Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Cuando canta el caracol.

Cuando Canta el Caracol
El título puesto a este cuento tiene un motivo especial y quisiera dejarlo corazón adentro en la vida del lector.
Es el modesto recuerdo de un hombre humilde.
Nací hace muchos años en la vera de un río, cuya semblanza se encuentra en cuentos aquí narrados bajo el nombre de “La Muñequita de Cristal” y “El Río Sucio”.
Es montaña por todos los lugares y un río que es como el alma misma de la existencia para los montañeses. En sus orillas nacen los seres y corriente abajo, nos van a dejar hasta el cementerio que es un claro de selva ubicado en la desembocadura del Toro Amarillo, un día de distancia bogando corriente abajo. Nuestro rancho era uno de los cinco que componen el pueblo ribereño. Todos iguales: sembrados con una miseria callada en alguna esquina del platanar.
Mi hermana y yo, éramos un par de niños huérfanos y en el rancho de los Mejía no pasábamos de ser unos recogidos. Después lo habitaba doña María, la abuela; Julio, su hermano Críspulo y una mujer que llegó una noche en un bote semihundido y que se ancló en los ojos de Julio ya para siempre, dándole muchos niños que eran como nuestros hermanos. Es verdad que para ese tiempo Aracelly, mi hermana, todavía no se había dado cuenta de que existen padres, hermanos, y que nosotros éramos solos como dos nidos de oropéndola abandonados desde hacía tres veranos. Cuando se llegó a enterar de eso me llevó un día hasta la piedra donde ella tenía que lavar los pantalones de los hombres grandes y me dijo así, en tanto que miraba su imagen reflejada en la corriente con una mirada de a raro:
-Mañana me voy a ir.
Y se fue al día siguiente con un hombre que podía ser su abuelito pero que ella no lo sabía.
Con la marcha de mi hermanita se me quedó el corazón vacío.
Un día de tantos bajó sobre el río una manada de patos.
(PÁGINA 98)
Es la señal de que viene un bote. Un rato después, ya cuando la viejita María tenía el agua de la cafetera a borbollones para invitar con café y banano cocinado a los presuntos visitantes, horadó la selva un grito extraño. Yo nunca lo había escuchado. Era un sonido como cuando canta el quioro que trata de imitar el sonido del viento por entre los bejucos horadados.
-Es un caracol que canta -nos dijo Críspulo.
Y luego nos contó que era la casa de un animal que en la orilla del mar es así, y es así, lo que nosotros no entendimos, ya que en nuestra montaña no hay animales que anden siempre con la casa al hombro por todos lados. Y menos lo entendimos cuando Críspulo agregó, que el canto de un caracol, ya convertido en instrumento de utilidad, dice mucho. Llama al ganado en las grandes haciendas. Es el aviso de cuando de aldea en aldea va visitando el señor sacerdote que una vez al año nos predica la palabra de Dios y bautiza a los niños. Y también nos dijo Críspulo, que a veces el gritar del caracol es como una esperanza y siempre una buena noticia.
Desde el bote descendió una familia que luego de tomar el café que les brindó doña María, solicitó permiso para enseñar la palabra de Dios como lo hacen los sacerdotes, ya que ellos nos dijeron eran Testigos de Jehová, palabra que no entendí. Lo primero que me llamó la atención del señor que conducía el bote era un objeto raro que pendía desde su cintura. Parecía un cacho viejo pero de colores muy lindos y así, conocí lo que es un caracol.
La historia es larga desde la visita del señor Tomás, que muy pronto empezó a ser conocido desde un lugar a otro de la montaña como el Señor Caracol o Caracol a secas.
En un año las cosas cambiaron mucho. Desde Pital de San Carlos hasta la desembocadura de los ríos Cuarto, Toro Amarillo, Sucio, Sardinal y Sarapiquí, la gente de los ranchos empezaron a formar la nueva religión de Caracol. Como a tres horas de camino desde nuestro caserío hicieron un rancho que fue el más grande que mis ojos han visto, puesto que daba cabida a cincuenta personas, al que le pusieron como nombre "El Salón del Reino". Entendí que era como una especie de catedral en la vida de esa gente pobre, buena, sencilla.
Empezaron a suceder cosas extrañas. Moncho Barquerodejó la saca de guaro y se dedicó a buscar hule. Críspulo, que solia visitar cada sábado el rancho de la Viuda Epifanía, se encontró un día con que la viuda le dijo que así no y que no. Pronto hubo matrimonio con un fiesterío que retumbó hasta en el otro lado de la montaña por las orillas del Sarapíquí.
Caracol en su bote, con su mujer y tres hijos, no se amedrentaba ante ninguna montaña por fiera y llena de tigres y culebras que la fama le hubiese brindado. Solía visitar hasta el último de los ranchos perdidos en el mismo corazón de la montaña del Tigre.
-Allá viene don Tomás para predicar la palabra de Dios -decía doña María y de inmediato le atizaba al fuego su buena dosis de troncos secos para que cuando el hermano Caracol llegara estuviera todo calientito. Ya había horadado el silencio de la montaña, como tres veces, el grito lindo de cuando canta el caracol.
Y después de idas y de tantísimas venidas, la montaña se llenó de hermanos. Ya no se decía: “Críspulo, el hijo de María que habita cerca de Cucaracho”, sino: “El hermano Críspulo, el hijo de la hermana María que vive cerca del río…”
Ya no fue posible dar muerte a los animales por el gusto de matar y cuando era necesario el sacrificio de una pava, una gallina, o algún otro animal montaraz, se exigía desangrarlo porque no debíamos de probar sangre, era malo por la nueva religión.
La visita de Caracol era una alegría sincera en todos los ranchos tan alejados de la mirada de otras religiones.
Una buena mañana sonaba el caracol. El cantar del caracol era para todos el aviso de una buena sorpresa y siempre, siempre, de una amable visita.
Para nosotros los niños, Caracol era el hombre más bueno del mundo por dos motivos: en sus manos había caramelos y luego de tomarse su café sentábase sobre un tronco que servía de banco en el centro de la cocina, y empezaba a contar historias muy lindas sobre lugares que la mayoría de nosotros nunca habíamos conocido ya fueran hombres o niños. Hablaba del mar y ya imaginábamos cómo era el mar. Y como corolario a su charla, sobre las olas y los grandes barcos, decía:
-Ahora cierren los ojos y por turno peguen las orejas al caracol.
Desde el caracol, muy junto a nuestros oídos, venía un sordo rumor. ¡Era el canto del mar, el canto del mar!
La montaña está llena de ruidos raros que a veces nos dan miedo. Una noche empiezan a sonar de a feo los grandes árboles y de tanto en tanto, se dejan venir ráfagas de aire que traen llovizna. Era señal que en el corazón de la selva se estaba gestando un huracán. ¡Huy, qué horribles son los huracanes en la montaña!
Una tarde tachonada de neblina desaparece el trapo blanco, que doña María tiene sobre una estaca en la esquina de la piedra para lavar que está en el río, y es la señal de una crecida a la que precede un ruido extraño. ¡Ay, ay, cómo tiemblan las gentes cuando el río está creciendo!
Y así, una mañana cantan las cigarras y un viento juega sonriendo con los copitas de humo blanco que flotan encima del rancho, sacados desde la cocina donde doña María tuesta y tuesta puñados de café. Y de un momento a otro... canta el caracol y entonces qué lindo, y qué lindo para nosotros los que formábamos el rancho de gentes que todavía no habíamos aprendido a odiar y donde todos éramos hermanos.
Así quiero que canten las páginas de este libro para el lector.
Que sean pequeñas alegrías o las grandes tristezas de los hermanos por la vida.
Igual que cuando cantaba el caracol de don Tomás. Nosotros las gentes del campo sabemos dar lo que está en nuestras manos. Amigos míos, después de leer este libro han deseado pulir aquí, quitar allá hasta dejar esta obra como escrita por un egresado de Alcalá y les he solicitado que no. Ya entonces no sería este libro escrito por un hombre con preparación de primer grado y vecino de las montañas. Que sean así las palabras sencillas, amargas o tristonas, buenas o malas, como un reflejo de los caminos que me ha tocado vivir.
Y deseo hacer partícipe al lector de cómo canta el caracol.
Fueron las noticias desgranadas en la bondad de una tarde de montaña en que llovía y seguía lloviendo. O son las cosas muy duras como cuando “se ha lanzado una piedra al corazón del río”. O es una reseña de amor y de ternura.
Cuando don Tomás hablaba, nos hacía sentir con su historia lo mismo que la vida le estampó en todos los pliegues del corazón. Para llorar un poquito. Para reír a veces.
Y si en alguna página, de momento el lector siente que mis palabras no le caben en el alma..., bueno, desde ya les quiero decir que no son más que pobres notas sacadas del recuerdo en donde canta un caracol…
(Jod´r León Sánchez)