Texto publicado por Eduardo Barrera García

El portugués que se alimentaba de cerveza y galletas

Hace cosa de 10 años estaba yo realizando estudios en Berlín, ciudad curiosa y cosmopolita donde las haya.

Me alojaba en un hotelillo muy entrañable cuyos propietarios eran los miembros de una familia turca de origen kurdo que llevaba en aquella capital más de 30 años. Concretamente el establecimiento, que todavía existe y lo regentan los mismos, se halla ubicado en lo que fue el Berlín Este. Pronto hice amistad con los camareros de la cafetería aneja. Un buen día, uno de ellos, de origen español, sabedor ya de mi interés por las curiosidades y por los tipos algo excéntricos, muy comunes por aquellos pagos, me comentó: “Te tengo que presentar sin falta a un amigo que trabajó en el restaurante en el que yo fui camarero hace unos años. Él era el cocinero.”.

“Bien -le comen´té yo-, pero adelántame algo del sujeto en cuestión”. Más que nada por aquello de saber con quién te ibas a jugar los cuartos porque mi interlocutor también tenía su puntillo de personaje insólito.

“No, no te adelanto nada porque entonces la cosa pierde la gracia –me respondió-, puedes estar tranquilo que es un tipo de fiar”.

A los dos días concertó la cita. El hombre me esperaría en su apartamento para invitarme a desayunar, ya que sus horarios no le permitían otra opción. Además, debía ser en sábado o domingo porque yo tenía ocupados todos los días laborables.

Llegó el sábado y yo me presenté en la dirección que me habían proporcionado. En la puerta del edificio me saludó por mi nombre un señor que hablaba español con un marcado acento portugués. Se presentó y me dijo que se llamaba Albino, que era portugués e íntimo amigo de Salva, el que había concertado la cita.

Pasamos al pisillo, me lo enseñó y me invitó a tomar asiento. A todo esto, en la cocina flotaba un holor que despertaría el apetito hasta del más anoréxico. Yo, amante de la buena comida, tenía ya el espíritu por las nubes porque suponía que me esperaba un suculento desayuno al puro estilo alemán, como así sucedió.

El buen hombre trajo una bandeja a la mesa del comedor con los desayunos. El mío constaba de varios platos como si de una comida se tratara acompañados con zumo y café como bebidas.
De repente oí el chasquido de una lata de refresco o cerveza abrirse. Debí yo hacer un gesto porque Albino Inmediatamente dijo:

“me acabo de abrir una cerveza. Yo, en lo referente a comida no te acompaño porque me alimento tan solo de cerveza y unas galletas que todos los meses me manda un familiar que vive en un pueblecillo de Portugal. Llevo así ya 6 años y aquí estoy, con casi sesenta y con la vitalidad de uno de 20”.

Ante mi cara de incredulidad siguió diciendo:

“Puedes preguntarle a Salva si te miento o no. Toca lo que hay en este plato y prueba una”.
La galleta, es justo reconocerlo, tenía un sabor excelente. Era una especie de perrunilla con un buen toque de canela, pero eso sí, seca como un palo.

En el transcurso del largo desayuno me resumió su vida.
Había realizado en su país estudios de agronomía. Como pertenecía a una familia influyente, al terminar su carrera, fue enviado como capataz a una plantación de café en Angola en la época en la que todavía era colonia portuguesa. Allí empezarían sus prácticas profesionales e hiría ascendiendo en la escala.

Cargado de ilusión, emprendió el viaje al destino señalado. Cuando llegó a su centro de trabajo, como es natural, lo recibió el Director para darle las primeras instrucciones y ponerlo al día y todo ese protocolo. Como parte del utillaje que se le había adjudicado figuraba un látigo. Ingenuo él, cuando observó la herramienta preguntó:

“¿Para qué es este látigo si se supone que todo el transporte está mecanizado y no hay bestias de arrastre?”.

“Pues hombre, ¿para que va a ser? –respondió el jefe-, para emplearlo cuando veas a un negro haciendo el vago”.

Ni corto ni perezoso, el nuevo empleado tomó el látigo por el mango y le cruzó la cara al jefe. Lo tiró todo y salió corriendo sin mediar palabra. Tras deambular unas semanas casi como un mendigo por la provincia, consiguió regresar a la metrópoli en un barco mercante.
Una vez allí, se estableció en Lisboa como taxista. Al Poco tiempo, se enamoró perdidamente de una modelo con la que llegó a casarse. Pero un buen día, ésta lo dejó por otro con la cartera más repleta que la del gran Albino.

Nuevamente traumatizado, lo abandonó todo y decidió irse a Berlín porque justo meses antes había caído el Muro y quería probar fortuna y participar del alboroto. Empezó trabajando de camarero en un garito de mala muerte a la vez que aprendía el idioma. Con el tiempo, recaló en un restaurante decente donde pudo instruirse en poco tiempo en el oficio de cocinero. Y puedo dar fe de que dominaba la materia.

¡Qué privilegio fue para mí compartir un rato largo de charla con una persona tan vital y tan amante de la justicia! Un “superviviente” aventurero y con gran sentido del humor porque las risas tampoco faltaron en nuestra conversación. Una persona que, pudiendo tenerlo todo, optó por luchar en esos frentes en los que se baten las clases subalternas.