Fichero publicado por Urria Gorria

El mejor mundo posible #audiocuento de #CienciaFiccion de Richard Wilson

esta grabado con la voz de Helena y dura unos 12 minutos y pertenece al 2º volumen de la Antologia de novelas de anticipación que incluye varios cuentos.
para el que lo prefiera leer con otra voz o imprimirlo le pongo el texto debajo de estas líneas.

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EL MEJOR MUNDO POSIBLE
Richard Wilson

La hora del programa estaba próxima. Floyd Geringer llamó a su hijo:
—Vic..., ya es casi la hora.
—Voy, papá.
El muchacho vivía la época del crecimiento. Era un niño sin madre cuando fueron lanzados, y ahora iba a cumplir los catorce años. «Lanzamiento» era la palabra empleada por Floyd para denominar el acto que les hizo viajar por el espacio, sin esperanzas de regresar a la Tierra.
Se sentaron en las gastadas y cómodas butacas, frente al altavoz. El dedo meñique de la mano izquierda de Floyd hurgó inconscientemente en el diminuto círculo que la quemadura de un cigarro había dejado en el tapizado rojo del brazo de la butaca. ¿Cuántos años habían pasado desde que fumó su último cigarrillo? Esta pregunta vagó por la mente de Floyd; luego, fue rechazada por él. Carecía de importancia.
Floyd Geringer consultó el reloj. Faltaba un minuto.
Vic preguntó:
—¿Por qué escuchamos siempre el programa de las ocho?
—Es el mejor —dijo su padre—. Es de noche, y la gente está en casa terminando de cenar. Reservan los mejores programas para el mayor auditorio.
Naturalmente, mantenían su reloj a la hora de la Tierra, según había dicho Floyd en cierta ocasión. Hora de Nueva York, específicamente.
—Pero, ¿por qué no podemos escucharlo más que una vez a la semana? —preguntó el muchacho.
Era de corta estatura para su edad, pero también su padre era bajo. Y su madre había sido una mujer menuda, también, antes de... Bueno, antes que ocurriera aquello. Floyd no quería recordarlo.
—Tenemos que conservar las baterías, hijo —respondió—. No van a durar siempre.
—Supongo que no.
Vic se reclinó en su butaca y abrió el libro que había estado sosteniendo en la mano, por las páginas entre las que introducía su dedo índice. Era Robinson Crusoe. Y Lloyd sonrió levemente.
—Deja el libro, Vic —dijo con cariño—. Esto va a empezar.
Conectó el aparato cuando la roja saeta del reloj señalaba las ocho menos treinta segundos.
—Es un buen libro. Habla de unas personas parecidas a nosotros. ¿Lo has leído, papá?
—Sí, lo leí cuando tenía tu edad, poco más o menos. Ahora, silencio.

Vic sacó una señal de cartulina del bolsillo de su camisa y lo colocó entre las páginas. Lo había hecho siempre desde que su padre le riñó por doblar el extremo superior de una página. Dejó el libro en el suelo, suavemente, y se apoyó contra el respaldo de la butaca, cerrando los ojos.
—Lástima que no tengamos televisión —dijo.
—Ya te he explicado los motivos —respondió su padre—. Es...
—Lo sé, papá. Sssst, ya es la hora.
Cuando la saeta grande del reloj llegó al 12, una voz dijo a través del altavoz:
«Y, ahora, la International Broadcasting Corporation presenta: ¡La Marcha del Mundo! Acontecimientos y personajes que son noticia. Llega hasta ustedes por gentileza de los fabricantes del remedio casero que alivió a sus bisabuelos y que hoy sigue aliviando...»
Vic dijo:
—A nosotros no va a aliviarnos, ¿verdad, papá?
—No, hijo. Esa es una de las cosas sin las cuales podemos pasar. Pero no debemos ser duros con ellos. Son los que patrocinan el programa.
«Y, ahora —dijo el locutor—. ¡La Marcha del Mundo! En primer lugar vamos a trasladarles a ustedes a Kansas City, donde Sinclair Lewis, el novelista ganador del Premio Nobel, es noticia hoy por haber desafiado a Dios a que le matara. Conectamos con Kansas City. Lane McGrath al habla. Conectamos.
»Buenas noches, queridos radioyentes. Les habla Lane McGrath desde Kansas City, una ciudad que se encuentra profundamente afectada después de la exhibición llevada a cabo por uno de nuestros novelistas más famosos, Sinclair «Rojo» Lewis, el cual le ha dado a Dios un plazo de diez minutos para que le matara. El señor Lewis continúa vivo, y nosotros hemos querido recoger la opinión del hombre de la calle acerca de este acontecimiento. Tenemos junto al micrófono a al señor Arthur Baldwin, propietario de una tienda de ultramarinos. Señor Baldwin, nuestros oyentes están muy interesados en conocer su opinión sobre este suceso. ¿Qué opina usted de él?
»—Bueno, yo creo que tal vez Dios, en su Infinita compasión, ha tenido piedad de ese hombre, o tal vez no ha querido malgastar uno de sus rayos en él. No creo que ese hombre haya demostrado nada...
»Chicago es hoy también noticia. Las fuerzas de la ley y el orden, y los agentes del F.B.I., gracias a una confidencia de una misteriosa mujer vestida de rojo, han conseguido acabar con el Enemigo Público Número Uno, el célebre John Dillinger. Dillinger, el hombre que había declarado la guerra a los Estados Unidos, que se había teñido el pelo y se había dejado crecer el bigote en una vana tentativa de escapar a la justicia, ha caído acribillado a balazos cuando salía de un cine de barrio llamado El Biógrafo. ¡Una prueba más demostrando que el crimen se paga!»

Floyd Geringer miró a su hijo. Los ojos del muchacho continuaban cerrados. Si aquel gran drama le había conmovido, no dio la menor señal de ello.
«... Pero, malas noticias de Inglaterra. El rey Jorge VI ha muerto. El dolor del Imperio sólo está mitigado por el hecho que su encantadora hija subirá al trono como Isabel II. La antigua tradición se repite: ¡El Rey ha muerto! ¡Viva la Reina!
»En el mundo de los deportes, el Bombero de Detroit y el Ulano Negro del Rin...»
De nuevo el padre miró a su hijo mientras el locutor explicaba la apabullante derrota de Max Schmeling a manos de Joe Louis, en el primer asalto de su combate de desquite. Pero Vic continuaba sin moverse, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, sin que su rostro reflejara la menor emoción.
El programa estaba terminado. El locutor dijo:
«Éste ha sido nuestro número de hoy de La Marcha del Mundo. Buenas noches, queridos radioyentes, y esperamos encontrarles a ustedes de nuevo mañana en nuestra sintonía.»
Floyd, como hacía invariablemente, tomó el mando del aparato cuando el locutor decía «buenas noches», y le dio media vuelta en la última sílaba de «sintonía».
Vic abrió los ojos. Los había mantenido cerrados durante toda la emisión, y Floyd se preguntó si habría estado durmiendo durante parte de ella.
—En la Tierra han tenido un día ajetreado, ¿verdad? —dijo Floyd.
—Hum —respondió el muchacho—. Papá, ¿tenemos algún libro de Sinclair Lewis?
Por lo menos había oído el primer comentario.
—Creo que tenemos Calle Mayor.
—Parece un hombre con mucha personalidad —dijo Vic—. Nosotros tampoco somos muy religiosos, ¿verdad, papá?
—Creo que no, Vic. Pero confío en que nunca te atrevas a desafiar a la Divinidad. En estas cosas no hay que llegar nunca demasiado lejos.
—No te preocupes, papá. —Recogió el Robinson Crusoe—. Creo que me iré a la cama y leeré un rato. Buenas noches.
—Buenas noches, hijo.
Vic había dejado de darle un beso antes de acostarse cuando cumplió nueve años. A Floyd le había entristecido aquel hecho, revelador, junto con otros muchos, del crecimiento de su hijo. El tiempo pasaba. Algún día, él moriría y Vic se quedaría solo. Algún día. Pero no había por qué pensar en un hecho futuro que podía tardar muchos años en llegar.
Unos meses antes que ellos fueran lanzados, Floyd había sido sometido a una minuciosa revisión médica, y el doctor le había dicho que su salud era excelente. Tenía una tos crónica, desde luego. El médico, hombre práctico, le había advertido que dejara de fumar..., si podía. Floyd dejó de fumar cuando se acabaron los cigarrillos —se había fumado el último el día que Vic cumplió cinco años, en una especie de celebración—, y su tos se había desvanecido un mes más tarde.

En la mente de Floyd, el recuerdo del doctor se encadenó con otros recuerdos terrestres. El pánico en Florida, y especialmente en el pueblo de Cocoa, donde estaban pasando sus vacaciones, cuando cayeron las primeras bombas en las proximidades de Cabo Kennedy. Naturalmente, el Cabo y la Base Aérea Vanderberg de California se encontraban entre los primeros objetivos del enemigo.
Su esposa estaba en la playa, esperando presenciar un proyectado lanzamiento. Su afición a los cohetes espaciales había sido la causa de su muerte.
Floyd estaba durmiendo en el hotel, en una de las camas gemelas de su habitación. Vic, que no había cumplido los dos años, dormía en su cuna. Vic no se había despertado. Floyd lo envolvió en una manta y salió corriendo en medio de la oscuridad.
«¡Todos los que estaban en la playa han muerto!», gritó alguien, y Floyd subió a su automóvil y se marchó en dirección opuesta, hacia el centro experimental de proyectiles dirigidos, pensando en los refugios de hormigón armado que podían proporcionarles protección a su hijo y a él contra el ataque.
En la verja de entrada no había nadie y Floyd la cruzó a toda velocidad, encaminándose hacia las grúas silueteadas contra el resplandor de los incendios.
El Proyecto Magellan les había salvado. El Magellan era el cohete espacial cuyo lanzamiento esperaba presenciar su esposa. Los dos astronautas que debían tripularlo habían sido las primeras víctimas del inesperado ataque, y el lanzamiento no había tenido lugar.
Pero todo estaba preparado. Los soldados permanecían en sus puestos esperando órdenes. El vehículo espacial, dispuesto para el lanzamiento, se erguía contra el cielo, alargado y liso.
Floyd, conduciendo sin rumbo fijo a través del pandemonio de la base, llegó a la zona del Proyecto Magellan.
—¡Eh! ¡El del automóvil! Póngase a cubierto! —aulló un centinela de uniforme.
Floyd detuvo el automóvil. El soldado —llevaba los suficientes galones como para ser un sargento, pero Floyd no estaba al corriente de las nuevas categorías de la Aviación— le ayudó a transportar a Vic al refugio de hormigón.

Mientras estaba allí, sorbiendo una taza de café y haciéndole comer a Vic un trozo de chocolate que uno de los soldados le había dado, la radio dio las noticias.
«Aquí, Washington —dijo, con la voz de la derrota—. Hemos sido vencidos. Nueva York dice lo mismo. Chicago no contesta. San Francisco se ha rendido. Ottawa permanece en silencio. Colorado Springs y Omaha han sido destruidas. Vanderberg y Cañaveral han quedado inutilizadas.»
—Esto es el infierno —dijo el sargento.
—Cállese, sargento. Escuche.
«En la imposibilidad de reorganizar nuestras fuerzas, las instrucciones son las siguientes: Prepararse para la guerra de guerrillas. Rendirse únicamente ante la fuerza del número y bajo la amenaza de aniquilación. Destruir todo el material que no pueda ser utilizado eficazmente contra el enemigo y que pueda caer en sus manos. Que el Cielo nos ayude. Por orden del Jefe superviviente de mayor graduación, Coronel del Cuerpo de Transmisiones, Robert G. Hayden.»
—¡Coronel! —dijo el sargento—. ¿Es eso lo mejor que nos queda?
—¡Transmisiones! —exclamó un cabo—. La situación debe ser realmente grave.
—¡Dios mío! —murmuró el sargento—. Hasta ahora, nunca me habían hablado de rendición..., ni siquiera en Corea.
—Aquí tenemos algo que destruir —dijo el cabo—. El cohete.
—Calma, calma —dijo el sargento—. Cumpliremos las órdenes recibidas. Haremos la guerra de guerrillas. Pero antes tenemos que poner a salvo al personal civil y evitar que el cohete caiga en manos del enemigo. Y creo que podemos hacer las dos cosas al mismo tiempo... —Evidentemente había estado pensando en aquella solución. Se volvió hacia Floyd—. ¿Qué le parece la idea de darse un pequeño paseo con el niño?
Floyd parpadeó, asombrado.
—¿Por el espacio?
—Exactamente. Por lo que veo, no puede usted convertirse en guerrillero. ¿No quiere usted marcharse? De acuerdo. Destruiremos el cohete. Pero, en tal caso tendrá usted que arreglárselas como pueda. Nos será imposible ayudarle. La otra solución es embarcar en el Magellan. Todo está preparado para el lanzamiento. El cohete contiene provisiones para dos personas durante treinta años. Pasará mucho tiempo antes que el niño consuma como un adulto, de modo que las provisiones durarán un poco más. ¿Qué dice usted?
Floyd Geringer pensó con toda la rapidez que le fue posible. Permanecer en un mundo en guerra, con la responsabilidad de un niño, no era una perspectiva agradable. Ser lanzado al espacio no resultaba demasiado atractivo, tampoco. Pero, obligado a elegir, tenía que optar por la segunda solución.
—Iremos —le dijo al sargento—. Embarcaremos en el Magellan.
—De acuerdo —dijo el sargento—. Ya lo han oído, muchachos. Preparados para el lanzamiento.
Se volvió hacia Floyd.
—Encontrará usted un manual de instrucciones a bordo. Ahora no podemos perder tiempo aleccionándole a usted. Tome al niño y sígame.
De este modo, Floyd Geringer y su hijo Víctor, que no había cumplido los dos años, fueron lanzados de acuerdo con el Proyecto Magellan, mientras la Tierra se agitaba en las convulsiones de la III Guerra Mundial.

En el Magellan había mucho espacio. Los diseñadores del satélite habían incluido un dormitorio para cada ocupante; una habitación funcional con departamentos para la preparación de las comidas, aseo y archivo; un salón de recreo con libros, radio, tocadiscos, aparatos de grabar y cómodas butacas; y un cuarto de navegación.
Floyd convirtió el cuarto de navegación en su madriguera. Vic, excluido de ella desde el primer momento, tenía su propia habitación desde que cumplió los cuatro años. Floyd fabricó juguetes para él aprovechando los envases de plástico de las provisiones consumidas.
No estaba proyectado que los astronautas que debían tripular el Magellan estuvieran en el espacio durante treinta años, pero los técnicos habían previsto aquella posibilidad, en caso de algún fallo o avería. Esto explicaba la existencia de aquella enorme cantidad de comestibles. No había ningún sintetizador de alimentos, pero sí un regenerador de agua. Consistía en un sistema de circuito cerrado que no permitía que se perdiese ni una sola gota de agua.
También había un regenerador de aire, y Floyd estudió su funcionamiento en el manual hasta aprendérselo de memoria. Se había dicho que si el regenerador de agua tenía algún fallo, dispondría de un par de días para arreglarlo, en tanto que el aire era algo inmediato y vital.

Otra semana; otro programa.
—Es la hora, Vic.
—Voy, papá.
«... ¡La Marcha del Mundo! ¡Grandes noticias de Katmandú, en el remoto Nepal! Después de muchos años de inútiles tentativas, el hombre ha conquistado la cumbre más alta de la Tierra. La noticia fue transmitida (paradójicamente, en esta época moderna), por un correo indígena, luego por teléfono, y finalmente a través de los servicios telegráficos de prensa de todo el mundo. Dos hombres ascendieron a aquella altura inaccesible, el Monte Everest, a 29.002 pies sobre el nivel del mar. Uno de ellos fue Edmund Hillary, apicultor de Nueva Zelanda. El otro, un humilde sherpa, o porteador, Tenzing. La bandera inglesa fue izada en la parte más alta de la cumbre, en honor de la recién coronada reina. Han empezado a afluir mensajes de felicitación de todo el mundo: del Presidente Roosevelt, del Presidente de Gaulle, desde los cuatro puntos cardinales...
»Casi al mismo tiempo, el mundo se enteró de otra gran hazaña: el submarino atómico Nautilus ha completado el primer viaje submarino por debajo de los hielos del Polo Norte. El Presidente Roosevelt, en su calidad de Comandante en Jefe, ha anunciado la noticia desde la Casa Blanca...»
Al oír esto, Vic había abierto los ojos, con gran satisfacción de su padre. El muchacho le estaba mirando con una leve sonrisa en los labios.
—Un gran día para los exploradores, ¿verdad, hijo mío?
Vic asintió. Su sonrisa se desvaneció, se reclinó contra el respaldo de la butaca y volvió a cerrar los ojos hasta el final del programa. Floyd creyó notar una lágrima debajo de los cerrados párpados, pero no dijo nada.

Una noche, cuando la orquesta del programa estaba interpretando una suave melodía, el locutor, hablando sobre un fondo musical, dijo:
«Y, ahora, al acercarse la medianoche, un mensaje especial. A usted, Floyd Geringer, si desde el remoto espacio puede oír mi voz, le deseo un feliz año nuevo. Y también a su hijo, Vic, que debe haberse convertido ya en un hombrecito. Desde la Tierra, a usted, Floyd, y a ti, Vic, feliz año nuevo. Nuestros pensamientos están con ustedes esta noche, como siempre.»
La música subió de tono, mezclándose con las risas de la gente y las lentas campanadas de un reloj.
Esta vez fueron los ojos de Floyd los que se llenaron de lágrimas.
—Han sido muy amables al acordarse de nosotros, ¿verdad, Vic?
Vic, que tenía los ojos secos, respondió:
—Sí, papá. ¿Conocías a ese hombre?
—No, hijo. Pero él nos conoce a nosotros, como nos conocen todos los habitantes de la Tierra. Feliz año Nuevo, Vic, si es posible deseártelo.
—Soy feliz, papá. Pero, ¿no podrían llegar hasta nosotros de algún modo? ¿No lo intentan?
La música se interrumpió y, en el repentino silencio, Floyd se inclinó hacia adelante y desconecto el aparato.
—Claro que lo intentan. O lo intentaron, durante mucho tiempo. Pero no resulta fácil localizar una mota de polvo en la inmensidad del espacio. Estoy seguro del hecho que están haciendo planes para una nueva tentativa, aleccionados por la experiencia anterior y con mejores elementos. No debes perder la esperanza, hijo.
—Estoy perfectamente —dijo Vic—. Me siento como si fuera el hijo de Robinson Crusoe. Robinson Crusoe debió sentirse triste más de una vez, como tú, pero su hijo era feliz porque había llegado a la isla siendo muy pequeño y, por tanto, allí estaba su verdadero hogar.
Los ojos de Floyd seguían húmedos. Apoyó una mano en el hombro de Vic y lo oprimió cariñosamente.
—Ése es un modo muy inteligente de ver las cosas, hijo.

Otra noche, después de un programa en el cual Roger Bannister rebajó la marca de la milla a menos de cuatro minutos, Man O'War ganó el Preakness y los Senadores de Washington aplastaron a los Yankees de Nueva York por 14 a 1. Floyd Geringer encontró a su hijo consultando un ejemplar del Almanaque Mundial.
Floyd había permanecido en su madriguera y creyó que el muchacho se había ido a la cama. Le encontró en el salón de recreo con el Almanaque. Floyd había olvidado que estaba a bordo.
Vic alzó los ojos del libro cuando entró su padre y señaló el punto con un dedo.
Floyd dijo, en tono indiferente:
—Un libro voluminoso, ¿verdad?
—Sí. Terriblemente. Creo que contiene todo lo que cualquiera desee saber.
—Desde el punto de vista estadístico, supongo que sí... —Floyd dudó un momento. Luego añadió—: ¿Te importaría decirme lo que estabas mirando?
—Las poblaciones —respondió rápidamente Vic.
Volvió a abrir el libro. Su dedo señalaba la densidad de la población de Australia, que, al parecer, era la más baja del mundo.
—¿Sí? —dijo su padre. No tenía ningún motivo para dudar de la palabra de su hijo. Atribuyó la curiosidad del muchacho a un morboso interés, ya que la mayor población que había visto era de dos personas, una de las cuales era él mismo—. Me gustaría echarle un vistazo al Almanaque cuando hayas terminado con él, Vic. Hay algo que deseo consultar.
Vic cerró el libro y se lo entregó:
—Puedes mirarlo ahora. Ya he terminado. Creo que voy a acostarme.
—Buena idea. Buenas noches, Vic.
Floyd se dirigió apresuradamente a su madriguera con el Almanaque. No tenía necesidad de consultarlo para saber que Bannister y Man O'War no habían sido contemporáneos, que Roosevelt estaba muerto cuando fue conquistado el Everest, o que el Nautilus había efectuado su viaje durante el mandato de Eisenhower.
Ocultó el Almanaque detrás de un montón de herramientas y se sentó enfrente del magnetofón.
—¡Impostor! —murmuró, hablando consigo mismo más que con el aparato.
Sacó la cinta en la cual había grabado el último programa. Por un instante se sintió profundamente avergonzado de sí mismo por haber engañado a Vic de aquel modo. Pero luego, al pensar en la inmensidad y la soledad del espacio que se extendía más allá del cohete, recordó los motivos que le habían impulsado a grabar aquel programa semanal.
Aquellos motivos seguían siendo válidos; no le habían ocasionado daño alguno. Había estado poblando su pequeño mundo con grandes momentos de aquel otro mundo que había muerto. Él, el penúltimo hombre, había estado almacenando recuerdos que el último hombre —ahora todavía un muchacho— se llevaría con él en la órbita final.
Los libros eran una cosa; las palabras vivas, sinceras, eran más auténticas, más reales.
Pero Floyd tenía que admitir que aquellas palabras no eran sinceras. En el cohete había unas cintas auténticas que Floyd había descubierto ocultas en el cuarto de navegación años después de haber sido lanzado. Al parecer, los proyectistas del Magellan habían tenido en cuenta la posibilidad que ocurriera lo peor y que los astronautas no pudieran regresar nunca..., en cuyo caso su tumba sería una cápsula. Pero había también las cintas que Floyd había falseado...

Las había falseado y había engañado a su hijo. Pero su intención había sido buena. Algún día podría explicárselo a Vic. Todavía no, puesto que Vic no sospechaba nada, al parecer, a pesar del descubrimiento del Almanaque, sino más tarde, cuando el padre tuviera la creencia que sus días estaban contados y que Vic iba a quedarse solo. Hasta entonces sería preferible —sí, e incluso obligado— dejar que Vic creyera que la Tierra todavía existía como mundo viviente y que desde allí podía llegarles el rescate.
Floyd Geringer, sabiendo que aquel rescate no se produciría, pensó en lo que había hecho. En su soledad había recreado la Tierra que él conocía..., o, por lo menos, la Tierra que él recordaba a través de un borroso filtro de nostalgia. Las manipulaciones de Floyd con las cintas habían producido lo que para él era El Mejor Mundo Posible. Un mundo en el cual Franklin Delano Roosevelt era Presidente, donde los yankees de Nueva York seguían teniendo en sus filas a Babe Ruth, a Lou Gehring y a Murderer's Row, donde Joe Louis era el campeón del mundo de los pesos pesados y Fred Allen estaba en la radio, y Carole Lombard seguía haciendo películas, y Albert Einstein continuaba en su estudio de Princeton trazando grandes y proféticas ecuaciones en su pizarra. Un mundo donde ninguna persona buena había muerto, una Tierra cuya perfección provocaba el llanto de su creador ante su pérdida.

Floyd sospechaba que al preparar las cintas de aquel modo había actuado tanto en favor de su nostálgico placer como para evitar que Vic se enterase del hecho que ellos eran las dos últimas personas vivas. ¿Y por qué no? No necesitaba disculparse por haber desvirtuado la realidad en los programas. Por haber dejado que Vic creyera que el mundo había sido bueno..., como en realidad lo había sido, al menos en parte.
No había necesidad inmediata que el muchacho se enterara de otros aspectos del planeta donde había nacido: las guerras, la degradación de millones de seres sumidos en la pobreza, la crueldad de algunos hombres para con otros hombres... Todo eso estaba registrado en los libros de Historia que Floyd había ocultado hacía muchos años para que no cayeran en manos de su hijo.
Más animado, Floyd colocó una cinta nueva en el magnetofón, dispuesto a preparar el programa de la semana siguiente. Hubo una época en que creyó que podría preparar un programa para cada noche, pero la realidad del trabajo le hizo comprender que sería una tarea imposible. Ahora, con el programa semanal, se pasaba hasta dos días para llenar la cinta. Éste era el motivo por el que le hubiera mentido a su hijo diciéndole que las baterías no le permitían escuchar la radio con más frecuencia. Las baterías solares, desde luego, durarían tanto como el propio cohete. Pero a partir de aquel momento tendría que obrar con mucho cuidado. La historia que recreaba tenía que resultar verosímil.
Incapaz en aquel instante de pensar en cuáles serían los acontecimientos que encajarían mejor con la nueva línea que acaba de trazarse, se quedó dormitando sobre el magnetofón. Esto le relajaba y a veces le inspiraba.

En la semana siguiente no fue Floyd quien avisó a su hijo a la hora del programa. Vic Geringer abrió la puerta del salón de recreo cuando faltaban dos minutos para las ocho y lo encontró vacío. No podía recordar que el hecho se hubiera producido en alguna ocasión anterior. Vic llamó a la puerta de la habitación de su padre.
—¡Papá!, es la hora del programa.
La voz que respondió sonó vieja y cansada.
—Creo que esta noche no voy a escucharlo. No estoy de humor.
—¿Estás enfermo, papá? —preguntó Vic a través de la puerta—. ¿Te ocurre algo?
Floyd abrió la puerta, pero no se dirigió hacia su butaca.
—Estoy bien, Vic. Un poco deprimido quizá. Creo que me acostaré temprano si no te importa.
—Desde luego que no. Pero, ¿crees que puedo escuchar el programa?
Floyd esperaba que su hijo no le haría aquella pregunta, pero estaba preparado para ella.
—Claro que sí. ¿Por qué no conectas el aparato tú mismo?
—¿Puedo?
Vic no había tenido nunca aquel privilegio.
Su padre asintió y Vic esperó a que la saeta del segundero iniciara la vuelta al último minuto anterior a las ocho. Entonces hizo girar el mando.
—Mientras esté aquí debo escuchar también —dijo el padre.
Se instaló en la gastada butaca y su dedo meñique hurgó nerviosamente en el agujerito que el cigarrillo había dejado en el rojo tapizado del brazo.
A las ocho en punto la voz del locutor dijo:
«La International Broadcasting Corporation, que habitualmente presenta a esta hora La Marcha del Mundo, comunica a sus oyentes que, debido a la falta de acontecimientos de interés mundial, su acostumbrado programa será sustituido por una emisión de música sinfónica.»
Vic miró a su padre con expresión de sorpresa. Floyd se encogió de hombros.
—Por lo visto, hoy no ha sucedido nada —dijo—. Suele ocurrir a veces para desesperación de los editores de periódicos.
—Algo tiene que haber sucedido en alguna parte —dijo Vic.

Lo que había sucedido era que, por primera vez, Floyd no había preparado ninguna cinta. El hecho de haber sorprendido a Vic con el Almanaque le imponía la necesidad de escoger cuidadosamente las noticias a fin de evitar que su hijo sospechara algo. Y aquella necesidad le había puesto nervioso y había embotado su cerebro. Finalmente, cuando sólo faltaban unas horas para que el programa fuese radiado, Floyd tuvo que admitir que aquella semana le sería imposible grabarlo.
Estaba casi seguro que Vic no tomaría la iniciativa para oír el programa, pero como medida de precaución había preparado la grabación de música sinfónica. Ahora dio gracias a su buena estrella (el utilizar este ridículo tópico le hizo reírse irónicamente de sí mismo) por haberlo hecho.
La voz del locutor dijo:
«A continuación ofrecemos a ustedes la «Séptima Sinfonía en mi bemol» de Anton Bruckner, por la Orquesta de Conciertos de Amsterdam, bajo la experta dirección de Van Beinum.»
Cuando sonaron los primeros compases de la majestuosa música, Floyd se inclinó hacia adelante para desconectar el aparato.
—Déjalo, papá, por favor —dijo Vic. Y luego, tras una pausa que a oídos de Floyd resultó muy sospechosa, añadió—: Si es que no te importa malgastar las baterías...
—De acuerdo —dijo Floyd—. Aunque creo que tenemos el disco...
Lo sabía perfectamente, puesto que lo había grabado en la cinta.
—Sí, pero éste viene de la Tierra. Y, aunque sea el mismo disco, no es igual.
Al día siguiente, Floyd Geringer se emborrachó. Hasta entonces sólo había bebido dos veces del coñac almacenado en el Magellan. La primera vez fue aquel día terrible, unos meses después de su lanzamiento, al captar en la radio el mensaje de despedida de la Tierra. La otra vez fue cuando cumplió los cincuenta años, aquel hito cronológico que había reforzado su convencimiento del hecho que su vida y la del hombre estaban tocando a su fin.

Se encerró en su madriguera con la botella de Hennessy, pensando de nuevo en aquel último mensaje de la Tierra. Había sido grabado por pura casualidad al final de aquella guerra suicida. Floyd bendijo al hombre anónimo que en sus últimas horas de vida había tenido el desprendimiento de redactar la esquela de defunción de la Tierra y de enviarla al espacio, donde, como él mismo había dicho, algún oído desconocido podía captarla. De este modo el oyente podría enterarse de lo que había matado a la Tierra y podría aplicar la lección a su propio planeta. El oyente podía también, si estaba aún a tiempo, rescatar a los dos únicos supervivientes del desastroso conflicto: el hombre y el niño que habían sido lanzados al espacio en el cohete Magellan.
A veces, aunque no con mucha frecuencia, Floyd maldecía al hombre que había preparado el mensaje. Debió tener en cuenta la posibilidad a que éste fuese captado por los ocupantes del Magellan. Aquel terrestre había sido cruel al decirles que estaban condenados; al robarles la esperanza que el silencio hubiera mantenido. Pero luego Floyd se retractaba de su maldición y se decía que, en igualdad de circunstancias, él hubiera hecho lo mismo, probablemente.
Mientras el nivel de la botella de coñac iba bajando, Floyd sacó la grabación que había hecho del mensaje. Al principio no lo había grabado, odiando y deseando a la vez aquel último lazo con la Tierra, con la cual sintonizaba todos los días con morbosa fascinación. Pero cuando la emisión pareció debilitarse, como si las baterías se estuvieran agotando o el transmisor estuviera afectado por algún cataclismo, hizo una grabación. Al cabo de una semana la Tierra quedó silenciosa.
Floyd colocó una vez más el mensaje en el magnetofón, aunque se lo sabía de memoria. Se sirvió otra copa, brindando por el desconocido terrestre, y empezó a preparar el programa para la semana siguiente. Sería el último.

Eran las ocho.
—¿Preparado, hijo?
—Sí, papá.
Floyd hizo girar el mando. Cuando la saeta grande del reloj llegó al 12, la voz empezó:
«Tu padre te habla, Vic...»
El muchacho estaba en su acostumbrada posición, con la cabeza reclinada en el respaldo de la butaca y los ojos cerrados. Al oír aquellas palabras abrió los ojos de par en par y miró a su padre. Luego su mirada se fijó en el altavoz y no se apartó de allí.
«He pensado que me resultaría más fácil hablar contigo de este modo, hijo —estaba diciendo la voz de Floyd—. Así tengo ocasión de pensar las cosas antes de decirlas y de cambiarlas si no las he dicho del modo apropiado. He llegado a dominar a la perfección la grabación de cintas magnetofónicas...»
Mientras la voz seguía hablando, Vic cerró los ojos. Pero Floyd sabía que estaba escuchando atentamente. Al cabo de un rato unas lágrimas empezaron a deslizarse por debajo de los cerrados párpados.
«... Verás, en la Tierra había cosas que yo amaba tanto que quise que su recuerdo significara algo para ti. Quise que conocieras la Tierra viviente, como yo la había conocido, y no que la estudiaras como podrías estudiar una lengua muerta... Admito que te engañé y te pido perdón por ello. Pero no te pido que me perdones por haberte contado la historia a mi modo. Encontrarás los hechos en el Almanaque Mundial, el cual podrás leer a tu gusto, así como los otros libros que puse fuera de tu alcance hasta que fueras mayor. Pero los hechos nos son suficientes. La Tierra fue algo más que una colección de estadísticas. La Tierra fue mi hogar —y el tuyo durante un corto espacio de tiempo—, y creo que lo que he tratado de enseñarte a mi manera es más cierto que todo lo que puedas leer en los libros. Los libros están necesariamente llenos de asesinatos, y epidemias, y guerras, que fueron los aspectos negativos de nuestra historia. Pero yo te he hablado de momentos vividos en la Tierra, de unos momentos que en los libros no están registrados de un modo suficientemente explícito.»
La voz se interrumpió.

Floyd desconectó el aparato.
—La cinta tiene dos partes —dijo—. Creo que esto es suficiente por ahora.
Vic se puso en pie y apoyó un brazo en la butaca de su padre con gesto tímido. Luego, cuando Floyd le acarició cariñosamente, el muchacho se arrojó en sus brazos sollozando. También Floyd estaba llorando. Había pasado demasiado tiempo desde que su hijo se sentaba en su regazo. Y éste no era solamente su hijo. La persona que se abrazaba a él sollozando era el único ser humano viviente, aparte del propio Floyd.
Al cabo de un rato Vic se sentó y se sonó la nariz, pero permaneció en el regazo de su padre.
—No te preocupes, papá, todo va bien.
—Desde luego —dijo Floyd. También él tuvo que utilizar el pañuelo—. Pero, ¿estás consolándome o perdonándome?
Vic se echó a reír.
—Lo que tú prefieras. Supongo que has estado enormemente preocupado por mi. Pero así es la vida, ¿no es cierto? Quiero decir como ahora, no como era antes. Estoy perfectamente, papá. De veras. Creo que no echo nada de menos, como te ocurre a ti, porque yo no he conocido otra cosa. Pero a veces me he entristecido por ti.
—¿Lo has sentido por mí? —preguntó su padre sorprendido.
—Sí. Tiene que haber sido muy duro para ti estar encerrado aquí con un niño.
—No digas tonterías. ¿Y qué quieres decir con eso de no echar nada de menos?
—Ya te lo dije en cierta ocasión, papá. Soy el hijo de Robinson Crusoe. No conozco nada mejor. Pero lo he lamentado por ti, siempre preocupado con aquellas grabaciones...
Floyd ocultó su mirada culpable en la nuca de su hijo.
—Dime, Vic, sinceramente, ¿cuándo sospechaste por primera vez que eran una impostura?
El muchacho no contestó inmediatamente. Finalmente, dijo.
—El día que me sorprendiste con el Almanaque. En realidad no estaba mirando las poblaciones. Estaba consultando la fecha en que murió el presidente Franklin D. Roosevelt. Fue el 12 de abril de 1945, ¿verdad?
—Sí.
—Pero apuesto a que fue un gran hombre.
—Eso creo yo —dijo Floyd—. Y había mucha gente que opinaba lo mismo.
Al cabo de un rato el muchacho dijo:
—Ahora que se han terminado los programas, tal vez no podamos pasar más tiempo juntos.
—Supongo que te he descuidado un poco, ¿verdad?
—Apenas te veo —murmuró Vic.
—Arreglaremos eso, no te preocupes. Ahora que casi has cumplido los catorce años tal vez puedas aprender a jugar a una cosa llamada póquer.
—Ya sé jugar, papá. No olvides que he tenido mucho, tiempo para leer... el Almanaque, el Hoyle, prácticamente todo.
—Sí, ya eres un hombre. Y creo que ya estás en condiciones de escuchar el mensaje de despedida de la Tierra. Luego sabrás todas las cosas que he aprendido en los últimos doce años.
—Me gustará oírlo, desde luego.
Vic regresó a su butaca y se sentó, aunque esta vez permaneció erguido y con los ojos abiertos, con una expresión que Floyd no había visto desde hacía muchos años. Floyd sospechó que era algo más que amor filial; sospechó que era amistad..., un lazo de unión muy fuerte entre dos hombres. Notó que sus ojos volvían a humedecerse y se apresuró a hacer girar el mando del aparato de radio.
—Está en la segunda parte de la cinta —dijo—. Y espero que no te impresione demasiado.
—Adelante, papá.

Vic permaneció en silencio después de haber oído el mensaje, como si respetara los punzantes recuerdos que había evocado en su padre. Luego dijo:
—Te agradezco que me hayas permitido oírlo, papá. Y comprendo lo que habrá significado para ti. ¿Cuándo lo oíste por última vez directamente?
—Hace muchísimo tiempo, Vic. El aparato de radio dejó de funcionar.
—Tal vez funcione de nuevo. Las baterías pueden haberse recargado por sí mismas o algo por el estilo. Me gustaría oír el mensaje directamente si todavía está en el éter.
—Podemos probarlo, aunque te advierto que será inútil.
Floyd conectó el aparato, esta vez disponiéndose a captar una emisión.
—Salía aquí, ¿ves? Ahora no hay nada. Únicamente estática. Tú, yo y estática hijo mío; eso es lo que queda.
—No vuelvas a ponerte triste, papá. ¿Qué sucedería si hiciera girar esto?
Vic lo hizo girar.
—Más estática —dijo Floyd—. Es...
—¿Qué ha sido eso?
Vic hizo retroceder el mando hacia el lugar por donde acababa de pasar. El sonido era leve, pero claramente audible. Floyd aumentó el volumen. No era una voz, sino señales en código Morse.
—Algún transmisor automático, probablemente —dijo Floyd—. ¡Qué raro que no lo haya captado nunca!
Pero su rostro se había iluminado repentinamente. Tomó un lápiz y empezó a descifrar el mensaje con grandes dificultades, debido a lo débil de la emisión y a su falta de práctica.
«... MANDO MAGELLAN LUNA LLAMANDO MAGELLAN ESTAMOS ORGANIZADOS NO PIERDAN ESPERANZA LLEGAREMOS HASTA USTEDES SU SEÑAL ES MUY CLARA.»
—¡La Luna! —exclamó Floyd—. Debieron llegar hasta ella en otro cohete.
—¿Nuestra señal? —dijo Vic—. No sabía que emitiéramos una señal.
—Un transmisor automático, supongo. Sssst.
El mensaje de la Luna continuó:
«LUNA LLAMANDO MAGELLAN ÉSTA ES UNA SEÑAL MECÁNICA NINGUNA RESPUESTA A NUESTROS ANTERIORES MENSAJES EXCEPTO SU AUTOMÁTICA COMUNIQUEN SI ESTÁN VIVOS LLAMAREMOS DIARIAMENTE TERMINA EL MENSAJE.
»EMPIEZA EL MENSAJE LUNA LLAMANDO MAGELLAN LUNA LLAMANDO...»

—¡De modo que existe alguien más! —aulló Vic aporreando la espalda de su padre—. Debieron salir de la Tierra al mismo tiempo que nosotros.
—O quizás había ya una base secreta en la Luna... No me des tan fuerte, hijo; ten en cuenta que soy un hombre viejo.
—No, papá, no eres viejo. Me pregunto de dónde saldrían...
—De Cabo Kennedy, de la Base de Vanderberg o de la isla Wallop. Eran las tres únicas bases de lanzamiento.
—No olvides a los rusos. Tal vez los que están en la Luna son rusos.
—No seas antipatriota, hijo.
—No lo soy, papá —dijo Vic pensativamente—. Pero creo que soy un ser humano, en primer lugar, y luego un terrestre magellanita. De ascendencia norteamericana, desde luego.
—Bien, seas lo que seas, será mejor que demos a conocer nuestro mensaje. Mira por dónde tendré que hacer otra grabación... ¿Qué te parece si me echaras una mano?
—De acuerdo, papá. ¿Cuánto tiempo crees que tardarán en llegar hasta nosotros?
—No lo sé, hijo mío. Pueden tardar años enteros. Es posible que en la Luna no dispongan de los medios de los que se disponía en la Tierra.
—No importa —dijo Vic—. Eso nos dará la oportunidad de conocernos mejor el uno al otro.