Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El huésped de Drácula.

Bram Stoker.
El huésped de Drácula.
 
Más que de un relato de vampiros individual, autónomo, El huésped de Drácula es en realidad un capítulo eliminado de la novela de vampiros de 1897: Drácula
(Dracula).
Efectivamente, El huésped de Drácula es el primer capítulo del manuscrito original de Drácula, eliminado por Bram Stoker antes de la publicación de la
novela por considerarlo superfluo para el desarrollo de la historia.
Sin embargo, algunos eruditos de la obra de Bram Stoker están en desacuerdo. Elizabeth Miller, especialista en la gran novela de vampiros de todos los
tiempos, observa que en el prólogo de 1914 de El huésped de Drácula la propia viuda de Bram Stoker, Florence, aclara que todos los relatos de terror de
la antología son cuentos originales y que ninguno de ellos participó directamente de los borradores de Drácula.
Otros estudios confirman justamente a lo contrario.
Leslie S. Klinger, quien tuvo acceso al manuscrito original de Drácula, encontró evidencias de un capítulo de apertura eliminado. ¿Dónde? Justamente en
correcciones hechas por Bram Stoker en episodios ulteriores, donde debió tachar y suprimir opiniones sobre hechos ocurridos en aquel supuesto primer capítulo.
Más allá de estas controversias, El huésped de Drácula posee características únicas. Salvo el nombre de Drácula en el título, y una sola mención dentro
del relato, existen muy pocos vínculos con la historia que Jonathan Harker realiza sobre sus experiencias en el misterioso castillo de Transilvania.
Incluso el estilo de la narración es completamente distinto, aunque resulta difícil rechazar la idea que el protagonista de El huésped de Drácula es el
mismísimo Jonathan Harker, y que su anfitrión no es otro que el propio conde Drácula.
Fuente: El espejo gótico.
 
 
Cuando iniciamos nuestro paseo, el sol brillaba intensamente sobre Múnich y el aire estaba repleto de la alegría propia de comienzos del verano. En el
mismo momento en que íbamos a partir, Herr Delbrück (el maitre d'hôtel del Quatre Saisons, donde me alojaba) bajó hasta el carruaje sin detenerse a ponerse
el sombrero y, tras desearme un placentero paseo, le dijo al cochero, sin apartar la mano de la manija de la puerta del coche:
 
—No olvide estar de regreso antes de la puesta del sol. El cielo parece claro, pero se nota un frescor en el viento del norte que me dice que puede haber
una tormenta en cualquier momento. Pero estoy seguro de que no se retrasará —sonrió—, pues ya sabe qué noche es.
 
Johann le contestó con un enfático:
 
—Ja, mein Herr.
 
Y, llevándose la mano al sombrero, se dio prisa en partir.
 
Cuando hubimos salido de la ciudad le dije, tras indicarle que se detuviera:
 
—Dígame, Johann, ¿qué noche es hoy?
 
Se persignó al tiempo que contestaba lacónicamente:
 
—Walpurgis Nacht.
 
Y sacó su reloj, un grande y viejo instrumento alemán de plata, tan grande como un nabo, y lo contempló, con las cejas juntas y un pequeño e impaciente
encogimiento de hombros. Me di cuenta de que aquella era su forma de protestar respetuosamente contra el innecesario retraso y me volví a recostar en el
asiento, haciéndole señas de que prosiguiese. Reanudó una buena marcha, como si quisiera recuperar el tiempo perdido. De vez en cuando, los caballos parecían
alzar sus cabezas y olisquear suspicazmente el aire. En tales ocasiones, yo miraba alrededor, alarmado. El camino era totalmente anodino, pues estábamos
atravesando una especie de alta meseta barrida por el viento. Mientras viajábamos, vi un camino que parecía muy poco usado y que aparentemente se hundía
en un pequeño y serpenteante valle. Parecía tan invitador que, aun arriesgándome a ofenderlo, le dije a Johann que se detuviera y, cuando lo hubo hecho,
le expliqué que me gustaría que bajase por allí. Me dio toda clase de excusas, y se persignó con frecuencia mientras hablaba. Esto, de alguna forma, excitó
mi curiosidad, así que le hice varias preguntas. Respondió evasivamente, sin dejar de mirar una y otra vez su reloj como protesta. Al final, le dije:
 
—Bueno, Johann, quiero bajar por ese camino. No le diré que venga si no lo desea, pero cuénteme por qué no quiere hacerlo, eso es todo lo que le pido.
 
Como respuesta, pareció zambullirse desde el pescante por lo rápidamente que llegó al suelo. Entonces extendió sus manos hacia mí en gesto de súplica y
me imploró que no fuera. Mezclaba el suficiente inglés con su alemán como para que yo entendiese el hilo de sus palabras. Parecía estar siempre a punto
de decirme algo, cuya sola idea era evidente que le aterrorizaba; pero cada vez se echaba atrás y decía mientras se persignaba:
 
—Walpurgis Nacht!
 
Traté de argumentar con él pero era difícil discutir con un hombre cuyo idioma no hablaba. Ciertamente, él tenía todas las ventajas, pues aunque comenzaba
hablando en inglés, un inglés muy burdo y entrecortado, siempre se excitaba y acababa por revertir a su idioma natal.... y cada vez que lo hacía miraba
su reloj. Entonces los caballos se mostraron inquietos y olisquearon el aire. Ante esto, palideció y, mirando a su alrededor de forma asustada, saltó de
pronto hacia adelante, los aferró por las bridas y los hizo avanzar unos diez metros. Yo lo seguí y le pregunté por qué había hecho aquello. Como respuesta,
se persignó, señaló al punto que había abandonado y apuntó con su látigo hacia el otro camino, indicando una cruz y diciendo, primero en alemán y luego
en inglés:
 
—Enterrados..., estar enterrados los que matarse ellos mismos.
 
Recordé la vieja costumbre de enterrar a los suicidas en los cruces de los caminos.
 
—¡Ah! Ya veo, un suicida. ¡Qué interesante!
 
Pero a fe mía que no podía saber por qué estaban asustados los caballos.
 
Mientras hablábamos, escuchamos un sonido que era un cruce entre el aullido de un lobo y el ladrido de un perro. Se oía muy lejos, pero los caballos se
mostraron muy inquietos, y le llevó bastante tiempo a Johann calmarlos. Estaba muy pálido y dijo:
 
—Suena como lobo..., pero no hay lobos aquí, ahora.
 
—¿No? —pregunté inquisitivamente—. ¿Hace ya mucho tiempo desde que los lobos estuvieron tan cerca de la ciudad?
 
—Mucho, mucho —contestó—. En primavera y verano, pero con la nieve los lobos no mucho lejos.
 
Mientras acariciaba los caballos y trataba de calmarlos, oscuras nubes comenzaron a pasar rápidas por el cielo. El sol desapareció, y una bocanada de aire
frío sopló sobre nosotros. No obstante, tan sólo fue un soplo, y más parecía un aviso que una realidad, pues el sol volvió a salir brillante. Johann miró
hacia el horizonte haciendo visera con su mano, y dijo:
 
—La tormenta de nieve venir dentro de mucho poco.
 
Luego miró de nuevo su reloj, y, manteniendo firmemente las riendas, pues los caballos seguían manoteando inquietos y agitando sus cabezas, subió al pescante
como si hubiera llegado el momento de proseguir nuestro viaje.
 
Me sentía un tanto obstinado y no subí inmediatamente al carruaje.
 
—Hábleme del lugar al que lleva este camino —le dije, y señalé hacia abajo.
 
Se persignó de nuevo y murmuró una plegaria antes de responderme:
 
—Es maldito.
 
—¿Qué es lo que es maldito? —inquirí.
 
—El pueblo.
 
—Entonces, ¿hay un pueblo?
 
—No, no. Nadie vive allá desde cientos de años.
 
Me devoraba la curiosidad:
 
—Pero dijo que había un pueblo.
 
—Había.
 
—¿Y qué pasa ahora?
 
Como respuesta, se lanzó a desgranar una larga historia en alemán y en inglés, tan mezclados que casi no podía comprender lo que decía, pero a grandes
rasgos logré entender que hacía muchos cientos de años habían muerto allí personas que habían sido enterradas; y se habían oído ruidos bajo la tierra,
y cuando se abrieron las fosas se hallaron a los hombres y mujeres con el aspecto de vivos y las bocas rojas de sangre. Y por eso, buscando salvar sus
vidas (¡ay, y sus almas!.... y aquí se persignó de nuevo), los que quedaron huyeron a otros lugares donde los vivos vivían y los muertos estaban muertos
y no.... no otra cosa. Evidentemente tenía miedo de pronunciar las últimas palabras. Mientras avanzaba en su narración, se iba excitando más y más, parecía
como si su imaginación se hubiera desbocado, y terminó en un verdadero paroxismo de terror: blanco el rostro, sudoroso, tembloroso y mirando a su alrededor,
como si esperase que alguna horrible presencia se fuera a manifestar allí mismo, en la llanura abierta, bajo la luz del sol. Finalmente, en una agonía
de desesperación, gritó: «Walpurgis Nacht!», e hizo una seña hacia el vehículo, indicándome que subiera. Mi sangre inglesa hirvió ante esto y, echándome
hacia atrás, dije:
 
—Tiene usted miedo, Johann... tiene usted miedo. Regrese, yo volveré solo; un paseo a pie me sentará bien. —La puerta del carruaje estaba abierta. Tomé
del asiento el bastón de roble que siempre llevo en mis excursiones y cerré la puerta. Señalé el camino de regreso a Múnich y repetí-: Regrese, Johann...
La noche de Walpurgis no tiene nada que ver con los ingleses.
 
Los caballos estaban ahora más inquietos que nunca y Johann intentaba retenerlos mientras me imploraba excitadamente que no cometiera tal locura. Me daba
pena el pobre hombre, parecía sincero; no obstante, no pude evitar el echarme a reír. Ya había perdido todo rastro de inglés en sus palabras. En su ansiedad,
había olvidado que la única forma que tenía de hacerme comprender era hablar en mi idioma, así que chapurreó su alemán nativo. Comenzaba a ser algo tedioso.
Tras señalar la dirección, exclamé: «¡Regrese!», y me di la vuelta para bajar por el camino lateral, hacia el valle.
 
Con un gesto de desesperación, Johann volvió sus caballos hacia Múnich. Me apoyé sobre mi bastón y lo contemplé alejarse. Marchó lentamente por un momento;
luego, sobre la cima de una colina, apareció un hombre alto y delgado. No podía verlo muy bien a aquella distancia. Cuando se acercó a los caballos, éstos
comenzaron a encabritarse y a patear, luego relincharon aterrorizados y echaron a correr locamente. Los contemplé perderse de vista y luego busqué al extraño
pero me di cuenta de que también él había desaparecido.
 
Me volví con ánimo tranquilo hacia el camino lateral que bajaba hacia el profundo valle que tanto había preocupado a Johann. Por lo que podía ver, no había
ni la más mínima razón para esta preocupación; y diría que caminé durante un par de horas sin pensar en el tiempo ni en la distancia, y ciertamente sin
ver ni persona ni casa alguna. En lo que a aquel lugar se refería, era una verdadera desolación. Pero no me di cuenta de esta particularidad hasta que,
al dar la vuelta a un recodo del camino, llegué hasta el disperso lindero de un bosque. Entonces me di cuenta de que, inconscientemente, había quedado
impresionado por la desolación de los lugares por los que acababa de pasar.
 
Me senté para descansar y comencé a mirar a mi alrededor. Me fijé en que el aire era mucho más frío que cuando había iniciado mi camino: parecía rodearme
un sonido susurrante, en el que se oía de vez en cuando, muy en lo alto, algo así como un rugido apagado. Miré hacia arriba y pude ver que grandes y densas
nubes corrían rápidas por el cielo, de norte a sur, a una gran altura. Eran los signos de una tormenta que se aproximaba por algún lejano estrato de aire.
Noté un poco de frío y, pensando que era por haberme sentado tras la caminata, reinicié mi paseo.
 
El terreno que cruzaba ahora era mucho más pintoresco. No había ningún punto especial digno de mención, pero en todo él se notaba cierto encanto y belleza.
No pensé más en el tiempo, y fue sólo cuando empezó a hacerse notar el oscurecimiento del sol que comencé a preocuparme acerca de cómo hallar el camino
de vuelta. Había desaparecido la brillantez del día. El aire era frío, y el vuelo de las nubes allá en lo alto mucho más evidente. Iban acompañadas por
una especie de sonido ululante y lejano, por entre el que parecía escucharse a intervalos el misterioso grito que el cochero había dicho que era de un
lobo. Dudé un momento, pero me había prometido ver el pueblo abandonado, así que proseguí, y de pronto llegué a una amplia extensión de terreno llano,
cerrado por las colinas que lo rodeaban. Las laderas de éstas estaban cubiertas de árboles que descendían hasta la llanura, formando grupos en las suaves
pendientes y depresiones visibles aquí y allá. Seguí con la vista el serpentear del camino y vi que trazaba una curva cerca de uno de los más densos grupos
de árboles y luego se perdía tras él.
 
Mientras miraba noté un hálito helado en el aire, y comenzó a nevar. Pensé en los kilómetros y kilómetros de terreno desguarnecido por los que había pasado,
y me apresuré a buscar cobijo en el bosque de enfrente. El cielo se fue volviendo cada vez más oscuro, y a mi alrededor se veía una brillante alfombra
blanca cuyos extremos más lejanos se perdían en una nebulosa vaguedad. Aún se podía ver el camino, pero mal, y cuando corría por el llano no quedaban tan
marcados sus límites como cuando seguía las hondonadas; y al poco me di cuenta de que debía haberme apartado del mismo, pues dejé de notar bajo mis pies
la dura superficie y me hundí en tierra blanda. Entonces el viento se hizo más fuerte y sopló con creciente fuerza, hasta que casi me arrastró. El aire
se volvió totalmente helado, y comencé a sufrir los efectos del frío a pesar del ejercicio. La nieve caía ahora tan densa y giraba a mi alrededor en tales
remolinos que apenas podía mantener abiertos los ojos. De vez en cuando, el cielo era desgarrado por un centelleante relámpago, y a su luz sólo podía ver
frente a mí una gran masa de árboles, principalmente cipreses y tejos completamente cubiertos de nieve.
 
Pronto me hallé al amparo de los mismos, y allí, en un relativo silencio, pude oír el soplar del viento, en lo alto. En aquel momento, la oscuridad de
la tormenta se había fundido con la de la noche. Pero su furia parecía estar abatiéndose: tan solo regresaba en tremendos resoplidos o estallidos. En aquellos
momentos el escalofriante aullido del lobo pareció despertar el eco de muchos sonidos similares a mi alrededor.
 
En ocasiones, a través de la oscura masa de las nubes, se veía un perdido rayo de luna que iluminaba el terreno y que me dejaba ver que estaba al borde
de una densa masa de cipreses y tejos. Como había dejado de nevar, salí de mi refugio y comencé a investigar más a fondo los alrededores. Me parecía que
entre tantos viejos cimientos como había pasado en mi camino, quizá hallase una casa aún en pie que, aunque estuviese en ruinas, me diese algo de cobijo.
Mientras rodeaba el perímetro del bosquecillo, me di cuenta de que una pared baja lo cercaba y, siguiéndola, hallé una abertura. Allí los cipreses formaban
un camino que llevaba hasta la cuadrada masa de algún tipo de edificio. No obstante, en el mismo momento en que la divisé, las errantes nubes oscurecieron
la luna y atravesé el sendero en tinieblas. El viento debió de hacerse más frío, pues noté que me estremecía mientras caminaba; pero tenía esperanzas de
hallar un refugio, así que proseguí mi camino a ciegas.
 
Me detuve, pues se produjo un repentino silencio. La tormenta había pasado y, quizá en simpatía con el silencio de la naturaleza, mi corazón pareció dejar
de latir. Pero eso fue tan sólo momentáneo, pues repentinamente la luz de la luna se abrió paso por entre las nubes, mostrándome que me hallaba en un cementerio,
y que el objeto cuadrado situado frente a mí era una enorme tumba de mármol, tan blanca como la nieve que lo cubría todo. Con la luz de la luna llegó un
tremendo suspiro de la tormenta, que pareció reanudar su carrera con un largo y grave aullido, como el de muchos perros o lobos. Me sentía anonadado, y
noté que el frío me calaba hondo hasta parecer aferrarme el corazón. Entonces mientras la oleada de luz lunar seguía cayendo sobre la tumba de mármol,
la tormenta dio muestras de reiniciarse, como si quisiera volver atrás. Impulsado por alguna especie de fascinación, me aproximé a la sepultura para ver
de quién era y por qué una construcción así se alzaba solitaria en semejante lugar. La rodeé y leí, sobre la puerta dórica, en alemán:
 
CONDESA DOLINGEN DE GRATZ
EN ESTIRIA
BUSCÓ Y HALLÓ LA MUERTE
EN 1801
 
En la parte alta del túmulo, y atravesando aparentemente el mármol, pues la estructura estaba formada por unos pocos bloques macizos, se veía una gran
vigueta o estaca de hierro.
 
Me dirigí hacia la parte de atrás y leí, esculpida con grandes letras cirílicas:
 
Los muertos viajan de prisa.
 
Había algo tan extraño y fuera de lo usual en todo aquello que me hizo sentir mal y casi desfallecí. Por primera vez empecé a desear haber seguido el consejo
de Johann. Y en aquel momento me invadió un pensamiento que, en medio de aquellas misteriosas circunstancias, me produjo un terrible estremecimiento: ¡era
la noche de Walpurgis!
 
La noche de Walpurgis en la que, según las creencias de millones de personas, el diablo andaba suelto; en la que se abrían las tumbas y los muertos salían
a pasear; en la que todas las cosas maléficas de la tierra, el mar y el aire celebraban su reunión. Y estaba en el preciso lugar que el cochero había rehuido.
Aquél era el pueblo abandonado hacía siglos. Allí era donde se encontraba la suicida; ¡y en ese lugar me encontraba yo ahora solo..., sin ayuda, temblando
de frío en medio de una nevada y con una fuerte tormenta formándose a mi alrededor! Fue necesaria toda mi filosofía, toda la religión que me habían enseñado,
todo mi coraje, para no derrumbarme en un paroxismo de terror.
 
Y entonces un verdadero tornado estalló a mi alrededor. El suelo se estremeció como si millares de caballos galopasen sobre él, y esta vez la tormenta
llevaba en sus gélidas alas no nieve, sino un enorme granizo que cayó con tal violencia que parecía haber sido lanzado por lo míticos honderos baleáricos...
Piedras de granizo que aplastaban hojas y ramas y que negaban la protección de los cipreses, como si en lugar de árboles hubieran sido espigas de cereal.
Al primer momento corrí hasta el árbol más cercano, pero pronto me vi obligado a abandonarlo y buscar el único punto que parecía ofrecer refugio: la profunda
puerta dórica de la tumba de mármol. Allí, acurrucado contra la enorme puerta de bronce, conseguí una cierta protección contra la caída del granizo, pues
ahora sólo me golpeaba al rebotar contra el suelo y los costados de mármol.
 
Al apoyarme contra la puerta, ésta se movió ligeramente y se abrió un poco hacia adentro. Incluso el refugio de una tumba era bienvenido en medio de aquella
despiadada tempestad, y estaba a punto de entrar en ella cuando se produjo el destello de un relámpago que iluminó toda la extensión del cielo. En aquel
instante, lo juro por mi vida, vi, pues mis ojos estaban vueltos hacia la oscuridad del interior, a una bella mujer, de mejillas sonrosadas y rojos labios,
aparentemente dormida sobre un féretro. Mientras el trueno estallaba en lo alto fui atrapado como por la mano de un gigante y lanzado hacia la tormenta.
Todo aquello fue tan repentino que antes de que me llegara el impacto, tanto moral como físico, me encontré bajo la lluvia de piedras. Al mismo tiempo
tuve la extraña y absorbente sensación de que no estaba solo. Miré hacia el túmulo. Y en aquel mismo momento se produjo otro cegador relámpago, que pareció
golpear la estaca de hierro que dominaba el monumento y llegar por ella hasta el suelo, resquebrajando, desmenuzando el mármol como en un estallido de
llamas. La mujer muerta se alzó en un momento de agonía, lamida por las llamas, y su amargo alarido de dolor fue ahogado por el trueno. La última cosa
que oí fue esa horrible mezcla de sonidos, pues de nuevo fui aferrado por la gigantesca mano y arrastrado, mientras el granizo me golpeaba y el aire parecía
reverberar con el aullido de los lobos. La última cosa que recuerdo fue una vaga y blanca masa movediza, como si las tumbas de mi alrededor hubieran dejado
salir los amortajados fantasmas de sus muertos, y éstos me estuvieran rodeando en medio de1a oscuridad de la tormenta de granizo.
 
Gradualmente, volvió a mí una especie de confuso inicio de consciencia; luego una sensación de cansancio aniquilador. Durante un momento no recordé nada;
pero poco a poco volvieron mis sentidos. Los pies me dolían espantosamente y no podía moverlos. Parecían estar dormidos. Notaba una sensación gélida en
mi nuca y a todo lo largo de mi espina dorsal, y mis orejas, como mis pies, estaban muertas y, sin embargo, me atormentaban; pero sobre mi pecho notaba
una sensación de calor que, en comparación, resultaba deliciosa. Era como una pesadilla..., una pesadilla física, si es que uno puede usar tal expresión,
pues un enorme peso sobre mi pecho me impedía respirar normalmente.
 
Ese período de semiletargo pareció durar largo rato, y mientras transcurría debí de dormir o delirar. Luego sentí una sensación de repugnancia, como en
los primeros momentos de un mareo, y un imperioso deseo de librarme de algo, aunque no sabía de qué. Me rodeaba un descomunal silencio, como si todo el
mundo estuviese dormido o muerto, roto tan sólo por el suave jadeo de algún animal cercano. Noté un cálido lametón en mi cuello, y entonces me llegó la
consciencia de la terrible verdad, que me heló hasta los huesos e hizo que se congelara la sangre en mis venas. Había algún animal recostado sobre mí y
ahora lamía mi garganta. No me atreví a agitarme, pues algún instinto de prudencia me obligaba a seguir inmóvil, pero la bestia pareció darse cuenta de
que se había producido algún cambio en mí, pues levantó la cabeza. Por entre mis pestañas vi sobre mí los dos grandes ojos llameantes de un gigantesco
lobo. Sus aguzados caninos brillaban en la abierta boca roja, y pude notar su acre respiración sobre mi boca.
 
Durante otro período de tiempo lo olvidé todo. Luego escuché un gruñido, seguido por un aullido, y luego por otro y otro. Después, aparentemente muy a
lo lejos, escuché un «¡hey, hey!» como de muchas voces gritando al unísono. Alcé cautamente la cabeza y miré en la dirección de la que llegaba el sonido,
pero el cementerio bloqueaba mi visión. El lobo seguía aullando de una extraña manera, y un resplandor rojizo comenzó a moverse por entre los cipreses,
como siguiendo el sonido. Cuando las voces se acercaron, el lobo aulló más fuerte y más rápidamente. Yo temía hacer cualquier sonido o movimiento. El brillo
rojo se acercó más, por encima de la alfombra blanca que se extendía en la oscuridad que me rodeaba. Y de pronto, de detrás de los árboles, surgió al trote
una patrulla de jinetes llevando antorchas. El lobo se apartó de encima de mí y escapó por el cementerio. Vi cómo uno de los jinetes (soldados, según parecía
por sus gorras y sus largas capas militares) alzaba su carabina y apuntaba. Un compañero golpeó su brazo hacia arriba, y escuché cómo la bala zumbaba sobre
mi cabeza. Evidentemente me había tomado por el lobo. Otro divisó al animal mientras se alejaba, y se oyó un disparo. Luego, al galope, la patrulla avanzó,
algunos hacia mí y otros siguiendo al lobo mientras éste desaparecía por entre los nevados cipreses.
 
Mientras se aproximaban, traté de moverme; no lo logré, aunque podía ver y oír todo lo que sucedía a mi alrededor. Dos o tres de los soldados saltaron
de su monturas y se arrodillaron a mi lado. Uno de ellos alzó mi cabeza y colocó su mano sobre mi corazón.
 
—¡Buenas noticias, camaradas! —gritó—. ¡Su corazón todavía late!
 
Entonces vertieron algo de brandy entre mis labios; me dio vigor, y fui capaz de abrir del todo los ojos y mirar a mi alrededor. Por entre los árboles
se movían luces y sombras, y oí cómo los hombres se llamaban los unos a los otros. Se agruparon, lanzando asustadas exclamaciones, y las luces centellearon
cuando los otros entraron amontonados en el cementerio, como posesos. Cuando los primeros llegaron hasta nosotros, los que me rodeaban preguntaron ansiosos:
 
—¿Lo hallaron?
 
La respuesta fue apresurada:
 
—¡No! ¡No! ¡Vámonos.... pronto! ¡Éste no es un lugar para quedarse, y menos en esta noche!
 
—¿Qué era? -preguntaron en varios tonos de voz.
 
La respuesta llegó variada e indefinida, como si todos los hombres sintiesen un impulso común por hablar y, sin embargo, se vieran refrenados por algún
miedo compartido que les impidiese airear sus pensamientos.
 
—¡Era... era... una cosa! —tartamudeó uno, cuyo ánimo, obviamente, se había derrumbado.
 
—¡Era un lobo..., sin embargo, no era un lobo! —dijo otro estremeciéndose.
 
—No vale la pena intentar matarlo sin tener una bala bendecida —indicó un tercero con voz más tranquila.
 
—¡Nos está bien merecido por salir en esta noche! ¡Desde luego que nos hemos ganado los mil marcos! —espetó un cuarto.
 
—Había sangre en el mármol derrumbado —dijo otro tras una pausa—. Y desde luego no la puso ahí el rayo. En cuanto a él... ¿está a salvo? ¡Miren su garganta.
Vean, camaradas: el lobo estaba echado encima de él, dándole calor.
 
El oficial miró mi garganta y replicó:
 
—Está bien; la piel no ha sido perforada. ¿Qué significará todo esto? Nunca lo habríamos hallado de no haber sido por los aullidos del lobo.
 
—¿Qué es lo que ocurrió con ese lobo? —preguntó el hombre que sujetaba mi cabeza, que parecía ser el menos aterrorizado del grupo, pues sus manos estaban
firmes, sin temblar. En su bocamanga se veían los galones de suboficial.
 
—Volvió a su cubil —contestó el hombre cuyo largo rostro estaba pálido y que temblaba visiblemente aterrorizado mientras miraba a su alrededor—. Aquí hay
bastantes tumbas en las que puede haberse escondido. ¡Vámonos, camaradas, vámonos rápido! Abandonemos este lugar maldito.
 
El oficial me alzó hasta sentarme y lanzó una voz de mando; luego, entre varios hombres me colocaron sobre un caballo. Saltó a la silla tras de mí, me
sujetó con los brazos y dio la orden de avanzar; dando la espalda a los cipreses, cabalgamos rápidamente en formación.
 
Mi lengua seguía rehusando cumplir con su función y me vi obligado a guardar silencio. Debí de quedarme dormido, pues lo siguiente que recuerdo es estar
de pie, sostenido por un soldado a cada lado. Ya casi era de día, y hacia el norte se reflejaba una rojiza franja de luz solar, como un sendero de sangre,
sobre la nieve. El oficial estaba ordenando a sus hombres que no contaran nada de lo que habían visto, excepto que habían hallado a un extranjero, un inglés,
protegido por un gran perro.
 
—¡Un gran perro! Eso no era ningún perro —interrumpió el hombre que había mostrado tanto miedo—. Sé reconocer un lobo cuando lo veo.
 
El joven oficial le respondió con calma:
 
—Dije un perro.
 
—¡Perro! —reiteró irónicamente el otro. Resultaba evidente que su valor estaba ascendiendo con el sol y, señalándome, dijo—: Mírele la garganta. ¿Es eso
obra de un perro, señor?
 
Instintivamente alcé una mano al cuello y, al tocármelo, grité de dolor. Los hombres se arremolinaron para mirar, algunos bajando de sus sillas, y de nuevo
se oyó la calmada voz del joven oficial:
 
—Un perro, he dicho. Si contamos alguna otra cosa, se reirán de nosotros.
 
Entonces monté tras uno de los soldados y entramos en los suburbios de Múnich. Allí encontramos un carruaje al que me subieron y que me llevó al Quatre
Saisons; el oficial me acompañó en el vehículo, mientras un soldado nos seguía llevando su caballo y los demás regresaban al cuartel.
 
Cuando llegamos, Herr Delbrück bajó tan rápidamente las escaleras para salir a mi encuentro que se hizo evidente que había estado mirando desde dentro.
Me sujetó con ambas manos y me llevó solícito al interior. El oficial hizo un saludo y se dio la vuelta para alejarse, pero al darme cuenta insistí en
que me acompañara a mis habitaciones. Mientras tomábamos un vaso de vino, le di las gracias efusivamente, a él y a sus camaradas, por haberme salvado.
Él se limitó a responder que se sentía muy satisfecho, y que Herr Delbrück ya había dado los pasos necesarios para gratificar al grupo de rescate; ante
esta ambigua explicación el maître d'hôtel sonrió, mientras el oficial se excusaba, alegando tener que cumplir con sus obligaciones, y se retiraba.
 
—Pero Herr Delbrück —interrogué—, ¿cómo y por qué me buscaron los soldados?
 
Se encogió de hombros, como no dándole importancia a lo que había hecho, y replicó:
 
—Tuve la buena suerte de que el comandante del regimiento en el que serví me autorizara a pedir voluntarios.
 
—Pero ¿cómo supo que estaba perdido? —le pregunté.
 
—El cochero regresó con los restos de su carruaje, que resultó destrozado cuando los caballos se desbocaron.
 
—¿Y por eso envió a un grupo de soldados en mi busca?
 
—¡Oh, no! —me respondió—. Pero, antes de que llegase el cochero, recibí este telegrama del boyardo de que es usted huésped —y sacó del bolsillo un telegrama,
que me entregó y leí:
 
BISTRITZ
 
«Tenga cuidado con mi huésped: su seguridad me es preciosa. Si algo le ocurriera, o lo echasen a faltar, no ahorre medios para hallarle y garantizar su
seguridad. Es inglés, y por consiguiente aventurero. A menudo hay peligro con la nieve y los lobos y la noche. No pierda un momento si teme que le haya
ocurrido algo. Respaldaré su celo con mi fortuna. —Drácula.
 
Mientras sostenía el telegrama en mi mano, la habitación pareció girar a mi alrededor y, si el atento maître d'hôtel no me hubiera sostenido, creo que
me hubiera desplomado. Había algo tan extraño en todo aquello, algo tan fuera de lo corriente e imposible de imaginar, que me pareció ser, en alguna manera,
el juguete de enormes fuerzas..., y esta sola idea me paralizó. Ciertamente me hallaba bajo alguna clase de misteriosa protección; desde un lejano país
había llegado, justo a tiempo, un mensaje que me había arrancado del peligro de la congelación y de las mandíbulas del lobo.
 
El huésped de Drácula.
Bram Stoker.