Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El espanto de la hacienda.

EL ESPANTO DE LA HACIENDA                                                          

Mario Cañas Ruiz.

Aquella noche, en el zaguán sillero de la hacienda todo era armonía y contento entre los sabaneros que hacían sus charlas y comentarios, contándose sus
aventuras cansinas y  amorosas, sus creencias y leyendas de duendes y brujas.  Afuera, el llano inmenso y soñoliento meditaba silencio bajo el pálido claror
de las estrellas trasnochadoras. Lejos el  lúgubre aullido de los coyotes venía a confundirse con los ladridos de los perros vagabundos. El viento dormía
tranquilo entre los tronquillales y pastizales, y todo era un tétrico misterio en la dormida llanura que rumiaba sus místicas plegarias entre la melancólica
quietud de las horas.

Gervacio, el viejo mandador de campo de la hacienda, hombre serio y hecho al cumplimiento de su deber, después de encender un puro, iba a hacer uso de
la palabra cuando un  fuerte viento azotó las frondosas ramazones de los guanacastes y un ruido sordo seguido de un lastimoso gemido pasó sobre el tejado
del zaguán, cruzó por los corrales y fue luego  a perderse en el confín de la llanura. 

El silencio vino a anidarse entre el alma sencilla de estos  humildes hombres; nadie pronunciaba palabra, había una cierta indecisión y temor en ellos,
todos se miraban confusos y sorprendidos. El mandador sonreía, solamente él sabía lo sucedido, solamente él sabía el trágico secreto, que se escondía en
lo antes oído.

Vicente; un poco atemorizado pregunto:

-¿A qué se debe ese ruido mandador...?

Y este hombre de humilde espíritu con aquella fidelidad nacida de lo más sano de su corazón dijo: -Muchachos, pongan atención a lo que os voy a relatar...?
Todos después de acomodarse en sus camarotes llenos de curiosidad prestaron atención a las sanas palabras del viejo mandador.

El hecho sucedió un Viernes Santo, los sabaneros habían guardado como buenos cristianos ese día de santo respeto a Dios, nadie trabajó y todos se acogieron
con aquella santidad nacida del fondo de sus almas. El mandador desobedeciendo la orden del patrón, hombre de sentimientos cristianos y de santo temor,
emprendió el camino desde el amanecer hacia un sitio, bastante distante de la hacienda donde tenía que coger un novillo que habia vendido posiblemente
en esos días. El patrón como buen cristiano se lo había repetido varias veces, que no desobedeciera a las leyes y mandatos de Dios, que él le había dado
permiso el día que quisiera ir a buscar el novillo, pero que tuviera un poquito de temor a ese día. Este no obedeciendo sus órdenes emprendió el camino
hacia el citado sitio, pues no tenía creencias en esas tonterías de beatos y santulonas, que para el todos los días eran iguales. Y con esas palabras partió
aquel desafortunado mandador...

Paso el día y no aparecía, pero al llegar la noche todo el personal de la hacienda se sorprendió y llenose de temor al oír ese ruido que vosotros acabaís
de escuchar. Todos quedaron sorprendidos, pues ese día era Viernes Santo y habían guardado con recogimiento ellos ese gran día. La quietud reinaba por
doquier, solamente de cuando en cuando el aullido de los coyotes perturbaba la soledad del ambiente y todo era nostalgia, visión, el paisaje ebrio de luz
y sombras, herían las siluetas de la brisa mensajera. Vicente volvió a preguntar:

-¿Y no volvieron a saber más del mandador, que fue lo que pasó...?

Jamás se volvió a saber más de él, se perdió para toda la eternidad, se cree que el diablo  se lo llevó en cuerpo y alma por haber desobedecido a la ley
de Dios, solamente lo que se dice, es de ese ruido misterioso que acabáis de escuchar, se cree que es el alma del desafortunado mandador que anda penando
en busca del perdón de sus culpas, es el alma del sabanero que jamás encontrará descanso, y que ha de vivir condenado a sus penas, hundido en la maldición
eterna de los siglos.

Los sabaneros silenciosos y llenos de santo temor fueron recostándose en los sucios camarotes borrachos de sueño  y cansancio, musitando entre sus labios
la dulce plegaria del  alivio del alma que es: Padre nuestro que estáis en los cielos...