Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La leyenda áurea de las campanas.

LA LEYENDA AUREA DE LAS CAMPANAS
DEL SANTUARIO DE OROSI
Tradicional.
Raza de conquistadores, de aguerridos caballeros que la Cruz en la diestra y la espada al cinto, significaban con su espíritu vigoroso estas landas tropicales y les extraían sus oros y abríanlas a la luz de la civilización.
Por las rutas que el descubridor trazara sobre los mares ignotos, las barcas de los conquistadores, las velas abiertas a la caricia sedosa del viento, traían proa a la América. Y aquí fulgía como un Potosí soñado, este dominio de Veracruz, rico y enigmático, que atraía con la fascinación de lo maravilloso, las mentes ebrias de ideales de los bravos españoles. Solda-dos de todas las comarcas de España, viejos castellanos y parlanchines andaluces, extremeños de rostro adusto y compostelano austero; hijos de Vasconia y heroicos descen-dientes de las falanges del Rey don Jaime: la España grande, la fuerte y vigorosa de nuestros mayores, veníase en los veleros que al dejar Palos de Moguer, abrían el surco de lo ignoto y tramontaban las líneas fascinantes del horizonte azul, siempre en pos de una quimera: ¡Por Dios, por la Patria y  por su Dama!
No fueron nunca bastantes los rigores del clima; las alimañas de la selva ni las impetuosas corrientes de los ríos embravecidos. Aquella raza de Quijotes surgía con la espada lo  que su mano no alcanzaba. La Cruz, hecha en el metal con que se fundían los arcabuces, y ballestas, campeaban al lado de los castillos tradicionales en el escudo de la nación ibera. Santiago el Apóstol sobre brioso corcel rasgaba los aires y las mentes de esas gentes creyentes, veían a la Virgen Zaragozana guiar sus legiones. Bajo el domo azul de los cielos americanos, avanzaban los conjuntos. Iban abriendo sendero por donde luego habrían de ir en el cargo luminoso  del progreso, la religión y las ciencias de aquel entonces.
Y bajo el signo de la espada y bajo los brazos grandiosos  de la cruz, los tercios avanzaron desde el Cariay y Suerre  rumbo al altiplano, Vegas hermoso del Reventazón; montañas azules de Talamanca; vosotras fuisteis a Perafán de  Rivera, atravesaron de parte a parte, visteis a Fray Melchor, a Fray Antonio Margil y de Fray Pedro. Y, avistar desde las crestas ondulantes de tus picachos riscosos, el maravilloso valle de Orosí y bajar a él trayendo en hombros al San José Cabecar.
Una tarde, tras de larga jornada de las enormes montañas, abriendo la brecha entre la espesa selva, los ojos de los conquistadores se posaron sobre la esmeralda luminosadel valle. El sol se ocultaba tras las cumbres, sembradas cedros y palmas enhiestas. Fulgían como botadas por fauces inmensas del horizonte las eglantinas de rubíes y de topacios. Gestábase la noche aquellos vientres agestados del sol. Los oros de la tarde iban palideciendo, cuando de pronto adelántandose el capitán, el sable en la diestra, hízole caer  con fiereza sobre el monte y descubriendo un trecho de tierra  indicó ese como el sitio preciso para levantar las paredes un templo. Trescientos indios con sus flechas de pejibaye sobre los arcos tensos cantaron una salmodia. Los frailes  recoletos elevaron cánticos y clavaron sobre el terreno limpio  el pendón de Castilla y la Cruz sacrosanta, loaron a Dios.
Acamparon allí los peninsulares y la indiada que les seguía y al amanecer no más se les  vio listos para la faena.  Antes que cualquiera choza, construyeron la casa consistorial y echaron los fundamentos del templo. Gigantones cedro sin labrar; palmas reales formando el techo... la primera iglesia izábase como una avanzada del cristianismo  en esos valles y la multitud pudo oir los latines de la primera  misa.
La obra redentora había empezado. Bien pronto los frailes recoletos sustituían el sencillo templo por un santuario de adobes y cal y canto, tras una laborada de meses y de años en que los habitantes de la nueva fundación fueron elevando aquellos muros que aún persisten construyendo, también a un lado el convento de techumbre y del otro el cementerio.
Pero una mañana al rayar el alba, en medio del murice con que se vistieron los montes cercanos, los ancianos frailes congregaron al pueblo. Los soldados formados en dos filas saludaron el nacimiento del día con salvas de arcabuses; las detonaciones repercutieron en las oquedades de la montaña; el río nunca como entonces, cantó con mayores bríos su canción sin fin. Y, la indiada, el ojo atento a lo que los trabajadores hacían pudieron ver como ayudados estos de jarcias y bejucos, con notable esfuerzo iban subiendo las campanas, aquellas esquilas sonoras que aún cantan con sus notas alegres en la quietud de estas tardes de octubre melancólicas. A una orden del prior los trabajadores hicieron un supremo esfuerzo, el maderamen de los andamios que circulaban la alta torre toscana se conmovieron; el badajo rozó apenas los bordes de la campana; de pronto ya estaba en lo alto sujeta a la pértiga y un minuto más tarde el guardián encanecido hacía volcar sobre el pequeño y maravilloso valle, el pomo de sus sonoridades a la primera campana.
Hubo hurras y alegrías entre el vecindario; por tres días las fiestas se sucedieron y, reza una tradición que desde entonces, al despuntar el día, una mano surge entre las nieblas matinales y va dirigiéndose hasta el viejo campanario del templo de Orosí y asiendo el cable, hace sonar el sagrado bronce. Las gentes creen que es la mano del viejo guardián franciscano que surge de lo desconocido y que por esto jamás esa vieja campana dejará de tocar al Eterno.
Tal es la leyenda de ese santuario colonial tan venerado, preciosa joya de arte español lleno de tesoros artísticos.