Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

¡Menudas cosas hace la gente.!

¡Menudas cosas hace la gente!
 
 
Eddie Quintero había comprado los prismáticos en Hammerman, la tienda de excedentes del ejército que había en el centro comercial All Nations Outlet («Productos
de primerísima calidad, pago solo en efectivo, no se admiten devoluciones»). Hacía tiempo que quería tener un buen par de prismáticos, porque con ellos
confiaba en ver cosas que de otro modo nunca podría ver. Y, en concreto, confiaba en ver cómo se desnudaban las chicas del Chauvin Arms, el edificio situado
enfrente de la habitación de alquiler amueblada donde vivía.
 
Sin embargo, esa no era la única razón. Aunque ni él mismo fuera consciente de ello, Eddie iba a la caza de ese momento de iluminación, de atención plena,
que acompaña al instante en que un minúsculo fragmento del mundo queda repentinamente encuadrado y expuesto permitiendo que ese ojo de mirada amplificada
y extendida encuentre la novedad y el dramatismo en lo que antes era el tedioso mundo de todos los días.
 
El momento de clarividencia nunca dura demasiado; la perspectiva habitual nos vuelve a atrapar enseguida. Sin embargo, no perdemos la esperanza de que
por fin algo (un artilugio, un libro, una persona) cambie nuestra vida concluyente y definitivamente, de que nos arranque de nuestra atroz tristeza silenciosa
y nos permita finalmente contemplar las maravillas que siempre hemos sabido que estaban ahí, aunque fuera del alcance de nuestra visión.
 
Los prismáticos estaban embalados dentro de una robusta caja de madera que llevaba estampado, «Sección XXII, Cuerpo de Marines, Quantico (Virginia)». Y
debajo, «No abrir salvo personal autorizado». Así que solo el poder abrir una caja como esa ya valía los 15,99 $ que Eddie había pagado.
 
En el interior de la misma había unas planchas de corcho blanco de embalar, unas bolsitas de gel de sílice y, por fin, los propios prismáticos. No se parecían
a ningunos otros que Eddie hubiera visto antes. Los tubos eran cuadrados en lugar de redondos y tenían grabadas varias escalas incomprensibles. Llevaban
una etiqueta que decía, «Experimentales. No sacar del laboratorio de pruebas.».
 
Eddie los sacó de la caja. Eran bastante pesados, y oyó un ruidito de algo que se movía en su interior. Quitó las tapas protectoras de plástico y apuntó
hacia la ventana.
 
No se veía nada. Los sacudió y volvió a oír el ruidito, pero justo en ese momento el prisma o lente o lo que quiera que fuera que andaba suelto debió de
volver a encajar en su lugar porque de pronto se vio.
 
Eddie estaba mirando hacia el otro lado de la calle, hacia la mole del Chauvin Arms. La imagen era excepcionalmente diáfana y nítida; era como estar plantado
a tres metros del exterior del edificio. Se apresuró a escudriñar las ventanas del apartamento más cercano, pero en él no había nada que ver. Era una calurosa
tarde de sábado de julio y se imaginó que todas las chicas se habrían ido a la playa.
 
Giró la rueda de enfoque y tuvo la sensación de estar moviéndose, de ser un ojo incorpóreo montado al frente de una lente que hacía zoom, cada vez más
cerca de la pared del apartamento, a metro y medio, luego a un palmo, desde donde se veían las pequeñas imperfecciones en la fachada blanca de hormigón
y los agujeritos en los marcos de aluminio anodizado de las ventanas. Hizo una pausa para admirar la inusual vista, y a continuación volvió a girar la
rueda con mucho cuidado. El muro surgió imponente frente a él y, un instante después, lo había atravesado y se encontraba en el interior del apartamento.
 
El sobresalto lo obligó a bajar los prismáticos unos momentos para orientarse.
 
Cuando miró de nuevo por las lentes todo seguía igual que antes: tenía la sensación de estar dentro del apartamento. Vislumbró algo moviéndose a un lado
y, al intentar localizarlo, volvió a oír el ruidito de la pieza y dejó de ver.
 
Les dio la vuelta y los sacudió, y la pieza sonó al moverse arriba y abajo, pero siguió sin verse. Cuando los dejó en la mesa del comedor oyó un ruidito
sordo y se inclinó para mirar una vez más. Estaba claro que la lente o el prisma había vuelto a encajar en su lugar, porque se veía.
 
Decidió no arriesgarse a que la pieza pudiera volverse a descolocar. Dejó las gafas sobre la mesa, se arrodilló detrás de los prismáticos y miró por los
oculares.
 
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Estaba viendo el interior de un apartamento iluminado tenuemente, que tenía las cortinas corridas y las luces encendidas. En el suelo había sentado un
indio o, más probablemente, un hombre disfrazado de indio. Era un tipo rubio y flacucho, ataviado con una cinta de pelo con plumas, mocasines adornados
con cuentas, pantalones con rebordes de ante, camisa de cuero y un rifle que tenía sujeto en posición de disparo, apuntando a algo situado en un rincón
de la habitación.
 
Cerca del indio había una mujer gorda con una combinación rosa, sentada en un sillón y conversando animadamente por teléfono.
 
Eddie reparó en que el rifle del indio era de juguete, más o menos la mitad de largo que uno de verdad.
 
El indio continuó disparando al rincón de la habitación y la mujer siguió hablando y riéndose por teléfono. Tras unos instantes, el indio dejó de disparar,
se volvió hacia la mujer y le alargó el rifle. Ella dejó el teléfono, cogió otro rifle de juguete que estaba apoyado en el sillón y se lo entregó. Luego
cogió la primera de las armas y empezó a recargarla, un cartucho imaginario tras otro.
 
El indio continuó con sus perentorios y rápidos disparos. Su rostro estaba tenso y demacrado, era el rostro de un hombre que sin ayuda de nadie tiene que
cubrir la retirada de su tribu hacia Canadá.
 
De pronto, pareció oír algo. Miró por encima del hombro. El pánico se reflejó en su rostro. Se giró rápidamente y colocó el rifle en posición de disparo.
La mujer también miró y se quedó boquiabierta por el asombro. Eddie intentó apuntar hacia lo que estaban mirando, pero la mesa del comedor se tambaleó
y, con un ruidito seco, la imagen fundió a negro.
 
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Eddie se incorporó y paseó arriba y abajo por la habitación. Había disfrutado de un atisbo de lo que hace la gente cuando está a solas y sin nadie que
la vea. Resultaba emocionante, aunque le hubiera dejado un tanto desconcertado porque no entendía el significado de lo que había visto. ¿Acaso el indio
era un lunático y la mujer su cuidadora? ¿O eran personas más o menos corrientes embarcadas en algún tipo de juego inofensivo? ¿Acaso habría estado observando
a un psicópata asesino mientras se preparaba?, ¿a un francotirador que dentro de una semana, un mes o un año compraría un rifle de verdad y dispararía
a gente de verdad hasta que él mismo fuera abatido? Y ¿qué es lo que había sucedido al final? ¿Se trataba de parte de la farsa o había ocurrido algo que
no tenía nada que ver, algo imprevisto?
 
Todas esas preguntas carecían de respuesta. Lo único que podía hacer era ver qué más le mostraban los binoculares.
 
Planeó su siguiente movimiento con gran cuidado. Era crucial que los prismáticos estuvieran apoyados en un sitio firme. La mesa del comedor era demasiado
inestable como para arriesgarse a colocarlos ahí de nuevo, así que en su lugar decidió utilizar la mesita baja de café.
 
Sin embargo, seguían sin funcionar. Los sacudió, pero no oyó el ruidito de la pieza suelta. Era como uno de esos juegos en los que tienes que conseguir
meter una bolita metálica en un determinado agujero, aunque en esta ocasión tenía que hacerlo sin ver ni la bola ni el agujero.
 
Media hora más tarde todavía no había logrado nada, así que los dejó, se fumó un cigarrillo y se bebió una cerveza, y luego los volvió a menear. Oyó cómo
la pieza encajaba firmemente en su lugar y los dejó con todo cuidado encima de una silla.
 
Estaba sudando por el esfuerzo, así que se desnudó de cintura para arriba y a continuación se agachó para mirar por los oculares. Ajustó la rueda de enfoque
con exquisita delicadeza y su visión hizo zoom a través de la calle y del muro exterior del Chauvin Arms.
 
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Estaba viendo el interior de un gran salón formal decorado con tonalidades blancas, azules y doradas. Dos atractivos jóvenes estaban sentados en un delicado
sofá, un hombre y una mujer, ambos con trajes de época. La mujer lucía un vestido voluminoso con un generoso escote sobre sus menudos y torneados pechos.
El pelo lo llevaba recogido en una masa de tirabuzones. El hombre iba ataviado con una levita negra, pantalones por la rodilla de un beige grisáceo, unas
finas medias blancas y una camisa también blanca con puntillas bordadas. Y llevaba el pelo empolvado.
 
La muchacha estaba riéndose de algo que él había dicho. Él se inclinó hacia ella y la besó. Ella se quedó turbada unos instantes y luego le rodeó el cuello
con los brazos.
 
El abrazo se vio interrumpido repentinamente porque tres hombres irrumpieron en la sala. Iban totalmente vestidos de negro, llevaban la cabeza embutida
en medias también negras y esgrimían espadas. Detrás de ellos había un cuarto hombre, pero Eddie no alcanzaba a distinguirlo con claridad.
 
El joven se levantó como movido por un resorte y cogió una espada de la pared. Entabló combate con los tres hombres, dando vueltas alrededor del sofá en
el que la muchacha permanecía sentada, paralizada por el terror.
 
Un cuarto hombre se adentró en su campo de visión. Era alto e iba vestido chabacanamente. En los dedos lucía aparatosas sortijas con piedras y, en el cuello,
un colgante con un diamante. Llevaba una peluca blanca. Al verlo, la muchacha dejó escapar un grito ahogado.
 
El joven dejó a uno de sus contrincantes fuera de combate de una estocada en el hombro y a continuación saltó ágilmente por encima del sofá para evitar
que otro de los hombres se colocara a su espalda. Mantuvo a sus dos rivales a raya con aparente facilidad, y el cuarto sujeto les observó unos instantes
antes de lanzar una daga que había sacado del chaleco, que golpeó al joven en la frente por el lado del mango.
 
El muchacho retrocedió tambaleándose y uno de los dos hombres se abalanzó sobre él. Le clavó el acero en el pecho; la hoja se dobló, pero luego volvió
a enderezarse cuando se deslizó por entre las costillas. El joven la contempló unos instantes antes de desplomarse, con la sangre empapando su camisa blanca.
 
La chica se desmayó. El cuarto individuo dijo algo, y uno de los personajes con medias en la cabeza la cogió en brazos mientras el otro ayudaba a su compañero
herido. Entonces se marcharon, dejando al joven despatarrado y desangrándose sobre el pulido suelo de parqué.
 
Eddie giró los prismáticos para intentar seguirlos. La pieza suelta sonó y los binoculares dejaron de funcionar.
 
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Eddie contempló pensativamente la lata de sopa que estaba calentando, reflexionando sobre lo que había visto. Tenía que tratarse del ensayo de una escena
de alguna obra de teatro… Sin embargo, la estocada había parecido real, y el joven del suelo daba la impresión de estar malherido, tal vez incluso muerto.
 
Fuera lo que fuera, había tenido el privilegio de ser testigo de una de esas rarezas privadas de la vida de la gente. Había contemplado otra de esas cosas
incomprensibles que hacen las personas.
 
Esto, el saber que podía ver cosas que nadie más podía ver, le hizo sentir una embriagadora sensación de endiosamiento.
 
Lo único que le hizo mantener la sobriedad fue lo extremadamente incierto del futuro de esas visiones. Los prismáticos estaban rotos, una pieza fundamental
estaba suelta y en cualquier momento todas esas maravillas podrían acabarse para siempre.
 
Se le pasó por la cabeza la posibilidad de llevarlos a arreglar a algún sitio, pero sabía que lo más probable es que lo único que consiguiera fuese que
le devolvieran un par de prismáticos negros de lo más vulgar, que le permitirían ver estupendamente las cosas vulgares, pero con los que no podría esperar
ver episodios extraños y ocultos al otro lado de muros sólidos.
 
Volvió a mirar sin ver nada, así que empezó a sacudirlos y a toquetearlos. Oía cómo la pieza suelta rodaba y se movía de aquí para allá, pero seguía sin
verse. Continuó manipulándolos, ansioso por contemplar la siguiente maravilla.
 
Y entonces la pieza encajó de pronto en su sitio. Para ir sobre seguro, los colocó en el suelo alfombrado. Se tumbó detrás, ladeó la cabeza e intentó mirar
por uno de los oculares, pero no tenía el ángulo adecuado y no veía nada.
 
Empezó a levantarlos con cuidado, pero la pieza se movió ligeramente así que los volvió a dejar con suavidad sobre el suelo. La luz todavía atravesaba
las lentes, pero por mucho que giró y torció la cabeza no consiguió alinearse con el ocular.
 
Reflexionó unos instantes y solo se le ocurrió una forma de salir del paso. Se incorporó, se colocó a horcajadas sobre los binoculares y se agachó con
la cabeza hacia abajo. Ahora sí que veía por los oculares, pero era incapaz de mantener la postura. Se enderezó y le dio una nueva pensada al asunto.
 
Entonces cayó en la cuenta de lo que tenía que hacer. Se quitó los zapatos, volvió a colocarse a horcajadas sobre los prismáticos e hizo el pino. Tras
varios intentos consiguió que su cabeza quedara alineada correctamente delante de los oculares. Apoyó los pies en la pared y se las apañó para mantener
una posición estable.
 
Estaba viendo un amplio despacho interior en algún lugar del Chauvin Arms. Se trataba de una moderna pieza amueblada sin reparar en gastos, con iluminación
indirecta y sin ventanas.
 
Tan solo había un hombre en el cuarto: un corpulento individuo bien vestido de cincuenta y pico años, sentado detrás de un escritorio de madera clara.
Estaba inmóvil, a todas luces perdido en sus pensamientos.
 
Eddie alcanzaba a distinguir hasta el último detalle del cuarto, incluso la pequeña placa de caoba que había sobre la mesa y que decía: «Despacho del director.
Yo cargo con la responsabilidad».
 
El director se levantó y se dirigió hacia una caja fuerte empotrada oculta detrás de un cuadro. La abrió y de su interior sacó un contenedor metálico algo
más grande que una caja de zapatos. Lo llevó hasta su escritorio, cogió una llave que tenía en el bolsillo y lo abrió.
 
Levantó la tapa de la caja y sacó un objeto envuelto en un trozo de sedosa tela roja. Retiró la tela y colocó el objeto sobre el escritorio. Eddie vio
que se trataba de una estatuilla que representaba un mono, tallada en lo que parecía una oscura piedra volcánica.
 
Sin embargo, era un mono de lo más extraño, ya que tenía cuatro brazos y seis piernas.
 
Entonces el director sacó una larga varita de un cajón de la mesa, la colocó en el regazo de la figura y la prendió con un mechero.
 
El humo empezó a ascender formando unas untuosas volutas negras, y el director se lanzó a danzar alrededor del simio. Movía la boca, por lo que Eddie se
imaginó que estaría cantando o entonando algo.
 
Continuó así durante unos cinco minutos, y después el humo empezó a arremolinarse y a adoptar una forma que no tardó en corresponder a una réplica del
mono, aunque aumentada hasta el tamaño de un hombre, una figura ominosa hecha a base de humo y hechizos.
 
El demonio de humo (tal como Eddie lo había bautizado) tenía un paquete en una de sus cuatro manos. Se lo alargó al director, el cual lo cogió y, tras
hacer una profunda reverencia, se apresuró a volver a su escritorio. Rasgó el envoltorio y un montón de papeles se derramaron sobre la mesa. Eddie entrevió
fajos de billetes y una pila de papeles impresos que parecían títulos de acciones.
 
El director se apartó de los papeles, volvió a dedicar otra gran reverencia al demonio de humo y luego le habló. La boca de la humeante figura se movió
y el director le respondió. Daban la impresión de estar discutiendo.
 
Entonces el director se encogió de hombros y, tras otra reverencia, se acercó al interfono y apretó un botón.
 
Una atractiva joven entró en el despacho con una libreta de taquigrafía y un lápiz. Vio al demonio de humo y su boca se abrió para dejar escapar un grito.
Luego corrió hacia la puerta pero no pudo abrirla.
 
Se giró y vio al demonio de humo flotando hacia ella, envolviéndola.
 
Mientras tanto, el director estaba contando los montones de dinero, haciendo caso omiso a lo que sucedía, aunque en un momento dado tuvo que levantar la
vista cuando de la cabeza del demonio de humo brotó una brillante luz, y los cuatro hirsutos brazos atrajeron hacia sí a la mujer que seguía debatiéndose
débilmente… En ese momento, los músculos del cuello de Eddie fueron incapaces de continuar sosteniéndole durante más tiempo: Eddie se derrumbó y empujó
los prismáticos en su caída.
 
Oyó el traqueteo de la pieza suelta y luego un fuerte clic, como si hubiera encajado en su posición definitiva.
 
Eddie se levantó y se masajeó el cuello con ambas manos. ¿Había sufrido una alucinación o había presenciado algo mágico y secreto posiblemente solo conocido
por unos pocos que lo utilizaban para mantener su posición financiera? ¿Era otra más de esas cosas increíbles que la gente hace a escondidas…?
 
No conocía la respuesta, pero sabía que tenía que ser testigo de al menos una más de esas visiones. Volvió a hacer el pino y miró por los prismáticos.
 
¡Sí!, ¡se veía! Estaba viendo una habitación sórdidamente amueblada. En el interior había un hombre en la treintena, delgado aunque con barriga, y desnudo
de cintura para arriba, que estaba haciendo el pino con los pies sin zapatos apoyados en un tabique, y que miraba cabeza abajo por un par de binoculares
colocados en el suelo y enfocados hacia una pared.
 
Tardó unos instantes en percatarse de que los prismáticos le estaban mostrando su propia imagen.
 
Se sentó en el suelo sintiéndose repentinamente asustado: se acababa de dar cuenta de que él no era sino otro comediante más en el gran circo de la humanidad,
que acababa de representar uno de sus números, exactamente igual que los otros. Pero ¿quién estaba mirando?, ¿quién era el verdadero observador?
 
Le dio la vuelta a los prismáticos y miró por las lentes frontales. Vio un par de ojos y pensó que eran los suyos… hasta que uno de ellos le dirigió un
parsimonioso guiño.
 
 
¡Menudas cosas hace la gente!
Robert Sheckley.