Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Los casos de Urinama.

Los Casos de Urinama
En esta Agencia de Policía nunca pasa nada
Allá, muy de tarde en tarde, desde Turrialba viene un telegrama con la filiación de un Zutano cualquiera que es necesario capturar.
En este lugar, Urinama, todo está tan lejano y olvidado que ni siquiera tenemos esa clase de caminos que en otros lugares llaman “veraneros” y por donde las gentes de la ciudad se asoman al alma sencilla de los pueblos cerca del mar o montaña adentro.
El año íntegro es como un sempiterno lagrimear que hace intransitables los caminos y nos llena de lodo hasta el alma misma. Con el brincar de los años sucede alguna que otra tragedia cuyo eco llega hasta nosotros un tanto ya convertido en la mitad de una mentira: como las desolaciones del Chirripó o cuando el Matina se sale de madre y arrasa con todo.
En este libro de “los casos que pasaron en Urinama” como lo dejó asentado un agente de policía antes de que viniera yo por estos lados, si acaso se encuentran las notas de uno que otro suceso: un buscador de oro, llamados por aquí coligalleros, que descubrió un cementerio indio y salió tullido. Y de verdad que en más de una oportunidad a los profanadores de tumbas que se han acercado hasta las reservas de los pueblos indígenas, les ha ido muy mal.
Nuestro pueblo se compone del Comisariato, una casa de adobes que sirve de Agencia de Policía, cinco ranchos de paja edificados sobre los restos de ya viejísimos palenques en abandono. Y los caminos para llegar o salir de aquí están siempre llenos de barro hasta la panza de las bestias. Más allá de un claro que abarca quinientos metros empieza la montaña. Es la fierísima selva de los indios, como dicen por aquí.
Acá y más allá abundan las grandes fincas de cacao, de café, de ganado. Algunas pertenecen a los indios que las han sembrado con mucho amor. Cerca de nosotros, como a tres horas de camino, se encuentra ubicada la hacienda de don Juan Luis Palomar. Cada año don Juan Luis se allega por acá y el resto del tiempo atiende sus potreros, cafetales, negocios en diferentes ciudades ya que es inmensamente rico.
Cada seis meses saca por aquí mismo grandes partidas de ganado. Yo de fijo no lo sé, pero mi auxiliar, un indio de Buenos Aires, me cuenta que pasaría por lo menos un mes para reunir y poder contar las cabezas del ganado que pueden tener los extensos potreros del señor Palomar que vienen desde las orillas mismas del río Tepemekin hasta el Tarire.
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La mayor parte del tiempo no tengo nada que hacer.
Días enteros me interno con mi ayudante y el “M-1” al hombro, por los senderos de la montaña en busca de dantos pues aquí son grandes como toretes y a veces tengo la suerte de encontrar alguno de ellos en los grandes pastizales que están ubicados entre la montaña y el río.
Filomeno se llama mi auxiliar y algunas veces me gusta gastarle bromas disparándole a las bromelias cuando una de ellas está sobre la cabeza de mi ayudante. Las bromelias son las plantas más extrañas de la montaña: forman con sus hojas y el corazón lagunas naturales en las copas de los árboles y algunas de ellas con capacidad para treinta litros de agua. Agua que sirve para que beban los pájaros y fabriquen sus hogares moscos y zancudos y que cuando un tiro las atraviesa, se dejan venir como un balde tirado desde la cumbre de un árbol.
Filomeno gusta bien poco de esas bromas.
Es un indio fiel, bueno, amable, pequeño y extraño como todos los de su raza, descendientes lejanos de los misteriosos chibchas.
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Un poco al sur, donde el río Tarire empieza a poner miedo por lo grande y correntoso que se convierte, vive Jiménez Luna y su gente.
En total esa gente es la de un pueblo de talamancas integrado por unas doscientas familias distribuidas en cincuenta palenques que son ranchos de los indios encaramados sobre horcones cortados por los tiempos de la luna con un andamio a dos metros del suelo en el cual duermen todos.
Abajo hay un fogón sobre piedras, un horno para hacer pan y todos los demás utensilios de cocina que son de barro con la excepción de cuatro o cinco machetes, unas cuantas hachas y muchos perros, que les utilizan lo mismo en una cacería que para celebrar un festín después de las recolectas del maíz, o cuando se muere algún indio importante o bien llegan representantes de otras tribus de las que se distribuyen a todos lados de la Antigua Provincia de los Talamancas, que todavía permanece inconquistable y misteriosa, llena de temor, lejana para nosotros como lo fue para los españoles de la Colonia.
Jiménez Luna es todo un personaje en la tribu: es guía, maestro, jefe, doctor, padre de muchísimos hijos nacidos en tiempo de luna, lo que vale a decir que fueron concebidos con precisión de un cuarto menguante como todo lo que hacen estos indios.
Una vez por motivo de un pleito sobre las tierras, Jiménez Luna fue a San José y de paso estuvo en mi oficina de la Agencia. Venía ataviado con sus insignias reales de Gran Cacique: plumas, anchas fajas de cuero de perro y brazaletes del mismo material; pantalones nuevos hechos con los retazos de una cortina de terciopelo rojo y dos camisas, una verde y otra azul, puestas una encima de la otra; sus grandes trenzas echadas sobre la espalda y atadas con hilos rojos y en los pies unos zapatones de cuero de chancho. Con él iban tres indias y dos varones más, todos ataviados en la forma pintoresca y risible pero que entre ellos significa lo más grande de la elegancia.
Recuerdo que lo pasé adelante y entró sin saludar ni quitarse el sombrero para explicarme a grandes rasgos que tenía la intención de que en sus tierras no siguieran “dando vueltas como perros sin amo”, “esos hombres que dicen buscar aguas negras en el centro de las propiedades de mi gente, pero que ya habían preñado a tres vírgenes”…
Como los ingenieros tenían permiso de San José, le había explicado con anticipación que era allá donde había que ir para alegar el asunto.
En tanto que hablaba, el indio Luna mascaba pedazos de tabaco que yo creía en cualquier momento iba a lanzar sobre el piso, lo que no hizo, sino que cuando lo tenía bien masticado, los echaba sobre la mano y los extendía a una de sus mujeres que los seguía masticando hasta tragarlos.
Y los otros hombres, del uno al otro, se estuvieron pasando las cuechas del tabaco. Nuestra conversación fue un “sí, no; no, sí” respuestas que afloraban en los labios de Luna a todo lo que le decía o insinuaba. Respondió con una seriedad de cera, con el rostro imperturbable, sus ojos inmóviles y sobre su cara cobriza eran sus mandíbulas lo único que se movía al masticar el tabaco.
De San José regresó muy contento y hasta me contó que el Gran Jefe (así llamaba al Presidente de la República) lo sentó a su mesa y bebió de la chicha que él le había llevado desde Talamanca.
Desde entonces, hace tres años, no había vuelto a saber nada de Jiménez Luna.
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Los indios tienen leyendas extrañas y terribles en estos lugares y las mismas pasan de boca en boca a lo largo de generaciones. Pero la verdad nadie la sabe después de ellos y jamás lo cuentan a ningún extraño, ya sea blanco, ya sea negro.
Por ejemplo sus maneras de comer carne: matan un toro o una vaca y los meten en un rancho -especie de carnicería- para después taparlos con hojas. Ocho días después cuando la carne está con gusanos y casi verde, llena de moscas, entonces parten las tajadas, las asan y se las comen. Tienen también una forma curiosa para hacer chicha de banano: en una gran paila de barro echan racimos que las indias jadeantes y sudorosas pisan con sus pies sarmentosos y sucios hasta convertir, la masa en un atol que luego guardan en tinajas para fermento. Una vez que ha pasado la cosecha del maíz se reúnen en largos tres días de bacanal que yo hubiera querido más de una vez interrumpir en mi calidad de Autoridad. Niños y niñas, viejas y viejos se emborrachan, cantan, bailan hasta volverse locos. Los viejos se revuelcan con las niñas de siete a diez años aunque no llegan a cometer abusos sexuales con ellas. Cuando pasan las fiestas, algunos muy viejos mueren en la borrachera y el pueblo queda sumido en una modorra que dura hasta quince días.
Conocimientos misteriosos heredados de antepasados se aplican en la agricultura.
Jamás llega una acusación por causa entre indios hasta la Agencia de Policía. Ellos poseen sus propias leyes y rara vez son violadas.
Una vez por casualidad conocí de un homicidio sucedido en el Palenque Tikisol. Un indio llamado Pedro Pablo Tamal había desaparecido según rumores colados entre los blancos. Llegué hasta allá para preguntar.
-Pedro Pablo Tamal ir de aquí -me respondieron.
Y esa fue toda la declaración que recibí de Jiménez Luna. En síntesis: que un buen día el indio arrolló sus petates y se fue. Hice una inspección por el rancho de la mujer del indio perdido. Ahí estaba con la panza tan rellena como una luna nueva y un montón de chiquillos desnudos alrededor, que me observaban como animalitos ariscos. Ella me respondió lo mismo que todos los demás y de acorde con la declaración de Jiménez Luna.
-Pedro Pablo Tamal ir de aquí…
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Ya lo he dicho: el señor Palomar era dueño de las tierras ubicadas entre el río Tepemekin hasta el Tarire.
Riberas abajo del río Tarire estaba su hacienda “El Roncillo” donde pastaban, según decires, más de cinco mil cabezas de ganado que tomaban el agua del río.
Una mañana intempestivamente entró el señor Palomar en mi oficina, le acompañaba toda una comitiva. Me extrañó su visita ya que para mí era algo nuevo que estuviera por estos lugares. Luego de los saludos rituales desplegó un mapa de Urinama con sus montañas, planicies, cerros, quebradas, ríos. Sobre el mismo estaba estampado el sello, del Catastro.
-¿Usted ve este sello? Pues significa, señor Agente de Policía, que Jiménez Luna y los demás son una partida de ladrones que me han robado la tierra para sembrar café y hacer potreros.
Me quedé observando el mapa como quien adivina una mala tormenta pues se miraba muy bien que algunos de los terrenos habitados por los indios estaban ubicados dentro de lo que aquí se anotaba como propiedad de Palomar.
Pero, ¿por qué hasta ahora venían con eso?
Desde muchos años atrás el señor Palomar sabía que los indios talaban la montaña, regaban la semilla y prosperaban poniendo la tierra inculta a producir. Intenté indagar un poco más a fondo pero recordé que Palomar era un hombre de mucha influencia en San José. ¿Para qué buscarme enredos? Yo estaba en esa Oficina como servidor del Estado y era mi deber estar con la ley aun cuando la ley estuviera contra la justicia.
Palomar era un hombre viejo de bigotes canos; piernas muy largas y zambas de los muchos años de caminar sobre las mulas; poseía una frente ancha y despejada sobre la que cabalgaban unos mechones rojiblancos. Ojos azules profundos, nariz aguileña, más unos cachetes colorados, todo lo anterior acentuado por una barbilla que irradiaba energía, a lo que era necesario agregar una contextura atlética y una voz de ventarrón amparada por la estatura de un metro ochenta. Todo en él era de un hombre que infundía respeto.
Después de la entrevista acompañé al señor Palomar hasta el Palenque de Jiménez Luna. Nos recibió el indio con cara de pocos amigos y sin que nosotros le dijéramos una palabra nos asombró con el siguiente discurso:
-Nosotros no ser extraños. Nosotros tener tesoro de tierras. Antes que ningún hombre blanco llegar aquí, nosotros y padre de nosotros, tener tierra, ríos, montañas. Antes era paz y trabajo sobre la montaña. Ahora ustedes querer sembrar penares sobre todo, todo. Hoy indios andar en montaña sin casa y huir como cabro perseguido por los perros. Nosotros no ser parásitos. Parásitas estar arriba en los árboles y nosotros vivir pegados a la tierra con las manos. Parásitos ser ustedes que viven de ella y no trabajan. La tierra no tiene color blanco ni negro y nosotros no ir de aquí.
Y finalizó sus palabras con un “no ir de aquí” fiero y  tajante como una gruta en la tierra que partiera el camino en dos después del temporal.
Y sin agregar más palabras entró en su rancho dándonos la espalda. Fue en vano que le llamáramos para pactar. Entonces Palomar perdiendo los controles les gritó con aquella su voz que sonaba como un amago de tormenta:
-¡Indios come-perros, cobardes! -y al hablar esgrimía el plano lleno de sellos-. ¡Esta tierra es mía! ¿Entienden? Todo esto lo medí hace muchos años y si les he dejado que hagan cacaotales, cafetales, potreros, es por mi real gana. Son parásitos y si dentro de un mes no abandonan estas tierras vendré a sacarlos como a perros.
Los indios dentro de sus palenques le escucharon como quien escucha llover. Aquellos que se encontraban presentes fuera del rancho de Jiménez Luna nos miraron con unos ojos de pescado: fríos e inertes. Yo, pensando que las cosas podían pasar a más y que éramos muy pocos hombres para tantos indios, insistí en que la comitiva regresara.
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Tres días pasaron y se presentó el primer incidente grave.
Un indio apareció muerto en las riberas del río Tarire con una bala en el pecho.
Los indios no tenían rifles y estaba en mi conocimiento que los peones de Palomar fueron armados, atizando el fogón al máximo y dejando después las cosas en manos del Administrador, que era un hombre nombrado Peraltón, de Turrialba. Palomar había dejado la hacienda el mismo día de nuestra visita a los palenques.
Las investigaciones me llevaron a un despiste absoluto.
Nadie sabía nada. Visité a Jiménez Luna en su palenque y su respuesta fue muy escueta:
-Nosotros, inditos, ser buenos, no saber nada. Blancos matar indio bueno. Indios buenos callar. Blancos matar perros, indios no matar. Blancos robar tierra de los indios, pero nosotros ser buenos y no decir nada. Indios buenos callar.
Empero, pese a las negativas entendí que Jiménez sabía mucho más de la muerte del indio de lo que me había expresado.
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Un mediodía llegó una comitiva desde la Hacienda “El RoncilIo” y venía armada desde la cabeza a los pies. Traían el recado de que algo muy grave estaba pasando en la Hacienda. Palomar regresó apresuradamente desde Turrialba y me enviaba a llamar con urgencia. En el camino me fueron dando pormenores: más de 600 reses se habían envenenado después de tomar las aguas del río Tarire.
-¿Con las aguas del río? -pregunté de nuevo intrigado.
-Sí, ya no están corriendo azules, sino rojas como la misma sangre. ¡Hay que notar lo extraño que se ve el río! Misael y Plutarco, los dos peones más allegados al patrón, han aparecido muertos, con la panza hinchada como las reses y parece que como ellas también bebieron el agua del río.
Un presentimiento se me abocó al momento. Mis últimas noticias, por el rumor de un mulero, eran que había posibilidades de que Plutarco y Misael tuvieran participación en la muerte del indio asesinado. Pero eso de las aguas rojas me parecía algo muy fantástico y lo más increíble que escuché en la vida.
Cuando llegué hasta la orilla de las aguas los ojos casi se me salen de sus órbitas por la escena que miraba: reses muertas por todos lados y un diluvio de zopilotes trazando curvas sobre las colinas y los valles hasta lo lejano de los cerros.
Bajo de un árbol estaban los peones y sobre las ramas del mismo una docena de zopilotes también en la espera.
Palomar me esperaba agitadísimo:
-¡Estos indios de los infiernos!
En ese momento y ante mis propios ojos que no cabían de asombro, un perro se acercó al río que en ese lugar tiene como treinta metros de ancho, tomó un poco de agua roja y después de los primeros sorbos cayó inánime.
Corrí a examinarle y estaba muerto.
Los peones hablaban de irse a trabajar en otras haciendas y dejar todo abandonado pues estaban temblando de miedo. Otros, más agitados, insistían en tomar cada palenque de los indios por asalto y matarlos.
Consciente del deber me di a examinar el agua: era (PÁGINA 91) roja. La había mirado correr blanca como la leche, color café, azul, verde, pero roja nunca. En las manos quedaban algunas manchas coloradas después de haber tirado el agua de nuevo al río.
¿Cómo diablos habían logrado los indios teñir un río entero?
¿Y qué contenía esa tinta para producir la muerte?
-Hace más de dos días que el agua corre roja -me dijo un peón.
Entendí muy bien que los animales no hubieran notado el peligro pues el río era como una herida que se desangra cuesta abajo contrastando con el verde tierno de los potreros a los que partía en dos. Y no lo habían notado ya que en su mayoría los animales, los perros entre ellos, son daltónicos y no pueden distinguir el rojo del verde o del azul. Todo lo ven de color gris. Podían guiarse por el olfato que es su antena al peligro, pero esta agua no olía a nada. De inmediato decidimos irnos hasta el Palenque de Jiménez Luna en vías de una explicación o un arreglo. Personalmente estaba espantado al pensar en la cantidad de animales salvajes que habían ya muerto o iban a morir por tomar las aguas de un río envenenado y que todavía recorría días enteros en mitad de la montaña hasta el mar. Constantemente pasaban peces y animales flotando entre la corriente, muertos.
Galopamos hasta el anochecer y acampamos esa noche en la montaña. Al día siguiente, cuando la montaña empezó a llenarse con el grito de los congos, iniciamos el camino. Éramos en total una tropilla de quince hombres bien armados. Cuando avistamos los palenques dejé hombres vigilando los alrededores y con Palomar al frente nos acercamos. Jiménez Luna nos recibió como si nada estuviera pasando.
-Tienes que irte conmigo para Turrialba -le dije con voz no muy convencional.
El indio me miró sin responder.
-Palomar te acusa de haber envenenado las aguas del Tarire.
-Y de matar a dos de mis peones -agregó el aludido.
-Él no tener pruebas -respondió el indio despectivamente señalando al viejo mandamás.
Palomar, furioso, le apuntó con el revólver, pero el indio ni pestañeó:
-Allá, más afuera del río -citó Luna-, blancos matar indio, pero nosotros callar. Nosotros no tener nada que ver o con los espíritus de la montaña y las aguas del río. El río correr así cuando los espíritus de la montaña enojar.
-¡Las aguas están envenenadas, lo puedo probar! -insistió Palomar.
Y apoyé el decir del gamonal porque el hecho de que las aguas estaban teñidas con algún secreto infernal de los indios que producía la muerte instantánea, era indudable. Yo mismo había observado la muerte del perro. Los estómagos de las reses que examiné demostraban tener agua color de sangre, lo que sin duda les produjo la muerte.
-Tenemos evidencia a la mano, miren el agua -señaló Palomar.
Ahí mismo cerca del Palenque corría el río y sobre él seguían flotando los animales muertos.
-Indios ser inocentes -insistió Luna.
Bueno -dijo Palomar con aires de calculador- te propongo una cosa: les perdono todo si se marchan de estas tierras. La Ley de Parásitos no les protege.
-Nosotros -respondió el indio con su palabra pausada hasta el fastidio- no somos extraños aquí: la tierra, el sol, el aire, la montaña, los ríos, todo ser nuestro.
Jiménez Luna meditó un instante, un instante que me parecía más bien una pauta y luego agregó:
-Pero hay una manera de saber quién es el dueño de la tierra si blanco o si indio.
Y con un ademán especial seguido por varios indios se acercó al río. Luego, todos juntos, se inclinaron sobre la corriente y bebieron esa misma agua roja. Los vi beber y atónito pensé en que estaban llevando a cabo un suicidio colectivo con la finalidad de meternos a nosotros en un lío. Ya me parecía que todos iban a caer muertos cuando Luna limpiándose la nata colorada de los labios con el dorso de la mano, le dice a Palomar:
-¿Tierra y río ser suyos?
-Sí, aquí están mis planos…
Por respuesta el indio tomó el calabazo que pendía desde las fajillas de la montura en el caballo de Palomar y en un acto claro, pausado, regó el contenido sobre la tierra y luego él mismo llenó el calabazo con el agua del río. Ofreciéndoselo a Palomar le dijo:
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-Río, animales, horizontes, hacer muchos tiempos, muchos tiempos, del indio ser. Pero indio no conocer ley de los blancos. Nosotros sólo saber de la justicia que dan los espíritus de la montaña y tener fe que uno de nosotros, tú o yo, decir la verdad. Uno de nosotros dos es parásito de tierra como decir tú. Si ser indio, indio morir. Si ser blanco el que mentir, entonces morir después de tomar esta agua.
Y uniendo la acción a la palabra se tomó casi la mitad que contenía el calabazo. Luego se la extendió al litigante Palomar. Éste tomó el calabazo, me volvió a ver, miró a los indios y después en dirección al río. Por un instante creí que tomaría el contenido del calabazo. Observé a los indios y ellos mantenían sus rostros inescrutables como siempre, como hechos de esa piedra que lucen rojas en el cerro de Talamanca.
Palomar vació el contenido del calabazo sobre la tierra, que se tiñó de rojo, y volviendo grupas dijo:
-¡Vámonos!
Con un ademán de inteligencia miré al rostro de Jiménez Luna quien me correspondió con una sonrisa de paz. A sus pies quedaba la mancha roja como la huella de un pájaro al que se le hubiese atravesado el corazón con una flecha de caña brava…
(José León Sánchez)