Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La señora Frola y su yerno

Luigi Pirandello.
La señora Frola y su yerno el señor Ponza.
 
 La señora Frola y su yerno el señor Ponza
 
En definitiva, ¿lo pueden imaginar? No ser capaces de saber quién está loco, si la señora Frola o el señor Ponza, su yerno, trastornará a todos en Valdana,
ciudad única en su desgracia, sólo aquí suceden este tipo de cosas ¡Imán que atrae a cualquier forastero excéntrico! Loca ella o loco él, no hay soluciones
intermedias posibles. Uno u otro, en eso consiste toda esta historia.
 
Pero no. Es mejor exponer ordenadamente. 
 
Confieso que estoy realmente consternado frente a la angustia en la que viven inmersos los habitantes de Valdana desde hace tres meses; y que poco me importa
la señora Frola y el señor Ponza, su yerno. Porque si bien es cierto que una terrible desgracia ha caido sobre ellos, no es menos cierto que al menos uno
de ellos ha tenido la suerte de enloquecer, y que el otro ha colaborado de forma tal que, repito, no se sabe cuál de los dos es el loco. Y, ciertamente,
un consuelo mejor que ése no podrían haber hallado. Me pregunto: ¿les parece poco tener viviendo bajo una pesadilla a toda una población quitándole los
fundamentos para juzgar, de forma tal que ya no puede disntiguir entre fantasma y realidad? Angustia y espanto perpetuos. Cada uno de los que se encuentra
con alguno de aquellos dos, los mira a la cara, sabiendo que uno está loco; los estudia, los inspecciona, los espía… ¡Pero nada! No es posible descubrir
de qué lado está el fantasma y de qué lado la realidad. Naturalmente, nace en cada uno de los habitantes la nociva sospecha que realidad y fantasma valgan
lo mismo, y que cualquier realidad puede ser tranquilamente un fantasma y vicerversa. ¿Les parece poco?
 
Si yo estuviera en el lugar del señor Prefecto de Valdana, en beneficio de la salud y el alma de los habitantes de la ciudad expulsaría inmediatamente
de la ciudad a la señora Frola y al señor Ponza, su yerno. Pero avancemos en orden.
 
El señor Ponza llegó a Valdana hace ya tres meses, en calidad de secretario del gobierno. Se instaló en el barrio nuevo al que llaman "El panal", a la
salida del pueblo. Allí: en el último piso de un condominio. Tres ventanas altas y tristes dan a la campaña (esa fachada da al Norte, sobre unos huertos
empalidecidos, y aún siendo nueva es inexplicablemente triste) y otras tres a un patio interno, donde hace la curva la baranda de la galería dividida por
paneles de rejas. Allá arriba, cuelgan de la baranda tres canastos listos para descender lentamente, gracias a una soga, en caso de necesidad.
 
Al mismo tiempo, y para sorpresa de todos, el señor Ponza fijó también domicilio en otro departamento, esta vez en el centro de la ciudad (en Via dei Santi
15, más exactamente). Un lugar amueblado, con tres habitaciones y cocina. Dijo que era para su suegra, la señora Frola. En efecto, cinco o seis días después,
la señora llegó y el señor Ponza fue a la estación a recibirla. La condujo hasta el departamente y la dejó allí, sola. Ahora bien, se entiende que una
hija, al casarse, abandone la casa materna para ir a convivir con su marido; hasta puede darse el caso que para ello deba dejar la ciudad. Pero que la
madre, no soportando la lejanía de su hijita, abandone su pueblo, su casa, y la siga, y que una vez en la nueva ciudad no viva con la hija sino en una
casa aparte, esto ya no es tan fácilmente comprensible. Bien podría suponerse una incompatibilidad tan fuerte entre suegra y yerno que vuelva imposible
la convivencia, incluso en estas condiciones. Naturalemente, todo esto fue lo primero que se pensó en Valdana. Y fue ciertamente el señor Ponza quien salió
perdiendo. Porque de la señora Frola, aun si alguno admitió que quizá le correspondiera algo de la culpa por impaciente, terca o intolerante, todos reconocieron
el amor que la había atraído junto a su hija, aún condenada a no poder vivir con ella. 
 
Una gran parte de esta conmiseración por la señora Frola y del concepto del señor Ponza que rápidamente se instaló en el ánimo de todos (de quién se pensaba
era un hombre duro y cruel) se debió al aspecto que tenían ambos. Regordete, sin cuello, negro como un africano, de cabellera abundante e hirsuta sobre
una frente baja, cejas densas, bigotes gruesos como los de un policía, y en los ojos negros, fijos y casi sin blanco, una intensidad violenta, exasperada,
contenida a duras penas, de la que no llega a saberse si es causada por un terrible dolor o por el desprecio hacia la mirada de los demás. El señor Ponza,
sin dudas, no ha sido hecho para ganarse las simpatías y las confidencias. 
 
La señora Frola, en cambio, es una viejita grácil y pálida, de rasgos finos, nobles y un aire melancólico, pero de una melancolía vaga y gentil que no
excluye el buen trato con todos. De esta natural afabilidad, la señora Frola ha dado rápidamente muestras en la ciudad. Y gracias a aquella, la aversión
hacia el señor Ponza ha crecido en el ánimo de todos, ya que la señora ha resultado no sólo bondadosa, sumisa y tolerante, sino también piadosa ante el
comportamiento -y el daño- que su yerno le inflige. Se ha sabido de él que no sólo relega a la pobre madre a una casa aparte, sino que su crueldad lo ha
llevado a prohibirle ver a su hija. 
 
¡Pero no, de qué crueldad hablan!, protesta la señora Frola cuando va de visita a las casas de las señoras de Valdana, adelantando sus pequeñas manos,
realmente aflijida de que se pueda pensar eso de su yerno. Y enseguida se dispone a enumerar las virtudes de aquél, elogiándolo de todas las maneras posibles
e imaginables. ¡Cuánto amor, cuántos cuidados, cuánta atención le dedica a su hija! ¡Y no solamente! También con ella se comporta así. Sí, sí, premuroso
y desinteresado. ¿Cruel? ¡No, por favor; que no se diga! Hay un solo problema: que el señor Ponza, quiere a su mujer todita para él. Al punto tal que incluso
el amor que ésta debería dedicarle a su madre (cosa que el señor reconoce, por supuesto) quiere que le llegue no directamente, sino por mediación de él.
Sí, puede parecer crueldad, pero no es; es otra cosa, algo que ella, la señora Frola, comprende perfectamente pero no puede expresar, y se devana el cerebro
tratando de hacerlo. Naturaleza, sí, pero no, quizá una especie de enfermedad ¿cómo decirlo? ¡Dios mío, es suficiente con mirarlo a los ojos! En un primer
momento, es cierto, puede que den una sensación fea, pero le dicen todo a quien, como ella, sabe leerlos: una plenitud de amor replegada sobre sí misma,
en la cual la esposa debe vivir absolutamente sin salir, y en la que nadie, ni siquiera la madre, puede entrar. ¿Celos? Sí, tal vez, si se quiere definir
vulgarmente esta totalidad amorosa excluyente. ¿Egoísmo? ¡Pero es un egoísmo que se da completamente, como un mundo, a la propia mujer! En el fondo, egoísmo
sería el de ella, queriendo forzar su entrada a ese mundo cerrado de amor, aun sabiendo que la hija es feliz siendo adorada de esa manera ¡Eso debería
bastarle! Y por otra parte, no es para nada cierto que ella no vea a su hijita. Dos o tres veces al día la ve: entra en el patio de la casa, toca el timbre
y enseguida la hija se asoma: -¿Cómo estás Tildina? - Muy bien, mamá. ¿Y tu? - Como quiere Dios, hija mía. ¡Bájame el canasto! Y en el canasto siempre
un papel con algunas líneas escritas: las noticias del día. Con eso le basta. 
 
 
 
 
Hace ya cuatro años que las cosas funcionan así. La señora Frola ya se ha habituado. Resignado, sí. Casi no sufre. Y dicha resignación, dicho acostumbramiento
a su martirio, como es fácil de deducir, repercuten sobre el señor Ponza, su yerno. Tanto más cuanto más grandes son los esfuerzos de la señora Frola por
excusarlo. 
 
Por ello, con verdadera indignación, y con miedo -diría yo-, las señoras de Valdana que han sido visitadas por la señora Frola, reciben al día siguiente
el anuncio de otra visita inesperada: la del señor Ponza, que les ruega dos minutos de atención para hacer una "aclaración necesaria", si no es mucha molestia.
El rostro incandescente por la sangre casi congestionada, los ojos más duros y tétricos que nunca, en la mano un pañuelo blanco que, al igual que los puños
y el cuello de la camisa, contrasta terriblemente con el negro de la piel, del pelo y del traje. En cada uno de los salones, frente a señoras que lo miran
al borde del espanto, el señor Ponza se seca continuamente el sudor que baja por su frente y sus mejillas ásperas y violetas, sudor que no se debe al calor
sino a la evidente violencia que supone forzarse de ese modo a sí mismo - y que le provoca temblor en sus manos de largas uñas, pregunta primero si su
suegra, la señora Frola, ha ido a visitarlas el día anterior. Luego, con pena, con esfuerzo, con una agitación cada vez más intensa, pregunta si ella les
ha hablado de su hija y si les ha dicho que él le prohíbe absolutamente verla y subir a su casa. Las señoras, al verlo en ese estado, como es imaginable,
se apresuran a responderle que sí, que es cierto que la señora Frola les ha contado de la prohibición de ver a la hija, pero también les ha hablado muy
bien de él, al punto de no solamente excusarlo sino de disipar cualquier sospecha de culpa por aquella prohibición. Pero esta respuesta, en lugar de tranquilizar
al señor Ponza, lo agita todavía más, sus ojos se vuelven más duros, más fijos, más tétricos; las gotas de sudor son cada vez más espesas. Entonces, forzándose
aún más violentamente, expone su "aclaración necesaria": la señora Frola, pobrecita, no parece pero está loca. Lleva cuatro años loca, sí. Y su locura
consiste, precisamente, en que creer que él no le deja ver a su hija. Pero ¿de qué hija habla? Su hija murió, hace cuatro años. Y la señora Frola, a causa
del dolor, enloqueció; para su fortuna, sí, ya que la locura ha sido para ella el refugio frente a aquella terrible perdida. Naturalmente, no había otra
forma de escapar al dolor que no fuera creer que la hija no estaba muerta y que la verdad era que su yerno no quería que la viera más. Por puro deber de
caridad hacia alguien caído en desgracia, él, el señor Ponza, acompaña desde hace cuatro años esta locura pía, con enormes costos y sacrificios: mantiene
dos casas, una para sí y una para ella,que le provocan gastos superiores a sus fuerzas; y fuerza a la segunda mujer, que por suerte se presta voluntariamente,
a secundar tambíen aquella locura. Pero caridad y deber hasta un cierto punto: debido a su calidad de funcionario público, el señor Ponza no puede permitir
que se piense de él esa cosa cruel e inverosímil de la prohibición, sea que se la justifique en los celos o en lo que sea. Declarado esto, el señor Ponza
se inclina ante el asombro de las señoras y se marcha.
 
Pero este asombro no tiene siquiera el tiempo de aplacarse que ya está de nuevo la señora Frola, con su aire dulce y de vaga melancolía, preguntando si
acaso, por culpa suya, las buenas señoras se han asustado por la visita del señor Ponza, su yerno. Entonces, la señora Frola declara ¡con absoluta reserva,
por favor! ya que el señor Ponza es un funcionario público, y precisamente por eso ella se ha abstenido de decirlo en la ocasión anterior -porque podría
perjudicar seriamente su carrera-: el señor Ponza, pobrecito, óptimo e irreprochable secretario de la Prefectura, cortés, recto en sus actos, en sus pensamientos,
desbordante de buenas cualidades, hay un único punto sobre el que ya no razona: en creer que su mujer haya muerto hace cuatro años atrás y en ir por ahí
diciendo que la loca es ella, la señora Frola, al creer que su hija todavía está viva. No, él no lo hace para justificarse frente a los demás de sus celos
casi maníacos y de haber resuelto prohibirle ver a su hijita. No, el pobrecito está convencido de que su anterior mujer murió y de que la actual es la
segunda. ¡Una cosa terriblemente penosa! Porque con sus excesos de amor, este hombre estuvo cerca de destruir, de matar a la joven y delicada esposa. Tan
cerca estuvo que hubo que sustraérsela a escondidas y encerrarla sin que él lo supiera en una clínica. Fue así que el pobre hombre, a quien el frenesí
amoroso ya le había alterado el cerebro, enloqueció definitivamente. Creyó que la mujer había muerto realmente. Esta idea se fijó tan fuertemente en su
cerebro que ya no hubo manera de sacársela. Ni siquiera cuando la mujer le fue presentada nuevamente, hermosa como antes, casi un año más tarde. Creyó
que era otra. Y lo creyó tanto que con la ayuda de todos, parientes y amigos, debimos simular un nuevo casamiento. Sólo así recupero el equilibrio mental. 

 
Actualmente, la señora Frola cree tener razones para sospechar que desde hace un tiempo su yerno esta completamente recuperado y que finge creer que su
esposa es una segunda esposa solamente para tenerla toda para él, sin contacto alguno con el mundo exterior, temeroso quizá de que le sea sustraída a escondidas
nuevamente. Debe ser, seguramente. Si no ¿cómo explicar toda la atención y todos los cuidados que ella, su suegra, recibe si él realmente creyera que la
actual es su segunda esposa? ¿Por qué habría de sentirse tan obligado hacia una señora que ya no sería su suegra? Téngase en cuenta que todo esto la señora
Frola no lo dice sólo para demostrar más firmemente que el loco es él, sino también para probarse a sí misma que su sospecha tiene fundamento. Y mientras
tanto -concluye con un suspiro que se acomoda en sus labios como una dulce, tristísima sonrisa-, mientras tanto mi pobre hija debe fingir que no es ella,
sino otra, y yo mismo estoy obligada a simular ser una loca que cree que su hija está viva. Me cuesta poco, gracias a Dios, porque mi hija esta allí sana
y salva. La veo, le hablo, pero estoy condenada a no poder convivir con ella y a verla y hablarle desde lejos, para que así él pueda creer -o fingir creer-
que mi hija, Dios me libre, está muerta y que a su lado hay una segunda esposa. Pero, repito, ¿qué importa si con esto hemos conseguido devolverle la paz
a los dos? Sé que mi hija es adorada, y que está contenta; la veo, le hablo; y me resigno por amor a ella y a él a vivir así, haciéndome pasar por loca.
No me queda otra que tener paciencia, señora mía.
 
 
 
 
¿No les parece que es para quedar boquiabiertos en Valdana, mirándonos a los ojos como insensatos? ¿A quién creerle de los dos? ¿Quién está loco? ¿De qué
parte está la realidad? ¿De qué parte el fantasma? La respuesta podría tenerla la esposa del señor Ponza. Pero no sería extraño que, frente a él, dijera
ser su segunda mujer mientras que ante la señora Frola asegurase ser su hija. Sería necesario apartarla y, cara a cara, hacerle decir la verdad. No es
posible. El señor Ponza -loco o no- es realmente muy celoso y no deja que nadie vea a su mujer. La tiene allá arriba, como en una prisión, bajo llave.
Este hecho pareciera favorecer a la señora Frola, pero el señor Ponza dice que se ve obligado a actuar de ese modo, que incluso su esposa misma se lo obliga
por temor a que la señora Frola entre imprevistamente a la casa. Esta podría ser una excusa. Además, es un dato cierto que el señor Ponza no tiene sirvientas
en la casa. Dice que lo hace para ahorrar, siendo que está obligado a pagar dos alquileres. Además, se encarga él mismo de las compras diarias. Mientras
tanto, la mujer, que según él no es la hija de la señora Frola, por piedad de aquella señora que fuera suegra de su marido, toma en sus manos todas las
tareas del hogar, hasta las más humildes, sin hacerse ayudar por una sirvienta. Parece demasiado. Pero es cierto que este estado de cosas, si no es con
la piedad, puede explicarse a partir de los celos del marido.
 
Hasta ahora, el Prefecto de Valdana quedó conforme con la declaración del señor Ponza pero, claro, el aspecto y, en gran parte, la conducta de éste no
lo favorecen, al menos no frente a las señoras de Valdana, más propensas a confiar en la señora Frola, que las visita premurosa para mostrarles las breves
cartas afectuosas que su hija le entrega todos los días, junto a otro montón de papeles privados. A todo eso, el señor Ponza le retira cualquier fundamento,
diciendo que han sido redactados para alimentar el piadoso autoengaño. 
 
Sea como sea, algo es totalmente cierto: ambos demuestran por el otro un maravilloso, conmovedor espíritu de sacrificio; y que cada uno tiene por la presunta
locura del otro un consideración exquisita. Ambos razonan perfectamente, al punto tal que en Valdana nadie hubiera pensado que alguno de ellos estuviese
loco de no haber sido porque ellos mismos lo dijeron: el señor Ponza de la señora Frola, la señora Frola del señor Ponza. La señora Frola va seguido a
encontrarse con su yerno en la Prefectura, para pedirle consejo en alguna materia o para que la acompañe a hacer alguna compra. Y muy frecuentemente, por
propio deseo, en las horas libres y cada noche, el señor Ponza va a visitar a la señora Frola en su pequeño departamento amueblado. Y cada tanto, se cruzan
por la calle: enseguida se juntan, con la máxima cordialidad, y si ella está cansada, él le ofrece su brazo derecho. Caminan así, juntos, en medio de las
miradas fruncidas, el estupor y la consternación de la gente que los estudia, los inspecciona, los espía y ¡nada! No logra saber cuál de los dos está loco,
dónde está el fantasma, dónde la realidad.
 
La señora Frola y su yerno el señor Ponza.
Luigi Pirandello.