Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La Niña que Vino de la Luna

La Niña que Vino de la Luna.
Señor,
esta es la historia de mi hermana
que se marchó con un hombre cuando tenía once años.
Mi hermana era madre de una niña
que se fue con un hombre
al cumplir nueve años.
Mi sobrina tiene una
niña que…
¡Señor, Señor,
en nuestro pueblo hace falta una escuela,
una escuela, una escuela!
Carta de Navidad, 1962.
(
Pepita está llorando.
           Juanito está llorando.
            Rosario se ha quedado junto a mí en la orilla del río jugando con una bola de barro.
            Es una bola de barro rojo recogido aquí en la orilla, porque dice mamá que no hay dinero para comprar bolas de verdad.El rancho queda allá arriba. Es un rancho sin paredes hecho de palmilera y por debajo corren los chanchos todo y todo es barro. En estas montañas llueve todos los días, llueve todas las tardes, llueve todas las mañanas y en la noche, llueve.
            Sobre el entarimado de palmilera, llenita de moscas, amarilla de orines está sentada Chabelita con los ojos ya colorados de tanto llorar.
            Pepita, Chabelita, Juanito y Rosario son dichosos porque pueden llorar.
            Yo no lloro nunca y cuando se me olvida y lo hago, mamá me pega y si no es papá el que me pega.
            Ahorita Rosario no llora.
            A veces tampoco llora, ya que tiene una costumbre rara y es que cuando algo le duele toma un poco de tierra en sus manitas y se la come y se queda sin más ganas de llorar.
            ¡Ah, quién pudiera como ella comer tierra cuando dan ganas de llorar!
            Mamá es la que cuenta que las mujeres no lloran nunca.
            Papá dice que las mujeres no deben llorar.
            Yo soy una mujer grande pero quisiera ser como antes.
            Ya pasó el tiempo en que era una chiquilla y podía llorar por muchas cosas hasta como hoy lo hace Chabelita, que a veces llora por el gusto de llorar.
            Antes –en un tiempo que ya pasó- si yo tenía hambre lloraba y entonces me daban de comer. Bueno, pero es verdad que hoy de nada serviría, porque hay  veces en nuestro  rancho no hay nada que comer y entonces, ¿para qué llorar?
            Hay muchas veces que siento en los ojos algo que se me hace presa, como la presa que se hace cuando hay viento y los árboles se caen y se atraviesan sobre el río.
            Pero, ¿quién ha visto nunca a una mujer llorando?
            Ni siquiera cuando a mamá le pegan los coscollones del estómago grande como tres veces tres y que muerde la tabla de raspar el dulce y se acuesta en el suelo, usa de llorar.
            Mamá es una mujer de la montaña y las mujeres de la montaña no lloran.
**
Hablo contigo río, que vas siempre cantando un peinapeina que no termina nunca sobre las raíces de las plantas, que se miran en el espejo de tus aguas cuando vienen, cuando van, cuando pasan, cuando ya se han ido…
Hablo con las nubes que van en tu corriente desde arriba y más allá, cuando flotan las flores que deja caer cada ramita del guarumal.
Y estoy hablando ahora de lo que va en mi pensamiento, cuando una se pone loca, se pone loca…
Mamá está muy vieja y con el pelo tan blanco como el humo de la leña verde y de adentro de la boca se le han caído los dientes y la cara ya está como el desagüe de la laguna, toda cruzadita de arruquitos de los que llenan los ríos y solamente le quedan esos ojos bonitos, muy buenos y muy dulces, en los que se mira papá y nos miramos nosotros y desde donde, algunas veces, parece que nos está mirando Dios…
En uno y otro tiempo se le ponen morados y si no fuera porque yo sé que las mujeres no lloran nunca, diría que en algunas mañanitas yo creo que mamá mete su cabello blanco, que es igual al humo de la leña verde entre los pliegues de su delantal hecho de un saco de gangoche y llora de a calladito, como lo hace el viento cuando juega suela sobre la copa de los árboles.
Pero mejor no pienso así porque es mentira y la mentira es mala como el punzón de los chiquisás…
**
            Mamá siempre tiene el estómago grande.
            Un día le pregunté por qué las mujeres a veces tienen ( el estómago tan grande, y entonces me tomó las dos manos y me las puso sobre un poco de brasas sacadas del fogón.
            Mamá tiene las piernas cruzadas con venitas azules que a veces se le brincan sobre la piel como si fuera una culebra bejuquillo que tuviera enrollada en cada una. Y cuando eso pasa le cuesta estar de pie y le duele mucho.
            Yo no le he preguntado por qué tiene esas venillas así de hinchadas que parecen culebras bejuquillos, porque puede estar escuchando papá y tomarme las dos manos y de nuevo ponérmelas sobre los tizones del fogón.
            Cuando mamá se siente mal yo la curo con manteca de chancho y la acuesto, y después todo el trabajo lo hacemos entre Rosario y yo.
            Ya he contado que en este rancho hay muchas cosas que hacer y cuando mamá y papá se marchan para la montaña a trabajar desde las cuatro de la mañana, yo me ocupo de atender la chiquita, lavar la ropa, picar la leña, hacer la comida, espantar los chanchos.
            Mamá también trabaja con el hacha y con el machete como lo hace papá, y como lo hacen todos los peones. Algunos días mamá y papá regresan tarde de la noche con las ropas bien mojadas y después de comer se acuestan a descansar sin decirnos una palabra, sin darnos una caricia, una risa, o una mirada de esa buenas que ellos tienen, y al momento se ponen a roncar en tanto que yo le doy el chupón de aguadulce a la chiquita para evitar que con su gritar los despierten.   
**
            En tiempos yo me siento cansada, cansada. Muy cansada.
            Mamá nunca se siente así y ella misma dice que es muy raro y cuando escucha mi tosiguido se pone muy triste y me estrecha contra su corazón, en una forma tan dulce que de seguro quiere decir algo. Las otras mujeres de esta montaña no se sienten cansadas.
            Seguro es porque como un día yo vine de la luna…
            Yo tengo una piel blanca, blanca como la cara de la luna. La luna es del color que tiene el maíz cuando se ha hervido en ceniza.
Una vez alguien me dijo:
-La Micha pareciera que no tiene sangre.
            ¡La Micha! Así es como me llaman ahora. Antes, en un tiempo que ya pasó, cuando era una chiquilla, me llamaban Micaela.
            ¿Será que como un día yo vine de la luna es por eso que no tengo sangre?
            Mamá se queda mirándome esta piel blanca-amarilla y dice que algo debo yo de tener porque las mujeres de aquí rara vez tienen una piel tan blanca y tan blanca como la que yo tengo. He notado que cuesta mucho que me salga la sangre como si no tuviera.
            ¿Qué pasó cuando aquella cascabel me mordió en el tambo?
            ¡Uy, uy, hasta que se me pone el cuerpo igual que el fondo de la tinaja cuando me acuerdo!
            Era un día como el de hoy en que pasé toda la mañana dando de comer a los chanchos del tambo que tenemos para engordar que son dos más uno por todos y cuando sentí fue que la bicha-cascabel se me había prendido en el pie derecho.
            ¡Uy, uy, hasta que se me pone el cuerpo igual que el fondo de la tinaja cuando me acuerdo¿Ve esta cicatriz que tengo aquí en el pie derecho? No, esa no. Esa me la hice rajando leña con un hacha que no tenía filo. Es esta otra: por aquí metió papá, bien hondo, el cuchillo como cuando lo hace para degollar un chancho gordo y no brotó la sangre. Di un grito largo, bien largo como una noche sin dormir, como bejuco de montaña, o igual que una mona que está herida y acorralada en la horqueta de un ramalón.
            Sí, creo que grité: “¡Yiiií!” Pero no lloré. Y papá después mató a la serpiente y me llevó hasta el rancho donde mamá me estaba esperando.
            Papá puso la boca sobre la herida y bebió igual que cuando vamos por los trillos de la selva y bebemos agua de los bejucos o como lo hacen los chanchitos pequeños sobre la pansa de la madre.
            Un rato después empezó a salir una sangre espesa que papá escupía a borbollones de la boca.
            Mamá vino luego y puso sobre la herida un hierro rojo, rojo de fuego como es el color que a veces tiene la luna en  las mañanas cuando me levanto a encender brasas sobre el fogón, o como el colorado intenso de la cinta que una vez vi en el borde de un vestido de una mujer en Grecia.
            Y en después ya no supe más hasta que desperté en el Hospital de Alajuela.
            No sé cómo me llevaron hasta allí ni por dónde. Seguro que en hombros y después en bote y después en mula y después en carro hasta que me dejaron en aquella cama del Hospital de Alajuela donde he pasado los días más lindos que me ha tocado vivir hasta ahora.
(Eusebio me dice que en adelante voy a pasar días tan lindos como aquellos, pero yo no creo que pueda haber días tan llenos de alegrías como esos que ya pasaron.)
¡Ah, casito se me olvida contar que es precisamente de Eusebio que tengo que hablar ahora, dentro de un, ratito!cuando estaba en el Hospital de Alajuela no tenía nada que hacer después de estar acostada todo el día. Aquí en esta montaña, las mujeres como yo, no creen lo que les cuento. Las mujeres como yo dicen que no es cierto, que es mentira, que no puede ser. ¡Pero sí que sí!
Yo no miento porque la mentira es mala como el aguijón del chiquizás.
            Allá todo era lindo y me daban leche y caramelos y dulces y…
¡Qué lindo y qué lindo todo!
Hasta me daban una miel tan dulce como la miel que el chiquizás esconde en el corazón de los urrús y me la servían en un plato tan bonito que yo me traje uno de esos que es el mismo que papá colgó frente a la entrada de nuestro rancho, después de hacerle un hoyito, para que nos sirva de adorno.
Cuando desperté en el Hospital (yo iba contando y sigo) vi a papá que me miraba con unos ojos llenitos de luz como la luna cuando hace de todo el río una calle ancha y ancha, fácil de bogar hasta el mar sin necesidad de llevar un candil en la proa.
Cuando él me miró no sonrió porque papá y mamá saben poco de reír y en eso son diferentes a las personas que viven allá afuera. Pero yo vi que estaba muy contento con esa manera que tenemos nosotros los de la montaña para ponernos contentos. Pero yo sí me puse muy triste cuando me dijo que nos regresaríamos para acá.
¡No, no, nunca!
Nunca le he guardado rencor a la bicha que casito me mata. Al contrario que de vez en cuando meto el pie hasta la rodilla en los bejucales muertos, en las matas de la raicilla, con la esperanza de que me pique alguna otra serpiente cascabel y me lleven para el Hospital de Alajuela a la carrera.
**
¡Alajuela, qué linda y qué linda es!
Una vez hasta nuestro Salón del Reino llegó un poeta de visita. (De esos que dicen palabras dulces sin guitarra.) Contaba él que Alajuela era como el recuerdo de un beso que resbala sobre la palma de la mano o como la gotita del sereno en los pétalos de la flor.
Allá, en Alajuela, las gentes no son como aquí. Los hombres no hablan, no visten, no caminan, no son como papá. Las mujeres no hablan, ni visten, ni son como mamá. Y hay una cosa muy rara. A las mujeres como yo no les llaman mujeres: les dicen niñas. Y esas niñas andan con otras niñas más pequeñas en los brazos que parecen de verdad a las que visten de blanco y de bonito con vestidos que Rosario y yo jamás hemos tenido y tienen las caras pintadas como las mujeres grandes, como hechas de arepa hace una semana.
Allá en Alajuela a las mujeres como yo (ya he dicho que allá les llaman niñas), las llevan siempre de la mano a todas partes, hasta para cruzar una calle, lo mismo que para ir al parque donde hay árboles grandes como los de montaña y donde dan vueltas y más vueltas unas muchachas con vestidos azul y blanco y los brazos llenos de libros.
¡Sí, en Alajuela todo es muy lindo y muy lindo!
Allá las mujeres como yo, no saben nada de nada. Ni cocinar, ni lavar la ropa, ni picar leña, ni cortar banano, ni remar en un bote y por todito todo ya están llorando. No saben caminar por la montaña y ni siquiera ellas saben lo que es una montaña.
¡Ah, pero tienen unos vestidos y tienen unas mamás!
Si la luna quisiera ser buena haría que me pique de nuevo otra serpiente para regresar al Hospital de Alajuela por otro tiempo igualito al tiempo que ya pasó.
Precisamente cuando estaba allá cumplí los ocho años, ahora tengo dos más, pero no he crecido mucho y en estos dos años no he logrado olvidar todo lo bonito que allá encontré.
Pero no crea que a una la llevan al Hospital así como así
¡No, que no!
Es necesario que le caiga un palo, que le pique una serpiente o que lo corten con un cuchillo.
Oiga: cuando vea a alguien que le pique una culebra o tenga la dicha de que le caiga encima un palo viejo o le corten con un machete, diga que lo lleven al Hospital de Alajuela.
¡Viera qué lindo y qué lindo es!
**
Yo un día vine de la luna.
Hace un tiempo que le pregunté a mamá:
-Mamacita, ¿de dónde vine yo?
Se quedó mirándome con sus ojos morados de ese día, se limpió las manos llenas de tizne sobre su pelo blanco y no entendió mi pregunta.
Le repetí que todos los que habitamos en la montaña hemos llegado desde alguna parte hasta terminar aquí. Eusebio, de quien he de hablar dentro de un ratito, vino desde la ribera misma del Tres Amigos allá en San Carlos; Anastasio, el que hace de correo y sube cada tres semanas por este río gritando:
-¡Llegó la lancha, llegó lanchaaa, lanchaaa! -y que así hace para que uno baje a vender banano, vino desde las mismas montañas del Volcán Poás, allá, muy arriba.
-Tú has venido desde la luna, hijita -y mamá me señaló la luna.
La luna estaba esa vez en que casi era de noche, casi de día, como un botón reventado del árbol de granadas que adorna el Salón del Reino, donde cada mes, nosotros, los Testigos de Jehová, nos reunimos para orar por los pobres del mundo, los más pobres que todos los pobres que vivimos en estas montañas.
-Un día te pedimos a la luna, hija mía -y otra vez la mano señaló la luna.
Ya no me pareció el botón de una granada sino un corazón en forma de bola y hasta la volví a mirar con cariño, como he mirado tantas veces el rostro de mamá, al verla en esos momentos quietecita en el centro del río.
-Nosotros vivíamos muy solos en la montaña, muy solos.
Mamá empezó a contar y yo empecé a soñar.
¿Sería tan hermoso vivir en la luna como pasar un mes en una cama del Hospital de Alajuela? ¿Será todo allá tan blanco y tan limpio?
-Y yo le dije a tu papá: Necesitamos una niña. Tu papá siempre que la luna se reflejaba en el agua se paraba en una orilla del río, mirando para arriba y tomando el sombrero gritaba: “¡Queremos una niña, una niña, una niña mi mujer y yo!”
“Y al mismo tiempo que gritaba daba vueltas con el sombrero alrededor de la imagen de la luna reflejada en el río. Eso lo repitió en muchas noches de luna hasta que un día, la luna, mareada por el sombrero, vino muy quedito y te dejó en la orilla de este río de donde yo te recogí. Si tu papá no la hubiera mareado con el sombrero, allá te hubieras quedado en la luna para siempre”.
Un día le volví a preguntar:
-¿Qué harías, mamacita, si un día me regreso hasta la luna?
Mamá se quedó mirándome como cuando me daba una de esas caricias dulces que de seguro querían decir algo. Pasó su mano dura y callosa sobre mi piel de leche y hablando quedito, quedito, respondió:
-Si eso sucediera me quedaría llorando para siempre…
**
Papá y mamá me quieren mucho y es por eso que no me explico por qué me pegan tanto. Una vez papá le dijo a mi madre cuando yo estaba rajando leña con el hacha:
-Nosotros somos ricos. Tenemos un tesoro en la Micha.
Y yo a veces pienso: si mamá y papá son ricas, ¿por qué no han podido comprar las medicinas que recomendó ñor Serafín para quitarme este tosiguido que a veces no me deja dormir noches enteras? Si papá y mamá son ricos, ¿por qué no compran algún remedio para que se me quite este ahogo del pecho que a veces me hace sentir como la  tarde aquella en que el pelo se me enredó en una raíz en el fondo de la poza de los Villegas allá abajo, donde el río hace como brinco de culebra y casi me bebo el agua que va por la corriente?
No. Es que yo no entiendo eso.
Ahora pienso en lo que me ha dicho Eusebio.
Bueno, la verdad es que me lo ha dicho muchas veces. Creo que me lo decía también en aquel papel que me mando con muchas letras y flores y pajaritos pintados a colores. No sé lo que decía el papel porque no sé leer, pero se lo di a papá para que él me lo dijera. Papá lo miró, lo volvió a mirar y dijo hablando con mamá y sin hacer caso de mí:
-Este papel parece cosa de amores porque aquí hay un corazón pintado, lo he de guardar para que cuando pase por el Comisariato del hermano Evangelista éste me lo lea.
El hermano Evangelista es el mismo que cuando vamos al Salón del Reino lee la Biblia en voz alta y se sabe de memoria aquello que dice: "Bienaventurados los que lloran porque…”.
¿Qué será esa cosa de amores que papá dice que decía el papel? Se lo he de preguntar a Eusebio cuando lo vea más tarde.
Un día papá regresó con la cara muy larga del Comisariato en que trabaja el hermano Evangelista y esa misma noche escuché que musitaba a mamá:
-Cuida mucho a la Micha, porque se nos quiere ir.
-¡Jesús, las cosas que tú imaginas! -respondió mamá.
-Hay que cuidarla, mujer, hay que cuidarla porque le está haciendo la ronda el tigre de Eusebio.
-¿Ese pelado que lo echan de todos los trabajaderos por haragán? Además, la Micha es una chiquilla de once años que todavía tiene el pecho plano.
-Al igual que tú, mujer, al igual que tú, cuando te fuiste conmigo…
Una tos caliente se me vino a la garganta y no pude seguir escuchando lo que hablaban, aunque ellos de momento guardaron silencio al enterarse de que me encontraba despierta.
Esa noche no pude dormir y pasé horas y horas tosiendo y tosiendo, pensando y pensando, en lo que había escuchado decir a papá.
**
Bueno: es cierto que Eusebio quiere que yo me marche con él. Dice que está muy solo en el rancho que hizo junto a la quebrada de los tepeizcuintes. Seguro quiere que yo le cocine, le lave la ropa, lo cure cuando se encuentre enfermo y me dice que nunca, nunca, me ha de pegar por cualquier cosa como lo hace papá cuando viene de regreso después de visitar la saca de guaro que tiene ñor Jacinto en la Quebrada de los Azules.
Bueno, si es así: sí.
Él me ha dicho también muchas cosas amables. Que si le va bien en la siembra del arroz me lleva el año entrante de paseo hasta la ciudad de Alajuela. Él allá conoce hasta la misma Plaza de Ganado, el Hospital y una vez estuvo de visita en el Salón del Reino. También me ofrece hacer una cama de verdad como las del Hospital de Alajuela y no de palmileras donde se revuelcan los chanchos, como la que tengo hoy.
Algunas cosas hay que no me gustan de Eusebio como el otro día que me tomó la cabeza entre sus manos y puso su boca sobre mi boca. Yo sentí cómo aquellos sus dientes negros, sucios, feos, chocaban contra mis dientes y salí corriendo a vomitar detrás de una mata de banano porque me dio mucho asco y ahorita cuando recuerdo me siento mal. Pero él me ha dicho que si me voy a su lado no ha de volver a hacer eso de pegar su boca contra mi boca porque ya le he dicho que me causan ganas de arrojar y no me gusta y no me gusta.
Bueno, si es así, sí.
Es que estoy cansada de tanto trabajo. Estoy cansada de estos tosiguidos que se me vienen por el cuerpo aunque no esté cerca de donde brota el humo de la leña. Estoy cansada de no poder llorar ni comer tierra como lo hace mi hermanita cuando siente la presa metida entre los ojos.
Estoy cansada de esperar esos días que vienen unos tras de otros con esta humedad y tanto trabajo.
En el rancho de Eusebio únicamente tengo que trabajar para él, lo que es muy poco y a nadie más que a él tendré que cuidar.
Bueno. Eso es bueno.
Yo sé que mamá entonces sí que ha de llorar, pero no tengo más que hacer dos cosas: irme con Eusebio o regresar a la luna.
¡Cuántas veces le he solicitado a la luna que me lleve de regreso sin que me haga caso!
Ahora estoy aquí hablando de todo, como cuando una se pone loca, se pone loca.
Rosario, la que juega con una bola de barro rojo, no lo sabe.
Papá y mamá no lo saben.
La luna ni siquiera me hace caso porque estaba mareada cuando me trajo aquí y ya ni se acuerda de mí.
Por todo eso es que yo me voy. Me marcho con Eusebio porque él me ha prometido no pegarme nunca y tener para mí una cama linda y suave como las del Hospital de Alajuela.
También quiere que duerma con él en esa cama. Bueno, está bien, siempre que en la noche, cuando yo esté dormida, no ponga su boca contra mi boca porque me darían ganas de vomitar.
Es lo que yo te cuento, luna, río, viento que va...
Mamá se ha de quedar llorando porque me voy para el rancho de Eusebio.
Él ha de venir dentro de unas horas con un candil en las manos para alumbrar nuestro camino.
Él ha prometido llevarme en esta noche de la mano como lo hacen los hombres en Alajuela cuando llevan por los caminos a las mujeres como yo, que allá se les llama niñas…
(José León Sánchez)