Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El misterio de Cronwall.

Agatha Christie.
El misterio de Cronwall.
—Mistress Pengelley —anunció nuestra patrona.
Y se retiró discretamente. Por regla general personas  de toda especie acuden a consultar a Poirot, pero, en mi opinión, la mujer que se detuvo, nerviosa, junto a la puerta manoseando el boa de plumas, era de las más vulgares. Representaba unos  cincuenta  años,  era  delgada,  de  rostro marchito, vestía un traje sastre y sobre los cabellos grises se había puesto un sombrero que la favorecía poquísimo. En una capital de provincia pasamos todos los días por delante de muchas mistress Pengelley.
Poirot, que se dio cuenta de su visible confusión, la acogió con agrado, avanzando unos pasos.
—Madame, siéntese, por favor. Mi colega, el capitán Hastings.
La señora tomó asiento murmurando:.
—¿Es usted monsieur Poirot, el detective?
—Sí, señora. A su disposición.
La visitante suspiró, se retorció las manos, se puso colorada.
—¿Puedo servirla de algo, madame?
—Sí, señor... Creo... Me pareció que...
—Continúe, madame, por favor.
Mistress Pengelley se dominó mediante un esfuerzo de voluntad al verse animada por mi amigo.
—El caso es, monsieur Poirot... que no quisiera tener nada que ver con la Policía. ¡No, no pienso acudir a ella por nada del mundo! Pero al propio tiempo... me tiene preocupada. Sin embargo, no sé si debo...
Mistress Pengelley calló bruscamente.
—Yo no tengo nada que ver con la policía —le aseguró Poirot—. Mis investigaciones son estrictamente particulares.
Mistress Pengelley se aferró a la palabra.
—Particularmente, eso es. Es lo que deseo. No quiero hablillas, ni comentarios, ni sueltos en los periódicos. Porque cuando la Prensa desbarra, las pobres familias ya no vuelven a levantar la cabeza. Además de que no estoy segura... Se trata de una idea, una idea terrible que se me ha ocurrido y que no me deja en paz —Hizo una pausa para cobrar aliento y luego siguió diciendo—: No quisiera juzgar mal al pobre Edward... mas suceden cosas tan terribles hoy día.
—Permítame... ¿Edward es su marido?
—Sí.
—¿Qué es lo que sospecha?
—No quisiera tener que decirlo, monsieur Poirot, pero como todos los días suceden cosas parecidas y los desgraciados ni siquiera sospechan...
Yo comenzaba a desesperar de que la pobre señora se decidiera a hablar claro, pero la paciencia de Poirot era inagotable.
—Explíquese sin temor, madame. Verá cómo se alegra cuando le demostremos que sus recelos carecen de fundamento.
—Es muy cierto. Además de que cualquier cosa será mejor que esta espantosa incertidumbre. Monsieur Poirot, temo que... ¡me están envenenando!
—¿Qué le induce a creerlo?
Una vez superada la reticencia de mistress Pengelley se metió en una intrincada serie de explicaciones más propias para los oídos de un médico, que para los nuestros de índole policíaca.
—Conque dolor y malestar después de las comidas, ¿no es eso? —dijo Poirot pensativo—. ¿La ha visitado un médico, madame? ¿Qué dice?
—Dice que tengo una gastritis aguda. Pero he reparado en su inquietud, en su perplejidad. Cambia continuamente de medicamentos, pero ninguno me sienta bien.
—¿Le ha hablado de... sus temores?
—No, monsieur Poirot. No quiero que se divulgue la noticia. Quizá sea realmente una gastritis lo que padezco. De todas maneras es raro que en cuanto se va Edward de casa todos los fines de semana, vuelva a sentirme bien. Incluso Freda, mi sobrina, se ha fijado en ello. Luego hay lo de la botella del veneno para las malas hierbas, casi vacía, a pesar de que asegura el jardinero que no se utiliza.
Mistress Pengelley miró con expresión suplicante a Poirot, que sonrió para tranquilizarla, mientras tomaba papel y lápiz.
—Vamos a ser prácticos, madame —dijo—. ¿Dónde residen ustedes?
—En Polgarwith, pequeña ciudad de Cornwall.
—¿Hace tiempo que habitan en esa ciudad?
—Catorce años.
—Usted y su marido ¿son los únicos habitantes de la casa? ¿Tienen ustedes hijos?
—No.
—Pero, ¿sí una sobrina?
—Sí, Freda Stanton, hija de la única hermana de Edward. Ha vivido con nosotros por espacio de ocho años, o sea hasta la semana pasada.
—¡Oh!! ¿Qué pasó en esa semana?
—Pues la verdad es que no sé qué le pasó a Freda. Se mostraba ruda, impertinente, cambiaba con frecuencia de humor hasta que un día, después de uno de sus desahogos, salió de casa y alquiló habitaciones en otra calle de la población. Desde entonces no he vuelto a verla. Vale más esperar a que recupere el sentido común, como dice míster Radnor.
—¿Quién es míster Radnor?
Parte del embarazo inicial de mistress Pengelley reapareció.
—Oh, pues, es un amigo. Un muchacho muy agradable.
—¿Existe alguna clase de relación entre él y su sobrina?
—En absoluto —dijo mistress Pengelley con marcado énfasis.
Poirot pasó a un terreno más positivo.
—¿Están usted y su marido en buena posición?
—Sí, gozamos de una posición bastante buena.
—¿El capital es suyo o de él?
—Es todo de Edward. Yo no poseo nada mío.
—Para ser prácticos, madame, compréndalo, tenemos que ser brutales. Tenemos que buscar un motivo, porque no creo que su marido la esté envenenando solo pour passer le temps! ¿Sabe si tiene alguna razón para desear quitarla usted de en medio?
—¡Oh, una arpía de cabellos rubios! —dijo mistress Pengelley dejándose llevar de un arrebato de cólera—. Mi marido es dentista, monsieur Poirot, y como ayudanta dice que no hay nada como una muchacha despierta, de cabello rizado y delantal blanco para atraer a la clientela. Y a pesar de que jura lo contrario, yo sé qué la acompaña muchas veces.
—¿Quién pidió la botella del veneno, madame?
—Mi marido... hará cosa de un año.
—¿Tiene su sobrina dinero propio?
—Una renta de unas cincuenta libras al año sobre poco más o menos. Si yo se lo permitiera, volvería con gusto a gobernarle la casa a Edward.
—Entonces, ¿usted ha pensado en dejarle?
—Yo no pretendo dejarle para que se salga con la suya. Las mujeres ya no somos esclavas ni toleramos  que se nos ponga el pie encima, monsieur Poirot.
—La felicito por ese espíritu independiente, madame; pero seamos prácticos. ¿Piensa volver hoy a Polgarwith?
—Sí, vine aquí de excursión. El tren salió de allá a las seis de la mañana y volverá a las cinco de la tarde.
—¡Bien! De momento no tengo mayor cosa que hacer. Puedo dedicarme a este pequeño affaire. Mañana llegaremos a Polgarwith. Diremos que aquí, el amigo Hastings, es un pariente lejano, el hijo de un primo segundo, ¿le parece bien? Y que yo soy un amigo algo excéntrico. Entretanto coma únicamente lo que preparen sus manos o se haga bajo su dirección. ¿Tiene una doncella de confianza?
—Sí. Jessie es buena chica, estoy segura.
—Entonces, hasta mañana, madame. Valor.
Poirot acompañó a la señora hasta la puerta y volvió pensativo a instalarse en su sillón. Sin embargo, su absorción no era tan profunda que no reparara en dos plumitas arrancadas del boa de plumas de mistress Pengelley por la agitada señora. Las cogió con cuidado y las echó a la papelera.
—Bueno, Hastings —me preguntó—. ¿Qué deduce de lo que acaba de escuchar?
—¡Hum! Nada bueno —respondí.
—Sí, si lo que sospecha la señora es cierto. Pero, ¿lo es? Hoy en día ningún marido puede pedir así como así una botella de matahierbas. Si su mujer padece de gastritis y además posee un temperamento histérico, la carne estará en el asador.
—¿Así cree usted que sólo se trata de eso?
—Ah, voilá!, no lo sé, Hastings. Pero el caso me interesa enormemente aunque en verdad no es nuevo. De aquí que haya hablado del histerismo aun cuando mistress Pengelley no me parece muy histérica. Sí, o mucho me engaño o tenemos aquí un drama intenso y muy humano. Dígame, Hastings, ¿cuáles son a su manera de ver los sentimientos que su marido inspira a la buena señora?
—La fidelidad en lucha con el miedo —sugerí.
—Sí, de ordinario una mujer acusará a todo el mundo... menos... a su marido. Se aferrará a su fe en él contra viento y marea.
—Pero «la otra» vendrá a complicar las cosas...
—Sí, bajo el acicate de los celos, el amor puede transformarse en odio. Pero el odio la movería a acudir a la policía, no a mí. Querría armar un escándalo y que todo el mundo se enterara. No, no, utilicemos las células grises. ¿Por qué ha venido a buscarme? ¿Para que le demuestre que sus sospechas son infundadas o para que las confirme? Ah, tenemos aquí el factor desconocido, algo que no comprendo. ¿Es nuestra mistress Pengelley una actriz estupenda? No, era sincera, juraría que era sincera y por ello me interesa. Haga el favor de mirar en la Guía de Ferrocarriles el horario de los trenes.
El que más nos convenía era el de la una cincuenta que llegaba a Polgarwith poco después de las siete. El viaje se verificó sin obstáculos y salí de una agradable siestecilla para bajar al andén de una pequeña y oscura estación. Nos dirigimos con nuestras maletas al Duchy Hotel y, después de tomar una cena ligera, mi amigo sugirió que fuéramos a hacer una visita a mi supuesta prima.
La casa de los Pengelley se hallaba algo distante de la carretera y tenía delante un jardín de un estilo pasado de moda. La brisa nos trajo el perfume de diversas flores. Parecía imposible asociar ideas de violencia a aquel encanto tan propio de pasadas épocas. Poirot llamó al timbre y luego con los nudillos, pero nadie contestó a su llamada. Entonces volvió a pulsar el timbre. Tras de una corta pausa, nos abrió una doncella desmelenada, con los ojos colorados, que resollaba con fuerza.
—Deseamos ver a mistress Pengelley —explicó Poirot—. ¿Podemos pasar?
La doncella se nos quedó mirando fijamente. Con una franqueza poco usual replicó luego:
—Entonces, ¿no saben la novedad? Mistress Pengelley ha fallecido. Hace media hora, poco más o menos, que ha dejado de existir.
Nosotros la miramos, aturdidos.
—¿De qué ha muerto? —pregunté después.
—No lo sé. Pero les aseguro que si no fuera porque no quiero dejar a mi pobre señora sola, haría la maleta y saldría de aquí esta misma noche. Claro que no puedo dejarla, porque no tiene a nadie que la vele. No soy la que debe hablar, pero todo el mundo lo sabe. La noticia corre por toda la ciudad. Si míster Radnor no escribe al secretario del Home Office, otro lo hará. El médico dirá lo que quiera. Yo he visto con estos ojos que se ha de comer la tierra, cómo cogía el señor de su estante la botella mata-hierbas. Al ver que yo le miraba dio un salto, pero la señora tenía la sopa, ya hecha, encima de la mesa. Le aseguro que mientras permanezca en esta casa no probaré bocado ni bebida de ninguna clase aunque me muera de hambre.
—¿Dónde vive el médico que visitó a la señora?
—Es el doctor Adams. Vive ahí, a la vuelta de la esquina, en la High Street. Es la segunda casa.
Poirot le volvió bruscamente la espalda. Estaba muy pálido.
—La muchacha no quería abrir la boca, pero ha hablado de más —observé secamente.
—He sido un imbécil, Hastings, un criminal. Me alabo de mi inteligencia y he dejado perder una vida humana, una vida que vino a mí para que la salvara. Pero, la verdad, no se me ocurrió pensar que sucedería esto tan pronto. ¡Que el buen Dios me perdone! Pero la historia de mistress Pengelley me pareció falsa... Bueno, ahí está la casa del doctor. Veremos lo que nos dice.
El doctor Adams era el típico médico de aldea, de mejillas sonrosadas. Nos recibió cortésmente, pero a la sola insinuación de lo que allí nos llevaba se puso muy colorado.
—¡Es una tontería! ¡Es una tontería! —exclamó—. Yo he llevado el caso y sé muy bien que mistress Pengelley padecía una gastritis, una gastritis, pura y sencillamente. En la ciudad se murmuraba mucho, existe un grupo de viejas que cuando se reúnen inventan sólo Dios sabe qué infundios. Claro, leen periódicos o revistas truculentas y luego suponen que en Polgarwith se envenena también a la gente. En cuanto ven una botella de matahierbas se les dispara la imaginación. Conozco a fondo a Edward Pengelley y sé que es incapaz de matar a una rata. ¿Quieren ustedes decirme para qué iba a envenenar a su mujer? Realmente no veo el motivo.
—Lo ignoramos. Pero existen hechos que usted desconoce —manifestó Poirot.
Muy brevemente le explicó a continuación los hechos más salientes de la visita de mistress Pengelley. El doctor Adams se quedó atónito. Los ojos se le saltaban de las órbitas.
—¡Dios nos asista! —exclamó—. Esa pobre mujer estaba loca. ¿Por qué no se confió a mí? ¿No era lo más natural?
—Quizá temió que se riera usted de sus temores.
—Nada de eso. Yo tengo unas ideas amplias.
Poirot sonrió. El médico estaba más trastornado de lo que quería confesar. Cuando salimos de su casa, Poirot se echó a reír.
—Es tan testarudo como una mula —observó—. Ha dicho gastritis y gastritis tiene que ser. Sin embargo, no está tranquilo.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
—Volver al hotel y pasar una mala noche en sus lechos provincianos, mon ami. ¡No hay nada tan temible como una habitación económica en Inglaterra!
—¿Y mañana...?
—Ríen a faire. Volvamos en el primer tren a la ciudad y esperemos.
—Eso es muy cómodo. ¿Y si no pasase nada?
—Pasará, se lo prometo. Nuestro buen doctor hará su certificado, pero las malas lenguas no callarán. Y digo a usted que no hablarán sin motivo.
Nuestro tren salía a las once de la mañana siguiente. Antes de dirigirnos a la estación, sin embargo, Poirot expresó el deseo de ver a miss Freda Stanton, la sobrina de la que nos había hablado la difunta. No nos costó trabajo dar con la casa. La hallamos en compañía de un joven alto, moreno, a quien con cierta confusión nos presentó bajo el nombre de míster Jacob Radnor.
Miss Freda Stanton era una muchacha muy bonita y tenía el tipo propio de Cornwall, de ojos y cabellos oscuros y rosadas mejillas. Aquellas negras pupilas brillaban a veces con un fuego que hubiera sido temerario provocar.
—¡Pobre tía! —dijo cuando después de presentarnos Poirot le explicó el motivo de nuestra presencia allí—. ¡Es muy lamentable lo ocurrido! Toda la mañana me digo que ojalá hubiera sido más amable y más paciente con ella.
—Bastante paciencia tuviste, Freda —interrumpió míster Radnor.
—Sí, Jacob, pero tengo el genio vivo, lo sé. Después de todo la tía se ponía un poco tonta solamente. Yo debí reírme de su tontería y no darle importancia. Figúrese que se le metió en la cabeza que el tío la estaba envenenando porque se ponía peor cada vez que él le daba la comida. Claro, se ponía peor a fuerza de pensar en aquello.
—¿Cuál fue la causa de su desavenencia con usted, mademoiselle?
Miss Stanton titubeó y miró a Radnor. El caballero fue rápido en coger al vuelo la insinuación.
—Freda, me marcho —dijo—. Ya te veré por la tarde. ¡Adiós, caballeros! ¿Se dirigían ustedes seguramente a la estación?
Poirot replicó que así era, en efecto, y Radnor se marchó.
—Están ustedes prometidos, ¿verdad? —preguntó Poirot con sonrisa taimada.
Freda Stanton se ruborizó.
—Esto era lo que en realidad disgustaba a la tía —confesó.
—¿No aprobaba su elección?
—Oh, no es que no la aprobara. Es que... —la muchacha calló de pronto.
—Diga—dijo animándola Poirot.
—Ha muerto y no quisiera empañar su memoria, pero, como si no se lo digo no se hará cargo de lo ocurrido.... La tía estaba prendada de Jacob.
—¿De veras?
—Sí; ¿no es absurdo? Pasaba de los cincuenta y él no ha cumplido los treinta, pero así es. Por ello cuando dije que venía por mí se portó muy mal. En un principio se negó a creerlo y estuvo tan ruda y tan insultante que no tiene nada de extraño que me dejara llevar de un arrebato. Hablé con Jacob y convinimos que lo mejor era que yo me marchara hasta que se le pasara la tontería. ¡Pobre tía! Su estado era muy particular.
—Así parece. Gracias, mademoiselle, por su bondad al aclarar las cosas.
Me sorprendió ver a Radnor que nos esperaba pacientemente en la calle.
—Adivino lo que Freda les ha contado —dijo—; fue un hecho muy embarazoso para mí, como ya comprenderán, y no necesito decir que yo no tuve la culpa de todo lo ocurrido. Primero imaginé que la pobre señora se mostraba amable para ayudar a Freda, pero... su actitud era absurda y extraordinariamente desagradable.
—¿Cuándo piensan contraer matrimonio usted y miss Stanton?
—Pronto, confío en ello. Ahora, monsieur Poirot, voy a serle franco. Sé algo más de lo que sabe mi prometida. Ella cree que su tío es inocente. Yo no estoy tan seguro. Pero le diré una cosa: que pienso mantener la boca cerrada. Los perros duermen, ¡que sigan durmiendo! No deseo ver juzgado y condenado al tío de mi mujer.
—Aunque nadie lo confiesa somos egoístas, míster Radnor. Haga lo que usted guste, pero también yo voy a serle franco: creo que no servirá de nada.
—¿Por qué no?
Poirot levantó un dedo. Era día de mercado y cuando pasamos por delante de él oímos dentro un murmullo continuo.
—La voz del pueblo, míster Radnor... Ah, corramos, no sea que perdamos el tren.
—Muy interesante, ¿verdad, Hastings? —dijo Poirot al salir el tren, silbando, de la estación.
Había sacado un peine del bolsillo, luego un espejo microscópico, y se peinaba con cuidado el bigote, cuya simetría había alterado nuestra carrera.
—Veo que a usted se lo parece —respondí—. Para mí es sórdido y desagradable y ni siquiera encierra ningún misterio.
—Convengo en que el caso no tiene nada de misterioso.
—¿Cree usted en lo que esa muchacha nos ha contado del enamoramiento extraordinario de su tía? ¿No será un cuento? Porque mistress Pengelley me pareció una mujer muy simpática y respetable.
—No veo en ello nada de extraordinario, al contrario, es muy vulgar. Si lee los periódicos con atención se dará cuenta de que no es infrecuente que una mujer decente que ha vivido al lado de su marido por espacio de veinte años y que tiene también una familia, los abandona para unir su vida a la de un hombre muchísimo más joven. Usted admira a les femmes, Hastings; se postra de hinojos ante las que son hermosas y tiene el buen gusto de mirarlas con la sonrisa en los labios; pero psicológicamente las desconoce por completo. En el otoño de la vida de una mujer es justamente cuando llega siempre para ella el mal momento, un momento de locura, en que anhela vivir una novela, una aventura, antes de que sea demasiado tarde. Y lo mismo sucede a la respetable esposa de un dentista de provincias.
—Así, ¿usted opina...?
—Que todo hombre hábil puede aprovecharse de dicho momento.
—Yo no me atrevería a llamar hábil a Pengelley —murmuré—. Toda la población murmura de él. Sin embargo, creo que tiene usted razón. Radnor y el doctor, las dos únicas personas que saben algo, desean acallar esos rumores. Él ha conseguido esto, desde luego. Me hubiera gustado conocerle.
—Pues puede salirse con la suya. Vuelva en el próximo tren y dígale que le duele una muela.
Yo le dirigí una mirada penetrante.
—Quisiera saber por qué juzga tan interesante el caso.
—Despertó mi interés una observación suya, Hastings. Después de entrevistar a la doncella dijo usted que había hablado demasiado a pesar de no querer abrir la boca.
—Lo que me extraña es que no haya usted querido ver a míster Pengelley.
—Mon ami, le concedo tres meses de tiempo. Luego le veremos todo lo que guste... en el juicio.
Yo creí esta vez que Poirot iba descaminado porque transcurrió el tiempo sin que supiéramos nada de nuestra casa de Cornwall. Otros asuntos requirieron entretanto nuestra atención y comenzaba a olvidar la tragedia Pengelley cuando me la recordó un párrafo del periódico en el que se comunicaba al público que el secretario de Home Office había dado orden de que se inhumase el cadáver de mistress Pengelley.
Poco después el «misterio de Cornwall», como se le denominaba, era el tópico de todos los periódicos. Por lo visto la murmuración no cesó nunca del todo en Polgarwith y cuando el viudo Pengelley anunció su compromiso oficial con miss Marks, su ayudante, las lenguas se movieron con inaudita vivacidad. Finalmente se envió una petición al secretario del Home Office y se exhumó el cadáver; se descubrieron en sus vísceras grandes cantidades de arsénico; se detuvo y acusó a míster Pengelley de la muerte de su mujer.
Poirot y yo asistimos a la investigación preliminar. Las declaraciones fueron muy numerosas. El doctor Adams admitió que los síntomas del envenenamiento por arsénico pueden confundirse fácilmente con los síntomas de una gastritis; el perito del Home prestó declaración; Jessie, la doncella, dejó escapar por su boca una avalancha de informes incoherentes, muchos de los cuales se rechazaron, pero algunos otros confirmaron la culpabilidad del preso. Jacob Radnor declaró que el día de la muerte de mistress Pengelley, al llegar él inesperadamente a la casa sorprendió a míster Pengelley en el acto de colocar la botella de veneno en un estante y que el plato de sopa de mistress Pengelley se hallaba sobre una mesa vecina. Luego se llamó a miss Marks, la rubia ayudante, que llorando, presa de un ataque de histerismo, manifestó que míster Pengelley había prometido que se casaría con ella en el caso de que le sucediera algo a su mujer. Pengelley se reservó la defensa y quedó pendiente de la llamada a juicio.
Jacob Radnor volvió con nosotros a nuestro departamento.
—Ya ve, señor mío, cómo tenía yo razón —dijo Poirot—. La voz del pueblo ha sonado... con firmeza. No le ha servido en absoluto de nada pretender ocultar lo ocurrido.
—Sí, tiene razón —suspiró Radnor—. ¿Qué opina? ¿Cómo saldrá de ésta míster Pengelley?
—Como se ha reservado la defensa, es muy posible también que se haya reservado algún triunfo en la manga, como dicen ustedes, los ingleses. ¿Quiere subir un momento con nosotros?
Radnor aceptó la invitación. Yo pedí a la patrona dos vasos de whisky con soda y una taza de chocolate.
—Naturalmente —seguía diciendo Poirot— que tengo ya experiencia en esta clase de asuntos. Por ello sólo veo una salida para nuestro hombre.
—¿Cuál?
—La de que firme usted este papel.
Y con la agilidad de un conspirador, mi amigo se sacó del bolsillo una hoja de papel cubierta de caracteres de escritura.
—¿Qué es eso?
—La confesión escrita de que fue usted el que asesinó a mistress Pengelley.
Hubo un momento de silencio y después Radnor rió.
—¡Usted está loco!
—No, no, amigo mío, no lo estoy. Usted vino aquí; usted inició un pequeño negocio; usted estaba falto de dinero. Míster Pengelley es hombre acaudalado; usted conoció a su sobrina y le cayó en gracia. Por ello pensó desembarazarse del tío y de la tía; luego miss Stanton heredaría, puesto que era su única pariente. ¡Qué hábilmente lo planeó todo! Usted hizo el amor a la pobre mujer, entrada en años, fea, vulgar, hasta que la convirtió en una esclava. Usted implantó en su espíritu dudas relativas a su marido. Primero descubrió que la engañaba, luego, bajo su inspiración, que trataba de envenenarla. Usted hacía frecuentes visitas a la casa y por ello tuvo ocasión de poner veneno en sus alimentos. Pero cuidó de no hacer esto nunca cuando el marido estaba ausente. Como era mujer, mistress Pengelley no supo reservarse sus sospechas, sino que habló de ellas a su sobrina; y ésta, no cabe dudarlo, a algunos amigos. La sola dificultad que se ofrecía a usted era mantener relaciones por separado con las dos mujeres y aun esto no era tan fácil como a primera vista parecía. Usted explicó a la tía que, para no despertar las sospechas del marido tenía que hacerle el amor a la sobrina. Y la señorita no tardó en convencerse de que no podía considerar en serio a su tía como una rival.
»Pero, sin decir nada, mistress Pengelley decidió entonces venir a consultarme. Si podía asegurarme, sin lugar a duda, de que su marido pretendía envenenarla, estaría muy justificado que le abandonara y que uniera su vida a la de usted... que es lo que imaginaba que usted quería. Pero a usted no le convenía eso. Tampoco quería que un detective le vigilara. Estaba usted en casa de los Pengelley cuando el marido le llevó un plato de sopa a su mujer e introdujo en él la dosis fatal. El resto es bien simple. Usted deseaba, aparentemente, acallar toda sospecha, pero las fomentaba en secreto. ¡No contaba con Hércules Poirot, mi inteligente y joven amigo!
Radnor estaba mortalmente pálido. Sin embargo, trató todavía de aparentar serenidad para imponerse a la situación.
—Es usted muy ingenioso e interesante —comentó—. ¿Por qué me cuenta todo eso?
—Porque represento a mistress Pengelley, no a la Ley. Y en bien de ella voy a darle una ocasión de escapar. Firme este papel y le concederé veinticuatro horas de tiempo antes de ponerlo en manos de la Policía.
Radnor titubeaba.
—Usted no puede demostrar nada.
—¿Lo cree así? Recuerde que soy Hércules Poirot. Mire, monsieur, por la ventana. ¿Ve en la calle dos hombres aposentados? Pues tienen orden de no perderle de vista.
Radnor se acercó a la ventana y descorrió un visillo. En seguida retrocedió, profiriendo un juramento.
—¿Lo ve, monsieur? Firme, aproveche la ocasión.
—Pero, ¿Qué garantía puede darme de que...?
—¿Mantendré mi promesa? La palabra de Hércules Poirot. ¿Firma? Bueno. Hastings, descorra a medias ese visillo. Es la señal de que debe dejarse marchar a míster Radnor sin molestarle.
Radnor se apresuró a salir, mascullando juramentos, con el rostro blanco. Poirot inclinó la cabeza.
—¡Es un cobarde! Lo sabía.
—Se me figura —dije furioso—, que su actuación ha sido criminal. Usted predica siempre que no hay que dejarse llevar de los sentimientos. Sin embargo, deja huir a un criminal peligroso por puro sentimentalismo.
—No, por pura necesidad —repuso Poirot—. ¿No ve, amigo mío, que no poseo ninguna prueba de su culpabilidad? ¿Quiere que me coloque ante doce obtusos naturales de Cornwall para contarles lo que he averiguado? Se reirían de mí. No he podido hacer más de lo que acaba de ver: atemorizar a ese hombre y arrancarle una confesión. Esos desocupados de la calle me han sido muy útiles. Vuelva a correr el visillo, ¿quiere, Hastings? Ya no necesitamos tenerlo descorrido. Formaba parte de la mise en scene.
»Bien, bien, hagamos ahora honor a nuestra palabra. ¿Dije veinticuatro horas, no es eso? Tanto peor para míster Pengelley. No merece otra cosa, porque la verdad es que engañaba a su mujer. Y yo soy paladín de la vida de familia, como ya sabe. Bien, veinticuatro, ¿y después? Tengo gran fe en Scotland Yard. ¡Le cogerán, mon ami, le cogerán!
El misterio de Cronwall.
Agatha Christie.