (Nota 17: Rebociños (nota del autor). Fin la de la nota 17) de seda de gavos colores, sonándoles mucho las enaguas almidonadas (Nota 18: El escritor usa el nombre enaguas con el sentido castizo, o sea lo que aquí se llama fustán. Pero en Costa Rica enagua o enaguas, es sinónimo de falda. Fin de la nota 18) debajo de la falda de alpaca o de zarara, planchada (Nota 19: Corrigió el autor planchadita con planchada. Fin de la nota 19) con ancho sombrero de pita, algunas con sombrilla. (Nota 20: En Costa Rica sombrilla es el paraguas femenino. Fin de la nota 20) De vez en cuando aparecían majestuosas la mujer y las hijas de un gamonal luciendo pañolones (Nota 21: Único nombre con que se designó el mantón, muy usado entonces. Fin de la nota 21) negros de seda, bordados de flores encarnadas y grandes pendientes y collares de filigrana de plata dorada. Al segundo toque de campanas llegó don Simeón, prodigando sonrisas y saludos; poco después la familia de ñor Juan. La viuda muy enlutada; Ester, fresca y bonita como un capullo de rosa, un verdadero bocadito de cura, según la irreverente expresión del jefe político, liberalote descreído. La misa duró una hora larga. Don Simeón edificaba a todos por su hermosa piedad. En el momento de alzar, los golpes que se dio en el pecho resonaron en toda la iglesia. No había duda, aquel hombre era un santo. El gamonal y Evaristo, colocados detrás de él, no se hartaban de admirar el aire beato con que escuchaba la plática que aquel día fue muy tendenciosa, versando sobre la obligación que incumbe a todos los fieles de defender la religión amenazada por liberales y masones. El cura se quitaba resueltamente la careta.
En las puertas de la iglesia varios individuos distribuían hojas volantes a las gentes que salían de misa: una del partido progresista. (Nota 22: EI Partido Progresista corresponde al Partido Liberal Progresista que tuvo como candidato a don Ascensión Esquivel en las elecciones de 1889. Fin de la nota 22) otra del nacional. Dos grupos de propagandistas, enviados por centros políticos rivales, se habían adueñado de la plaza, situándose cada cual en una esquina, donde estaban listos los oradores, que debían hablar subidos sobre una mesa prestada por algún copartidario entusiasta. Como los de uno y otro partido alternaban en el uso de la palabra, el grupo numeroso de los migueleños (Nota 23: Gentilicio para designar al natural o lo perteneciente a todo pueblo que se llame San Miguel. También sanmigueleño. Fin de la nota 23) se movía para escucharlos. Poca cosa entendían los buenos campesinos de todas aquellas arengas pronunciadas con tanto entusiasmo por los jóvenes delegados de los clubes centrales; pero como los nacionalistas eran los encargados de defender la religión, todo lo que decían les parecía bien, sobre todo cuando echaban incienso al pueblo, "cuya soberanía era necesario restablecer, rompiendo la cadena de veinte años de dictadura", etc. El último que habló fue un progresista de mucha facundia, quien para
terminar dijo: -Lo que nuestro partido quiere es levantar el país a la altura de la civilización moderna, continuando la obra de los gobiernos anteriores que tantos progresos han realizado ya. Os dicen que queremos destruir la religión: eso es falso. Nosotros, por principio, respetamos todas las creencias y sobre todo la religión católica, que es la de nuestros padres. Es necesario que no os dejéis engañar con esos cuentos absurdos y ridículos que se encargan de propalar gentes hipócritas y de mala fe. Porque señores, si el partido progresista fuera lo que dicen, no estarían con nosotros hombres tan honrados y religiosos como el señor Juan Álvarez, aquí presente.
En aquel momento el gamonal fue el blanco de todas las miradas. Metido en medio de los oyentes, trataba de esconderse para disimular su turbación. Y como el grupo empezaba a disolverse se oyó la voz melodiosa de don Simeón que decía:
--Señores, ya han oído ustedes los argumentos de estos caballeritos; ahora vamos a la práctica. Yo ruego a los que quieran formar parte del club nacionalista de San Miguel que tengan la bondad de seguirme.
Las tres cuartas partes del grupo de los vecinos se fueron en pos de don Simeón, quien al ver a ñor Juan Álvarez, rodeado de unos pocos fieles que no se movía, añadió dirigiéndose a éste con acento incisivo:
--¿No quiere usted acompañarnos, señor?
El gamonal se puso como la grana y no contestó. El grupo nacionalista esperaba. Terrible lucha la que en ese momento se había entablado en el pecho del viejo campesino. "Sí, don Simeón", acabó por decir. Detrás de él se vino el resto del pueblo.
--¡Viva ñor Juan Álvarez! -gritó un entusiasta.
--¡Viva! -respondió con grito formidable la comitiva de don Simeón. En torno de los progresistas sólo quedaron diez o doce individuos, entre otros el maestro de escuela.
--¡Miserable rebaño de carneros! -exclamó uno de los jóvenes liberales sin poderse contener.
--Han nacido para ser trasquilados -murmuró otro.
Y como ya no, .había nada que hacer allí, se fueron a ahogar su despecho en La Sirena, con el dinero de la propaganda.
***
Desde el día memorable en que desertó la bandera de los enemigos de la Iglesia, nor Juan Álvarez fue más que nunca el rey del pueblo. Electo presidente del club nacionalista migueleño, su prestigio, que ya era mucho, creció en proporción del alto y honroso cargo que le confirieron sus conciudadanos. A cada rato le llegaban pliegos y paquetes de impresos del club central de San José, dirigidos a Don Juan Álvarez, presidente, etc., y cuando iba a la ciudad, los señores cabezas del partido lo recibían con mucho afecto y hasta le palmoteaban las espaldas, diciéndole: "El triunfo es nuestro. Lo que se necesita es mucha firmeza". A lo que él contestaba invariablemente: "Por eso no hay cuidado. El pueblo está como navaja de barba". Y así era la verdad. Pero lo que acabó de dar a los migueleños una gran idea de la Importancia de su gamonal, fue la visita que éste hizo al candidato en compañía de don Simeón. No se quedó habitante grande ni chico a quien no refiriese con todos sus pormenores la entrevista memorable: el vaso de cerveza y el cigarro con que generosamente lo había obsequiado y las palabras afectuosas que le había dicho el futuro gobernante. (Nota 24: Gobernante por mandatario (corrigió el autor). Fin de la nota 24)
Sin embargo, no era todo flores en la nueva situación del gamonal. No faltaban contrariedades que le amargaran sus triunfos: una de ellas era el mucho dinero que le costaba su presidencia. Pesos por aquí para ayudar a la propaganda, pesos por allá para festejar los acontecimientos favorables a la causa, más pesos para sacar a un amigo de apuros causados por su entusiasmo político, fianzas en favor de copartidarios por escrupulosos. En fin, no pasaba día sin que tuviera que soltar los cordones del bolsillo. (Nota 25: Los campesinos solían usar un bolsillo tejido, sujetado por cordones, para portar el dinero. Fin de la nota 25) Otra mortificación era el jefe político, cuya mirada irónica no podía sufrir. Evitaba encontrarse con él, porque a pesar de todo, una voz interna le reprochaba su conducta. La confianza imperturbable del funcionario en el triunfo final de su causa le causaba inquietud: su sonrisita burlona cuando oía las declaraciones y las amenazas de los exaltados, la consideraba de mal agüero y, por lo que pudiera suceder, siempre evitaba contestar las pullas que le enderezaban su antiguo amigo. No creía prudente romper del todo con aquel hombre que iba a menudo a la capital, hablaba con el gobernador, con el ministro y hasta con el presidente.
Pero no todos los vecinos de San Miguel tenían la misma diplomacia que el gamonal. Más de uno, envalentonado por numerosas libaciones en honor del candidato, se había permitido frases y gritos injuriosos contra la primera autoridad del pueblo. El castigo no se hizo esperar mucho. Al cuartel (Nota 26: Aquí suelen ser sinónimos, a veces, cárcel y cuartel. Fin de la nota 26) fueron a parar los que metían más alboroto. Evaristo, gracias a la posición que siempre había ocupado su padre en el pueblo y a las consideraciones que con este motivo le guardaban las autoridades, no había prestado aún su servicio militar y se imaginaba que la hora de empeñar el fusil nunca llegaría para él. Vana ilusión. Un día se presentó a la casa un cabo y se llevó al mozo
con otros cinco o seis. Aquella noche se desveló ñor Juan pensando en que semejante desgracia no habría sucedido en los tiempos en que siempre estaba a partir de un piñón (Nota 27: El autor cambió confite por piñón. Fin de la nota 27) con el jefe político.
La ausencia de Evaristo, su brazo derecho, el tiempo que le quitaban sus obligaciones de presidente del club y los muchos gastos que le causaba el cargo, trajeron gran desorden en los negocios del gamonal de ordinario tan arreglado. Así fue que próximo a vencerse un pagaré de Importancia, firmado en favor de un banco, ñor Juan advirtió con terror que no sería posible pagar en la fecha estipulada, cosa que por primera vez en vida le sucedía. Muy acongojado se fue a ver al licenciado Castrillo para pedirle que solicitase la renovación del pagaré, cosa que no sería difícil de obtener, dada la reputación de solidez de que gozaba su firma y la del fiador Toribio Cascante. Corrió el gamonal al banco, adonde entró con mucho sobresalto, porque consideraba como un desdoro solicitar la renovación.
El director, que siempre lo había tratado con mucha deferencia como se acostumbra a tratar en los bancos a las personas que tienen dinero, lo recibió esta vez con frialdad y reserva. Expúsole ñor Juan se situación, manifestándole que sus apuros sólo eran momentáneos; pero el director, que lo había escuchado distraído, le cortó la palabra, diciéndole con sequedad. “Lo siento mucho, señor Álvarez: pero no es posible. Usted comprende que el banco está obligado a ser muy prudente, en vista del giro desagradable que toman los acontecimientos políticos”. Estas últimas palabras fueron dichas con cierto retintín muy significativo. El campesino salió de allí avergonzado y con  lágrimas en los ojos; pero como era preciso pagar, hubo que buscar el dinero por otro lado. Un comprador de café se lo prometió, mas no fue posible hacer el negocio, porque Toribio Cascante no quiso
continuar fiando a su amigo, a quien reprochaba su ingerencia en la política que era "cosa mala", según él decía. No hubo entonces más remedio que acudir a un prestamista, el cual dio el dinero a muy crecido interés sobre hipoteca.
--Si usted no hubiera hecho la tontería de meterse a politiquear -le dijo el abogado cuando salían de la casa del prestamista-, la cosa se habría podido arreglar en el banco; pero amigo, usted se ha dejado embaucar tontamente por los nacionalistas y ahora tiene que soportar (Nota 28: Soportar por aguantar (enmienda del autor). Fin de la nota 28) las consecuencias.
Estas palabras hicieron entrever al gamonal que si la política es para unos pocos fuente de provecho y satisfacción, a los más sólo proporciona disgustos y quebrantos. La embriaguez del triunfo vino a endulzar un poco la amargura que le causaba las desazones que se han relatado. Verdad es que Evaristo seguía en el cuartel y una hipoteca ruinosa pesaba sobre su cafetal de la Lima; mas por otro lado era mucho el gozo de haber vencido, de haber salvado la religión, la supremacía del pueblo, amenazadas por esos bandidos de progresistas. ¡Y qué victoria tan espléndida la del partido nacional en San Miguel! Vanos fueron todos los esfuerzos y amenazas del jefe político. De nada sirvió que los progresistas, que formaban la mayoría de la mesa electoral, se tomaron los dos primeros días de las elecciones para inscribir los catorce votos que le quedaban a su partido en el pueblo. La mesa de los buenos; que esperaba su turno con impaciencia, contenida por la fuerza pública, pudo al fin llegar a la mesa el último día, ahogando en un instante con la marea de sus votos, los pobrecitos catorce de sus adversarios. Y ¡qué tenacidad la de los enemigos de Dios! Pues ¿no habían querido arrebatar por la fuerza lo que las urnas le negaran? Cuando esto sucedió ñor Juan Álvarez fue el primero
en acudir a la defensa del comprometido galardón, al frente de los migueleños, y pasó toda una noche sitiando la capital, dispuesto a hacer respetar la constitución y también a echar a correr en cuanto asomara la tropa. Pero más no se le podía pedir a un hombre armado solamente de cuchillo. (Nota 29: El autor alude probablemente a la participación del pueblo contra el amotinamiento de una parte de la policía militar, la noche del 7 de noviembre de 1889, cuando armado de machetes acudió a San José, dispuesto a mantener el orden legal. Fin de la nota 29)
Por fin llegó el gran día del triunfo definitivo. El gamonal, que de ordinario era muy sobrio, no pudo resistir al deseo de festejar dignamente el advenimiento del gobernante (Nota 30: Gobernante por mandatario (cambio del autor). Fin de la nota 30) de su elección, y cuando en la noche volvió a San Miguel, después de las iluminaciones y de los fuegos artificiales, en compañía de sus fieles tenientes, entró en el pueblo como un loco gritando y haciendo piruetas a caballo. En una de las tantas resbaló el animal y cayó a tierra, fracturándole una pierna a su dueño. Más de seis meses estuvo ñor Juan impedido y gastó un dineral en visitas de médicos, para quedarse cojo a la postre.
Con el nuevo jefe político recobró ñor Juan Álvarez en un principio su antigua influencia. Pero esto no duró mucho, porque con gran escándalo de todos los buenos vecinos que habían contribuido a crear una nueva situación, el funcionario no tardó en trabar amistad con los progresistas de San Miguel, especialmente con el propietario de La Sirena que había sido allí cabeza del partido. Según decían las malas lenguas, el astuto negociante le daba a crédito todo el coñac que quisiera beber, de modo que seis meses después del gran triunfo, que tanto trabajo costó, los que en realidad gobernaban el pueblo eran el pulpero y sus amigos, con gran detrimento de los vencedores. Disgustados los migueleños murmuraban y hasta había quien echara
de menos al anterior jefe político, que al fin era amable y complaciente. Un comunicado anónimo que contra el nuevo publicó un diario de la capital, acabó por echar a perder las cosas, consolidando la unión entre el funcionario y los progresistas, quienes escribieron otro en que lo defendían calurosamente y censuraban el espíritu revoltoso y díscolo de ciertos vecinos de San Miguel, que sólo aspiraban a mandar.
A tal punto llegaron a envenenarse, las relaciones entre el jefe político y los migueleños, que fiar Juan Álvarez, a ruego de muchos de los vecinos, resolvió hacer uso de su influencia para con el presidente, con el objeto de obtener el reemplazo del funcionario. Partió una mañana lleno de confianza, recordando la cordialidad del recibimiento que le había hecho el gobernante cuando era candidato. Mientras se encaminaba a la ciudad, acudían a su memoria los detalles de la entrevista: las frases amables, el cigarro, el vaso de cerveza, las protestas de benevolencia. "En cuanto yo le hable se arregla todo" pensaba el gamonal, sentado en la antesala, en compañía de diez o doce personas más. Después de tres horas de espera, su confianza no era ya tanta, y cuando llegó su turno y un ayudante le hizo entrar en el despacho del jefe de Estado, acabó de perder su aplomo. Una mirada le bastó para cerciorarse de que el hombre que tenía enfrente no era ya el candidato bonachón y sonriente, que con tanta afabilidad lo había recibido. Frío y grave, la mirada inquisidora, el presidente le preguntó el motivo de su visita; ñor Juan, muy turbado, le expuso con timidez y vacilaciones las legítimas querellas de los nacionalistas migueleños contra el jefe político y sus deseos de que éste fuera removido.
Con inesperada severidad el magistrado (Nota 31: El presidente José Joaquín Rodríguez. Fin de la nota 31) lo reconvino por el espíritu levantisco que mostraban los migueleños desde hacía algún tiempo,
insistiendo acerca de la necesidad de respetar a las autoridades. Luego dijo que conocía personalmente al jefe político; que éste era persona buena y de toda su confianza, incapaz de cometer ningún abuso; que sus relaciones con los progresistas estaban lejos de constituir una falta, antes bien, eran prueba de su índole amable y conciliadora, y que en todo caso así convenía que fuese, porque el país estaba deseoso de tranquilidad y de que se olvidasen los odios suscitados por la lucha electoral. El campesino salió de allí muy confuso y regresó a su pueblo con las orejas gachas. (Nota 32: Regresar, irse o salir con las orejas gachas significa "el rabo entre piernas". Fin de la nota 32)
Al entusiasmo de la lucha, a la embriaguez de la victoria sucedió en San Miguel la más amarga decepción. Rota estaría la cadena de los veinte años de dictadura, restablecida la soberanía del pueblo, barridos los hombres nefastos de los gobiernos anteriores, pero la verdad era que todo seguía lo mismo. Ni la religión triunfaba, ni el guaro y el tabaco estaban libres, ni nadie tenía un peso más en el bolsillo. ¿Qué habían ganado entonces los migueleños con el cambio? De positivo que les dieran un nuevo jefe político. ¡Valiente ganancia, cuando todos suspiraban porque se marchara! Los progresistas se reían de los sinsabores de sus adversarios, y cuando éstos se quejaban de haber sido engañados con falsas promesas, les decían: "Bien merecido lo tienen por tontos. Si nuestro candidato entuviese mandando, otro gallo les cantara. Por lo menos no tendrían este jefe político que tanto les molestaba". De todo el pueblo, el único que decía nada era Toribio Cascante, el antiguo fiador de ñor Juan Álvarez. Ni él renegaba del jefe político, ni deseaba la vuelta del anterior, ni reclamaba la ofrecida supresión del estanco del aguardiente y del tabaco.
Este filósofo campestre nunca había creído en ninguna de las promesas de los bandos que se disputaban el poder; y mientras los demás perdían el tiempo en hablar, en agitarse, en beber, él siguió tranquilo en sus labranzas y quehaceres habituales, sin cuidarse de que le llamasen pancista y del partido del gato, es decir, del que siempre cae de pie. (Nota 33: Caer parado (de pie) en Costa Rica, con el sentido de triunfar uno en política, cuando gana su partido. Fin de la nota 33) Así habían prosperado sus intereses. El cafetal daba gusto, el ganado reventaba de gordo y todos los sábados volvía del mercado con los bolsillos repletos de dinero. Contrastado con esta situación boyante, la de ñor Juan Álvarez era cada día más apurada. El enorme interés que le cobraba el prestamista era una llaga que le roía sus bienes, tan desmedrados ya. La corta cosecha que le dio la Lima, motivada por la mala asistencia del café durante el servicio militar de Evaristo, vino a empeorar las cosas y el gamonal comenzó a descorazonarse viendo que caminaba hacia la inevitable ruina. "Toribio Cascante es el único que me puede sacar de este berenjenal", decía a menudo en la intimidad de la familia; pero desde que el filósofo ricachón se había negado a seguirle fiando, las relaciones entre ambos vecinos y amigos se habían entibiado bastante. Lo que no fue ostáculo para que el Cascante le hiciera prudentes observaciones, cuando entró a formar parte de la Liga Ortodoxa, asociación clerical cuyas ramificaciones se extendían por todo el país como los tentáculos de un pulpo monstruoso, y que acababa de fundar en San Miguel el cura.
Descontento el vecindario con el gobierno y vivos aún en la imaginación de todos los torpes argumentos con que los nacionalistas habían despertado el dormido fanatismo religioso, la nueva bandera fue acogida con entusiasmo. Otra vez resultó electo presidente del centro ortodoxo ñor Juan Álvarez, quien cada día le tomaba más
gusto a la política. Sin embargo, cuando el cura le dijo que la causa de la religión estaba muy pobre y era necesario que todos los buenos creyentes hiciesen un sacrificio pecuniario para ayudarla a triunfar, sintió que le echaban un cubo de agua fría. Balbuceó algunas excusas y explicaciones vagas de su situación comprometida. Pero el sacerdote, que conocía la avaricia ordinaria de los campesinos, no creyó nada y le replicó muy indignado que debía dar el ejemplo como hombre rico y de influencia; que ese apego a las cosas terrenales era un gran pecado ante los ojos de Dios que lo había colmado de bienes; que Nuestro Señor devuelve centuplicada la limosna y que no sería malo mirase un poco más por la salvación de su alma. El viejo hubo de desprenderse de una suma importante con dolor de su corazón.
Poco tiempo después se presentó la oportunidad de experimentar el enorme poder político que representaba la Liga Ortodoxa. (Nota 34: Liga Católica o Unión Católica. Fin de la nota 34) Era llegado el caso de renovar la mitad del Congreso y los peces gordos que manejaban entre bastidores los hilos de la asociación, tenían por seguro el triunfo de las listas clericales. En la mañana del día señalado para votar, los electores de San Miguel, que habían confesado la víspera, comulgaron muy temprano, antes de partir a lo que el cura equiparaba a una buena cruzada. A su frente iba el gamonal, quien durante todo el viaje no cesó de amonestarlos para que siguiesen puntualmente las instrucciones dadas por el cura. Todos protestaron de su obediencia con mucho calor, pero al llegar a la municipalidad. (Nota 35: En Costa Rica no se dice ayuntamiento, sólo municipalidad o municipio, y al edificio en que se reúne esta corporación también se suele llamar así o palacio municipal. Fin de la nota 35) llevando en el bolsillo la lista que les acababan de dar en el centro general de la Liga, su firmeza tuvo que sostener un rudo asalto. Reunidos
allí estaban todos los hombres más influyentes de los partidos nacionalistas y progresistas, (Nota 36: Ambos grupos, ahora anticlericales, formaron el Partido Nacional, durante la administración de José Joaquín Rodríguez. Fin de la nota 36) trabajando juntos por la misma candidatura que oponían a la del clero. El campesino miraba pasmado aquella unión íntima entre hombres que dos años antes estaban dispuestos a matarse y se trataban de bandidos y canallas por la prensa, en los clubes y en las plazas públicas. Bien decía Toribio Cascante que las gentes de levita todas eran una misma mona con distinto rabo. Hubo un momento en que él mismo se sintió flaquear y fue cuando don Simeón y el licenciado Castrillo intentaron disuadirlo de votar por la Liga. ¡Don Simeón confabulado con los masones! ¡Cómo estaba el mundo, cuando hasta los santos se volvían contra Dios! Pero el gamonal era demasiado religioso para faltar a un compromiso contraído bajo los auspicios del sacramento de la confesión y del misterio de la eucaristía. De modo que la voz seductora de don Simeón hizo oír en vano sus mejores argumentos; ñor Juan Álvarez permaneción firme como una roca.
Contra la esperanza de los clericales, sus listas fueron derrotadas en casi todo el país, debido a la coalición de los elementos avanzados y en gran parte también a las numerosas deserciones que se produjeron a última hora en las filas de la Liga. Sin embargo el triunfo no estaba más que aplazado y la propaganda clerical continuó más activa y poderosa aún, a la sombra de las discordias de los liberales, que estallaron de nuevo a raíz del triunfo, olvidándose de la famosa divisa: La unión hace la fuerza. La Liga, disimulando su rencor, ofreció su apoyo al gobierno desprestigiado y vacilante, que se apresuro a aceptarlo, haciéndole en cambio ciertas concesiones: Pero este contubernio no podía durar mucho tiempo, porque la Liga se sentía bastante vigorosa para caminar por sí sola y rechazaba la idea de adoptar
una cabeza que no fuese elegida libremente por ella misma entre las más dóciles y vacías.
De los catorce progresistas de San Miguel algunos se habían unido a la Liga; los demás no sabían a cuál de las candidaturas liberales acogerse, porque éstos, por no faltar a la costumbre, andaban a la greña. De modo que llegadas las elecciones, el triunfo de los clericales, allí como casi en todo el país, fue abrumador. (Nota 37: Entonces en Costa Rica había elecciones "de primer grado". en las cuales votaban todos los ciudadanos hábiles según la ley, para nombrar electores; después había "de segundo grado", en las cuales votaban los electores para nombrar presidente de la república. Fin de la nota 37) El gamonal se frotaba las manos de gozo, pensando que por esta vez iba a salir de apuros con la llegada al poder de sus amigos que le habían prometido ayudarle; el cura no cabía dentro del pellejo, dando ya por abolidas todas esas leyes odiosas implantadas por esos demonios de generales: secularización de los cementerios, enseñanza laica, matrimonio civil, etc.; pero de todo, lo que más le halagaba era el bendito restablecimiento de los diezmos y otras gangas, aunque acerca de este punto creía más prudente no decir nada a sus feligreses. Mas no debían durar mucho las ilusiones de los partidarios de la Liga. En medio de su regocijo se olvidaban de que en el admirable y copioso juego que tenían en las manos, faltaba una carta. El adversario, en cambio sólo tenía una, pero era la buena, o la mala, como se quiera: el triunfo de espadas. En las elecciones de segundo grado (Nota 38: En estas elecciones presidenciales, fue candidato de la Liga Católica don José Gregorio Trejos. Fin de la nota 38) perdió la Liga, o mejor dicho, le dijeron que había perdido, sin que le valiera su fusión con los que antes habían sido sus peores enemigos. Quiso entones reeditar la famosa farsa empleada hacía cuatro años por el partido nacional. (Nota 39: Históricamente el "Partido Constitucional Democrático". Fin de la nota 39)
¡Pobre Liga Ortodoxa! Se olvidaba de que ya no mandaban los progresistas, aquellos monstruos de iniquidad que sólo eran borregos con piel de lobo, tiranos que no derramaban sangre. Los clericales aprendieron en esta ocasión, con detrimento de sus costillas, que todo varía según el cristal con que se mira.
La policía montada se encargó de recoger a los exaltados campesinos que se empeñaban en seguir recordando aquellas patrióticas canciones de la soberanía del pueblo restaurado, del rompimiento de la cadena de veinte años de dictadura y otras no menos bonitas, olvidándose de que otra cosa es con guitarra. (Nota 40: Ahora el candidato triunfante era don Rafael Yglesias, hombre muy enérgico. Fin de la nota 40) Evaristo, ñor Juan, el cura y algunos más de San Miguel fueron a parar a las diversas prisiones en que algunos nacionalistas de antaño albergaban ahora a sus antiguos copartidarios, sin duda para recompensarlos de haber creído en sus promesas. Las mujeres estaban echadas a morir, como era natural, pensando en sus maridos, padres, hijos y hermanos. En casa de ñor Juan el desconsuelo era mayor aún, porque el usurero, dueño de la hipoteca que pesaba sobre La Lima, acababa de entablar en aquellos momentos tan angustiados un juicio ejecutivo por falta de pago. Por las puertas de la política habían entrado todas las desgracias en aquel hogar apacible.
Pasó una semana sin que pudiera saberse nada de los presos. La mujer y las hijas del gamonal habían ido dos veces a San José en busca de noticias, pero todas sus diligencias habían sido vanas, teniendo que volverse más descorazonadas aún, después de haber estado mirando los muros silenciosos de las diversas prisiones, porque ni siquiera sabían en cuál de ellas se hallaban los dos hombres. En el público corrían rumores alarmantes respecto de los presos y las pobres se desesperaron cuando lo supieron. Toribio Cascante les aconsejó
que rogasen al jefe político que interpusiera sus buenos oficios a favor de los prisioneros, y el propietario de La Sirena, prohombre del nuevo partido que acababa de nacer de la nada, les prometió apoyar su petición con su poderosa influencia. Muy humildita se fue ña Mercedes a ver al funcionario, acompañada de su hija Ester, que ya no era el capullo que tanto admiraba el anterior jefe político, sino una flor hermosa que encendía la codicina del nuevo. La pobre vieja imploró llorando la conmiseración del hombre que podía devolverle a su marido y a su hijo, y éste, sin prometerle nada, dijo que vería, que hablaría, pero que la cosa era muy difícil, porque el padre y el hijo estaban muy comprometidos en aquel terrible atentado contra la ley y el orden, que había sido necesario ahogar en sangre. Al partir las mujeres, el funcionario aprovechó el momento en que ña Mercedes salía la primera, para decir a Ester: "Vuelva usted sola y hablaremos".
***
Una mañana muy temprano salió de San Miguel la familia del gamonal. Las tres mujeres y el niño menor de la viuda iban dentro de la carreta que guiaba Evaristo con la aguijada al hombro. Detrás venían a pie ñor Álvarez y su nieto José. Todos permanecían silenciosos, llevando la tristeza en el alma por tener que alejarse de aquel pueblo tan querido, donde habían gozado de bienestar y ventura por muchos años. Pero el usurero se había mostrado implacable y la subasta de La Lima se había verificado, comprándola Toribio Cascante por la tercera parte de su valor, porque era lo que él decía: "El negocio es negocio". Hondamente afectado por la pérdida de su querida hacienda, el gamonal no quiso seguir viviendo en San Miguel, a pesar de que aún le quedaba su casa de habitación y algún pedacito de tierra
Todo lo vendió para ir a establecerse en un punto lejano, donde poseía un terreno inculto en la montaña.
Cuando pasó frente a La Lima, aquel cafetal tan hermoso que había plantado con sus propias manos veinte años antes, una lágrima rodó por las mejillas tostadas del pobre viejo. No podía convencerse de que aquella tierra generosa ya no fuese suya. El nene dormía en el regazo materno; José, con la indiferencia de la niñez, se divertía con los incidentes del camino, haciendo ladrar los perros o tirando guijarros a las gallinas que andaban por allí picoteando. En lo alto de la cuesta del Jocote hicieron una parada los viajeros. En el centro del risueño valle, extendido a sus pies, se descubría un punto blanco: la iglesia de San Miguel. El gamonal la contempló largamente con grave emoción, y después de un rato exclamó resignado:
--Alabado sea Dios que aprieta pero no ahoga. Si no hubiera sido por el jefe político, ¡quién sabe dónde estaríamos Evaristo y yo a estas horas! Alabado sea Dios que permite que todavía haya almas buenas en el mundo.
Ester oyó estas palabras y suspiró profundamente. Sólo ella sabía lo que costaba que aún hubiese almas buenas en el mundo.

(Pequeña foto del rostro de Ricardo Fernández Guardia en el centro de arriba)