Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Mi abuelo paterno y las brujas de Paraíso.

Y LAS BRUJAS DE PARAISO
Jaime Granados Chacón
Mi bisabuelo Modesto, gamonalillo del barrio de San Rafael hoy de Oreamuno, no sé de donde vino; ni donde nació, pero sus hijos vieron la luz de este mundo en aquel barrio.
Uno de aquellos, Emigdio, que fue mi abuelo paterno, se distinguía entre los muchachos de sus vecindarios por su chispa natural, su carácter alegre y su presencia agradable. Desde luego, hay que suponer que explotando el físico, era el preferido de las muchachas casaderas, el terror de las mamás y el cirineo de tal cual marido, con esposa guapa.
Estas credenciales que Dios le dio a mi alegre abuelo, le permitieron también traspasar los linderos del barrio y llevó sus conquistas amorosas a los solares de Cot, Tierra Blanca, Taras y Paraíso. Para resumir, cuando murió y apenas contaba unos cincuenta años, se murmuraba, con visos de verdad, que tenía esparcidos por el campo de sus conquistas algo así de veinte y pico de hijos naturales, chismes que yo no los creo.
Es posible que en su juventud contara con algunos recursos pecuniarios, pues poseía hermosos caballos que apareaba con lujosas monturas y adornaba con gruperas, jáquimas y riendas de trenzados hilos de colores vistosos; especialmente adornos provenientes de los jaquimeros y talabarderos de San Juan Murciélago.
Con su cotón de jerga de Guatemala, pantalón de panilla sin jareta, y un jipijapa engomado y puesto a la "pedrada", ya tenemos al apuesto jinete en su negro penco y haciendo cabriolas en presencia de las mortales admiradoras del barrio.  Pero el hado que a nadie perdona y que tarde o temprano cobra las deudas anotadas en el gran libro del  destino se acordó de las fechorías del amigo don Emigdio y lo hizo pasar sus malos ratos.
Y aquí comienza el relato de la presente anécdota referida por el mismo, en una de tantas visitas que hacía a mi casa para traernos membrillos y duraznos en sus cultivos de Tierra Blanca.
"Pues no hay que creer en brujas, sin dejar de creer en ellas" nos decía, pues a mí me han hecho pestes esas condenadas en más de una ocasión. 
Tenía una mi novia en Paraíso, de apellido Alarcón, muy bonita y hermosa por cierto, pues en ese tiempo las había en abundancia en aquel poblado que hacía pocos años se habia fundado en el Llano de Santa Lucía con los restos de los pobladores de Ujarrás y Cachí, diezmados por las fiebres; si mal no recuerdo; fue el Presidente don Rafael Gallegos, en el año de 1832 quien los afincó en ese lugar. 
Pues bien mi novia era la moza más guapa del vecindario; éramos muchos quienes la pretendíamos, pero las malas lenguas y posiblemente sus envidiosos rivales, aseguraban que tantos admiradores eran atraídos por ella no tanto por sus encantos como porque tenía sus brujerías.
Yo no lo quería creer, por más que ya se citaban algunas víctimas de sus venganzas. Llegó por fin mi turno de caer en desgracia con ella, hubo un rompimiento brusco y al despedirnos, quedando muy enojados, me dijo de manera sentenciosa:
—Vaya sin Dios ni Santa María, churuca aguatero, pero antes de llegar a su casa se acordará de mi.
Ante sentencia tal, me eché una sarcástica carcajada, más de despecho que de incredulidad y volviéndole la espalda, fui en busca de mi jamelgo que encontré sin novedad en el lugar en que siempre lo dejaba.
Asegurados los aperos, monté en mi caballo y nos endilgamos por el ancho y llano camino hacia Cartago. Debo confesar que no me las tenía todas conmigo y cuando pasé frente al Campo Santo un sustillo me escarabajeaba a lo largo de mi cuerpo y ninguna gracia me hacían las chispillas que alumbraban las tumbas, emanadas de las luciérnagas. Aquel trecho se me hizo interminable, pero lo pasé sin novedad.
Sabido era que en todo ese camino, no había una sola casa hasta llegar al otro lado del río Tayogres, y en las cercanías de la iglesia de los Angeles. La amenaza de mi ex— novia me zumbaba sin cesar en la cabeza y un presentimiento me llenaba de desconfianza, pero yo mismo me daba ánimo contra aquellas falsas creencias.
Pero he aquí que a unas doscientas varas antes de llegar a la junta de caminos con el que viene de Orosi, divisé hacia ese lugar, una luminaria, como reflejo de luces; paré mi caballo para orientarme, pues mi primera idea fue que había extraviado el camino pero no, era el mismo tantas veces trajinado por mí para ira ver a mi novia; avancé un poco y con mayor sorpresa y confusión distinguí una casa con sus corredores iluminados con linternas y farolillos de colores y para mayor confusión, llegaron hasta mis oídos los claros acordes de una orquesta magnífica y pude ver también, en las alfombras que se proyectaban, a merced de las luces, las siluetas de muchas parejas que danzaban a todo galope.
Mi confusión ya no tuvo límites, recé la magnífica, toqué mi espadín que en la montura llevaba amarrado, me afirmé en los estribos para obligar a mi caballo a abrir carrera, cuando por la sión, salió un hombre, al parecer el dueño de casa y llamándome por mi nombre, se acercó para invitarme muy amablemente a pasar adelante y estar un rato en tan agradable jolgorio. Me volvió la confianza y acepté tan galante invitación; nos acercamos a la casa y abierta la tranquera, pasamos al corredor y eché pie a tierra y el dueño mismo amarró mi caballo en un horcón del caedizo.
Inmediatamente fui atendido finalmente por los dueños de casa, yo sería una visita inesperada, pero posiblemente bien venido en seguida vino una guapa muchacha a ofrecerme un vasito de guaro de contrabando de las sacas de Agua Caliente, al ratito otro y otro, hasta que a la verdad olvidé por completo mis temores de anteriores momentos.
No obstante llamaba mi a tención un hecho inexplicable, ni el dueño de casa que con tanta amabilidad y fineza me había pasado adelante, ni la señora e hijas que sin darse reposos se movían en la cocina y pasadizos para atender a los invitados, ni ninguno de todos los presentes eran mis conocidos. Pero las finas atenciones de que era objeto mi persona, las miradas intencionadas de las mozas y los vapores espirituosos del contrabando cañero, bien pronto me hicieron olvidar lo pasado, entre a la sala y dale que dale, no perdía pieza ni escatimaba mis es tudiados requiebros de galán enamorado.
Mientras descansaban los músicos, fui invitado a pasar a la cocina para ofrecerme un chocolate, que como al fin "regalo de los dioses", me fue servido espumante y aromático en jícara labrada, que posaba en la secular salvilla en cuyo rededor estaban las acostumbradas empanadas de queso y una regordeta hojaldre de pan de trigo.
Hice demostraciones de mi buen apetito y despaché el chocolate y los biscochos, guardando la hojaldre en la bolsa de pecho de mi cotón de jerga. Volví al salón y pegué la hebra con la primera danzarina que encontré, sin acordarme de nada ni de nadie. Repuntaban ya hacia oriente las primeras clarinadas del nuevo día, saludadas por los cantos de los gallos, cuando de repente, se apagaron las luces, se oyeron los aleteos de un gran zopilote, carcajadas en el aire y me encontré de pronto dentro de un potrero, desorientado y a oscuras.
Me acorde de mi caballo y fui a buscarlo, pero en vez del horcón en que fue amarrado, lo estaba en una intrincada cepa de espino, la montera con lo de atrás para adelante y llena de cintas de zopilote, pues a pocas varas había una res muerta; la jáquima llena de nudos lo mismo que la cola y crines del caballo. Trabajo me costó desatarlo del espino y luego encontrar la salida del potrero.
Ya en el camino y arreglados los desperfectos y al montar sentí un gran peso en la bolsa del cotón y acordándome de la hermosa hojaldre de pan de trigo que allí había guardado, quise sacarle, pero en vez de ella, encontré que era una boñiga de res semifresca y con los aromas correspondientes y reflexionando un poco me pregunté: "si éste era el pan, que serían las empanadas y el guaro y el chocolate que con tanto gusto me engullí".
Trasnochado, corrido y cabizbajo, llegué por fin a mi casa, haciendo inventario de los sucesos de aquella noche. Y entonces no puede menos que asegurarme de  que "no hay que creer en brujas ni dejar de creer".
LOS DUENDES DE LA POZA DEL TORO                                                        José J.  Sánchez S.
Mi hermano, fue siempre un dormilón, generalmente acababa por dormirse, mas yo   -amigo desde niño de las narraciones- sentía gran placer en escuchar los cuentos de Emigdio Guerrero, Salvador Céspedes y otro, quienes por dicha siempre tuvieron buen cuidado para callar lo que no debe decirse.
A propósito de venaos, dijo Guerrero, les contaré lo que pasó a yo y mi tata hace por ahí de unos 25 años o algo más: Allí en Tejercillos (Tejarcillo) varios habían sembrado frijoles invernizos. Como se encontraron muchos hubo qui hacerles una raspadita, pos estaban sembraos a macana. Todos los fijamos en las juellas de los venaos, grandes y chiquillos, de las crías, alimales que muy de mañanitica, sin duda u al anochecer, venían a comerse los puriscos.
Viendo mi tata que no los iban a dejar nada esos alimales idió hacerse allí mesmo un ranchillo y quedarse a durmir con yo, que jui a trele la cobija y la cena. Anticos de las 7, con una linternilla en la mano y lo demás al hombro llegué al ranchillo y me voy encontrando a tata rece y rece. Apenas se bebió la botilla diagua dulce los santiguamos y hecho caduno un obillo los tendimos a dormir. Oyeron ustedes cuántos alimales suenan de noche: berreos de los sapos o lorilla el río, gritos o lloríos comuel chiquillos (mi tata me dijo ques un alimal malo, el salvaje) y también sioyía volar pájaros grandes: son patos esos interrumpió Salvador Céspedes.
Bueno, yo cuasi no dormí, agregó el narrador, pos el frío y tanta bulla, pero de media noche pal día me privé, hasta que mi tata me llamamó aclarando. Yo no vide nada de venaos, pero mi tata mizo fijarme en juellas de pieses chiquitos, como diun chiquillo, detrás de los casquillos diotras veces.
Pos mirá, dijo mi tata, no son venados los que vienen a comese los frijoles, son cabras con cabrillos... y son los duendes los que tren la manada a pastiar.
-¿Y diónde vienen? interrumpí yo a ñor Chango (Emigdio Guerrero, el narrador).
-Pos salen del encanto, dese maldecio encanto questá allí en la poza quiora llaman Poza el Toro.
Yo, hecho todo oídos pregunté cómo pueden vivir allí los duendes, pero a una los peones me aseguraron haber hallado las huellas de esos hombrecillos o chicuelos, que en la arena de la orilla del río se ven claramente.
-Bueno, dijo uno de los oyentes. ¿Y qué hicieron ustedes? -Y diay, pos nada. Los malditos duendes sacaban las cabras entre oscuro y claro y las arriaban pa dentro apenas aclaraba bien. Yo nunca vide esos enanos, pero los piecillos sise veían.
-¿Y se siguieron quedando allí pa cuidar?
-¡Ah, no! Mi tata dijo quera inútil.
Todos los quiabían sembrao allí se juntaron, pagaron una misita rezada a San Isidro, y el daño siacabó. Pos yano golvieron a metesen al frijolar, pero hora jueron los conejos; entonces si que los dimos gusto, con la perra y hasta a palos se mataban. Y endespués se viene ese temporal, cuando las vainicas empezaban a secasen: arrancamos algo y las guindamos en la cocinilla… pa qué, comuestaban entrapaos hasta allí se nacieron. En total, que se perdió la semilla y el trabajo...
Habló ahora Zenón Anguío, otro peón así: Por eso yo no siembro frijol invernis yen el cerquillo lo que le pongo a cada mata e mais son tres vainicas (una variedad de frijol que enreda en la cañas del maíz, aclaro yo) las que se meten y comues tardao, aguanta bien y se va cogiendo conforme se gasta.
Yo intrigado con los duendes y el encanto, interrogué a Chango; ¿pero deónde vinieron esos duendes?
-¡Oh! no lo sabesés.  Pos dicen que los duendes eran angelitos en el cielo, pero cuando el Malo siopuso a Tatica Dios, y El tuvo quechalo al infierno, muchos angelitos se jueron con Lucifer, quera muy bien parecido -pos todo un angelito- y entonces Dios no quiso q' los inocentes se jueran al infierno con el Malo y los dejó en la mita el camino, aquí, en este mundo.
-Sí, dijo alguno, y como son niños, persiguen a los chiquitos, los llaman y hasta se los roban pa lleváselos con ellos. Por eso es malo que los chacalines se retiren mucho de la casa.
-Salvador Céspedes dijo que él los había hallado subidos en un palo de aguacate, cuando llegó por la mañana a alzar las frutas que cayeron en la noche, y que lo llamaban; pero que él tuvo miedo y se fue a la cocina para contar aquello a su madre. Le pusieron un rosario en el cuello y le prohibieron retirarse de la casa.
-Eso no vale nada, dijo Zenón: lo malo es cuando se enamoran dialguna niña, porque entonces hasta se meten a la casa; no queda más remedio que conseguirse una buena música, como acordión, flauta y guitarra, pero bien sonaos los instrumentos; así se van.
-¿Por qué se van? interrumpí.
-iAh! porque la música les recuerda el Cielo, dionde jueron echaos y entonce huyen y van a metesen en los charrales uen alguna cueva grande,  aonde ellos viven. Esos del patrón que dice Mano Chango, siempre sia dicho que salen y entran con vacas y hasta con un toro blanco emperillao. Por eso muchos llaman allí la Poza del Toro.
Hoy, desde mi escritorio me digo:
"¡Todo el río, con sus márgenes pobladas de hermosos árboles, es un encanto. Los guayabales de Tejarcillos, casi desaparecidos, qué encanto, qué atractivo tuvieron para mí, cuando periódicamente los visitaba!".
EL ENCANTO DEL RIO TIRIBI                                                                             José J.  Sánchez S.
Era Ña Mercedes Granda, una vieja india procedente, al decir de ella misma, de Talamanca, pues contaba que su abuela fue "sacada a mecate", es decir atada, sin duda en la expedición que al citado paraje indígena llevara a cabo el gobernador Granda y Balbín, allá por 1711. Los indios traídos se destinaron a poblar Tres Ríos y es bien gracioso que algunos de los mismos adoptaran el apellido del amo.
Esta señora comentaba con mi madre, que la oyó contar a la tía Blasa Jiménez, la bajada de un encanto en el río Tiribí: Era en invierno, pero en ese día no llovió, Ña Blasa, con su machete desyerbaba unos surcos de caña, cuando oye un ruidal a su espalda, como creciente más grande... Suspende el trabajo y se acerca al peñón ¡oh barbaridad de creciente!, y contemplando el aterrado espectáculo, observa que van terneros, gallinas, chanchos y hasta vacas río abajo... Ña Blasa decía que también bajaban tinajas coloraditas como nuevas, mesas y taburetes y hasta maticas de jazmín del cabo, blanquitas de flores… Todo aquello decían que fue el encanto, obra de duendes, robo que le hicieron los pícaros chiquitines a un viejo adinerado, pero miserable (mezquino, que no daba a los necesitados).
…Yo pregunté a mi madre para que respondiera Ña Granda:
-¿Y que se hizo todo eso?
Mercedes contestó como yo esperaba:
     -Hijito, ese encanto se quedó por ahí no más yo se onde, debajo de una gran piedrota que se hallaba en medio río. El ganao se sigue criando y umentando; yo he oyío el toro padrote bramar y hasta lo vide un día, es blanco, con los cachos luciticos y emperillaos con perillas d'ioro, y he visto también allí las gallinas y el gallo picoteando la piedra, pero apenas ven a un cristiano se consumen en la poza... Mi candidez de niño daba crédito a esta conseja y pensé que en la llamada "Poza del Toro", ciento cincuenta metros abajo del cerco de Ña Granda, debió quedarse el encanto.