Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Nota: esta publicación fue revisada por su autor hace 8 años. Antes se titulaba La leyenda del fraile que murió en las faldas del rasur.I .

La leyenda del fraile que murió en las faldas del Irazu.

LA LEYENDA DEL FRAILE
QUE MURIO EN LAS FALDAS DEL IRAZU
Raúl Salazar Alvarez.
-¿Vamos al Irazú?
-¡Vamos!
La mañanita tibia y espléndida como una rubia enamorada, hace coqueteos de luz y eclosiones de fragancia a lo largo de la amplia carretera asfaltada que ante nuestra vista surge, se achica y desaparece para volver a surgir incansantemente, en pleno campo, orgullosa de ofrecer un rápido y opulento desfile de diversos panoramas. Ora es la moza rozagante y pletórica, de desnudas piernas y fornidas ancas, que frente a la casucha extiende placidamente en los alambres de púas un hatillo de ropas indiscretas...; más allá, es el puente cuyo acceso interrumpe solemnemente un burro colocado a través; más allá todavía, es un gracioso conjunto de casitas blancas dignificadas de jardines y a cuyos portales acuden algunas buenas muchachas que, al vernos desfilar, frótanse los ojos yo no se exactamente si deslumbradas por el donaire y apostura de los compañeros de viaje, o fatal y tristemente a causa de la ceniza que desde muy lejos despa-rrama el volcán; y después, los labrantíos de color verde apagado, o con más exactitud, de color de pizarra, pero magníficos, y luego, allá en el fondo, dentro de un marco de hierática grandeza, la solidaridad de las montañas azules coronadas de nubes fugitivas...
Estamos en Cot. Cot, pueblecito de leyenda, a fuerza de si antigüedad romántica. Nombre diminuto aprendido en la  escuela, que acude ahora a la mente provisto de un gran poder evocador de un pretérito de fantásticos caciques y muy bellas y linajudas damas, y que ahora se nos antoja un patriarca venerable, limpio y forzudo, que cuida de la huerta,  de la lechería y de la casa de Dios.
Queremos solazarnos descorriendo los sutiles velos que ocultan la voluptuosidad aprisionada en todo recuerdo y en  toda leyenda, pero, he aquí que, de pronto, roncos, severos y  prolongados retumbos lejanos nos devuelven a la realidad  actual, con visos de extraña y definitiva advertencia.
Se nos ha presentado una dificultad a vencer: ¿seguimos hacia  las faldas del volcán o nos detenemos en aquella  pintoresca explanada de Cot? La ceniza y la arenilla, cada  vez más copiosas, se constituyen en un tormento para los ojos. Nuevos y más potentes rugidos -adiós, anatomía-  circulan por el espinazo de la tierra que parece temblar como en un escalofrio...
¿Retornamos?
-No, aún  es muy temprano; y resultaría interesante que fueran ustedes a consultar, para que hagan una curiosa  crónica, a una hechicera que tenemos por aquí -nos advierte  el corresponsal de LA TRIBUNA.
-Ya verán ustedes; la encontraremos en su cueva, a orillas  del río.
A poco andar por una abrupta calleja que luego degenera  en un trillo cubierto de matorrales, bajamos una corta pendiente que nos conduce a un riachuelo hipotético, tan hipotético que con sus cuatro gotas de agua reunidas no suficiente ni para hacer una gárgara.
Y allí está la "hechicera" sentada en un pedrón colocado en  el cause, de ser cierto que aquello es un río. La sorprendemos  alisándose los alborotados cabellos mientras a su lado una chiquitina de escasos seis años, diviértese sumergiendo un  canasto entre las piedras humedecidas.
Nos insinuamos preguntando:
      -¿Cómo es posible aceptar que este oscuro callejón sea un río?
       La supuesta hechicera clava en nosotros una absorta mirada que nos hiela, y luego, como si su fina penetración brujaica la llevara rápidamente al convencimiento de que no somos  más que unos buenos muchachos, contesta:
-Pues para que lo sepan, este es el río bandido que una vez se paseó en una sarta de cristianos de allá abajo, de Cartago y... ¡quién quita, quién quita!...
-¿Quién quita qué? ¿Sabe usted que tiene que acontecer algo muy grave?
            Entonces es cuando la vieja nos hace este monstruoso y adorable relato que para nosotros no tiene, en definitiva, otro valor que el que generalmente se atribuye a los más conspicuos romances que crea la imaginación tropical.
            Helo aquí, en castellano un poco menos recusable:
            "Hará ciento y pico de años, entre un grupo de monjes evangelizadores enviados por la curia de Guatemala, llegaba al país Fray Antonio de Valladolid, de quien puede decirse, contrariamente a lo se asegura respecto de las mujeres -y de algunos hombres, también- que su juventud y gallarda prestancia fueron para él los instrumentos de mayor martirio, bajo cuya férula dejó ahogar su corazón el último latido.
            Pues bien, conocido el espíritu unilateralmente religioso de la época, fácil es suponer que la noticia del próximo arribo de aquel rico y piadoso presente de la siempre celosa Guatemala, congregara a las puertas de la ciudad, para hora y día señalados, a los elementos de mayor relieve de las distintas jerarquías sociales, a quienes igualizaba únicamente un común y estrecho pensamiento de devoción cristiana. Allí los caballeros enlevitados y graves, aplacando la impaciencia de las piadosas damas a quienes hacían discreto coro sus impecables hijas cuyas cabecitas a ratos soñaban en los éxtasis de Santa Teresa, y a ratos con las desdichas quejumbrosas de  Lamartine...
Muy pronto, sin embargo, al oirse ruido de caravana que se  acerca, la ciudad se colmó de espectación y silencio. La curiosidad  dilataba las mil pupilas allí  reunidas. Y fue entonces cuando en medio de atronadoras bombetas y vuelo de campanas, comenzó el  desfile de los "monseñores" filosóficamente montados en borricos  tan resistentes como tardos...
Eran varios los monseñores, y todos ellos no sólo de grave  continente, sino también  de edad provecta, a excepción  del rubio y  amable Fray Antonio, que venía a la cola.
Todos fueron pasando, uno tras otro, rodeados de un silencio de  liturgia, a lo largo de la muchedumbre repartida a ambos lados de la calle, pero cuando le tocó su turno a Fray Antonio, notóse, y no sin asombro, que entre un abigarrado grupo de señoras se desmayaba románticamente una dama...
La historia es larga, pintoresca y sacrílega, si se quiere. Hay en  ella innumerables innumerables escenas de risas y de lágrimas; de ensueños acariciados al amparo de la luna, y de desencantos ocultamente  deplorados en el regazo maternal de las noches sombrías... Pero vamos a lo principal de ella, después de saber que un análogo  desmayo, pero ahora acompañado de lánguidos suspiros, se produjo días después en la capilla del convento, por parte de la msma  sensitiva dama, con ocasión de predicar por vez primera vez el mismo Fray Antonio...
Y, advirtamos de una vez, volviendo por los fueros del alto espíritu de honestidad y de reserva que inflamaba el ánimo de la  sociedad de antaño, que si bien es cierto que la dama de los desmayos  pertenecía a los más encopetados círculos, también lo es, y cuán
desgraciadamente, que estaba excluida del número de la gene normal.  Era demasiado graciosa y bella para ser normal; su  exquisito temperamento  reclamó  muy pronto para ella una credencial de histérica, y, precisamente por ésto, fue por lo que los monjes superiores y los familiares de la adorable erética tomaron toda clase  de precauciones y medidas: los unos, para que cesaran en horas la noche y en las de muchas madrugadas ciertos apasionados llamamientos a Fray Antonio, traducidos primeramente por discretos y luego por violentos golpecitos en la ventana de su dormitorio, eso, aparte del constante recibo de esquelas perfumadas; y los otros, llevando al convencimiento de aquella alma amorosa y atormentada la responsabilidad de su fea e inusitada conducta.
Pero todo fue en vano, y Fray Antonio tuvo que abandonar elconvento, para refugiarse en la montaña. Allá fue, también, una noche  la dama. Pero ahora no presentábasele a aquel apolíneo siervo del  Señor, como antes, suplicante y avergonzada. No, ahora era exigente, franca y jadeante quizás por contar en su favor con la complicidad determinante de la soledad que los rodeaba.
-¡En el nombre de Dios, mujer, déjame en paz!-.
Rugió más que suplicó el acosado émulo de aquel otro Antonio, EL CENOBIARCA DEL PODEROSO EGIPTO...
Pero ella, en vez de aplacarse, centuplicó sus urgencias, y, los ojos  desorbitados por el irrefrenable deseo, arrojóse sobre el monje, en  una ansia feroz y desesperada de hacerlo trizas contra su seno palpitante y ultrajado.
-¡Véte, tentación!-
Volvió a conjurar Fray Antonio. Y la dama, intensamente despechada, ante aquel brutal derrumbe de sus ilusiones, echó mano entonces del muy femenino recurso de las amenazas. ¿Irse ella sin haber experimentado el menor consuelo? Muy bien, se alejaría de allí  pero no sin advertirle al monje que tan cruelmente se le negaba que,  ya que el ardor juvenil de ella no había logrado decidirlo a mostrarse consecuente, abrigaba la certidumbre de que aquel esquivo objeto de sus desvelos moriría en olor a santidad, toda vez que, desde ese mismo instante, ella agotaría todos los medios para precipitar su desaparición del globo.
Un inesperado retumbo seguido de un relámpago siniestro que le pronto alumbrara la montaña rubricó la inapelable, sentencia.
Cuando se restableció  el silencio y volvió a cerrarse la oscuridad  impenetrable, el monje, señalando la masa informe del Irazú, la dijo:
-Mujer, si atentas contra la vida de un ministro del Señor, he aquí que mi Dios, por medio de ése cuyos retumbos escuchas, hará sentir su cólera en ti y en tus generaciones hasta en grado ilimitado...
Los familiares refieren que, al día siguiente, la dama se levantó  a hora temprana, muy risueña y cantadora, y que una metamorfosis  tan violenta como extraña había operado en ella el ansiado milagro de reintegrarla a la lucidez y al contento. Aquel fino rostro pálido  y  melancólico, poblado de pensamientos imposibles, desaparecería  para dar paso a un semblante fresco y alegre como el trasunto de la  primavera.
Sin embargo, no pudo decirle lo mismo de Fray Antonio, a  quien unos indios encontraron de bruces tendido e implacablemente asesinado" .
Tal es el relato.