Texto publicado por Enrique López Clavel

ENTRE EL ALIENTO DE LOS LADRIDOS

ENTRE EL ALIENTO DE LOS LADRIDOS
DE ENRIQUE LÓPEZ CLAVEL
DE SU LIBRO DE CUENTOS HUMO DE SELVA

Joaquín, un carismático joven de la ciudad también pasaba las vacaciones en la finca vecina: nunca antes nos habíamos visto, sin embargo fue suficiente y elocuente la empatía entre ambos. Caminábamos por un terraplén bordeando y buscando el final de la hacienda. El andar era lento, en silencio, intuyendo cada quién la sorpresa que generan los encuentros fortuitos.
El cuerpo hercúleo de Joaquín dejaba entrever que practicaba deporte: era de piel muy blanca y de estatura más alta que la mía, los dos parecía que tuviésemos la misma edad. Todo va bien, me dije y deslicé maliciosamente la lengua por mis labios como saboreando el pastel.
A pesar de la belleza del paisaje y la sutil libertad que proporcionan los espacios abiertos, no hubo romance, simplemente miradas intensas, que acentuaron una complicidad manifiesta.
-Joaquín, ¿echas de menos a tus entretenimientos en la ciudad?
-He traído mi hobby favorito y no creo que tú me lo vayas a negar.
Hice un barrido con la vista y corroboré que nadie nos veía. En ese mismo punto el terraplén torcía a la derecha y comenzaba otra finca poblada de muchos árboles, palmas y abundante vegetación.
-Aquí ya estamos bastante lejos y hay una disciplinada maleza que nos invita a morar en ella, ¿Verdad, Joaquín?
Traspasamos una barrera alta y en territorio de la propiedad vecina, rastreamos hasta encontrar un lugar adecuado. Nos fuimos al tronco de una frondosa guanábana y tumbados sobre una hierba fina, quedamos ocultos a la vista de un posible curioso.
Sin titubeos y a un mismo ritmo nos despojamos de zapatos y calzoncillos, dejando los cuerpos desnudos en medio de la maleza. Yo sentía que lo deseaba ¡y mucho! Ese mismo deseo lo pude comprobar en la carga de sus miradas, sin embargo no estábamos excitados.
¿Será por la conmoción que genera la sorpresa de amarse? ¿Será por la motivación que encierra participar en un nuevo banquete? ¿Será por el lugar o porque pudieran sorprendernos in fraganti? Lo cierto era que los penes estaban confinados en su minúscula fatuidad.
Nos besamos, nos besamos una y otra vez y las lenguas incendiaron el instante, dejando detrás el nerviosismo inicial.
Del pubis de Joaquín subió un plátano grandilocuente, dije plátano porque era casi exacto a un banano: era curvo, grueso y sin prepucio. De nalgas vultuosas, de tetillas hinchadas ¡como provocando a los dientes! y para rematar, todo aquel cuerpo cubierto de vellos.
Joaquín encima y con su verga en mis entrepiernas se movía arriba y abajo, se movía con ritmo porque esa cavidad le parecía tan auténtica, tan idéntica a un ano o a una vagina que se estremecía por la divinidad.
Yo sentía que aquel falo rozaba mis carnes, la parte exterior de la próstata, los puntos cercanos al ano y el ímpetu gozoso no tenía límites. Las lenguas no se estaban quietas, los labios parecían no desgastarse, la respiración jadeante, sus manos revolviendo mi pelo y las mías apretando fuertemente los cachetes de su culo. El rabo ensalivado rodaba en la entrepierna arrebatando los sentidos. ¡Qué placer sin límite! ¡Qué deseo derritiéndose en las entrañas! ¡Qué gusto urgentemente hecho realidad!
Mi cuerpo bailaba debajo de Joaquín sin percibir la dureza del suelo, sentía en mi piel la misma sensación de los vellos y la hierba, mientras su plátano durísimo buscaba la entrada del pozo como si ese fuese su refugio favorito.
Me dí la vuelta para que el chorizo blanco entrara con más comodidad en su paraíso carnal. De pronto, los ladridos de las dos bocas eran nítidos, fuertes, cercanos: el pánico se apoderó urgentemente de nuestros sentidos. El instinto defensivo nos hizo levantar como un resorte. Los ladridos temibles y devoradores de nuestros cuerpos no eran simples fantasías. Dos perros inmensos, como lobos, venían como una flecha hacia nosotros. Joaquín, haciendo dones de su cuerpo atlético, atrapó de un salto una rama y giró su cuerpo en espiral hacia arriba, dando una vuelta sobre su propia muñeca, quedó encajado en alto.
Ya yo sentía la boca de los perros devorando mi culo. Puse un pie en una gruesa raíz y abrazando el tronco dí un empujón hacia arriba. La plasticidad de mi cuerpo, recobrada en los ejercicios sexuales, me permitió colocar un pie en la corteza a la altura del pecho y dar otra brazada al tronco; una mano de Joaquín engrampó mi axila y tiró hacia él. Las cabezas de los perros a menos de dos metros. Coloqué un pie en otra rama y Joaquín me dio otro tirón, mientras las dos sanguinarias bocas mordían mis pies en el vacío.
Al vernos subidos en el árbol los dos lobos gruñían con más hambre de rabia, pataleaban y amenazaban con su lengua de fuego queriendo trepar la guanábana. Mi cuerpo se sacudió de espanto: luego miré a Joaquín, que tenía los ojos en blanco, su cuerpo temblaba y los dientes castañeteaban al imaginarse destrozado por esos soberbios animales.
--Sujétate bien que te vas a caer y deja de temblar, que ya estamos salvo.
Los perros volvieron sobre sus pasos, seis, siete, nueve o diez metros para confirmarle a su dueño sobre el hallazgo, y con la misma volvieron al tronco a envenenar el aire con sus ladridos y gruñidos de fieras cuqueadas. A menos de diez metros, Joaquín descubrió al hombre, de unos cuarenta y cinco años, de complexión fuerte y de vigor en el rostro que, machete en mano se acercaba a la cama donde hace un instante protagonizábamos nuestra descarga amorosa.
-Si los caninos no acabaron con nosotros, lo hará el campesino con ese enorme machete afilado.
Al escuchar a mi amigo, clavé los ojos en el recién llegado y mi cuerpo se volvió a estremecer. Los dos animales endiablados ladraban insistentemente y el hombre del machete, miró nuestros dos cuerpos desnudos en las alturas, miró las ropas regadas en la hierba por las patas de los perros y su rostro se sorprendió tanto como el de nosotros. Seguidamente ladeó la cabeza y nos volvió a mirar arriba, fijándose en nuestros rostros, hurgando en su memoria, como buscando algún que otro parecido.
-¿Así que Ustedes escogen mi finca para sus cosas?
Ninguno de los dos pudimos contestar.
-No faltó nada para que mis perros les hubiesen devorado y, ¡qué final para Ustedes y sus familias!... Hasta yo me hubiese visto metido en este zarzal.
Los perros seguían ladrando con una energía criminal.
-¡¡Tenaza, Vencedor, a callar, a callar, vamos...!!
Los dóberman obedecieron como si la voz de su dueño fuese una mordaza, en gesto de comprensión movieron sus lenguas y colas y se replegaron a un lado, cerca de la ropa que ellos mismos habían regado con sus patas.
-¿Ustedes no son de por aquí?
-No, señor, estamos de visita en la finca vecina, dijo Joaquín.
-¡Ah, ya comprendo! ¡Están de vacaciones y quisieron disfrutar!
Mi alma sonrió por dentro y le fruncí un labio a Joaquín buscando su complicidad. El hombre, machete en mano, no dejaba de mirarnos.
-¿Y qué son Ustedes?, ¿Deportistas?
-Él sí, yo no. ¡Seguro que lo dice por la rapidez con que trepamos al árbol!
-¡Se han puesto dichosos, muchachos, muy dichosos!
Joaquín se percató de cómo los perros olfateaban los calzoncillos, chocaban sus hocicos, juntaban sus lenguas como besándose y luego se lamían gustosamente los anos. Sus miradas estaban dormidas y olían reiteradamente los calzoncillos en puro romance.
El campesino volvió a hablar y Joaquín aprovechó disimuladamente para indicarme la escena olfatofílica que estaba presenciando.
-Mis dos perros, con seguridad, hubieran segado sus vidas.
Miré y más que mirar contemplé la práctica amorosa de las panteras: uno le lamía el ano y acto seguido trataba de montarle, su sexo rígido, destellante, trataba de insertar por el trasero al perro más pequeño. Era increíble pero cierto, los dos perros intuyeron la práctica sexual varonil y quisieron imitarnos en el mismo lugar donde nos comíamos.
-¿Y qué pasaría si yo me llevara su ropa y les dejara regresar desnudos a casa?
El hombre del machete sonrió maliciosamente, miró el reguero de ropa y su mirada tropezó con los dos perros que se amaban, uno le montaba por detrás al otro y le hacía el sexo anal, mientras que el más pequeño olfateaba los calzoncillos en puro romance fetichista. Y lo hacían, nada menos, sobre la misma hierba que a nosotros nos había servido de colchón.
-Miren eso, ¡Qué cosa más increíble, los dos perros son machos y están haciendo lo mismo que Ustedes! ¿Serán así o que son demasiado inteligentes?
Desde lo alto, como si estuviese en una tribuna, decidí hablarle al hombre.
-Señor, eso no tiene nada de malo y no vaya a matar a sus dos hermosos perros por algo tan sencillo que no le hace daño a nadie.
Los tres reímos con su dosis de reserva.
-Ya me voy y los dejo en sus cosas, pero no vuelvan más porque los perros custodian la finca, a veces solos y a veces, conmigo. Hoy tuvieron Ustedes suerte, y miren allá, en el otro extremo, la casa de zinc, pintada de marrón, también es suya, ahora yo estoy solo, mi hijo está en el extranjero y mi esposa está visitándole, se acaba de ir, estará un par de meses por allá, me gustaría recibirles, ¡no dejen de ir, muchachos!
Dijo esta última frase y sin mirarnos, comenzó a andar.
-Tony, perdona que te interrumpa, me muero de curiosidad. ¿Cuántas veces fueron a visitar al hombre del machete? ¿Qué tal fue?