Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El árbol de saliva.

Brian W. Aldiss.
El árbol de saliva.
No hay palabras ni lenguaje,
pero las voces se oyen entre ellos.
Salmo XIX
—La cuarta dimensión me preocupa mucho —dijo el joven rubio, con un tono apropiado de seriedad.
—Ajá —dijo su amigo, mirando el cielo nocturno.
—Me parece que hay muchas pruebas en estos días. ¿No crees que se la ve de algún modo en los dibujos de Aubrey Beardsley?
—Ajá —dijo su compañero.
Los dos jóvenes están de pie en una loma baja, al este de la somnolienta ciudad inglesa de Cottersall, mirando las estrellas, y a veces se estremecen a causa del helado mes de febrero. No tienen mucho más de veinte años. El que se preocupa de la cuarta dimensión se llama Bruce Fox; es alto y rubio y trabaja como oficial segundo de una firma de abogados de Norwich: Prendergast y Tout. El otro, que hasta ahora sólo ha emitido un ajá o dos aunque es en verdad el héroe de este relato, se llama Gregory Rolles. Es alto y moreno, de ojos grises, bien parecido e inteligente. Rolles y Fox se han prometido a sí mismos pensar con amplitud, distinguiéndose —por lo menos así lo creen ellos— del resto de los ocupantes de Cottersall en estos últimos días del siglo diecinueve.
—¡Ahí cae otro! —exclamó Gregory, apartándose al fin del dominio de las interjecciones.
Señaló con un dedo enguantado la constelación del Auriga. Un meteoro cruzó el cielo como un copo desprendido de la Vía Láctea y murió en el aire.
—¡Hermoso! —dijeron los dos jóvenes, juntos.
—Es curioso —dijo Fox, prolongando su discurso con unas palabras que los dos usaban muy a menudo—, las estrellas y las mentes de los hombres han estado siempre muy unidas, aun en los siglos de ignorancia antes de Charles Darwin. Siempre parecieron desempeñar un papel oscuro en los asuntos humanos. A mí me ayudan a pensar con amplitud, ¿a ti no, Greg?
—¿Sabes lo que pienso? Pienso que algunas de esas estrellas pueden estar habitadas. Por gente, quiero decir —respiró pesadamente, abrumado por sus propias palabras—. Gente… quizá mejor que nosotros, maravillosa, que vive en una sociedad justa.
—Ya sé, ¡socialistas! —exclamó Fox. En este punto no compartía el pensamiento avanzado de su amigo. Había escuchado en la oficina al señor Tout, quien sabía muy bien cómo estos socialistas, de los que tanto se oía ahora, estaban destruyendo las bases de la sociedad—. ¡Estrellas pobladas por socialistas!
—¡Mejor que estrellas pobladas por cristianos! Bueno, si hubiese cristianos en las estrellas, ya hubiesen enviado misioneros aquí a predicar el evangelio.
—Me pregunto si alguna vez habrá viajes planetarios, como dicen Nunsowe Greene y monsieur Jules Verne… —empezó a decir Fox, pero la aparición de un nuevo meteoro lo interrumpió en la mitad de la frase.
Como el anterior, este meteoro parecía venir aproximadamente de la constelación del Auriga. Viajaba lentamente, era de color rojo, y crecía acercándose. Los dos jóvenes gritaron a la vez, y tomaron al otro por el brazo. La magnífica luz ardía en el cielo, y ahora un aura roja parecía envolver un núcleo anaranjado más brillante. Pasó por encima de la loma —más tarde discutieron si no habían oído un leve zumbido— y desapareció detrás de un monte de sauces, iluminando por un momento los campos.
Gregory fue el primero en hablar:
—Bruce… Bruce, ¿viste eso? ¡No era un meteoro!
—¡Tan grande! ¿Qué sería?
—¡Quizá un visitante de los cielos!
—Eh, Greg, tiene que haber caído cerca de la granja de tus amigos, los Grendon, ¿no te parece?
—¡Tienes razón! Mañana le haré una visita al viejo señor Grendon, y veré si él o su familia saben algo.
Siguieron hablando, excitados, golpeando el suelo con los pies y ejercitando los pulmones. Era la conversación de dos jóvenes optimistas, e incluía mucha especulación que comenzaba con frases como “No sería maravilloso que…” o “supongamos que…”. Al fin se echaron a reír, burlándose de todas aquellas ideas absurdas.
—¿Verás a toda la familia Grendon, mañana? —dijo Fox, tímidamente.
—Parece probable, si esa nave planetaria roja no se los ha llevado ya a un mundo mejor.
—Seamos sinceros, Greg. Tú vas a ver realmente a la bonita Nancy Grendon, ¿no es cierto?
Gregory palmeó risueñamente a su amigo.
—No estés celoso, Bruce. No hay motivo. Voy a ver al padre, no a la hija. nancy es mujer, pero el viejo es progresista, y eso me interesa más por ahora. Nancy es hermosa, en verdad, pero el padre… ah, el padre ¡es eléctrico!
Riendo, se estrecharon alegremente las manos.
En la granja de los Grendon las cosas estaban bastante menos tranquilas, como Gregory descubriría pronto.
Gregory Rolles se despertó antes de las siete, como era su costumbre. Estaba encendiendo el pico del gas y deseando que el señor Fenn —el panadero dueño de la casa— instalara pronto la luz eléctrica, cuando unas rápidas asociaciones de ideas lo llevaron a pensar otra vez en el portentoso fenómeno de la noche anterior. Se entretuvo un momento en imaginar las posibilidades que abría el «meteoro», y decidió ir a ver al señor Grendon antes de una hora.
Tenía la suerte de poder decidir a sus años cómo y dónde pasaría el día, pues su padre era una persona adinerada. Edward Rolles había tenido la fortuna de conocer a Escoffier en los años de la guerra de Crimea, y con la ayuda del notable chef había lanzado al mercado una levadura, Eugenol, de sabor más agradable que el de los productos rivales, y de efectos menos deletéreos, que había obtenido un considerable éxito comercial. Como resultado de ello, Gregory estudiaba en una de las Universidades de Cambridge.
Se había graduado ya y ahora debía elegir una carrera. Pero ¿qué carrera? Había adquirido —no tanto en clases, sino en sus charlas con otros estudiantes— cierta comprensión de las ciencias; había escrito algunos ensayos, bien recibidos, y había publicado algunos poemas. Se inclinaba por lo tanto hacia las letras, y la inquieta impresión de que en la vida había mucha miseria fuera de las clases privilegiadas, lo habían llevado a pensar seriamente en una carrera política. Tenía también conocimientos firmes de teología, pero —y de esto por lo menos estaba seguro— no se sentía atraído por el sacerdocio.
Mientras decidía su futuro, había venido a vivir aquí, lejos de la familia, pues nunca se había entendido bien con su padre. Esperaba que la vida campesina de la Anglia occidental le inspirara un volumen titulado provisionalmente Paseos con un naturalista socialista, donde expresaría simultáneamente todas sus ambiciones. Nancy Grendon, que manejaba bien el lápiz, podría dibujarle un emblemita para la página del título… Quizá hasta pudiera dedicarle el volumen a un autor amigo, el señor Herbert George Wells…
Se vistió con ropa de abrigo, pues la mañana era fría y nublada, y bajó a los establos del panadero. Ensilló la yegua, Daisy, montó y tomó el camino que el animal conocía bien.
El terreno se elevaba ligeramente alrededor de la granja, y la zona de la casa era como una isleta entre pantanos y arroyos, que hoy devolvían al cielo unos tonos grises y apagados. A la entrada del puentecito la puerta estaba entornada, como siempre. Daisy se abrió paso entre el barro hacia los establos y Gregory la dejó allí, entretenida con la avena. La perra Cuff y su cachorro ladraron ruidosamente alrededor de los talones de Gregory, como de costumbre, y el joven caminó hacia la casa palmeándoles las cabezas.
Nancy apareció corriendo antes de que el joven llegara a la puerta de la casa.
—Hubo mucho alboroto aquí anoche, Gregory —dijo la muchacha, y él notó complacido que ella se había decidido al fin a llamarlo por el nombre—. ¡Una cosa brillante! Yo ya me acostaba cuando se oyó el ruido y vino luego la luz. Corrí a la ventana a mirar y vi esa cosa grande parecida a un huevo que se hundía en el estanque.
La voz de Nancy, particularmente cuando estaba excitada, tenía el tono cantarín de las gentes de Norfolk.
—¡El meteoro! —exclamó Gregory—. Bruce Fox y yo mirábamos los hermosos aurigas que llegan siempre en febrero, y de pronto vimos uno muy grande. Me pareció que había caído por aquí cerca.
—Bueno, casi aterriza sobre la casa —dijo Nancy.
Estaba muy bonita esa mañana, con los labios rojos, las mejillas brillantes y los rizos castaños todos alborotados. En ese momento apareció la madre, con delantal y gorra, y echándose rápidamente un mantón sobre los hombros.
—¡Nancy, entra! ¡No te quedes ahí, helándote de ese modo! Hola, Gregory, ¿cómo marchan las cosas? No pensé que lo veríamos hoy. Entre y caliéntese.
—Buenos días, señora Grendon. Nancy me está contando de ese magnífico meteoro de anoche.
—Fue una estrella errante, según dijo Bert Neckland. Yo no sé, pero sí le aseguro que asustó a los animales.
—¿Se puede ver algo en el estanque?
—Déjame que te muestre —dijo Nancy.
La señora Grendon entró en la casa. Caminaba lenta y pausadamente, muy tiesa, y con una nueva carga. Nancy era su única hija. Había un hijo menor, Archie, un muchacho terco que había peleado con su padre y ahora era aprendiz de herrero en Norwich. La señora Grendon había tenido otros tres hijos, que no sobrevivieron a esa sucesión alternada de nieblas y vientos ásperos del este que eran los inviernos típicos de Cottersall. Pero ahora la mujer del granjero estaba grávida de nuevo, y le daría a su marido otro hijo cuando llegara la primavera.
Mientras se acercaba al estanque con Nancy, Gregory vio a Grendon que trabajaba con sus dos hombres en los campos del oeste. Ninguno alzó la mano para saludarlo.
—¿No se excitó tu padre con ese fenómeno de anoche?
—Sí, ¡pero sólo en ese momento! Salió con la escopeta, y Bert Neckland fue con él. Pero no había nada más que unas burbujas en el estanque y vapor encima, y esta mañana papá no quiso hablar de eso, y dijo que el trabajo no podía interrumpirse.
Se detuvieron junto al estanque, una oscura extensión de agua con juncos en la otra orilla y más allá el campo abierto. Miraron la superficie ondulada y luego Nancy señaló el molino negro y alto que se alzaba a la izquierda.
Las maderas del costado del molino y el aspa blanca más alta estaban salpicadas de barro. Gregory miró todo con interés, pero Nancy seguía su propia línea de pensamientos.
—¿No te parece que papá trabaja demasiado, Gregory? Cuando no está afuera ocupado en las cosas del campo, se pasa las horas leyendo sus panfletos y sus libros de electricidad. Descansa sólo cuando duerme.
—Ajá. No sé qué cayó aquí, pero salpicó bastante. No se ve nada ahora, bajo la superficie, ¿no es cierto?
—Como eres amigo de él, mamá pensó que podrías decirle algo. Se acuesta tan tarde, a veces cerca de medianoche, y luego se levanta a las tres y media de la mañana. ¿No le hablarías? Mamá nunca le dirá nada.
—Nancy, necesitamos saber qué cayó en el estanque, sea lo que sea. No puede haberse disuelto. ¿Es muy profunda el agua?
—Oh, ¡no estás escuchando, Gregory Rolles! ¡Condenado meteoro!
—Esto es un problema de interés científico, Nancy. No te das cuenta…
—Oh, problema científico, ¿eh? Entonces no quiero oír más. Me estoy helando. Quédate tú mirando si quieres, pero yo me voy adentro. Fue sólo una piedra que cayó del cielo, eso dijeron papá y Bert Neckland anoche.
Nancy se alejó rápidamente.
—¡Como si el gordo Bert Neckland supiese algo de estas cosas! —le gritó Gregory.
Miró las aguas oscuras. Eso que había llegado la noche anterior estaba todavía allí, al alcance de la mano. Tenía que descubrir los restos. Se le presentaron de pronto unas vividas imágenes: su nombre en titulares en The Morning Post, la Royal Society que lo nombraba miembro honorario, su padre que lo abrazaba y le pedía que regresara al hogar…
Caminó pensativamente hacia el granero. Entró, y las gallinas corrieron cloqueando de un lado a otro. Alzó la cabeza, esperando a que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad. Recordaba haber visto allí un botecito de remos. Quizá cuando cortejaba a su futura mujer, el viejo Grendon la había llevado a pasear por el lago Oats. El bote debía de estar ahí desde hacía años. Lo arrastró fuera del granero hasta la orilla. Las maderas estaban secas, y el bote hacía agua, pero no demasiado. Sentándose con cuidado entre la paja y la suciedad, Gregory empezó a remar.
Cuando estaba ya casi en el centro del estanque, dejó los remos y miró por encima de la borda. El agua estaba turbia y no se veía nada, aunque Gregory imaginaba mucho.
Mientras Gregory miraba por un lado, el bote, inesperadamente, se inclinó hacia el otro. Gregory giró en redondo. Ahora la borda izquierda tocaba casi el agua y los remos rodaron dentro del bote. Gregory no alcanzaba a ver nada, pero… oía algo. Un sonido que se parecía al jadeo de un perro. Y la cosa que jadeaba así estaba a punto de volcar el bote.
—¿Qué es esto? —dijo Gregory, sintiendo un frío que le subía por la espalda.
El bote se bamboleó, como si algo invisible quisiera trepar a bordo. Aterrorizado, Gregory tomó un remo, y sin pensar un momento lo dejó caer de ese lado del bote.
El remo golpeó algo sólido, donde sólo había aire.
Dejando caer el remo, sorprendido, Gregory extendió la mano. Tocó una materia blanda. Al mismo tiempo, algo le golpeó con fuerza el brazo.
Desde ese momento, Gregory actuó guiado sólo por el instinto. La razón no cabía allí. Recogió otra vez el remo, y lo descargó en el aire, y dio contra algo. Siguió un chapoteo, y el bote se enderezó tan bruscamente que Gregory casi se fue al agua. El bote se balanceaba aún cuando se puso a remar frenéticamente hacia la costa. Arrastró la embarcación fuera del agua y corrió hacia la casa.
Sólo se detuvo cuando llegó a la puerta. Se sentía más sereno ahora, y el corazón ya no le saltaba aterrorizado en el pecho. Se quedó mirando la agrietada madera del porche, tratando de reflexionar en lo que había visto y ocurrido. Pero ¿qué había ocurrido?
Haciendo un esfuerzo, regresó al estanque y se detuvo junto al bote, mirando la oscura calma del agua. Nada se movía, excepto unas ondas pequeñas en la superficie. Miró el bote. Había bastante agua en el fondo. Todo lo que ocurrió, se dijo, fue que el bote casi se me da vuelta, y me dejé dominar por un miedo idiota. Meneando la cabeza, arrastró la embarcación hasta el granero.
Gregory, como era su costumbre, se quedó a almorzar en la granja, pero no vio al señor Grendon hasta la hora de ordeñar.
Joseph Grendon estaba acercándose a la cincuentena y era unos pocos años mayor que su mujer. Tenía una cara delgada y solemne y una barba espesa que lo hacía parecer más viejo. Tenía aspecto de hombre grave, en verdad, pero saludó a Gregory cortésmente. Los dos esperaron juntos a que las vacas entraran en el establo. Caía la tarde. Luego fueron al granero próximo, y Grendon encendió la máquina de vapor que a su vez pondría en movimiento el generador de la chispa vital.
—Huelo el futuro aquí —dijo Gregory, sonriendo. Ya había olvidado el susto de la mañana.
—Ese futuro llegará sin mí. Estaré muerto en ese entonces.
El granjero hablaba caminando, pausadamente, poniendo con cuidado una palabra delante de la otra.
—Eso dice usted siempre. Está equivocado. El futuro se precipita.
—No te lo niego, muchacho, pero no seré parte de ese futuro. Soy ya un hombre viejo. ¡Ahí viene!
Esta exclamación se refería a la luz que oscilaba en la lámpara piloto. Los dos hombres miraron con satisfacción la maravillosa maquinaria. A medida que la presión del vapor aumentaba, la correa de cuero giraba más rápidamente, y la luz de la lámpara era más intensa. Aunque Gregory venía de una casa donde había luz de gas y de electricidad, se sentía mucho más excitado aquí, en pleno campo. La lámpara incandescente más cercana estaba probablemente en Norwich, a casi un día de viaje.
Un resplandor pálido iluminaba la estancia. Afuera, en cambio, todo parecía negro. Grendon asintió con un movimiento de cabeza, satisfecho, ajustó los quemadores de gas, y salió junto con Gregory.
Ahora, apartados de la bulla de la máquina de vapor, podían oír el ruido que hacían las vacas. Comúnmente, cuando las ordeñaban, las vacas estaban tranquilas. Algo las había alborotado ahora, sin embargo. El granjero corrió al cobertizo y Gregory lo siguió pisándole los talones.
Una lámpara eléctrica irradiaba luz sobre los establos. Los animales se revolvían inquietos, con la mirada extraviada. Bert Neckland estaba tan lejos de la puerta como era posible, con su bastón en la mano, boquiabierto.
—¿Qué demonios está mirando? —dijo Grendon. Neckland cerró lentamente la boca.
—Nos llevamos un susto —dijo—. Algo entró aquí.
—¿Vio qué era? —preguntó Gregory.
—No, no había nada que ver. Fue un fantasma…, sí, eso, un fantasma. Entró aquí y tocó a las vacas. Me tocó a mí también. Un fantasma.
El granjero resopló.
—Un vagabundo, seguramente. No pudo verlo porque la luz estaba apagada.
Neckland meneó la cabeza enfáticamente.
—Se veía bastante. Le digo que vino directamente hacia mí y me tocó —calló, y señaló el borde del establo—. ¡Mire! No digo mentiras, señor. Fue un fantasma, y mire, ahí hay una huella mojada.
Se acercaron y examinaron la tabla carcomida que separaba dos establos. Una mancha indefinida de humedad obscurecía la madera. Gregory recordó su experiencia en el estanque y sintió otra vez un escalofrío a lo largo de la espina dorsal. Pero el granjero dijo, tercamente:
—Tonterías, es un poco de baba de las vacas. Bueno, siga ordeñando, Bert, y dejemos eso. Es hora de que tome mi té. ¿Dónde anda Cuff?
Bert se volvió hacia Grendon, con ojos desafiantes.
—Si no me cree a mí, quizá crea a la perra. Cuff vio también la cosa y la persiguió. Recibió una patada, pero la hizo escapar de aquí.
—Veré si la encuentro —dijo Gregory.
Corrió afuera y se puso a llamar a la perra. Ya era casi de noche. Aparentemente nada se movía en el patio de delante, de modo que fue hacia el otro lado, sendero abajo, hacia la porqueriza y los campos, llamando siempre. De pronto, se detuvo. Más allá, bajo los olmos, se oían unos gruñidos sordos y feroces. Era Cuff. Gregory se adelantó lentamente. En ese momento maldijo la luz eléctrica que había suprimido los faroles, y deseó también tener un arma.
—¿Quién anda ahí? —llamó.
El granjero apareció a su lado.
— ¡Vamos allá!
Corrieron juntos. Los troncos de los cuatro grandes olmos se recortaban claramente contra el cielo oriental, y detrás brillaba un agua plomiza. Gregory vio a Cuff y en ese instante la perra saltó en el aire, giró en redondo, y voló hacia el granjero. Grendon estiró los brazos y esquivó el golpe. Al mismo tiempo Gregory sintió un viento, como si alguien hubiese pasado corriendo, dejando en el aire un olor a barro estancado. Trastabillando, miró alrededor. La luz pálida de los cobertizos se volcaba en la senda. Más allá de la luz, detrás de los graneros, se extendían los campos silenciosos.
—Mataron a mi vieja Cuff —dijo el granjero.
Gregory se arrodilló junto a Grendon y examinó a la perra. No tenía ninguna herida, pero la cabeza le colgaba flojamente a un costado.
—Cuff sabía qué había ahí —dijo Gregory—. Se lanzó al ataque y cayó. ¿Qué era eso? ¿Qué diablos era eso?
—Mataron a mi vieja Cuff —dijo el granjero otra vez.
Tomó en brazos el cadáver de la perra, se volvió, y caminó hacia la casa. Gregory se quedó donde estaba, con la cabeza y el corazón intranquilos.
Se sobresaltó de pronto. Unos pasos se acercaban. Era Bert Neckland.
—¿Y? ¿El fantasma mató a la perra?
—Mató a la perra, ciertamente, pero era algo mucho más terrible que un fantasma.
—Era un fantasma, señorito. Vi muchos en mi vida. No les tengo miedo a los fantasmas. ¿Usted sí?
—Sin embargo, usted parecía bastante asustado en los establos, hace un minuto.
El campesino se llevó los puños a las caderas. Tenía sólo dos años más que Gregory y era un joven rechoncho, de cara encendida, y una nariz roma que le daba a la vez un aire de comedia y de amenaza.
—¿Sí, señorito Gregory? Bueno, usted también tiene un aspecto raro ahora.
—Estoy asustado, y no me importa admitirlo. Pero sólo porque esto que vino es mucho más espantoso que cualquier espectro.
Neckland se acercó un poco más a Gregory.
—Si tiene tanto miedo, quizá no vuelva usted por la granja en el futuro.
—Todo lo contrario.
Gregory echó a andar hacia la luz, pero el hombre le cerró el camino.
—Si yo fuera usted, no vendría —dijo, y apoyó la frase hundiendo un codo en la chaqueta de Gregory—. Y recuerde que Nancy tenía interés en mí mucho antes que usted llegara, señorito.
—Oh, era eso. Me parece que Nancy puede decidir ella misma quién le interesa, ¿no le parece?
—Yo le estoy diciendo en quién está interesada, ¿entiende? Y será mejor que no lo olvide, ¿entiende? —subrayó el discurso con otro codazo. Gregory lo apartó colérico. Neckland se encogió de hombros y se alejó, diciendo—: Las pasará peor que con un fantasma si sigue viniendo.
Gregory se quedó allí inmóvil. El hombre había hablado con una violencia contenida, y eso quería decir que había estado alimentando su odio durante un largo tiempo. Sin sospechar nada, Gregory se había mostrado siempre cordial, y había atribuido la hosquedad de Neckland a torpeza mental, recurriendo a toda su vocación socialista para salvar esa barrera. Pensó un momento en seguir a Neckland y tratar de resolver el conflicto, pero eso parecería sin duda un signo de debilidad. Siguió en cambio el camino que había tomado el granjero con el cadáver de la perra y fue hacia la casa.
Aquella noche, Gregory Rolles llegó de vuelta a Cottersall demasiado tarde para encontrarse con su amigo Fox. A la noche siguiente hacía tanto frío que Gabriel Woodcock, el habitante más viejo del pueblo, profetizó que nevaría antes que el invierno terminara, una profecía no aventurada que se cumpliría antes de las cuarenta y ocho horas, impresionando así sobremanera a todos los aldeanos, a quienes les gustaba impresionarse y exclamar, y decir: «Bueno, nunca lo hubiera creído». Los dos amigos prefirieron encontrarse en El caminante, donde el fuego ardía más vivamente —aunque la cerveza era más débil—, que en Los tres cazadores furtivos, al otro extremo del pueblo.
Sin omitir ninguna circunstancia dramática, Gregory relató los acontecimientos del día anterior, aunque se salteó la belicosidad de Neckland. Fox escuchó fascinado, descuidando la cerveza y la pipa.
—Así son las cosas, Bruce —concluyó Gregory—. En ese estanque profundo acecha un vehículo de algún tipo, el mismo que vimos en el cielo. Y en él vive una criatura invisible, de torcidas intenciones. Temo por la suerte de mis amigos, como puedes imaginar. ¿Te parece que debiéramos contárselo a la policía?
—Estoy seguro de que no sería ninguna ayuda para los Grendon que el viejo Farrish anduviese por allí, tambaleándose de un lado a otro —dijo Fox, refiriéndose al representante local de la ley. Chupó un rato la pipa y luego bebió un largo trago del vaso—. Pero no estoy seguro, en cambio, de que hayas sacado las conclusiones exactas, Greg. Entiende que no pongo en duda los hechos, por más asombrosos que parezcan. Quiero decir que de algún modo todos estamos esperando visitas celestiales. Las luces de gas y electricidad que están iluminando las ciudades del mundo tienen que haber sido una señal para muchas naciones del espacio. Ahora saben allá arriba que nosotros también somos civilizados. Pero quisiera saber si nuestros visitantes le han hecho daño a alguien, deliberadamente.
—Casi me ahoga, y mató a la pobre Cuff. No veo adónde vas. No se presentó de un modo amistoso, ¿no es cierto?
—Piensa en qué situación se encuentran. Si vienen de Marte o de la Luna, sabemos que esos mundos son totalmente distintos al nuestro. Deben de estar aterrorizados. Y no creo que puedas llamar acto inamistoso al hecho de que hayan querido entrar en tu bote. El primer acto inamistoso fue el tuyo, cuando golpeaste con el remo.
Gregory se mordió los labios. Tenía que darle la razón a Bruce.
—Estaba asustado.
—Y quizá mataron a Cuff porque ellos también estaban asustados. Al fin y al cabo, la perra los atacó, ¿no es así? Me dan pena esas criaturas, solas en un mundo hostil…
—Pero ¿por qué dices «esas criaturas»? Hasta ahora sólo apareció una, me parece.
—Atiende un momento, Greg. Has abandonado por completo tu actitud inteligente de antes. Preconizas ahora la muerte de todas las cosas, en vez de tratar de hablar con ellas. ¿Recuerdas cuando hablabas de mundos habitados por socialistas? Trata de imaginar que estos seres son socialistas invisibles, y verás cómo te parecerá más fácil tratar con ellos.
Gregory se acarició la barbilla. Reconocía en su interior que las palabras de Bruce Fox lo habían impresionado mucho. Había permitido que el pánico lo dominara, y como resultado se había comportado tan inmoderadamente como un salvaje de algún rincón perdido del Imperio frente a la aparición de la primera locomotora de funcionamiento a vapor.
—Será mejor que vuelva a la granja y ponga todo en orden —dijo—. Si esas cosas necesitan ayuda, la tendrán.
—Eso es. Pero trata de no pensar en ellas como «cosas». Piensa en ellas como si fuesen… ya sé: aurigas.
—Aurigas. Pero no te creas tan superior, Bruce. Si tú hubieses estado en ese bote…
—Ya lo sé, querido Greg: me hubiera muerto de miedo —luego de este monumento al tacto, Fox continuó—: Haz como dices. Vuelve allá, y pon todo en orden tan pronto como puedas. Estoy impaciente por conocer la nueva entrega de este misterio. No hubo nunca nada parecido, desde Sherlock Holmes.
Gregory Rolles regresó a la granja, pero los arreglos de que habían hablado con Bruce se retrasaron más de lo esperado. Esto se debió, principalmente, a que los aurigas parecían haberse instalado en paz en el nuevo hogar, luego de los problemas del primer día. No habían vuelto a salir del estanque —o así le parecía a Gregory—, o por lo menos no habían provocado nuevas dificultades. El joven graduado lo lamentaba de veras, pues se había tomado muy en serio las palabras de su amigo, y estaba dispuesto a probar qué benevolente y comprensivo era con estas extrañas formas de vida.
Al cabo de algunos días empezó a pensar que los aurigas debían de haberse ido, tan inesperadamente como habían llegado. Luego un incidente menor le probó que no era así, y aquella misma noche, en su cuarto bien abrigado, sobre la panadería, le escribió a su corresponsal de Worcester Park, Surrey.
Querido señor Wells:
Debo disculparme por no haberle escrito antes, pero no había nuevas noticias acerca del asunto de la granja Grendon.
Hoy, sin embargo, ¡los aurigas se mostraron otra vez! Aunque esto de “se mostraron” quizá no sea un término apropiado para criaturas invisibles.
Nancy Grendon y yo estábamos en la huerta, dando de comer a las gallinas. Hay todavía mucha nieve, y todo es muy blanco. Cuando las aves se acercaban corriendo a la batea de Nancy, noté que algo se movía en el otro extremo de la huerta. No era más que un poco de nieve que caía de la rama de un manzano, pero el movimiento atrajo mi atención y entonces vi una procesión de nieve que caía y venía hacia nosotros, de árbol en árbol. Las hierbas son altas allí, y pronto advertí que un agente desconocido apartaba los tallos. Le hice notar a Nancy el fenómeno. El movimiento en las hierbas se detuvo a unos pocos metros.
Nancy parecía realmente asustada, pero yo estaba decidido a mostrarme como un verdadero británico; me adelanté y dije: “¿Quién es usted? ¿Qué quiere? Somos sus amigos, si viene usted amistosamente”.
No hubo respuesta. Di otro paso adelante, y las plantas se abrieron de nuevo a los lados y me pareció que los píes de la criatura debían de ser grandes. Entonces, y por el movimiento de las hierbas, descubrí que la criatura había echado a correr. Le grité, y corrí detrás. Las pisadas desaparecieron del otro lado de la casa, y no pude ver ninguna huella en el barro helado del patio. Pero el instinto me empujó hacia adelante, y dejando atrás el granero me acerqué a la laguna.
Entonces vi allí, sin ninguna duda, cómo el agua barrosa se levantaba, recibiendo un cuerpo que se deslizaba lentamente. Unas astillas de hielo se apartaron cerca de la orilla, e inclinándome hacia adelante pude ver dónde desaparecía aquel ser extraño. Hubo una agitación en el agua, y nada más. La criatura, era indudable, había bajado, zambulléndose, al misterioso vehículo de las estrellas.
Estas cosas o gentes —no sé cómo llamarlas— deben de ser acuáticas. Quizá vivan en los canales del planeta rojo. Pero imagíneselo, señor, ¡una humanidad invisible! La idea es tan maravillosa y fantástica que parece arrancada de algún capitulo de su libro La máquina del tiempo.
Envíeme por favor sus comentarios, y crea usted en mi cordura y en la precisión de mis informes.
Amistosamente suyo
Gregory Rolles
Gregory no contó, sin embargo, que Nancy se había abrazado a él más tarde, en el calor de la sala, y le había confesado que tenía miedo. Y Gregory había rechazado la idea de que estos seres fueran hostiles, y había visto admiración en los ojos de la muchacha. Al fin y al cabo, pensó entonces, Nancy era una joven realmente bonita, y quizá valía la pena desafiar las iras de aquellos dos hombres tan diferentes: Edward Rolles, su padre, y Bert Neckland, el campesino.
El tema del rocío maloliente se discutió una semana más tarde, a la hora del almuerzo. Gregory había ido otra vez a la granja pretextando que quería mostrarle al señor Grendon un artículo sobre electricidad.
Grubby fue el primero en mencionar el tema delante de Gregory. Grubby y Bert Neckland eran toda la fuerza laboral con que contaba Joseph Grendon, pero mientras que a Neckland —suficientemente civilizado, según el consenso general— se le permitía alojarse en la casa y tenía un cuarto en el altillo, Grubby, en cambio, dormía en un cuartito de adobe muy alejado del edifico principal de la granja. La miserable choza, que Grubby dignificaba llamándola “mi casa”, se alzaba del otro lado de la huerta, de modo que los ocupantes de los establos arrullaban con sus gruñidos el sueño del rústico.
—Nunca tuvimos un rocío así, señor Grendon —dijo Grubby, con tono firme, y Gregory pensó que el hombre ya debía de haber dicho algo parecido, en las horas de la mañana; Grubby nunca se aventuraba a decir nada original.
—Pesado como un rocío del otoño —replicó el granjero, como si continuara una discusión.
Siguió un silencio, interrumpido sólo por una masticación general y los largos sorbos de Grubby, mientras todos se abrían paso entre vastos platos de conejo cocido y cereales.
—No es un rocío común —dijo Grubby, al cabo de un rato.
—Huele a renacuajos —dijo Neckland—. O a agua estancada y podrida.
Más masticación.
—Debe de tener relación con el estanque —dijo Gregory—; algún fenómeno raro de evaporación.
Neckland resopló. Desde la cabecera de la mesa el granjero interrumpió sus operaciones de carga y descarga para apuntar con un tenedor a Gregory.
—En eso quizá tenga usted razón. Y le diré por qué. Ese rocío ha caído sólo en nuestra propiedad. A un metro del otro lado de la cerca, el camino está seco. Seco como un hueso.
—Así es, señor —convino Neckland—. Yo mismo vi que el campo del este estaba todo mojado, y que en el helecho del prado no había caído una gota. Es raro de veras.
—Digan ustedes lo que quieran, yo nunca vi un rocío así —dijo Grubby, y pareció que había resumido los sentimientos de todos.
El extraño rocío no cayó otra vez. Era un tópico de conversación limitado, y aun en la granja —donde no había mucho de qué hablar— se lo olvidó en unos pocos días. Pasó el mes de febrero, ni mejor ni peor que otros febreros, y concluyó con pesadas tormentas de lluvia. Llegó marzo, dejando entrar en los campos una helada primavera. Los animales de la granja comenzaron a parir sus crías.
Los nuevos animales llegaban en cantidades asombrosas, como para destruir las ideas del granjero sobre la esterilidad de su tierra.
—¡Nunca vi nada parecido! —le dijo Grendon a Gregory.
Gregory no había visto nunca tampoco al taciturno granjero tan excitado. Grendon tomó al joven por el brazo y lo llevó al granero.
Allí Trix, la cabra, estaba tendida en el suelo con un grupo de tres cabritos de color castaño y blanco amontonados en el flanco, mientras que un cuarto se alzaba temblando sobre las patas ahusadas.
—¡Cuatro! ¿Has oído hablar alguna vez de una cabra que tuviera cuatro crías? Será bueno que escriba usted a los periódicos de Londres, Gregory. Pero espere a que vayamos a la porqueriza…
Los chillidos que venían de las porquerizas eran más fuertes que de costumbre. Mientras descendían por el sendero, Gregory alzó los ojos hacia los olmos, de contornos verdes, y creyó descubrir una nota siniestra en los chillidos, algo histérico que estaba relacionado de algún modo con el ánimo de Grendon.
Los cerdos de Grendon eran de todo color, con preponderancia de animales negros. Comúnmente, tenían camadas de unos diez lechones. Ahora no había ningún animal que no hubiese tenido por lo menos catorce crías. Alrededor de una cerda enorme y negra correteaban dieciocho cerdos pequeños. El ruido era tremendo, y mirando el enjambre de vida, Gregory se dijo que era un disparate imaginar ahí algo sobrenatural. Sabía tan poco de la vida en las granjas…
Luego de haber almorzado con Grendon y los hombres —la señora Grendon y Nancy habían ido al pueblo en el carro—, Gregory fue a dar una vuelta sintiendo aún una honda y, según se dijo, insensata inquietud.
El sol de la tarde era pálido y no penetraba muy profundamente en las aguas del estanque. Sin embargo, mientras Gregory, de pie junto a la artesa del caballo, miraba pensativamente el agua, vio de pronto que el estanque era un hervidero de renacuajos y ranas. Se acercó un poco más. Innumerables criaturas minúsculas nadaban, animando el agua estancada. Un coleóptero salió de pronto de las profundidades y se apoderó de un renacuajo. Los renacuajos proporcionaban también alimento a los dos patos que nadaban con sus crías en los juncales del otro extremo del estanque, y ¿cuántas crías tenían los patos? Una armada de patitos desfilaba entre las cañas.
Durante un minuto Gregory se quedó allí, titubeando, y al fin volvió lentamente sobre sus pasos. Cruzó el patio hacia el cobertizo y ensilló a Daisy. Montó y se alejó sin despedirse de nadie.
Cuando llegó a Cottersall fue directamente a la plaza del mercado. Vio allí el carro de los Grendon, con el pony de Nancy, Hetty, entre las varas, frente a una tienda de víveres. La señora Grendon y Nancy salían en ese momento. Echando pie a tierra, Gregory llevó a Daisy por la brida y saludó a las mujeres.
—Íbamos a visitar a mi amiga, la señora Edwards, y a sus hijas —dijo la señora Grendon.
—Si usted fuera tan amable, señora Grendon, yo le agradecería que me dejase hablar en privado con Nancy. Mi casera, la señora Fenn, tiene una salita en la trastienda y sé que ella nos dejaría hablar allí. Sería completamente respetable.
—Me importa poco lo respetable. Que la gente piense lo que quiera, como digo siempre.
Sin embargo, la señora Grendon se quedó meditando un rato. Nancy, junto a su madre, bajaba los ojos. Gregory la miró, y le pareció que la veía por primera vez. Bajo el abrigo azul, de forro de piel, Nancy llevaba su vestido ajedrezado, naranja y castaño, y se había puesto un bonete en la cabeza. La piel de la cara era rosada y delicada como piel de durazno, y las largas pestañas le ocultaban los ojos oscuros. Los labios eran firmes, pálidos, bien dibujados, y se le plegaban delicadamente en las comisuras. Gregory se sentía como un ladrón, contemplando a hurtadillas la belleza de Nancy mientras ella no miraba.
—Iré a visitar a la señora Edwards —dijo al fin Marjorie Grendon—. No me importa lo que hagan ustedes dos, siempre que se comporten decentemente… Pero me importará, recuérdenlo, si no llegan a casa de la señora Edwards dentro de media hora. Nancy, ¿me has oído?
—Sí, mamá.
La panadería estaba en la calle próxima. Gregory metió a Daisy en el establo y entró con Nancy en la sala por la puerta de atrás. En esa hora del día, el señor Fenn descansaba en el primer piso y su mujer cuidaba la tienda, de modo que la salita estaba vacía.
Nancy se sentó muy derecha en una silla y dijo:
—Bueno, Gregory, ¿de qué se trata? Qué ocurrencia arrancarme así de mi madre en medio del pueblo…
—Nancy, por favor, tenía que verte.
Nancy frunció los labios.
—Pues vas a la granja bastante a menudo, y no he notado allí que tuvieras mucho interés en verme.
—Qué disparate. Siempre voy para verte, sobre todo en estos últimos tiempos. Además, tú estás más interesada en Bert Neckland, ¿no es cierto?
—¡Bert Neckland! ¿Por qué he de estar interesada en ese hombre? Aunque no sería asunto tuyo si me interesara.
—Es asunto mío, Nancy. ¡Te quiero, Nancy!
Gregory no había pensado en declararse de ese modo, pero ahora ya era tarde y atacó a fondo, cruzando el cuarto, arrojándose a los pies de Nancy y tomándole las manos.
—Nancy, querida Nancy, dime que te gusto un poco. Anímame de algún modo.
—Eres un caballero muy fino, Gregory, y te tengo cariño, claro está, pero…
—¿Pero?
Nancy obsequió otra vez a Gregory bajando los ojos.
— Tu posición social es muy distinta de la mía y además… Bueno, tú no haces nada.
Gregory se quedó mudo de sorpresa. Con el egoísmo natural de la juventud, no había pensado que Nancy pudiera rechazarlo con ninguna objeción seria, pero ahora descubría la verdad de su propia posición, por lo menos tal como la muchacha la veía.
—Nancy… yo… bueno, es cierto que puede parecerte que ahora no trabajo. Pero leo y estudio mucho aquí, y me escribo con mucha gente famosa del mundo. Y estoy a punto de tomar una decisión muy importante acerca de mi carrera futura. Te aseguro que no soy un haragán, si es eso lo que piensas.
—No, no pienso eso. Pero Bert dice que pasas muchas noches bebiendo en El caminante.
—Ah, Bert lo dice, ¿eh? ¿Y qué puede interesarle a Bert que yo vaya a El caminante? ¿Qué puede interesarte a ti, además? Condenado impertinente…
Nancy se puso de pie.
—Si no tienes otra cosa que decir, además de un montón de juramentos, iré a encontrarme con mi madre, si me lo permites.
—Oh, Dios. Estoy confundiéndolo todo… —tomó a Nancy por la muñeca—. Escúchame, querida. Sólo te pido una cosa: que trates de verme desde una perspectiva favorable. Y que me permitas decirte algo acerca de la granja. Están ocurriendo cosas raras, y no me gusta saber que pasas allí la noche. Todas esas criaturas que nacen, todos esos cerditos… ¡es sobrenatural!
—Pues a mi padre no le parece sobrenatural, y a mí tampoco. Papá trabaja mucho, y ha criado muy bien a sus animales, y eso lo explica todo. No hay mejor granjero en muchos kilómetros a la redonda.
—Oh, por supuesto, es un hombre maravilloso. Pero no fue él quien puso siete u ocho huevos en un nido de gorrión, ¿no es cierto? No fue él quien echó tantos renacuajos y mosquitos en el estanque. Este año hay algo raro en la granja, Nancy, y quiero protegerte.
Gregory hablaba muy seriamente, advirtió Nancy, y además estaba muy cerca, y le apretaba ardientemente la mano.
—Querido Gregory —dijo la muchacha, algo apaciguada—. No sabes nada de la vida en el campo, a pesar de todos tus libros. Pero me agrada que te preocupes.
—Siempre me preocuparás, Nancy, hermosa criatura.
—¡Me harás enrojecer!
—Sí, por favor, enrojece, pues así pareces más hermosa aún.
Gregory abrazó a la muchacha, y cuando ella alzó la cabeza, mirándolo, la acercó aún más y la besó fervientemente.
—¡Oh, Gregory! ¡Oh, Gregory! ¡Mamá está esperándome!
—Otro beso. No te irás si no me das otro beso.
Gregory la besó y se quedó junto a la puerta, temblando de excitación. Nancy salió, susurrando:
—Ven a vernos pronto.
—Con el mayor de los placeres —dijo Gregory.
Pero en la siguiente visita, hubo más miedo que placer.
Cuando Gregory llegó a la granja, el carro estaba en el patio, cargado con cerdos que chillaban. El granjero y Neckland trabajaban alrededor.
—Tengo la oportunidad de obtener una ganancia rápida, Gregory —dijo el granjero animadamente—. Las marranas no alcanzan a alimentar a todos estos, pero los lechones son estimados en Norwich. Bert y yo los llevaremos al tren de Heigham.
—¡Han crecido mucho desde la última vez!
—Ah, sí. Un kilo por día. Bert, será mejor traer una red y echarla sobre el carro, o se escaparán. ¡Cómo se mueven!
Los dos hombres fueron hacia el granero, chapoteando. Algo aplastó el barro detrás de Gregory. Se volvió.
En el estercolero, entre el establo y el carro, aparecieron las huellas de unas pisadas: dos huellas paralelas. Parecían imprimirse solas en el barro. Gregory sintió un escalofrío de terror sobrenatural y no se movió. Las huellas se acercaron, y un color gris perlado se extendió de algún modo sobre la escena.
El caballo se agitó, intranquilo. Las huellas llegaron al carromato, que crujió levemente, como si alguien se hubiese trepado encima. Los cerdos chillaron, aterrorizados. Uno de ellos escapó saltando por arriba de las tablas. Siguió un terrible silencio.
Gregory seguía inmóvil, paralizado. Oyó un raro ruido de succión en el carro, pero no podía apartar los ojos de las huellas barrosas. No eran las huellas de un hombre, sino de algo que arrastraba unos pies parecidos a las aletas de una foca. De pronto, recobró la voz:
—¡Señor Grendon! —gritó.
Sólo cuando el granjero y Bert llegaron corriendo desde el granero, se atrevió a mirar el carro.
Un último animal parecía estar desinflándose rápidamente, como un globo de goma. Al fin, el cuero flaccido cayó entre las pieles de los otros animales: un montón de sacos vacíos. El carro crujió. Algo chapoteó pesadamente cruzando el patio, hacia el estanque.
Grendon no vio nada. Había corrido al carro y miraba alelado los cueros de los cadáveres. Neckland miraba también, y al fin dijo:
—¡Alguna enfermedad que los atacó de pronto! ¡Seguramente una de esas enfermedades nuevas que vienen del continente de Europa!
—No es una enfermedad —dijo Gregory. Apenas podía hablar. Acababa de descubrir que en los cadáveres no había huesos—. No es una enfermedad. Miren el cerdo que está todavía vivo.
Señaló el cerdo que había saltado del carro. Se había quebrado una pata y ahora yacía en la zanja, a unos pocos metros, jadeando. El granjero se acercó y lo levantó.
—Escapó a la enfermedad saltando —dijo Neckland—. Señor Grendon, será mejor que vayamos a la porqueriza a ver cómo están los otros.
—Ah, sí, quedan esos —dijo Grendon. Le alcanzó el animal a Gregory, muy serio—. No vale la pena llevar uno solo al mercado. Le diré a Grubby que desenganche el caballo. Mientras, podrías llevarle esta criatura a Marjorie. Por lo menos comeremos cerdo asado mañana a la noche.
—Señor Grendon, esto no es una enfermedad. Llame al veterinario de Heigham para que examine los cadáveres.
—No me digas cómo he de gobernar mi granja, muchacho. Ya tengo bastantes dificultades.
Gregory, sin embargo, no podía mantenerse apartado. Tenía que ver a Nancy y observar además lo que ocurría en la granja. Luego del horrible incidente de los cerdos a la mañana siguiente, recibió una carta de su muy admirado corresponsal, el señor H.G. Wells, que decía en uno de sus párrafos: Se me ocurre que en el fondo no soy optimista ni pesimista. Me inclino a creer que estamos en el umbral de una época de magnífico progreso —ya al alcance de la mano— y, a la vez, que quizá hayamos alcanzado el “fin du globe” anunciado por nuestros más turbados profetas del fin del siglo. No me sorprende oír que una granja remota de Cotersall sea el escenario de un episodio tan importante, ignorado por todos, excepto nosotros dos. Ni piense que esto no me aterroriza, aunque no puedo dejar de exclamar: ¡Qué maravilla!
En otras circunstancias, esta carta hubiera excitado sobremanera a Gregory. Demasiado preocupado, se la metió en un bolsillo de la chaqueta y salió a ensillar a Daisy.
Poco antes del almuerzo logró robarle un beso a Nancy, y le plantó otro en la mejilla encendida mientras la muchacha estaba atareada en el horno de la cocina. Aparte de esto, no hubo ese día otras cosas agradables. Grendon había observado que la extraña enfermedad no había atacado a ningún otro cerdo, y estaba ahora más tranquilo, aunque pensaba que la peste podía atacar de nuevo. Mientras, había ocurrido otro milagro. En los pastizales más bajos, en un cobertizo en ruinas, Grendon guardaba una vaca que esa noche había tenido cuatro terneros. No esperaba que el animal viviera, pero los terneros estaban bien, y Nancy los alimentaba con botellas de leche.
El granjero se había pasado en pie toda la noche, cuidando a la vaca, y se sentó cansadamente a la cabecera de la mesa en el momento en que la señora Grendon traía de la cocina la fuente con el cerdo asado.
Pronto descubrieron que el animal era incomible. Todos dejaron caer los cubiertos. La carne tenía un sabor amargo y repugnante. Y Neckland hizo el primer comentario.
—¡La enfermedad! —gruñó—. Este animal tenía también la enfermedad. Si lo comiéramos, moriríamos todos en una semana.
Tuvieron que contentarse con un refrigerio de carne salada, queso y cebollas, alimentos todos poco adecuados para el estado de la señora Grendon. La mujer se retiró escaleras arriba, diciéndose que había fracasado como cocinera, lloriqueando. Nancy corrió tras ella para consolarla.
Luego de la desanimada comida, Gregory le habló a Grendon.
—He decidido ir mañana a Norwich, donde pasaré unos días. Usted tiene problemas aquí, me parece. ¿No quiere que le atienda algún asunto en la ciudad? ¿No quiere que le busque un veterinario?
Grendon le palmeó el hombro.
—Sé que tienes buenas intenciones, y te lo agradezco. Pero no te das cuenta, parece, que los veterinarios cuestan dinero, y luego cuando están aquí no son de gran ayuda.
—Entonces permítame que haga algo por usted, Joseph, como retribución por sus atenciones. Permítame que traiga un veterinario de Norwich, a mis costas, sólo para que eche una ojeada, nada más.
—Qué terco eres, muchacho. Te diré lo que decía mi padre: si tropiezo en mis tierras con alguien a quien no he llamado, sacaré la escopeta y le descargaré una andanada, como hice con aquel par de vagabundos el año pasado. ¿He sido claro?
—Creo que sí.
—Entonces me iré a ver la vaca. Y no te preocupes por lo que no entiendes.
La visita a Norwich —un tío de Gregory tenía una casa en la ciudad— le llevó la mayor parte de la semana. Mientras recorría el abrupto camino que unía Cottersall y la granja de los Grendon, Gregory observó con sorpresa y aprensión que el campo había cambiado mucho en los últimos días. Había hojas nuevas en todos los árboles, y aun el soto parecía un sitio más alegre. Pero cuando se acercó a la granja notó que la vegetación había crecido demasiado. Los saúcos y matorrales casi ocultaban los edificios. Gregory llegó a pensar que la granja se había desvanecido misteriosamente, y espoleando a Daisy vio que el molino negro emergía detrás de unos arbustos. Los pastos eran muy altos en los prados del sur. Aun los olmos parecían más densos que antes, y se alzaban amenazadoramente por encima de la casa.
Los cascos de Daisy resonaban en las maderas del puentecito, y Gregory vio más allá del portón del patio unas ortigas enormes y velludas que se amontonaban junto a las zanjas. Los pájaros iban en bandadas de un lado a otro. Sin embargo, Gregory tenía una impresión de muerte más que de vida. Una pesada quietud dominaba el lugar, como si una maldición hubiese eliminado el ruido y la esperanza.
Gregory comprendió que esto se debía en parte a que Lardie, la perra ovejera que había reemplazado a Cuff, no corría ladrando por el patio cada vez que llegaban visitas. El patio estaba desierto. Aun las gallinas habían desaparecido.
Cuando Gregory llevó a Daisy a los establos vio allí un caballo manchado, y reconoció el animal del doctor Crouchron.
La ansiedad de Gregory cobró caracteres más definidos. Como no había sitio en el establo llevó a Daisy hasta el pilar, a orillas del estanque, y la ató allí antes de ir a la casa. La puerta principal estaba abierta. Unos deformes dientes de león crecían invadiendo el porche. La madreselva, bastante rala hasta hacía un tiempo, se apretaba ahora contra las ventanas más bajas. Gregory advirtió un movimiento en las hierbas y miró hacia abajo, apartando la bota de montar. Un sapo enorme asomó bajo la maleza con una víbora en la boca, y miró a Gregory como preguntándose si el hombre le envidiaba o no el botín. Estremeciéndose, Gregory entró rápidamente en la casa.
Unos sonidos apagados llegaban desde el primer piso. La escalera rodeaba la chimenea maciza, y una puerta con aldabón la separaba de los cuartos bajos. Gregory no había estado nunca arriba, pero no titubeó. Abrió la puerta y subió por los escalones oscuros, y casi en seguida tropezó con un cuerpo.
Era un cuerpo suave, y reconoció en seguida a Nancy: la muchacha lloraba de pie en la oscuridad. Cuando Gregory la abrazó llamándola en voz baja, la muchacha se libró de él y corrió escaleras arriba. Gregory podía oír ahora más claramente los ruidos que venían del primer piso, aunque no escuchaba. Nancy alcanzó la puerta que se abría en el descanso, se precipitó en el cuarto y se encerró. Cuando Gregory probó el pestillo, oyó que Nancy echaba el cerrojo.
—¡Nancy! —llamó—. ¡No te ocultes de mí! ¿Qué ha ocurrido?
La muchacha no respondió. Gregory se quedó apoyado en el marco, esperando, y al rato se abrió la puerta de la habitación de al lado y el doctor Crouchron salió apretando una valijita negra. Era un hombre alto y sombrío, de cara arrugada, y asustaba de tal modo a los pacientes que muchos de ellos seguían estrictamente las prescripciones y se curaban en seguida. Aun aquí llevaba aquel sombrero de copa que tanto había contribuido a su fama en la vecindad.
—¿Qué ha pasado, doctor Crouchron? —preguntó Gregory cuando el médico cerró la puerta y comenzó a bajar las escaleras—. ¿Qué ha atacado a esta casa? ¿La plaga, o alguna otra cosa terrible?
—¿La plaga, joven, la plaga? No, es algo mucho menos natural.
El médico miró a Gregory con la cara muy tiesa, como prometiéndose no mover otra vez un músculo hasta que le preguntaran lo obvio.
—¿Por qué lo llamaron, doctor?
—La hora de la señora Grendon llegó esta noche —dijo el médico.
Gregory se sintió inundado por una marea de alivio. ¡Había olvidado a la madre de Nancy!
—¿Tuvo su bebé? ¿Fue un niño?
El médico asintió con lentos movimientos de cabeza.
—Dio a luz a dos niños, joven —luego tibubeó, torció la cara, y dijo—: Dio a luz también a siete niñas. ¡Nueve criaturas! Y todos… todos viven.
Gregory encontró a Grendon afuera, del otro lado de la casa. El granjero llevaba al hombro una hoznaga de heno y caminaba hacia el establo. Gregory le salió al paso, pero el hombre no se detuvo.
—Quiero hablarle, Joseph.
—Tengo mucho trabajo. Lástima que no te des cuenta.
— Quiero hablarle de su mujer.
Grendon no replicó. Dejó caer el heno, bruscamente, y se volvió a buscar más. Era difícil hablar en esas condiciones. Las vacas y los terneros, apretados en el establo, parecían emitir un mugido perpetuo y grave, y unos gruñidos nada propios de la especie. Gregory siguió al granjero hasta el campo, pero el hombre caminaba como un poseso. Tenía los ojos hundidos, y la boca tan apretada que casi no se le veían los labios. Gregory le puso una mano en el brazo y el granjero se soltó con un movimiento. Recogiendo otra hoznaga de heno se volvió hacia los cobertizos tan violentamente que Gregory tuvo que saltar a un costado.
El muchacho perdió la cabeza. Siguió a Grendon hasta el establo, cerró los batientes bajos de las puertas, y echó el cerrojo exterior. Cuando Grendon volvió, Gregory se le puso delante.
—Joseph, ¿qué le ha pasado? Parece que ya no tuviera usted corazón. ¿No se le ocurre pensar que su mujer lo necesita en la casa?
El granjero volvió hacia Gregory unos ojos curiosamente inexpresivos. Al fin habló, sosteniendo la horquilla con ambas manos, como un arma.
—He estado con ella toda la noche, mientras traía al mundo a esos niños…
—Pero ahora…
—Una enfermera de Dereham Cottages está con ella. Me pasé la noche a su lado. Ahora he de cuidar la granja… Todo sigue creciendo.
—Todo crece demasiado. Deténgase y piense…
—No tengo tiempo para charlas.
Grendon dejó caer la horquilla, hizo a un lado a Gregory, alzó el cerrojo y abrió la puerta. Tomando fuertemente a Gregory por el antebrazo empezó a empujarlo por los macizos de vegetación hacia los prados del sur.
Las lechugas tempranas habían alcanzado allí un tamaño gigantesco. Todo brotaba impetuosamente. Grendon corrió entre las líneas de plantas, arrancando puñados de rábanos, zanahorias, cebollas de primavera, y arrojándolos por encima del hombro.
—Mira, Gregory… nunca has visto nada de este tamaño, ¡y todo antes de tiempo! La cosecha será extraordinaria. ¡Mira los campos! ¡Mira la huerta! —señaló con un amplio ademán las líneas de árboles, cargados de capullos blancos y rosados—. No sé qué ocurre, pero vamos a sacarle provecho. Quizá no se repita otro año… ¡Parece un cuento de hadas!
El granjero no dijo más. Dio media vuelta, como si se hubiera olvidado ya de Gregory, y con los ojos fijos en el suelo, que de pronto parecía tan fértil, caminó de vuelta a los cobertizos.
Nancy estaba en la cocina. Neckland le había traído un balde de leche fresca, y la muchacha estaba tomando unos sorbos de un cucharón.
—Oh, Greg, perdona que me haya escapado. Estaba tan trastornada… —Nancy se acercó a Gregory, y sin soltar el cucharón le pasó los brazos por encima de los hombros, con una familiaridad que no había mostrado antes—. Pobre mamá, creo que la ha trastornado eso de… eso de tener tantos chicos. Dice unas cosas muy raras que nunca oí, y me parece que se imagina que es de nuevo una niña.
—No me asombra —dijo Gregory, acariciándole el pelo—. Se sentirá mejor una vez que se recobre del shock.
Se besaron, y al cabo de un momento la muchacha le ofreció a Gregory un cucharón de leche. Gregory bebió y escupió en seguida, con repugnancia.
—¡Ajj! ¿Qué le han puesto a esta leche? ¿Neckland querrá envenenarte? ¿La has probado? ¡Es amarga como hiel!
Nancy lo miró sorprendida.
—Tiene un sabor un poco raro, pero no es desagradable. Déjame probar otra vez.
—No, es demasiado horrible. Parece que le hubieran echado linimento del doctor Sloan.
Nancy no prestó atención a las advertencias de Gregory: se llevó a los labios el cucharón de metal, sorbió, y meneó la cabeza.
—Estás imaginándote cosas, Greg. Sabe un poco distinto, es cierto, pero nada más. ¿Te quedarás a comer con nosotros?
—No, Nancy, tengo que irme. Me espera una carta que he de contestar hoy mismo. Llegó mientras yo estaba en Norwich. Escucha, mi encantadora Nancy, es una carta del doctor Hudson-Ward, un viejo conocido de mi padre. Es director en una escuela de Gloucester, y me ofrece un puesto de maestro, en las mejores condiciones. ¡Ya ves que no estaré ocioso mucho tiempo!
Riendo, Nancy se abrazó a Gregory.
—¡Es maravilloso, querido! ¡Qué maestro tan atractivo serás! Pero Gloucester… queda en el otro extremo del país. Ya no vendrás nunca aquí.
—No hay nada definitivo todavía, Nancy.
—Estarás allí dentro de una semana, y no te volveremos a ver. Una vez que llegues a esa vieja escuela, ya no te acordarás de tu Nancy.
Gregory tomó la cara de ella entre las manos.
—¿Eres realmente mía? ¿Te importo realmente?
Nancy entornó los ojos oscuros.
—Greg, todo está tan confuso aquí… Quiero decir… sí, me importas, me asusta pensar que quizá no te vea más.
Un cuarto de hora más tarde, Gregory se alejaba montado en Daisy, muy contento, recordando las palabras que le había dicho Nancy… y sin pensar para nada en los peligros a que la había dejado expuesta.
Lloviznaba ligeramente esa noche, mientras Gregory Rolles iba hacia El caminante. Su amigo Bruce Fox ya estaba en la taberna, sentado cómodamente en un abrigado rincón.
Esta vez, Fox tenía más interés en proporcionar detalles acerca de la próxima boda de su hermana que en escuchar lo que Gregory quería decirle, y como al cabo de un rato llegaron algunos amigos del futuro cuñado, y se sucedieron las rondas de libaciones, la noche fue pronto despreocupada y alegre. Poco después, el aguardiente había animado también a Gregory, y se unió cordialmente a los demás.
A la mañana siguiente, despertó con la cabeza pesada y un humor lúgubre. El día era demasiado húmedo para salir y hacer un poco de ejercicio. Se sentó en un sillón junto a la ventana, sin decidirse a responder al doctor Hudson-Ward, el director de la escuela. Somnoliento, volvió a un pequeño volumen encuadernado en cuero que había comprado en Norwich unos días antes y que trataba de serpientes. Al cabo de un rato, un pasaje le llamó particularmente la atención:
“La mayoría de las serpientes venenosas, con excepción de los opistoglifos, sueltan a sus víctimas luego de haberles clavado los colmillos. En algunos casos, las víctimas mueren a los pocos segundos, y en otros la agonía se prolonga durante horas o días. La saliva de ciertas serpientes, además de ser venenosa, posee virtudes digestivas especiales. En la serpiente coral del Brasil, aunque no mide más de treinta centímetros de largo, estas virtudes son superabundantes. Cuando muerden a un animal o a un ser humano, la víctima muere en cuestión de pocos segundos, pero la saliva le disuelve además las partes interiores, de modo que hasta los mismos huesos se transforman en una jalea. De este modo, esa pequeña serpiente puede succionar a la víctima como si ésta fuese una sopa o caldo por las incisiones que le ha practicado en la piel, que permanecerá intacta”.
Pasó un largo rato, y Gregory se quedó sentado junto a la ventana, con el libro abierto sobre las rodillas, pensando en la granja de Grendon y en Nancy. Se reprochó a sí mismo haber hecho tan poco por sus amigos, y elaboró lentamente un plan de acción para la próxima visita. Pero tendría que esperar unos días. La humedad parecía haberse instalado en la región, con una firmeza desacostumbrada en esa época, últimos días de abril y primeros de mayo.
Gregory trató de pensar en la carta que le escribiría al doctor Hudson-Ward, en el condado de Gloucester. Sabía que debía aceptar el empleo, que en verdad no le desagradaba, pero no podría hacerlo hasta que viese a Nancy sana y salva. Al fin decidió postergar la respuesta hasta el día siguiente, y escribió entonces que le agradaría aceptar el puesto y con el sueldo convenido, pero suplicaba a la vez que le dieran una semana para pensarlo. Cuando llevó la carta a la estafeta de Los tres cazadores furtivos, aún seguía lloviendo.
Una mañana la lluvia cesó de pronto, y los cielos azules y amplios de la Anglia occidental brillaron otra vez; Gregory ensilló a Daisy y cabalgó a lo largo del camino fangoso que había recorrido tantas veces. Cuando llegaba ya a la huerta, vio que Grubby y Neckland trabajaban en la zanja, destapándola con unas palas. Los saludó y siguió adelante.
Grendon y Nancy estaban en el terreno que se extendía al este de la casa. Gregory llevó la yegua al establo y fue lentamente hacia ellos, notando mientras caminaba qué seco estaba allí el terreno, como si no hubiese llovido en los últimos quince días. Pero olvidó en seguida el problema, sobresaltándose, horrorizado. Grendon estaba poniendo nueve crucecitas en nueve montones recientes de tierra.
Nancy sollozaba. La muchacha y Grendon alzaron los ojos mientras Gregory se acercaba a las tumbas, pero el granjero volvió en seguida a sus tareas.
—Oh, Nancy, Joseph. Lo siento tanto —exclamó Gregory—. Pensar que todos… Pero… ¿dónde está el párroco? ¿Dónde está el párroco, Joseph? ¿Por qué está usted enterrándolos, sin servicio religioso ni nada?
—¡Se lo dije, pero no me hizo caso! —exclamó Nancy.
Grendon había llegado a la última tumba. Tomó la tosca cruz de madera, la alzó por encima de su cabeza, y la clavó en el suelo como si quisiera traspasar el corazón de lo que había abajo. Sólo entonces se enderezó y habló.
—No necesitamos aquí ningún párroco. No hay por qué perder el tiempo. Tengo mucho trabajo.
—Pero… ¡son sus hijos, Joseph! ¿Qué le ha pasado?
—Son parte de la granja ahora, como lo fueron siempre.
Grendon se volvió, recogiéndose aún mas las mangas de la camisa en los musculosos brazos, y partió rumbo a la zanja donde trabajaban los hombres.
Gregory abrazó a Nancy y le miró la cara bañada por las lágrimas.
—¡Qué días habrás pasado!
—Yo… yo pensé que te habías ido a Gloucester. ¡Greg! ¿Por qué no viniste? ¡Te esperé todos los días!
—Llovía tanto, y estaba todo inundado…
—El tiempo ha sido hermoso desde que estuviste aquí. ¡Mira cómo ha crecido todo!
—En Cottersall llovió a mares.
—¡Qué raro! Pero eso explica que el Oats traiga tanta agua, y anegue la zanja. Aquí ha lloviznado apenas.
—Nancy, ¿cómo murieron estos pobrecitos? ¿Por qué tu padre no ha llamado al párroco Landon?
—Preferiría no hablar de eso, si no te importa.
—¿Cómo puede ser tan duro?
—No quiere que nadie de afuera se entere. Pues… oh, tengo que decírtelo, querido… Mamá… perdió la cabeza, ¡completamente! Anteayer a la noche cuando….
—No me estarás diciendo que ella…
—Ay, Greg, ¡me lastimas los brazos! Mamá… mamá fue escaleras arriba sin que nos diéramos cuenta y… sofocó a todos los bebés uno por uno, Greg, con la mejor almohada de plumas.
Gregory advirtió que Nancy perdía el color. Solícitamente, la llevó de vuelta a los fondos de la casa. Se sentaron allí, juntos, en el muro bajo la huerta, y Gregory rumió en silencio las palabras de la muchacha.
—¿Cómo está tu madre ahora, Nancy?
—No habla. Papá tuvo que encerrarla en el cuarto. Anoche gritó mucho, pero esta mañana estaba más tranquila.
Gregory miró alrededor, aturdido. Le pareció que una luz moteada cubría todas las cosas, como si la sangre que le había vuelto a la cabeza le hubiera infectado la vista con un sarpullido. En los frutales, los capullos habían desaparecido casi del todo, y en las ramas colgaban ya unas manzanas embrionarias. Las leguminosas se inclinaban bajo el peso de unas vainas enormes. Nancy siguió la dirección de la mirada de Gregory, y metiendo una mano en el bolsillo del delantal sacó unos rábanos brillantes y rojos, grandes como naranjas.
—Prueba uno. Quebradizos, húmedos y tibios, como los mejores.
Gregory aceptó distraídamente, mordió el globo tentador, y escupió en seguida. ¡Otra vez aquel sabor envilecido y amargo!
—¡Oh, pero son magníficos! —protestó Nancy.
—¿Ya no te basta decir «algo raros» y los llamas «magníficos»? Nancy, ¿no te das cuenta? Algo sobrenatural y terrible está ocurriendo aquí. Lo siento, pero no veo otra salida. Tú y tu padre deben irse inmediatamente.
—¿Irnos, Greg? ¿Sólo porque no te gusta el sabor de estos magníficos rabanitos? ¿Cómo podríamos irnos? ¿A dónde? ¿Ves esta casa? Mi abuelo murió aquí, y el padre de mi abuelo. Es nuestro sitio. No podemos dejarlo todo así porque sí, ni siquiera luego de estas desgracias. Prueba otro rabanito.
—Por amor de Dios, Nancy, ese sabor sólo podría satisfacer a un paladar completamente distinto del nuestro… Oh —miró fijamente a la muchacha—. Y quizá así es, Nancy. Te explicaré…
Se interrumpió, separándose del muro. Neckland había aparecido en uno de los extremos de la casa y venía hacia ellos, sucio todavía del barro de la zanja, con la camisa abierta y suelta. Traía en la mano una vieja pistola del ejército.
—Dispararé si se acerca —dijo Neckland—. Esta pistola nunca falla, y está cargada, señorito Gregory. ¡Y ahora me escuchará!
—¡Bert, aparte eso! —gritó Nancy.
Se movió hacia Neckland, pero Gregory la retuvo y se puso delante.
—¡No sea idiota, Neckland! ¡Aparte esa pistola!
—Dispararé, lo juro. Dispararé si usted se mueve —Neckland miraba a Gregory con ojos centelleantes y una expresión de resolución en la cara oscura—. Me jurará usted que se irá en seguida de esta granja en esa yegua suya, y que no vendrá más por aquí.
—Iré a decírselo a mi padre, Bert —advirtió Nancy.
—Si usted se mueve, Nancy, le aviso que le meteré una bala en la pierna a ese elegante amigo suyo. Además, poco le interesa ahora al padre de usted el señorito Gregory… Tiene otras preocupaciones.
—¿Como descubrir qué ocurre aquí? —dijo Gregory—. Escuche, Neckland. Todos estamos en dificultades. Unos monstruos horribles dominan la granja. Usted no los ve porque son invisibles, pero…
La pistola atronó el aire. Mientras Gregory hablaba, Nancy había echado a correr. Gregory sintió que la bala le traspasaba la tela del pantalón, aunque sin tocarle la pierna. Furioso, se arrojó contra Neckland y lo golpeó duramente en el pecho, por encima del corazón. Cayendo hacía atrás, Neckland soltó la pistola y lanzó un puñetazo que no dio en el blanco. Gregory lo alcanzó otra vez. El otro se le echó encima, y los dos empezaron a golpearse furiosamente. Gregory consiguió librarse al fin, pero Neckland insistió. Los hombres siguieron martilleándose las costillas.
—¡Suéltame, cerdo! —gritó Gregory.
Metió un pie detrás del tobillo de Neckland, y los dos cayeron sobre la hierba. Hacía tiempo Grendon había levantado en ese sitio un muro de tierra, que corría entre la casa y los terrenos bajos de la huerta. Los hombres rodaron cuesta abajo, y al fin chocaron con la pared de piedra de la cocina. Neckland llevó la peor parte, pues se golpeó la cabeza contra la arista de la pared y quedó tendido en el suelo, aturdido. Gregory se encontró mirando un par de pies cubiertos con medias de colores. Se incorporó lentamente, y se enfrentó con la señora Grendon a menos de un metro de distancia. La mujer sonreía.
Gregory se quedó mirándola un rato, ansiosamente, y se enderezó.
—De modo que estabas aquí, Jackie, mi querido —dijo la mujer. La sonrisa era más amplia ahora, y menos parecida a una sonrisa—. Quiero hablar contigo. Tú eres quien sabe de esas cosas que caminan por los muros, ¿no es cierto?
—No entiendo, señora Grendon…
—No me llames con ese nombre tonto de antes, hijito. Tú sabes de esas cosas grises y pequeñas que no debieran estar aquí, ¿no es cierto?
—Oh, eso… ¿Y si digo que sí?
—Los otros niños malos dicen que no saben, pero tú sabes, ¿no es cierto? Tú sabes de esas cosas grises.
Gregory sintió que la transpiración le corría por la frente. La mujer se le había acercado todavía más, y lo miraba fijamente a los ojos, sin tocarlo. Pero Gregory sabía muy bien que la mujer lo tocaría en cualquier momento. Vio de reojo que Neckland se movía y se alejaba de la casa arrastrándose.
—¿Y usted salvó a los bebés de esas cosas pequeñas y grises? —le preguntó a la señora Grendon.
—Las cosas grises querían besarlos, pero yo no las dejé. Fui más lista que ellas. Escondí a los bebés bajo la almohada de plumas, ¡y ahora ni siquiera yo puedo encontrarlos!
La mujer se echó a reír emitiendo un chirrido horrible y bajo.
—Son pequeñas y grises, y húmedas, ¿eh? —preguntó Gregory bruscamente—. Tienen pies grandes, membranosos como patas de rana, pero son pesadas y de baja estatura, y tienen colmillos de serpiente, ¿eh?
La señora Grendon no parecía muy segura. De pronto volvió los ojos a un lado, como si hubiese advertido un movimiento.
—Ahí viene una —dijo—. La hembra.
Gregory miró también, pero no vio nada. Tenía la boca seca.
—¿Cuántas criaturas de esas hay, señora Grendon?
Notó entonces que las hierbas cortas se movían, se aplastaban y se alzaban, casi a sus pies, y gritó, alarmado. Alzando el pie derecho, calzado con una pesada bota de montar, describió un arco en el aire, casi a la altura del suelo. La bota golpeó algo invisible. Casi en seguida recibió un terrible puntapié en el muslo, y cayó hacia atrás. Estaba tan asustado que se incorporó en seguida, a pesar del dolor.
La señora Grendon estaba cambiando. La boca se le hundió como si hubiera perdido un lado de la cara. La cabeza le cayó a un costado. Los hombros se le inclinaron hacia adelante. Un arrebato de color le animó un momento las facciones, pero casi en seguida empalideció y se achicó como un globo que se desinfla. Gregory cayó de rodillas, gimiendo, hundió la cara entre las manos y apoyó la frente en el suelo. Sintió que se hundía en la oscuridad.
Debió de haber perdido el conocimiento sólo un instante. Cuando se recuperó, el saco de ropas de mujer estaba posándose aún lentamente en el suelo.
—¡Joseph! ¡Joseph! —aulló.
Nancy había huído. Aterrorizado y furioso al mismo tiempo, Gregory lanzó otro puntapié y corrió alrededor de la casa hacia los establos.
Neckland estaba a medio camino entre el cobertizo y el molino, frotándose el cráneo. Descubrió a Gregory, que aparentemente lo perseguía, y echó a correr.
—¡Neckland! —gritó Gregory.
Corrió desesperadamente detrás del otro. Neckland llegó al molino, entró de un salto, trató de cerrar la puerta, se aturdió y trepó rápidamente por las escaleras de madera. Gregory lo siguió gritando.
La persecución los llevó a lo alto del molino. Neckland estaba tan asustado que no echó el cerrojo de la puerta trampera. Gregory la abrió con un solo movimiento del brazo y subió jadeando. Acobardado, Neckland retrocedió hasta que casi estuvo afuera, apoyado en la estrecha plataforma, sobre las aspas.
—Se caerá usted, so idiota —advirtió Gregory—. Escuche, Neckland, no tiene por qué temerme. No quiero que haya enemistad entre los dos. Hay un enemigo mayor que hemos de enfrentar. ¡Mire!
Se acercó a la puerta baja y miró la superficie oscura del estanque. Neckland se sostuvo tomándose de la polea que colgaba sobre su cabeza y no dijo nada.
—Mire el estanque —dijo Gregory—. Allí viven los aurigas. Dios mío… Bert, mire, ¡allí va uno!
Había tanta ansiedad en la voz de Gregory que Neckland miró hacia el estanque. Los dos hombres observaron juntos una depresión que se formaba en el agua oscura, y unos círculos de ondas alrededor. Aproximadamente en medio del estanque, la depresión se transformó en un chapoteo. Hubo un leve torbellino, y las ondas se borraron poco a poco.
—Ahí tiene usted a su fantasma, Bert —susurró Gregory—. Debe de ser el que atacó a la pobre señora Grendon. ¿Me cree usted ahora?
—Nunca supe de un fantasma que viviera bajo el agua —dijo Neckland, boquiabierto.
—Los fantasmas no hacen daño a nadie… Tenemos en cambio muchos ejemplos de lo que estos monstruos son capaces de hacer. Vamos, Bert, démonos las manos, créame que no le guardo rencor. Oh, ¡vamos, hombre! Ya sé qué siente usted por Nancy, pero entienda que sólo ella puede decidir su propia vida.
Los dos hombres se estrecharon las manos sonriéndose débilmente.
—Será mejor que bajemos y le contemos al señor Grendon lo que hemos visto —dijo Neckland—. Ahora entiendo qué le ocurrió a Lardie anoche.
—¿Lardie? ¿Qué le pasó? No la vi en todo el día.
—Lo mismo que a los lechones. La encontré dentro del granero. Sólo quedaba de ella la piel. ¡No había nada adentro! Como si le hubieran chupado las entrañas…
Gregory tardó veinte minutos en reunir el consejo de guerra. Todos estaban ahora en la sala de la casa. Nancy no se había sobrepuesto del todo a la noticia de la muerte de su madre, y estaba sentada en un sillón con un chal sobre los hombros. Al lado de ella, de pie, el señor Grendon esperaba impacientemente, con los brazos cruzados, y Bert Neckland se apoyaba en el marco de la puerta. Sólo Grubby no estaba presente. Le habían dicho que siguiera trabajando en la zanja.
—Trataré una vez más de convencerlos de que todos ustedes están en grave peligro —dijo Gregory—. No se dan cuenta realmente. En verdad, todos nosotros somos como animales ahora. ¿Recuerda usted aquel raro meteoro que cayó el invierno último, Joseph? ¿Y recuerda aquel rocío hediondo a principios de la primavera? Las dos cosas están relacionadas entre sí, y ambas tienen que ver con todo lo que ocurre ahora. Aquel meteoro era de algún modo una máquina del espacio, lo creo firmemente, y adentro venía una forma de vida que… no se puede decir que sea hostil a la vida terrestre, pero sí que no tiene en cuenta la cualidad de esa vida. Las criaturas de esa máquina, a quienes llamo aurigas, esparcieron el rocío sobre la granja. Ese rocío era un acelerador del crecimiento, un abono o fertilizante, que hace crecer a animales y plantas.
—¡Tanto mejor para nosotros! —dijo Grendon.
—No, no es nada mejor. Todo creció de un modo extraordinario, es cierto, pero con un gusto distinto, un gusto apropiado para otros paladares, los de esas criaturas. Han visto ustedes qué ha ocurrido. No pueden vender nada. La gente no querrá los huevos, la leche o la carne de esta granja: tienen un sabor muy desagradable.
—Qué tontería. Los venderemos en Norwich. Nuestros productos son mejores que nunca. Nosotros los comemos, ¿no es así acaso?
—Sí, Joseph, ustedes los comen. Pero todos los que comen a esta mesa están condenados. ¿No entiende usted? Todos ustedes están «fertilizados», lo mismo que los cerdos y las gallinas. Este sitio ha sido transformado en una super granja, y para los aurigas todos ustedes son ahora carne comestible.
Hubo un silencio en el cuarto, hasta que al fin Nancy dijo con una vocecita:
—No creerás realmente algo tan horrible.
—¿Y tú cómo lo sabes? ¿Te lo han dicho esas criaturas invisibles? —preguntó Grendon con tono truculento.
—Ahí están las pruebas, no puede negarlas. Perdone mi brutalidad, Joseph, pero a la mujer de usted se la comieron, lo mismo que a la perra y a los cerdos. Y lo mismo le ocurrirá a los demás, tarde o temprano. Los aurigas ni siquiera son caníbales. No son como nosotros. No les importa que tengamos alma ni inteligencia, así como a nosotros no nos importa la posible inteligencia de las vacas.
—A mí no me comerá nadie —dijo Neckland, decididamente pálido.
—¿Cómo podrá impedirlo? Son invisibles, y pienso que atacan como las serpientes. Son criaturas anfibias, y quizá de no más de medio metro de altura. ¿Cómo se protegerá usted? —Gregory se volvió hacia el granjero—. Joseph, el peligro es muy grande, y no sólo para los que estamos aquí. Al principio, mientras nos estudiaban, no intentaron hacernos daño… Si no, yo hubiera muerto aquella vez que eché el bote al agua. Ahora, sin embargo, son resueltamente hostiles. Le ruego que me deje ir a Heigham y telefonear al jefe de policía de Norwich, o por lo menos al destacamento local, para que vengan a ayudarnos.
El granjero meneó lentamente la cabeza y apuntó con un dedo a Gregory.
—Pronto has olvidado nuestras charlas, Gregory. No recuerdas ya lo que decíamos del socialismo, y de cómo los poderes oficiales se irían debilitando. Tan pronto como te encuentras en una situación un poco difícil, ya quieres llamar a las autoridades. No hay nada aquí que unos pocos perros bravos como mi vieja Cuff no puedan enfrentar. No me opongo a comprar un par de perros, pero me conoces poco si crees que llamaré a las autoridades. ¡Buen socialista has resultado!
—¡No tiene derecho a hablarme así! —exclamó Gregory—. ¿Por qué no dejó venir a Grubby? Si usted fuera socialista, trataría a sus hombres como se trata a usted mismo. En cambio, lo dejó trabajando en la zanja. Yo quería que Grubby asistiera a esta discusión.
El granjero se inclinó amenazadoramente por encima de la mesa.
—Ah, sí, ¿eh? ¿Y desde cuándo mandas en esta granja? Grubby puede ir y venir a su antojo. Fúmate ésta, amigo —el granjero se acercó aún más a Gregory, como si sintiese que la cólera podía ayudarle a olvidar el miedo—. Tratas de asustarnos, ¿no es cierto? Pues bien, los Grendon no son gente miedosa. Te diré algo. ¿Ves ese rifle en la pared? Está cargado. Y si no desapareces de la granja antes de mediodía, ese rifle no seguirá en la pared. Estará aquí, en mis dos manos, y te lo haré sentir donde te duela más.
—No puedes hacer eso, papá —dijo Nancy—. Sabes que Gregory es amigo nuestro.
—Por amor de Dios, Joseph —dijo Gregory— ¿No ve dónde están sus enemigos? Bert, cuéntele al señor Grendon qué vimos en el estanque. Vamos, ¡cuéntele!
Neckland no tenía muchas ganas de ser arrastrado a la discusión. Se rascó la cabeza, se sacó del cuello un pañuelo de cuadros rojos y blancos, se enjugó la cara y murmuró:
—Vimos algo así como unas ondas en el agua, pero no fue nada realmente, señorito Gregory. Quiero decir que pudo haber sido el viento, ¿no es cierto?
—Quedas advertido, Gregory —dijo el granjero—. Saldrás de la granja antes del mediodía en esa yegua tuya, o no respondo de mí.
Salió a la luz pálida del sol, seguido por Neckland. Nancy y Gregory se quedaron mirándose. Gregory tomó las manos de la muchacha, que estaban frías.
—¿Tú creíste lo que dije, Nancy?
—¿Es por eso que la comida nos sabía mal al principio, y luego nos supo bien otra vez?
—Hay una única explicación. En ese entonces, los organismos de ustedes no se habían adaptado aún al veneno. Ahora sí. Los están criando a ustedes, Nancy, así como nosotros criamos ganado. ¡Estoy completamente seguro! Y tengo miedo por ti, mi querida, tengo tanto miedo… ¿Qué haremos? ¡Vente a Cottersall conmigo! La señora Fenn tiene una hermosa salita arriba, y pienso que querría alquilarla.
—Estás diciendo disparates, Greg. ¿Cómo podría hacer eso? ¿Qué diría la gente? No, te irás ahora y esperaremos que a papá se le pase el enojo. Si puedes venir mañana, verás que estará mucho más tranquilo, pues lo esperaré esta noche y le hablaré de ti. Entiende que está trastornado por la pena, y no sabe bien lo que dice.
—Bueno, querida. Pero quédate dentro de la casa todo el tiempo que puedas. Los aurigas no han entrado aquí hasta ahora, y estarás más segura. Y antes de irte a la cama cierra todas las puertas y persianas. Y trata de que tu padre se lleve ese rifle arriba.
Los días eran más largos ahora en su marcha confiada hacia el verano, y Bruce Fox llegó a su casa antes que se pusiera el sol. Bajó de un salto de la bicicleta y se encontró con su amigo Gregory, que lo esperaba impaciente.
Entraron juntos, y mientras Fox bebía un tazón de té, Gregory le contó lo que había pasado ese día en la granja.
—Estás en dificultades —dijo Fox—. Mira, mañana es domingo. No iré a la iglesia y te acompañaré a la granja. Necesitas ayuda.
—Joseph es capaz de dispararme con ese rifle. Lo hará con toda seguridad si me ve con un extraño. Puedes ayudarme ahora mismo diciéndome dónde encontraré un perro joven para proteger a Nancy.
—Tonterías. Iré contigo. De todos modos, ya no aguanto oír todo esto de segunda mano. Pero conseguiremos también un cachorro. El herrero dispone de una camada de la que quiere librarse. ¿Tienes algún plan de acción?
—¿Plan de acción? No, no realmente.
—Necesitas tener un plan. Grendon no se asusta fácilmente, ¿no es cierto?
—Me parece que está bastante asustado. Nancy dice que está asustado. Pero no tiene mucha imaginación, y no se le ocurre otra cosa que seguir trabajando todo lo posible.
—Mira, conozco a estos granjeros. No creen nada hasta que se lo frotas por la nariz. Lo que debemos hacer es mostrarle un auriga.
—Oh, espléndido, Bruce. ¿Y cómo?
—Cazaremos uno.
—No olvides que son invisibles… ¡Eh, Bruce, sí, por Júpiter, tienes razón! ¡Se me ha ocurrido una idea magnífica! Escucha, no habrá más preocupaciones si atraparnos a uno. Luego cazaremos a todos los demás, no importa cuántos sean, y podremos matarlos.
Fox sonrió por encima del pedazo de torta de cerezas.
—Estamos de acuerdo, entonces, en que esos aurigas no son partidarios del socialismo utópico.
Era una gran ayuda, pensó Gregory, saber aproximadamente qué aspecto tenían aquellas extrañas formas de vida. El libro sobre las serpientes había sido un hallazgo afortunado, pues no sólo le había dado una idea de cómo los aurigas eran capaces de digirir tan rápidamente sus presas —”una especie de sopa o caldo”—, sino que ahora alcanzaba a imaginar también el aspecto que podían tener. Para vivir en una máquina del espacio debían de ser bastante pequeños, y seguramente de naturaleza anfibia. La imagen que resultaba de todo esto era suficientemente extraña: una piel escamosa, quizá como la de los peces; pies membranosos de rana; estatura diminuta, con dos largos colmillos en la mandíbula. ¡Parecía indudable que esa invisibilidad ocultaba a un enano de aspecto realmente feo!
La macabra imagen se desvaneció en el aire, y Gregory siguió trabajando con Bruce Fox en la preparación de la trampa.
Grendon, afortunadamente, no había tratado de impedir que entraran en la granja. Nancy había logrado calmarlo. Y Grendon, por otra parte, había tenido una terrible experiencia esa mañana. Cinco gallinas habían quedado reducidas a poco más que piel y plumas, casi delante de sus ojos, y como resultado andaba alicaído y sin mirar mucho alrededor. Ahora estaba en un campo lejano, trabajando, y los dos jóvenes podían llevar adelante sus planes sin ser molestados, aunque de cuando en cuando miraban ansiosamente hacia el estanque. Mientras, Nancy, preocupada, los observaba desde una ventana.
Nancy tenía a su lado un perro robusto, de ocho meses de edad, llamado Gyp, que Gregory y Bruce le habían traído del pueblo. Grendon, por su parte, había conseguido que un vecino lejano le prestara dos feroces mastines. Estas bestias de anchas mandíbulas estaban atadas a unas cadenas largas que les permitían patrullar las orillas del estanque, desde el poste de los caballos en el lado occidental de la casa, hasta los olmos y el puente que llevaba a los campos del oeste. Ladraban estridentemente la mayor parte del tiempo y parecían inquietar a los otros animales, que este mediodía emitían continuamente sus voces.
Los perros serían un problema, había dicho Nancy, pues rechazaban la comida de la granja. Quizá se decidieran a probarla cuando empezaran a tener hambre.
Grendon había puesto un tablón a la entrada de la granja, y había pintado allí un letrero de advertencia para que nadie se acercase.
Armados con horquillas, los dos jóvenes llevaron cuatro sacos de harina del molino y los pusieron en sitios estratégicos a lo largo del patio hasta el portón. Gregory fue a los establos y sacó a uno de los terneros, atado a una cuerda, casi bajo los dientes de los mastines. Sólo cabía esperar que se mostraran tan hostiles con los aurigas como con los seres humanos.
Llevaba el ternero por el patio, cuando apareció Grubby.
—Será mejor que no se quede por aquí, Grubby. Queremos atrapar a uno de los fantasmas.
—Si yo cazo uno, señorito, lo estrangularé con mis propias manos.
—Una horquilla es un arma mejor. Estos fantasmas son bestias peligrosas de cerca.
—Soy fuerte, créame. Estrangularé a uno.
Para probar su afirmación, Grubby se arremangó la vieja camisa rayada y les mostró a Gregory y Bruce el enorme bíceps. Al mismo tiempo sacudió la cabezota, sacando la lengua, quizá para demostrar los efectos de la estrangulación.
—Magnífico brazo —convino Gregory—. Pero escuche, Grubby, tenemos una idea mejor. Mataremos a este fantasma atravesándole con las horquillas. Si quiere unirse a nosotros, tráigase una del establo.
Grubby lo miró con una expresión socarrona y tímida y se golpeó la garganta con la palma de la mano.
—Prefiero el estrangulamiento, señorito. Siempre quise estrangular a alguien.
—¿Y porqué, Grubby?
El hombre bajó la voz.
—Siempre quise saber si era muy difícil. Soy fuerte, y desarrollé los músculos estrangulando. Pero nunca a hombres, claro está, sólo a ganado.
Dando un paso atrás, Gregory dijo:
—Esta vez, Grubby, emplearemos horquillas.
Fue hasta los establos, tomó una horquilla, volvió y la puso en manos de Grubby.
—Adelante con el plan —dijo Bruce.
Fox y Grubby se tendieron en la zanja, a los dos lados del portón, con las armas preparadas. Gregory vació uno de los sacos de harina en el patio, junto al umbral, de modo que cualquiera que dejara la granja tuviera que pisar la harina. Luego llevó al ternero hasta el estanque.
El animal mugía continuamente, intranquilo, y las voces de las bestias cercanas parecían responderle. Los pollos y las gallinas que andaban por el patio a la luz pálida del sol corrieron de un lado a otro, como locos. Gregory sintió que la transpiración le bajaba por la espalda, aunque la química de la expectación le había enfriado la piel. Dio una palmada en el cuarto trasero del animal y lo obligó a entrar en el estanque. El ternero se quedó allí estremeciéndose, hasta que Gregory lo llevó otra vez lentamente al patio, pasando junto al molino y el granero a la derecha, el abandonado macizo de flores de la señora Grendon a la izquierda, hasta el portón donde esperaban los otros dos. Y aunque se había prometido no volver la cabeza, no pudo dejar de mirar atrás para ver si alguien lo seguía, examinando al mismo tiempo la superficie plomiza del estanque.
Cruzó la entrada con el ternero y se detuvo. No había otras huellas en la harina que las de sus zapatos y las pezuñas del animal.
—Prueba otra vez —aconsejó Fox—. Quizá están durmiendo la siesta allá abajo.
Gregory repitió toda la pantomima, y luego una tercera y una cuarta vez, alisando en cada ocasión la harina derramada. Nancy lo miraba nerviosamente desde la ventana. Gregory sentía que ya no podía soportar la tensión.
Sin embargo, la aparición del auriga lo tomó de sorpresa. Había llevado al ternero hasta el portón por quinta vez cuando el grito de Fox se unió al coro de voces animales. En el estanque no había aparecido ninguna onda, de modo que el auriga debía de haber venido de algún sitio oscuro de la granja. De pronto, unas huellas de palmípedo se movieron en la harina.
Gritando excitado, Gregory soltó la cuerda que retenía al ternero y se hizo a un lado. Tomando el saco de harina abierto que había dejado junto al portón lo arrojó contra la figura invisible.
La bomba de harina estalló sobre el auriga, que apareció en el aire como dibujado con tiza. A pesar de sí mismo, Gregory se descubrió gritando aterrorizado ante aquel torbellino blanco de palidez cadavérica. Lo más monstruoso era el tamaño: la criatura, ajena a toda forma humana, era demasiado grande para el mundo terrestre… tenía tres metros de altura, ¡tres metros y medio quizá! Resueltamente, y con una horrible rapidez, se precipitó hacia Gregory agitando unos brazos innumerables.
A la mañana siguiente, el doctor Crouchron y su sombrero de seda aparecieron junto a la cabecera de su cama. El médico le agradeció a la señora Fenn el agua caliente que le había traído, y le vendó la pierna a Gregory.
—No es nada grave, por suerte —dijo el viejo—, Pero si me permite usted un consejo, señor Rolles, sería mejor que no volviera a la granja de Grendon. Es un lugar maldito, y no encontrará allí nada bueno.
Gregory asintió con un movimiento de cabeza. No le había dicho nada al doctor, excepto que Grendon lo había perseguido y le había disparado un tiro, lo que se acercaba bastante a la verdad, pero no era más que una parte de la historia.
—¿Cuándo podré levantarme, doctor?
—Oh, la carne joven cura pronto. Si no fuese así, los empresarios de pompas fúnebres serían ricos y los médicos muy pobres. Unos pocos días más y andará usted derecho como la lluvia. Pero vendré a verlo mañana. Hasta entonces quédese acostado de espaldas y no mueva esa pierna.
—¿Puedo escribir una carta, doctor?
—Puede escribirla, joven.
Tan pronto como el doctor Crouchron hubo desaparecido, Gregory tomó pluma y papel y le escribió unas líneas urgentes a Nancy. Las líneas decían que la quería mucho, y que no soportaba la idea de que ella siguiese en la granja, que no podría ir a verla a causa de la herida en la pierna, y que ella debía venir inmediatamente en Hetty con una valija y sus cosas y alojarse en El caminante, donde había una alcoba que él pagaría. Que si él representaba algo para ella, debía llevar a cabo este sencillo plan ese mismo día, y enviarle un mensaje tan pronto como se encontrara alojada en la taberna.
Gregory leyó esta carta dos veces; bastante satisfecho, la firmó, añadió besos, y llamó a la señora Fenn tocando una campanilla que la mujer le había dejado con este propósito.
Gregory le dijo a la señora Fenn que el envío de la carta era asunto de extrema urgencia, y que deseaba confiársela a Tommy, el muchacho de la panadería, para que la llevara luego de terminar la ronda de la mañana. Le daría un chelín por el trabajo. La señora Fenn no mostró mucho entusiasmo, pero Gregory la halagó un poco, y al cabo de un rato la mujer dijo que le hablaría a Tommy y salió del cuarto llevándose la carta y el chelín.
Gregory comenzó en seguida otra carta, ésta para el señor H. G. Wells. Hacía un tiempo que no le escribía, de modo que tuvo que hacer un relato bastante largo, pero al fin llegó a los acontecimientos del día anterior.
Tan horrorizado quedé al ver al auriga —escribió— que no pude moverme, mientras la harina volaba a nuestro alrededor. Y ¿cómo podría describirle el aspecto del monstruo dibujado en blanco, a usted, quizá la persona de todas las islas británicas que más se interesa en este vital asunto? Mis impresiones fueron, por supuesto, breves y oscuras, pero no es ésta mi dificultad principal. ¡Nada hay en la Tierra que pueda compararse a esas extrañas criaturas!
Lo más parecido, supongo, seria un ganso horrendo, pero con un cuello tan grueso como el cuerpo. En verdad era casi todo cuerpo, o todo cuello, según el modo como se mire. Y encima de este cuello no había cabeza, sino un terrible aparato de varias clases de brazos, un nido de apéndices que se retorcían de aquí para allá, y antenas, y látigos, como un pulpo abrazado a un buque de guerra del mismo tamaño, con unas pocas patas semejantes a muñones y a estrellas de mar. ¿Parece esto ridiculo? Sólo puedo jurarle que cuando ese monstruo que me doblaba en altura se precipitó hacia mí, sentí que era un espectáculo demasiado horrible para unos ojos humanos, ¡aunque sólo vi la harina que se adhería al cuerpo!
Si Grubby, ese hombre de campo, ese simple de quien ya le hablé, no hubiese intervenido entonces, yo me hubiera ido al otro mundo llevándome la visión repulsiva del monstruo.
Cuando la harina cayó sobre el auriga, Grubby dio un grito y corrió hacia adelante, soltando la horquilla. En el momento en que la criatura se volvía hacia mí, Grubby se le echó encima. Eso alteró nuestros planes, pues habíamos pensado que Fox y Grubby atacarían al monstruo con las horquillas tratando de darle muerte. Grubby lo tomó entre las manos, lo más arriba que pudo, y empezó a apretar con toda la fuerza de sus poderosos músculos. ¡Qué contienda terrible! ¡Qué combate espantoso!
Reaccionando, Bruce se adelantó blandiendo la horquilla. Fue su grito de guerra lo que me sacó de mi parálisis y me llevó a la acción. Corrí y tomé la horquilla de Grubby y cargué también. ¡El monstruo tenia brazos para todos! Nos golpeó una y otra vez, y comprobé entonces que varios brazos tenían en verdad colmillos venenosos, pues vi que uno de ellos venía hacia mí como una cabeza de serpiente, abriendo la boca. No necesito subrayar el peligro, sobre todo si se recuerda que el efecto de la nube de harina era sólo parcial, ¡y que a nuestro alrededor se agitaban muchos brazos aún invisibles!
Nos salvamos sólo porque el auriga era un cobarde. Vi que Bruce lo golpeaba duramente, y un segundo más tarde le atravesé una pata con la horquilla. Eso bastó. El monstruo emprendió la retirada soltando a Grubby. Se movía con asombrosa rapidez, retrocediendo hacia la laguna. ¡Y nosotros lo perseguíamos ahora! Y todas las bestias de la granja gritaban a la vez.
Cuando la forma blanquecina se arrojó al agua. Bruce y yo le arrojamos las horquillas. Pero la criatura se alejó nadando vigorosamente y al fin se sumergió, dejando sólo una estela de harina espumosa.
Nos quedamos mirando el agua un rato, y luego corrimos juntos hacia Grubby. Había muerto. Yacía cara arriba, y estaba irreconocible. Parecía que los colmillos del auriga lo habían alcanzado en seguida. Grubby tenia la piel de la cara muy tirante, y de un color rojizo apagado. No era más que la caricatura de una forma humana. Los venenos, muy activos, del auriga le habían disuelto toda la sustancia interior, y Grubby parecía un hongo gigantesco y podrido con forma de hombre.
Tenía unas manchas en el cuello y en lo que había sido su cara, y la sustancia interior se le escurría por estas heridas, de modo que se iba desinflando lentamente en aquel lecho de harina y polvo. Quizá la mirada de la mítica Medusa, que transformaba a los hombres en piedra, no era peor que esto, pues nos quedamos paralizados mirando a Grubby. Una andanada del rifle del granjero Grendon nos devolvió rápidamente a la vida.
Grendon había amenazado matarme. Ahora, viendo que le habíamos vaciado cuatro sacos de harina, y aparentemente a punto de irnos con un ternero, disparó contra nosotros. No teníamos otra alternativa, y echamos a correr. El granjero no estaba con ánimos de recibir explicaciones. Nancy salió corriendo a detenerlo, pero Neckland había empezado a perseguirnos también con los dos mastines, que ladraban y tironeaban de las cadenas.
Bruce y yo habíamos llegado montados en Daisy, que nos esperaba ensillada. La saqué del establo al trote, ayudé a subir a Bruce e iba a montar yo mismo, cuando el arma disparó otra vez y sentí un dolor quemante en la pierna. Bruce me izó hasta la silla y partimos, yo apenas consciente.
Y aquí me tiene, guardando cama, y así deberé permanecer un par de días. Afortunadamente, la bala no me tocó el hueso.
En verdad, y tal como usted puede comprobarlo, ¡la granja es un sitio maldito! En un tiempo se me ocurrió que podía llegar a ser un nuevo jardín del Edén, donde fructificarían los alimentos de los dioses para hombres como dioses. En cambio, ay, el primer encuentro entre la humanidad y unos seres de otros mundos ha sido realmente desastroso, y el Edén se ha convertido en un campo de batalla para una guerra de los mundos. Nuestras anticipaciones del futuro han de ser necesariamente lúgubres.
Antes de cerrar este largo relato, quiero responder a una pregunta que me hace usted en su carta, y hacerle yo otra, más personal que la de usted.
Me pregunta usted ante todo si los aurigas son totalmente invisibles, y dice —si me permite usted citar su carta—: “Cualquier alteración en el índice de refracción de los lentes del ojo haría la visión imposible, y por otra parte sin esa alteración los ojos serían visibles como glóbulos vítreos. Y la visión necesita además de una mancha purpúrea detrás de la retina, y de una córnea opaca. ¿Cómo ven entonces los aurigas?”
La respuesta es que carecen de órganos visuales, tal como nosotros los conocemos, pues pienso que mantienen naturalmente ese carácter de invisibilidad. No sé pues cómo “ven”, pero el órgano correspondiente es sin duda eficaz. No sé tampoco cómo se comunican —nuestro contendiente no hizo el menor ruido cuando le atravesé la piel—, pero es evidente sin embargo que se comunican bien. Quizá, en un principio, trataron de comunicarse con nosotros por medio de un sentido misterioso que nosotros no tenemos, y no recibiendo respuesta, presumieron que éramos tan poco inteligentes como nuestros propios animales. Si es así, ¡qué tragedia!
Ahora, mi pregunta personal. Sé, señor, que está usted cada vez más ocupado a medida que se hace más famoso, pero esto que pasa ahora en un remoto rincón de la Anglia occidental es de importancia tremenda, me parece, para el mundo y el futuro. ¿No se decide usted a hacernos una visita? Encontraría usted albergue cómodo en cualquiera de las dos tabernas del pueblo. De este modo, usted podría ver la granja de Grendon con sus propios ojos, y hasta quizá uno de esos seres interestelares. Siento que los informes que le envía el abajo firmante no sólo lo divierten a usted. También le preocupan. Pues bien, le juro que no exagero en lo más mínimo. ¡Dígame usted que viene!
Si necesita otro argumento, piense en la alegría que dará usted a su sincero admirador
Gregory Rolles
Leyendo esta larga carta de cabo a rabo, y luego de tachar dos adjetivos superfluos, Gregory se recostó en la cama con cierta satisfacción. Tenía la impresión de no haber dejado la lucha, aunque estaba ahora, momentáneamente, fuera de combate.
Pero las noticias que le llegaron en las primeras horas de la tarde fueron inquietantes. Tommy, el chico del panadero, había llegado hasta los mismos límites de la granja de Grendon. Luego, las leyendas horribles que se habían tejido en torno del sitio lo paralizaron de pronto, impidiéndole entrar. Las voces animales que llegaban de la granja sonaban de un modo raro, y se confundían a veces con el ruido de unos martillazos. Cuando Tommy se adelantó arrastrándose y vio al granjero —negro como un pozo de alquitrán— que levantaba algo parecido a una horca, perdió el poco coraje que le quedaba y volvió rápidamente atrás, sin haber entregado la carta a Nancy.
Gregory se quedó en la cama pensando en Nancy muy preocupado, hasta que la señora Fenn le llevó la cena. Se sabía ahora, al menos, por qué los aurigas no habían entrado en la casa: eran demasiado grandes. Nancy estaba a salvo mientras no saliera, aunque nadie podía sentirse a salvo en aquel condenado lugar.
Se durmió temprano esa noche. En las primeras horas de la mañana, tuvo una pesadilla. Se encontraba en una ciudad extraña, donde todos los edificios eran nuevos y la gente vestía ropas brillantes. En una plaza crecía un árbol. En el sueño, Gregory tenía una relación especial con ese árbol: lo alimentaba. Empujaba a la gente que pasaba contra la corteza del tronco. El árbol era un árbol de saliva. Desde unos labios rojos y parecidos a hojas, que se entreabrían arriba en capullos, bajaban arroyos de saliva resbalando por la suave corteza. Cuando la gente tocaba esa saliva se convertía en sustancia del árbol. Parte de la saliva mojaba a Gregory; pero en vez de disolverlo, le daba el poder de disolver a los demás. Abrazó a la muchacha a quien quería y acercó la boca para besarla. La piel de la cara de la muchacha se abrió y cayó como la cáscara de una fruta.
Gregory se despertó llorando desesperadamente, y buscó a ciegas la llave del pico de gas.
El doctor Crouchron llegó a la mañana siguiente, ya cerca del mediodía, y le dijo a Gregory que el músculo de la pierna necesitaba descanso, y que debía guardar cama otros tres días por lo menos. Gregory no quedó nada satisfecho. No podía olvidar el horrible sueño, y pensaba que había descuidado realmente a su querida Nancy. La carta que le había escrito estaba todavía allí, sobre la mesa de luz. Luego que la señora Fenn le trajo el almuerzo, decidió que debía ir a ver a Nancy en seguida. Dejó la comida, salió de la cama y se vistió lentamente.
No había esperado que la pierna le doliera tanto, pero consiguió bajar las escaleras y llegar al establo sin demasiadas dificultades. Daisy se alegró aparentemente al verlo. Gregory también se sentía contento; apoyó la frente en la mejilla del animal y le frotó la nariz.
—Quizá sea la última vez que tengamos que hacer este viaje, querida mía —dijo.
Ensillar la yegua fue una tarea comparativamente sencilla. Para montar, en cambio, tuvo que hacer esfuerzos angustiosos. Al fin se instaló cómodamente en la silla y tomó el camino familiar y desolado que llevaba al dominio de los aurigas. La herida le dolía mucho, y de cuando en cuando tenía que detenerse a esperar que la pierna dejara de latirle. Notó también que ahora perdía sangre profusamente.
Llegó al fin a las puertas de la granja y descubrió lo que había querido decir el chico del panadero cuando contó que Grendon estaba levantando una horca. Habían clavado un poste en medio del patio. Un cable llegaba hasta la punta, de donde colgaba un farol que de noche podía iluminar todo el patio.
Había ocurrido otro cambio. Detrás del apeadero habían puesto una nueva cerca de madera, separando el estanque de la granja. Pero en un punto, ominosamente, las maderas estaban rotas, astilladas y aplastadas, como si algo monstruoso hubiera levantado la barrera, sin detenerse.
Un perro feroz, encadenado junto al portón, ladraba furiosamente espantando a las gallinas. Gregory no se atrevió a entrar. Mientras se preguntaba cuál sería el mejor modo de resolver este nuevo problema, la puerta de la granja se abrió unos centímetros y Nancy asomó la cabeza, espiando. Gregory la llamó agitando frenéticamente la mano.
Nancy salió tímidamente, corrió por el patio, y reteniendo al mastín permitió que Gregory entrara. Gregory la besó en la mejilla, aliviado, sintiendo en los brazos el cuerpo firme de la joven.
—¿Dónde está tu padre?
—Mi querido, tu pierna, ¡tu pobre pierna! ¡Todavía te sangra!
—No te preocupes. ¿Dónde está tu padre?
—En el prado del sur, me parece.
—Magnífico. Iré a hablarle, Nancy. Quiero que vayas a la casa y empaques tus cosas. Te llevo conmigo.
—¡No puedo dejar a papá!
—Tienes que hacerlo. Iré a decírselo.
Gregory se alejó por el patio, cojeando, y Nancy lo llamó temerosamente:
—No se desprende nunca de ese fusil. ¡Ten cuidado!
Los dos perros lo persiguieron todo a lo largo de la cadena corrediza, mostrando los dientes brillantes, tratando de alcanzarle los tobillos y ahorcándose casi. Gregory vio a Neckland que aserraba unas maderas cerca de la choza de Grubby. El granjero no estaba allí. Gregory fue impulsivamente hacia los establos.
Grendon estaba trabajando en la oscuridad. Cuando vio a Gregory dejó caer el balde y se adelantó, amenazante.
—¿Has vuelto? ¿No viste el letrero en el portón? No quiero verte por aquí, nunca más. Sé que tus intenciones son buenas, pero te he dicho que te mataré y cumpliré mi palabra. Entiéndeme, te mataré si vuelves de nuevo. Ya tengo bastantes dificultades para que tú añadas otras todavía. Bueno, vete, ¡en marcha!
Gregory no se movió.
—Señor Grendon, ¿está usted tan loco como su mujer antes de morir? ¿No entiende que en cualquier momento repetirá usted el destino de Grubby? ¿No sabe qué cosas alberga usted en el estanque?
—No soy tonto. Bueno, convengamos en que esos monstruos se comen todo, incluyendo a los seres humanos. Aceptemos que esta granja les pertenece ahora. Aun así, necesitan que alguien la atienda. Por eso digo que no me harán daño. Mientras me vean trabajar duramente, no me harán daño.
—Lo están engordando, Grendon, ¿no se da cuenta? El trabajo que ha hecho usted este último mes debía de haberlo dejado en los huesos. ¿No lo asusta eso?
El granjero pareció perder la compostura un momento. Miró rápidamente alrededor.
—No digo que yo no esté asustado. Digo que haré lo que se debe hacer. No somos dueños de nuestra vida. Hazme un favor ahora, y vete de aquí.
Gregory había seguido instintivamente la mirada de Grendon. Advirtió en la oscuridad, por primera vez, el tamaño de los cerdos. Los lomos anchos y negros eran visibles por encima de los establos. Tenían el tamaño de terneros.
—Esta es la granja de la muerte —dijo.
—La muerte es el fin de todos: cerdos, vacas y hombres.
—Es cierto, señor Grendon, y puede seguir pensándolo así, si usted quiere. No comparto ese punto de vista y no dejaré que las gentes que dependen de usted sufran las consecuencias de esas ideas. Señor Grendon, le pido en matrimonio la mano de su hija.
Nancy dejó la granja, y los tres primeros días se los pasó acostada en su cuarto de El caminante entre la vida y la muerte. La comida común parecía envenenarle la sangre. Pero gradualmente, y bajo los cuidados del doctor Crouchron, Nancy fue recobrando las fuerzas, temiendo quizá que si no se curaba atraería sobre su cabeza todas las furias del médico.
—Hoy tienes mejor cara —dijo Gregory, tomándole la mano—. Pronto podrás levantarte, cuando te liberes de toda esa comida malsana de la granja.
—Greg, mi querido, prométeme que no irás otra vez a la granja. No tienes necesidad de ir ahora que no estoy allí.
Gregory bajó los ojos y dijo:
—No me pedirás que te lo prometa, ¿no es cierto?
—No quiero que tú ni yo vayamos allá alguna vez. Papá, estoy segura, vive en una suerte de encantamiento. Yo siento como si despertara ahora, como si estuviese recobrando mis sentidos, ¡y no me gusta pensar que tú estás perdiendo los tuyos! ¿Y si esos monstruos, esos aurigas, nos siguieran aquí, a Cottersall?
—Sabes, Nancy, me he preguntado muchas veces por qué no habrán salido de la granja. Una vez que descubrieron la debilidad de los seres humanos, hubieran podido atacar a todos, o llamar a otros de su especie para tratar de invadirnos. Sin embargo, se contentaron con quedarse en ese sitio.
Nancy sonrió.
—Yo no seré tan inteligente como tú, pero me parece que tengo una respuesta para eso. No les interesa ir a ninguna otra parte. Se me ocurre que son una pareja y que han venido en esa máquina del espacio a pasar unas vacaciones en nuestro viejo mundo, así como nosotros podríamos ir a Great Yarmouth a pasar un par de días en nuestra luna de miel. Quizá están pasando la luna de miel.
—¡La luna de miel! ¡Qué idea horrible!
—Bueno, unas vacaciones entonces. Esa era la idea de papá. Papá dice que son sólo dos, y que pretenden pasar unos días tranquilos en la Tierra. A la gente le gusta comer bien cuando está de vacaciones, ¿no es así?
Gregory miró a la muchacha, boquiabierto.
—¡Pero eso es espantoso! ¡Hablas como si los aurigas fueran gente agradable!
—Por supuesto que no, tontísimo. Pero supongo que entre ellos deben de encontrarse agradables.
—Bueno, prefiero imaginarlos como seres peligrosos.
—Más razón entonces para que no te acerques a ellos.
Pero no ver no impedía pensar. Gregory recibió otra carta del doctor Hudson-Ward, una carta bondadosa y animosa, y no trató de contestarla. Sentía que no podía comprometerse con ninguna tarea que lo alejara de allí, aunque la necesidad de trabajar, en vista de los planes matrimoniales, era ahora cosa urgente: la modesta pensión que le pasaba su padre no alcanzaba para dos. No obstante, no lograba concentrarse en esos problemas prácticos. Era otra carta la que esperaba, y los horrores de la granja continuaban obsesionándolo. Esa noche soñó otra vez con el árbol de saliva.
Al atardecer se animó a contarles el sueño a Fox y Nancy. Se encontraron en un sombrío compartimiento de la parte de atrás de El caminante, un sitio íntimo y discreto con asientos de felpa roja. Nancy se había recobrado ya del todo y esa tarde se había paseado un rato al sol.
—La gente quería ofrecerse al árbol de saliva. Y aunque yo no podía comprobarlo, me pareció que quizá no morían realmente, sino que eran transformados en alguna otra cosa, algo menos humano quizá. Y esta vez vi que el árbol era de alguna clase de metal, y que crecía y crecía bombeándose a sí mismo. Uno podía ver cómo la saliva movía los engranajes y los pistones, y cómo salía luego por las ramas.
Fox se rió un poco secamente.
—Parece que estuvieras describiendo un cuadro del futuro, con maquinarias en todas partes, hasta en las plantas. Te obsesiona el progreso, Greg. Escucha, mi hermana va a Norwich mañana, en el coche de mi tío. ¿Por qué no os vais los dos con ella? Quiere comprar algunos adornos para su vestido de novia, así que eso puede interesarte, Nancy. Luego podrías pasar un par de días con el tío de Greg. Os prometo que os escribiré en seguida si los aurigas invaden Cottersall, para que no os perdáis nada.
Nancy tomó a Gregory por el brazo.
—¿No podemos ir, Gregory? Hace mucho tiempo que no voy a Norwich, y es una hermosa ciudad.
—Sería una buena idea —dijo Gregory, titubeando.
Nancy y Fox insistieron hasta que Gregory tuvo que ceder. Dejó el grupo tan pronto como le fue posible, dio a Nancy un beso de buenas noches, y caminó rápidamente calle abajo hacia la panadería. De algo estaba seguro: si tenía que dejar el distrito, antes quería saber qué estaba ocurriendo en la granja.
A la luz del crepúsculo del estío, la granja tenía un aspecto insólito. Unas cercas de madera macizas, pintadas rápidamente con alquitrán y de tres metros de alto, se alzaban en todas partes, no sólo en el patio sino también a lo largo de los prados, entre los árboles frutales y las matas, en medio del pantano. Y Grendon estaba levantando otras cercas, pues se oía el ruido de un martilleo furioso, puntuado por las infatigables voces de los animales.
No obstante, era la luz lo que daba a la granja ese aspecto sobrenatural. El poste solitario que había sostenido la primera lámpara eléctrica en el patio tenía ahora cinco compañeros: junto al portón, detrás de la casa, a orillas del estanque, a las puertas del cobertizo, y al lado de los establos. La lívida luz amarilla daba a la escena esa atmósfera enigmática y extraña que puede encontrarse en la medianoche eterna de un sepulcro egipcio.
Gregory no cometió el desatino de tratar de entrar por el portón. Ató a Daisy a las ramas bajas de un espinillo y atravesó unas tierras baldías hasta llegar a los prados del sur. Desde allí caminó en línea recta hacia las tierras de alrededor. El trigo se alzaba amenazador en la oscuridad, moviéndose y murmurando. Las frutas habían madurado con rapidez. En los macizos, las frutillas crecían grandes como peras. Las espigas de maíz relucían como almohadones de seda. En la huerta, los árboles crujían bajo el peso de unos balones deformes que querían parecer manzanas: una de ellas, demasiado madura, cayó al suelo con un pesado golpe otoñal. Había movimientos y ruido en todas partes, tanto que Gregory se detuvo a escuchar.
Se levantaba un viento. Las aspas del viejo molino emitieron un quejido que parecía el grito de una gaviota, y empezaron a girar. En el cobertizo de los motores la máquina de vapor daba una nota constante y doble, generando energía. Los mastines ladraban, acompañados por el coro intranquilo de los otros animales. Gregory recordó el árbol de saliva. Aquí, como en el sueño, la agricultura se había convertido en algo que semejaba una industria, y los impulsos de la naturaleza eran devorados por el nuevo dios de la ciencia. Bajo la corteza de los árboles subía el vapor oscuro de fuerzas nuevas y desconocidas.
Gregory se obligó a ponerse en marcha otra vez. Avanzó cuidadosamente entre las sombras de las cercas y las luces de los faroles y llegó a las proximidades de la puerta de atrás de la granja. Una lámpara ardía en la ventana de la cocina. Gregory titubeó, y en ese momento se oyó un ruido de vidrios rotos, dentro de la casa. Corrió entonces silenciosamente, junto al muro, y llegó a la puerta. La voz de Grendon llegaba allí con un tono curiosamente apagado, como si el hombre se hablara a sí mismo.
—¡Quédate ahí! No me sirves. Esto es una prueba de fuerza. Oh, Dios, presérvame, ¡permite que me pruebe a mí mismo! Tú que hiciste mi tierra estéril hasta ahora… ¡permite que recoja sus cosechas! No sé qué estás haciendo. No quiero resistirme a ti, pero esta granja es en verdad mi vida. ¡Malditos, malditos sean! Son todos enemigos.
El hombre siguió hablando así un rato, como un borracho. Gregory se sintió arrastrado por una espantosa fascinación, entró en la casa, cruzó la cocina y se detuvo en el umbral de la sala. Miró por la puerta entornada hasta que vio al granjero, una figura oscura y erguida en medio del cuarto. Sobre la chimenea apagada llameaba una vela, y la luz se reflejaba en las cajas de animales embalsamados. Era evidente que habían cortado las luces de la casa para dar mayor energía a los nuevos faroles de afuera.
Grendon daba la espalda a Gregory. La vela le iluminaba una mejilla tensa y mal afeitada. Parecía un poco abrumado por el peso de esos deberes que se había echado encima, y sin embargo, mirando esa espalda vestida con una chaqueta de cuero, Gregory sintió una suerte de reverencia por la independencia de aquel hombre, y por el misterio que yacía bajo la aparente simpleza. Miró cómo Grendon iba a la puerta de enfrente, dejándola abierta, y pasaba al patio, murmurando siempre entre dientes. Luego el granjero se alejó por el otro lado de la casa y los perros renovaron sus ladridos.
El tumulto no llegó a apagar un gruñido cercano. Mirando en las sombras, Gregory descubrió un cuerpo bajo la mesa. El cuerpo se movió a un costado, aplastando unos vidrios y emitiendo un gemido ahogado. Aunque no se veía mucho, Gregory supo que el hombre era Neckland. Se acercó y le levantó la cabeza, apartando con el pie un pescado embalsamado.
—¡No me mate! Sólo quiero irme de aquí.
—¿Bert? Soy Gregory, Bert. ¿Está usted herido?
Gregory veía algunas heridas en la espalda de Neckland. El hombre tenía la camisa prácticamente destrozada, y los vidrios del piso le habían cortado la carne en el costado y en la espalda. Más grave parecía un moretón que tenía en el hombro, y que se obscurecía cada vez más.
Enjugándose la cara y hablando con una voz más racional, Neckland dijo:
—¿Gregory? Yo creía que estaba usted en Cottersall. ¿Qué hace aquí? El señor Grendon lo matará si lo encuentra.
—¿Qué le pasó a usted, Bert? ¿No puede levantarse?
El hombre había recobrado ya el uso de sus facultades. Tomó el brazo de Gregory e imploró:
—No levante la voz, por favor, o el señor Grendon nos oirá y vendrá otra vez, y terminará conmigo de una vez por todas. Ha perdido la cabeza, y dice que esas cosas del estanque están aquí de vacaciones. Casi me arranca la cabeza con el bastón. Suerte que tengo la cabeza dura.
—¿Por qué fue la pelea?
—Se lo diré en seguida. Me di cuenta muy bien de lo que pasaba aquí en la granja. Si yo no me iba pronto, las cosas del estanque me comerían y chuparían como a Grubby. De modo que me escapé mientras el señor Grendon no miraba, y vine aquí a recoger mis trampas y mis otras cosas. Este lugar está maldito, realmente maldito, y habría que arrasarlo. ¡El infierno no puede ser peor que esta granja!
Neckland se incorporo del todo y se apoyó en Gregory para guardar el equilibrio. Fue hacia la escalera, gruñendo.
—Bert —dijo Gregory—, ¿qué le parece si nos lanzamos contra Grendon y lo maniatamos? Podríamos llevarlo al carro y luego irnos todos juntos.
Neckland se volvió y miró a Gregory desde las sombras, acariciándose el hombro con una mano.
—Inténtelo usted si quiere —dijo, y dando media vuelta subió decidido las escaleras.
Gregory se quedó donde estaba, mirando de reojo la ventana. Había venido a la granja sin un plan preconcebido, pero ahora que se lo había dicho a Bert le parecía que no podía hacer otra cosa que llevarse a Grendon de la granja. Se sentía obligado a hacerlo, pues aunque veía ahora a Grendon con otros ojos, el hombre lo retenía con una especie de fascinación, y era incapaz de dejar que un ser humano, por más perverso que pareciera, enfrentase solo los extraños horrores de la granja. Si conseguía que Grendon no recibiera a tiros a los intrusos, quizá podría traerse ayuda de las granjas vecinas, Dereham Cottages, por ejemplo.
El cobertizo de las máquinas tenía una sola ventana, y con barrotes. Era de ladrillos, y la puerta, maciza, podía cerrarse desde el exterior. Quizá fuera posible atraerlo a Grendon allí, y luego obtener ayuda de afuera.
No sin aprensión, Gregory fue hasta la puerta y espió en la confusa oscuridad. Examinó ansiosamente el suelo, buscando alguna pisada más siniestra que la del granjero, pero no había indicación alguna de que los aurigas estuviesen activos. Salió al patio.
No había avanzado dos metros cuando se oyó un agudo grito de mujer. Gregory sintió como si unas manos heladas le apretaran las costillas, y se acordó de la pobre señora Grendon, loca. En seguida reconoció la voz: era la de Nancy. Los gritos no se habían apagado del todo cuando Gregory corría ya hacia el lado oscuro de la casa.
Sólo más tarde comprendió que había corrido aparentemente hacia un ejército de gritos animales. Sobre todos ellos se oían los chillidos de los cerdos; cada una de estas bestias parecía tener que transmitir a un misterioso destinatario un mensaje agudo e indescifrable. Gregory corrió hacia los establos, esquivando las cercas gigantescas a la luz alta. En los establos, el ruido era ensordecedor. Los cascos de los animales pateaban las maderas. En medio del establo principal colgaba una luz, y Gregory pudo ver de qué modo terrible había cambiado la granja desde su última visita. Las marranas se habían desarrollado enormemente, y las grandes orejas les golpeaban las mejillas como tablas. Los lomos hirsutos se curvaban hasta tocar casi las barras del techo.
Grendon estaba en la entrada del otro lado, sosteniendo en los brazos el cuerpo inconsciente de Nancy. Un saco de alimento para cerdos yacía desparramado a sus pies. Había abierto a medias las puertas de un establo, y trataba de abrirse paso contra el flanco de un cerdo casi de su misma altura. De pronto, Grendon se volvió y miró a Gregory con una cara de indiferencia más terrible que cualquier expresión de furia.
Había alguien más allí. Las puertas de un establo, cerca de Gregory, se abrieron de par en par. Las dos cerdas apretadas entre las tablas lanzaron un terrible chillido en falsete, sintiendo claramente la presencia de un hambre insaciable. Patearon a los lados ciegamente, y todos los otros animales expresaron el mismo terror. La lucha era inútil. Un auriga estaba allí. La misma Muerte, la figura de la guadaña infatigable y de la inmóvil sonrisa ósea, hubiese sido más fácil de evitar que esta presencia venenosa e invisible. Una mancha rosada se extendió rápidamente sobre el lomo de una de las bestias. Casi en seguida la enorme masa empezó a decrecer, perdiendo rápidamente toda su sustancia.
Gregory no se detuvo a mirar el repugnante proceso. Corrió hacia el granjero, que ya se movía otra vez. Y ahora era evidente qué se proponía. Abrió las puertas del último establo y dejó caer a Nancy en el comedero de metal. Casi en seguida las marranas se volvieron chasqueando las mandíbulas hacia este nuevo forraje. Grendon se acercó a un gancho de la pared, que sostenía el rifle.
El estrépito sacudía ahora los establos. La compañera de la marrana que había sido ingerida tan rápidamente se liberó, y salió al pasillo central. Durante un momento se quedó allí —por suerte, pues si no Gregory hubiera quedado atrapado—, inmóvil, como paralizada por la posibilidad de libertad. Los establos se estremecieron y los otros animales lucharon por salir también de los corrales, derribando ladrillos, echando abajo las puertas. Gregory saltó a un lado, y unos cuerpos grotescos se apretaron en los pasillos luchando por ganar la libertad.
Gregory había llegado junto a Grendon, pero la estampida los alcanzó antes que se tocaran. Un casco se le cruzó a Grendon en el camino, y el granjero se dobló hacia adelante con un gruñido y cayó bajo las patas de las bestias. Gregory apenas tuvo tiempo de esquivar el tropel metiéndose en el corral más próximo. Nancy trataba en ese momento de salir de la artesa, y las dos bestias a las que había sido ofrecida se sacudían, tratando de escapar. Animado por una energía feroz, sin razón y casi sin conciencia, Gregory alzó a la muchacha, pasó por encima una pierna, se inclinó a recoger a Nancy, y la ayudó a subir.
Estaban a salvo, pero aún no del todo. Entre las nubes de polvo y las sombras del establo podían ver cómo las enormes bestias se apretaban en una y otra entrada. En medio se libraba una suerte de batalla entre los animales, que se empujaban tratando de llegar al extremo opuesto del edificio. Estaban despedazándose, y la destrucción amenazaba al establo mismo.
—Tuve que seguirte —jadeó Nancy—. Pero papá… ¡creo que ni siquiera me reconoció!
Por lo menos, pensó Gregory, Nancy no había visto cómo Grendon caía bajo las patas de las bestias. Volviéndose involuntariamente, vio el fusil que Grendon no había llegado a tomar y que colgaba aún de un gancho de la pared. Arrastrándose por una viga transversal podía alcanzar fácilmente el arma. Ayudó a Nancy a sentarse y se movió a lo largo de la viga, a sólo unos pocos centímetros por encima de los lomos de los cerdos. El fusil al menos les daría cierta protección: el auriga, a pesar de parecerse muy poco a los hombres, no sería inmune al plomo.
Cuando alcanzó el viejo fusil y lo descolgó del gancho, Gregory sintió de pronto el deseo de matar en seguida a uno de aquellos monstruos invisibles. Recordó entonces sus primeras esperanzas: la idea de que quizá fueran seres superiores, seres sabios y de ilustrado poder, que venían de una sociedad mejor, donde unos códigos morales elevados guiaban las actividades ciudadanas. Había pensado entonces que sólo a una civilización semejante le sería concedido el don de los viajes interplanetarios. Pero lo opuesto era quizá la verdad: quizá un objetivo parecido sólo podía ser alcanzado por las especies indiferentes a fines más humanos. Tan pronto como se le presentó esta idea, se sintió abrumado por la visión de un universo enfermo, donde las razas que cultivaban el amor y la inteligencia habitaban unos mundos diminutos, de los que no salían nunca, mientras el cosmos era recorrido por especies asesinas, que descendían aquí y allí a satisfacer sus crueldades y sus voraces apetitos.
Regresó al sitio donde esperaba Nancy, sobre la sanguinaria lucha porcina.
La muchacha señaló con el dedo, muda. En el extremó más lejano los animales habían derribado las puertas y escapaban ahora hacia la noche. Pero uno de los cerdos cayó y se aplastó contra el suelo como un saco informe de color carmesí. Otro animal que pasó por ese sitio sufrió el mismo destino.
¿El auriga actuaba impulsado por la ira? ¿Lo habían lastimado los cerdos, al cargar ciegamente? Gregory alzó el fusil y apuntó. En ese momento vio una débil columna alucinatoria que se alzaba en el aire. Había caído tanto polvo y barro y sangre sobre el auriga que ahora era parcialmente visible. Gregory disparó.
El culatazo casi lo hizo caer de la viga. Cerró los ojos y oyó apenas la voz de Nancy que lo abrazaba:
—Oh, eres maravilloso, ¡eres maravilloso!; ¡lo alcanzaste justo!
Gregory abrió los ojos y miró entre el humo y el polvo, La sombra que era el auriga se tambaleaba ahora. Al fin cayó. Cayó entre las formas distorsionadas de los cerdos que había matado, y unos fluidos corruptos se extendieron por el suelo. Luego el monstruo se alzó otra vez, Nancy y Gregory vieron que avanzaba hacia la puerta y desaparecía en el patio.
Durante un minuto los dos jóvenes se quedaron mirándose, con expresión de triunfo y perplejidad a la vez. En los establos sólo quedaba un cerdo, malamente herido. Gregory saltó al suelo y ayudó a bajar a la muchacha. Esquivaron los espantosos restos como mejor pudieron y salieron al aire fresco de la noche.
Arriba, sobre la huerta, en las ventanas de la casa, oscilaban unas luces raras.
—¡Fuego! ¡Hay fuego en la casa! Oh, Greg, ¡tenemos que salvar lo que podamos! Las hermosas cajas de papá…
Gregory retuvo a Nancy y se inclinó, hablándole directamente en la cara.
—¡Fue Bert Neckland! Me dijo que había que destruir todo esto, y eso es lo que hizo.
—Vamos, entonces…
—¡No, no, Nancy, tenemos que dejarla arder! ¡Escucha! El auriga herido no puede estar muy lejos. No llegamos a matarlo. Si estas criaturas sienten odio o furia, tratarán de matarnos… ¡No olvides que son más de uno! No tenemos que ir por ahí si queremos vivir. Daisy está de este lado del prado, y nos llevará sin peligro a casa.
—¡Greg, querido, ésta es mi casa! —gritó Nancy, desesperada.
Las llamas se elevaban más y más. Las ventanas de la cocina se rompieron en una lluvia de vidrios. Gregory corrió con Nancy en dirección opuesta, gritando:
—¡Yo soy tu casa ahora! ¡Yo soy tu casa ahora!
Nancy corría también, sin protestar, y juntos se internaron entre los pastos altos.
Cuando llegaron al camino y al sitio donde esperaba la yegua, se detuvieron a tomar aliento y miraron hacia atrás.
La casa ardía por los cuatro costados. Era imposible salvarla ahora. El viento alzaba remolinos de chispas, y una de las aspas del molino había empezado a arder también. Las lámparas eléctricas de los postes emitían una luz espectral y pálida. De cuando en cuando, la sombra de algún animal gigantesco atravesaba la escena. De pronto, las luces se estremecieron y luego se apagaron. Un animal había derribado un poste. La lámpara había caído al estanque, y el cortocircuito había interrumpido el sistema.
—Vámonos —dijo Gregory, y ayudó a montar a Nancy.
Cuando subía detrás, se oyó un rugido creciente, cada vez más agudo. De pronto, se apagó. Una nube espesa de vapor burbujeó sobre el estanque. Y de la nube salió la máquina del espacio, y subió, y subió, subió, y Nancy y Gregory la observaron boquiabiertos, angustiados. La máquina subió en el aire suave de la noche, se perdió de vista durante un momento, comenzó a emitir un brillo opaco, y reapareció tremendamente lejos.
Poco después, Gregory la buscaba desesperadamente en el cielo, pero la máquina ya había desaparecido, más allá de los límites de la atmósfera terrestre. Sintió una terrible desolación, más terrible aún porque era enteramente irracional, y entonces pensó y gritó lo que pensaba:
—Quizá verdaderamente estaban pasando aquí sus vacaciones… Quizá disfrutaban aquí, y les hablarán a sus amigos de este pequeño mundo. ¡Quizá el futuro de la Tierra sea sólo eso: un lugar de veraneo para millones de aurigas!
El reloj de la iglesia daba la medianoche cuando Nancy y Gregory llegaron a las primeras casas de Cottersall.
—Primero iremos a la taberna —dijo Gregory—. No puedo llamar a la señora Fenn a esta hora, pero tu patrona nos servirá comida, agua caliente y unas vendas para las heridas.
—Yo me encuentro bien, querido, pero me alegra que me acompañes.
—Te advierto que desde ahora te acompañaré demasiado.
La puerta de la taberna estaba cerrada, pero adentro había luz, y al cabo de un rato el posadero mismo vino a abrirles, ansioso por oír alguna noticia que pudiera transmitir luego a su clientela.
—En la habitación número tres hay un caballero que desea hablar con usted a la mañana —le dijo a Gregory—. Un caballero simpático que vino en el tren de la noche y que está aquí desde hace una hora.
Gregory hizo una mueca.
—Mi padre, sin duda.
—Oh, no, señor. Es un señor llamado Wills, o Wells… o Walls… La firma no es muy clara.
—¡Wells! ¡El señor Wells! ¡Ha venido! —Gregory tomó las manos de Nancy, sacudiéndoselas, excitado—. Nancy, ¡uno de los más grandes hombres de Inglaterra está aquí! ¡Nadie podría oír con mayor provecho una historia como la nuestra! Iré a hablarle ahora mismo.
Besando ligeramente a Nancy en la mejilla, Gregory corrió escaleras arriba y llamó a la puerta del cuarto número tres.
El árbol de saliva.
Brian W. Aldiss.