Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La momia.

        LAMOMIA 

Hacía casi un mes que habíamos cambiado la hora y los días iban teniendo mayor duración. El último sábado de abril amaneció despejado y con una temperatura
excelente para llevar a cabo nuestra idea de hacer una barbacoa en el campo. A las nueve ya me había duchado y desayunado y tenía preparada la mochila.
Abías nos recogería con el coche en el quiosco del parque a Tomás y a mí; después pasaríamos por casa de Yukio y luego iríamos a comprar todo lo necesario:
panceta, chuletas, chorizo, salchichas, un poco de jamón, unas aceitunas, patatas fritas, pan, refrescos, platos, vasos y cubiertos de plástico, servilletas...
Hacia las once y cuarto estábamos preparados para salir y nos dirigimos al merendero Los Fenicios. Aunque estaba cerca de la ciudad y había sido arreglado
recientemente, no era muy frecuentado, seguramente por los rumores que decían que había restos de rituales fenicios. Cuando llegamos, dejamos el coche
en el aparcamiento y elegimos una mesa cercana al lago. Conectamos un equipo de música portátil y sacamos el jamón, las aceitunas y las patatas. El sol
estaba ya en su plenitud, pero era mitigado por una leve brisa que daba como resultado una temperatura muy agradable. 

- Me encanta este sitio -dijo Tomás. Cuando yo era pequeño, venía aquí con mi hermano a buscar restos fenicios. 

- ¡Pero si no hay! -afirmó Yukio. 

- Dicen que uno de los obreros que trabajó en la remodelación encontró unos huesos -comentó  Tomás. 

- ¿Y tú te lo crees? -preguntó Yukio con tono incrédulo. 

- Pues... 

- ¡Eso son leyendas! 

- No sé yo qué decirte... -–intervine yo. Mi abuelo me ha contado varias veces que hay una momia en la cueva d El lince. Uno de su pandilla la encontró
un día y no se atrevió a volver por allí. 

- ¡Pues yo sigo diciendo que eso es mentira! -dijo Yukio. Si os atrevéis, vamos a buscarla después de comer; ya veréis como allí no hay nada. 

- Yo prefiero alquilar una barca y darme un paseo por el lago -dijo Tomás. 

- ¡Qué cagueta...! 

- Sí, sí, cagueta... 

- Seguramente no podremos ni entrar -añadí. Si hace tanto tiempo que no va nadie, habrá mucha maleza y estará tapada la entrada. 

- ¡Otro que se raja! 

- ¡Qué va! Yo me apunto. Varias veces he querido ir allí en bicicleta y quiero comprobar cómo está el camino. 

- Y tú, Abías, ¿te apuntas? le preguntó. 

- Sí. La verdad es que yo no creo mucho en esas cosas... 

- Pero si no hay nada que creer -le dije. Se sabe que los fenicios no se adentraron mucho en la Península Ibérica, por lo que dudo mucho que por aquí haya
restos de esa civilización. 

- ¿Y la momia? –preguntó Tomás. 

- Seguramente sea algún esqueleto animal o una pintura rupestre que alguien ha visto mal. Yo creo que puedes venir con nosotros sin miedo. 

- Bueno... 

Encendimos la barbacoa y a eso de las dos ya estábamos dando cuenta de las viandas. Abías se hizo cargo de asar las cosas y Yukio de servirlas. Tomás no
hacía más que mirar al cielo con semblante preocupado y no participaba de la conversación. 

- Estoy viendo venir algunas nubes. Creo que va a llover. 

- Eso es porque no quieres venir a la cueva -dijo Yukio inmediatamente. Si llueve, no vas a poder navegar en el lago y te vas a quedar aquí solo. 

- No hay problema. Me quedo en el coche. 

Poco a poco el sol fue dejando sitio a unas nubes cargadas de agua que amenazaban con abrir sus estómagos y dejar caer su carga. La oscuridad se apoderó
del entorno y todo se sumió en penumbra. En previsión de que comenzara a llover en cualquier momento, recogimos la basura y la arrojamos al contenedor,
y guardamos la comida que nos había sobrado. Aunque eran cerca de las cinco, parecía que estaba a punto de anochecer. 

- No pensaréis ir a la cueva, ¿verdad? -preguntó Tomás con voz trémula. 

- ¡Claro que sí! -contestó Yukio entusiasmado. ¡Ahora sí que va a ser divertido! 

- Estáis locos... –dijo él en un susurro. 

- No te preocupes, Tomás -intervine. Procuraremos tener cuidado, sobre todo para no torcernos un tobillo y llegar enteros. 

- Esperad -dijo Abías. Creo que tengo una linterna en la guantera. Vamos a necesitarla. 

- Está bien pensado -dije. Todavía se ve bien, pero cuando volvamos casi no habrá luz. 

- ¡Qué pena! -dijo Yukio. Si lo hubiésemos pensado antes, podría haberme traído un machete, por si nos encontramos una culebra o tenemos que abrirnos paso
entre las plantas. 

- No hay problema -comentó Abías. La primavera se ha atrasado bastante este año y la vegetación aún no tiene mucha fuerza. 

Nos despedimos de Tomás y nos encaminamos hacia la cueva de El Lince. Los dos o tres grupos que habían ido al merendero se habían ido ya y el silencio
reinante era sepulcral. Rodeamos parte del lago y tomamos una vereda que se metía en el bosque. El camino era bastante ancho y los arbustos y setos de
las márgenes nos permitían ver alrededor de nosotros. Tras recorrer un kilómetro, comenzamos a subir una pendiente bastante pronunciada y doscientos metros
más adelante nos desviamos a la izquierda y empezamos a bajar por un sendero mucho más estrecho y escarpado. 

- El camino está mejor de lo que me imaginaba -comenté. Puedo venir en bici hasta aquí y dejarla escondida entre estos matorrales. La cueva queda a nuestra
derecha, pero hay que bajar esos peñascos. ¿Veis ese círculo de tierra con esa especie de choza en un lado? Pues se entra por ahí. La cueva está justo
debajo del círculo. 

De pronto oímos un ruido a lo lejos. 

- ¡Tormenta! -dijo Abías. 

- ¡Qué va! -comentó Yukio. Eso debe de ser algún coche que va por la carretera. 

Llegamos a los peñascos y buscamos el mejor sitio para acceder al círculo. Cuando estuvimos los tres abajo nos dirigimos hacia la entrada de la cueva. 

- No la conozco -les dije en voz baja como para mimetizarme con el entorno, por lo que no sé cómo se entra. Supongo que será alguna abertura que haya en
el suelo o cerca de él. 

Yukio se adelantó para inspeccionar, mientras que Abías empezó a remolonear un poco. 

- ¡Aquí está! -dijo el primero con voz alegre. ¡La he encontrado! La entrada es muy grande, pero se estrecha dos metros más adentro. 

Llegamos nosotros dos y nos detuvimos a la entrada, como no queriendo pasar. 

- ¿Qué hacemos? -preguntó Yukio mucho más tranquilo. 

- Entrar, ¿no? ¿Para qué hemos venido? 

Yukio no manifestaba tanto entusiasmo como hasta entonces y Abías parecía que se estuviera arrepintiendo de haber ido. Di el primer paso, tomé en mis manos
la linterna y me adentré en la cueva, seguido muy de cerca por Yukio y Abías. Dos metros más adentro el recorrido comenzó a describir una curva hacia la
derecha haciéndose cada vez más estrecho y de menor altura. Además, íbamos descendiendo y pronto la luz había desaparecido. Sentía el aliento de mis compañeros
muy cerca de mí, hasta que noté que el techo me obligaba a agacharme y continuar de rodillas. Recorridos unos diez metros, llegamos a una estancia bastante
amplia con una abertura superior que permitía la entrada de algo de luz del exterior. Antes de poder adaptarme a la nueva situación, oí un grito detrás
de mí que me heló la sangre y me puse a temblar, más por el susto que por el ruido en sí. Cuando me di la vuelta, contemplé a mis compañeros que huían
despavoridos por el túnel y desaparecían. Tras la impresión inicial, volví a mi posición primigenia y pude ver lo que les había producido aquel pánico:
en la pared de enfrente se veía, claramente, una figura humana de casi dos metros que me miraba fijamente con unos ojos claros y grandes. Lentamente fui
alumbrándola con la linterna y pude analizarla. La figura estaba colocada en un poyete de piedra de casi medio metro de altura; las piernas eran cortas
y robustas, los brazos estaban cruzados en el pecho y tenía algunos adornos metálicos en las orejas. Al acercarme comprobé que el hilo que la envolvía
se conservaba en buen estado, aunque había perdido gran parte del color original. 

- ¿Eres fenicia? -le pregunté con un susurro. 

Obviamente, no esperaba ninguna respuesta. Aun así, al cabo de unos segundos me pareció ver que su boca se movía levemente y surgía el contorno de una
sonrisa. Me figuré que eran imágenes mías y no le di la mayor importancia, pero volví a preguntarle: 

- ¿Llevas aquí mucho tiempo? 

Si no hubiera sido porque bebí agua y refrescos, habría jurado que estaba borracho. Con toda nitidez percibí que el semblante de la momia se tornaba triste. 

- ¿Te duele algo? 

Los ojos de la figura se movieron levemente y miraron hacia abajo. Seguí su mirada y contemplé que el hilo se estaba soltando por una de las rodillas. 

- No te preocupes. Como yo no entiendo de estas cosas, avisaré a los especialistas para que te curen. 

Su boca dibujó de nuevo la sonrisa y sus ojos se tornaron claros otra vez. 

- Ahora he de irme. Mis compañeros estarán esperándome en el coche para volver a casa. Avisaré a las autoridades del museo arqueológico para que se hagan
cargo de ti. Adiós. 

Me di la vuelta y me dispuse a salir. 

Cuando llegué al coche, vi a mis compañeros con caras muy preocupadas. 

- ¿Te pasa algo? ¿Qué ha ocurrido? ¿Te ha atacado algún animal? ¿Te ha hablado la momia? 

- Sí -contesté con un susurro. 

Según he sabido más tarde, me llevaron al servicio de urgencias porque me había quedado sin habla y había perdido el color de la cara. Se me veía el miedo
en los ojos y me había quedado inerte, como sin vida. Me derivaron a una clínica psiquiátrica en la que, tras hacerme una regresión hipnótica declaré lo
que sigue: 

“Me di la vuelta y me dispuse a salir. Cuando estaba entrando en el túnel, escuché claramente una voz cavernosa que me decía: “Adiós. Gracias por haber
venido a verme”. Corrí todo lo que dieron de sí mis piernas. Salí de la cueva como alma que lleva el diablo y no recuerdo ni cómo subí los peñascos. Llegué
al coche con las rodillas ensangrentadas y los brazos y cabeza muy golpeados, y la linterna había dejado de funcionar por la fuerza con la que la sujetaba.
Balbuceaba palabras inconexas en un tono casi inaudible y no respondía a ningún estímulo externo. En el hospital tardaron mucho tiempo en encontrarme el
pulso y tuvieron que masajearme algunas partes del cuerpo para que entrara en calor y pudiera moverlas”. 

Han pasado cuarenta años de esto y aún no me he recuperado del todo. Me he hecho construir una barbacoa en el patio trasero de mi casa para no tener que
ir a ningún sitio a hacerla. De vez en cuando invito a mis amigos a comernos una, y cuando alguno osa sacar algún tema relacionado con muertos y culturas
antiguas, es cortado de raíz solo con verme la cara de espanto que se me pone. Oigo con frecuencia historias de jóvenes que hacen excursiones a la cueva
de El Lince para ver una momia fenicia que se rumorea que hay allí, y el pulso se me acelera. Todavía no les he contado nada a mis nietos para que nunca
tengan la tentación de ir, pero estoy seguro de que ya la conocen. 

Fin.