Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Mi primer empleo.

MI PRIMER EMPLEO
Los corredores del Instituto Nacional, antigua Universidad de Santo Tomás, apenas si podían contener el numerosísimo concurso que en estrecha apretazón principió a llenarlos desde las once de la mañana. Las paredes habían sido blanqueadas con cal de concha finísima, los pedestales de las columnas tenían su mano de color de siena quemada y por todas partes se acusaba el reciente paso de la escoba y la regadera: el gran salón de actos públicos, con su cielo artesonado con estrellas de cedro y su piso lustrosísimo, lucía camisa nueva; la brocha gorda untada de ocre color de cielo, había suplantado a las preciosas delineaciones de Fortino, ya descascaradas por el tiempo; colgaban desde el muro los tres retratos característicos: el del padre Madriz, con su birrete de ramo de oro en la diestra apoyada sobre amplia biblioteca; el del padre Goicoechea, con el pie desnudo y con su feísima lápida al lado derecho, en la que campeaba una inscripción latina, llena de correcciones y el del doctor don José María Castro, mostrandoun pergamino con la "Ley de erección de la Universidad", con una pluma de ave en la derecha y sus cruces de la Legión de Honor en la solapa del frac. En los testeros de los extremos, rodeados de banderolas tricolores, se destacaban escudos nacionales con todas sus lanzas, bayonetas, cañones y balas que hacen de nuestro emblema el más pretensioso de cuantos consigna la heráldica. Entre dos puertas del lado oeste del salón y en el centro, una amplia mesa cubierta con rico tapete verde, galoneada y rodeada de cómodos sillones, estaba destinada para la Presidencia y Consejo; al frente de ella mostraba su negro fondo una bien embreada pizarra o tablero con sus barritas de tiza forradas de papel verde; del lado del sur y en forma de lunetario de teatro, había más de trescientas sillas de petatillo, amén de varias bancas lisas de madera, todo destinado al público; e igual cosa al lado norte, sólo que las primeras filas estaban dedicadas a los colegiales que iban a recibir en ese día, solemnemente y de manos del Presidente de la República, unos sus medallas, otros sus objetos de premio, otros sus certificados honoríficos y todos la bendición de la patria y la voz de aliento de sus conciudadanos. La banda del Cuartel Principal, con su uniforme de gala, llenaba el recinto con las ondas sonoras de sus metálicos instrumentos; a su cabeza, correcto y embebido en el cumplimiento de su delicado encargo, daba las entradas y revisaba su tropa el tambor mayor, de quien ya entonces corría la frase de "Me gusta a mí Malaquías por lo asiao que toca", forma vulgar pero expresiva que denotaba el talento músico del aludido.
En el comedor del Colegio, adornado con uruca y vástagos de plátano, que suavizaban la brillante luz del sol, lucía blanquísima e interminable mesa cubierta de pastelillos, piononos, merengues, mantecados, pilas de naranjas del Mojón, granadillas, olorosísimas piñas llenas de banderitas de papel, botellas rebosando aguas frescas de goma, grosella, vainilla, y limón, ejércitos de copas de colores dispuestas para recibir los helados sabrosísimos, y cientos de vasos quebrando la luz en millones de arcos iris al lado de las panzudas botellas de cerveza "Estrella" y de "Pale Ale". De aquel departamento era Jefe expedito Germán Chávez con su compañía de mozos listos, aleccionados por don José Trinidad.
Y por todas partes, señoras y caballeros de lo más alto y encopetado codeándose republicanamente con artesanos y agricultores de chaqueta de fino paño y de mano callosa y semblante afable y honrado.
En correcta formación en el corredor de la entrada, con nuestros sencillos y elegantes uniformes azules galonea dos de oro, estábamos los agraciados, los héroes de la fiesta: allí estaba Isidro Marín con el cuello embutido en el saco, pelado al rape y mordiéndose los raros pelillos de su siempre naciente bozo; a su lado y rebosando salud y vida, rubio tirando a rojo y con su buen quepis, obra de Pisuso, se paraba de puntillas Pío Murillo, ansioso de ver la entrada del Presidente; y allí Juan Umaña con su talante de Hércules Farnesio, llena la cabeza de ecuaciones, teoremas y logaritmos, departiendo con su sonrisa franca con Jorge Castro Fernández, quien lucía uniforme nuevo, botines de charol y melena de artista estilo Bertoglio. Componía el lazo de la corbata a Octavio Beeche, Mélico Echeverría, con hermosa leontina de oro asomando entre dos ojales de la pechera azul; y hacía cosquillas en las orejas y nuca, con aire disimulado, a Alberto Gallegos, Jenaro Gutiérrez, mofletudo y gozoso, con risa de asmático. Y allí Ramón Castro Sánchez y Alberto González Ramírez, Nicolás Chavarría, y Guillermo Obando y Francisco Zamora y Daniel González y Nicolás Oreamuno y Francisco Jiménez Núñez y Próspero Calderón y León Guevara y Vidal Quirós y Elias Chinchilla, otros más que no recuerdo y Mallín, de catorce años, con un ojo rasgado por feísima cicatriz, pelo herrumbrado y cara pecosa; pero con el alma llena de auroras boreales y la cabeza de dorados sueños.
A nuestro lado, aconsejándonos aliento y confianza, nuestros profesores, nuestros segundos padres: Bertoglio, de hermosa y brillante melena, bigote digno de un Príncipe de la Casa de Saboya que acariciaba constantemente con su mano aristocrática, la otra en la cadera, cubierto con magnífica levita negra completamente abrochada. Juan de Dios Céspedes acentuando la z de corazón y recordándome con frase pausada mi tesis de acto público: el sodio y el potasio. El Doctor Venero con gafas de oro, sombrero de copa y voz estentórea. El Doctor Zambrana con sus patillas negrísimas, los ojos entornados y su aire de superioridad y distinción y su torrente de brillantes frases contenidas por el blanquísimo dique de su hermosa dentadura. El viejito Twight con su sombrero de clack, su semblante dulcísimo orlado de barbilla gris y su sonrisa siempre cariñosa, mezcla de placer y de tristeza; y el chispeante Chemo Castro, amigo más que maestro, con la broma fina siempre al borde de los labios y el consejo saludable en su mirada cariñosa; y el macho Charpentier con la arrogancia de un buen mozo y justo orgullo de profesor de 25 años, pantalón de militar francés y su toilette a la brosse: y el padre Ulloa con su cara oval y bien afeitada, su fina cabeza rizada, su hermoso anillo, sus vueltas moradas en los puños sobre finísima sotana de la que brotaba penetrante perfume, con sus zapatos de charol con hebilla de plata, su bastón de barba de ballena, su sombrero de castor reluciente y dirigiéndonos miradas tiernas que nos llenaban de alegría y palabras suaves que nos cubrían de placer; y como Jefe de aquella brillante escolta, como comandante de aquel nobilísimo escuadrón, el doctor Ferraz, el viejito don Valeriano, el Director del Instituto, con sus pobladas cejas, haciendo sombra a los anteojos de oro, nariz recta y perfilada como la de Julio César, con su barba blanca bien cuidada y recortada y su abierta y volante levita negra, recorriendo con paso rápido todas las secciones y conferenciando con sus segundos jefes; el inolvidable Torres Bonet de largas y puntiagudas patillas, de ojos saltones e inteligentes, de larga y rígida cabellera y de seco y serio continente que hacía resaltar más la suavidad y afable porte de don Manuel Veiga, con su barba al estilo Amadeo y su s sibilante en la abertura central de los labios.
— ¡Firmes! —gritó un jefe militar— ¡Presenten armas!
Malaquías inició el Himno Nacional; todas las cabezas se volvieron hacia la puerta de entrada, todos los chiquillos estiraron el cuello dirigiendo las miradas al mismo sitio y un profundo silencio, mezcla de curiosidad y de respeto, hizo más sonoro el redoble del tambor que anunciaba en unión del clarín, la llegada del Excmo. Señor Presidente de la República, Benemérito General don Tomás Guardia.
Entró el General Guardia con su brillante uniforme de gala, sombrero elástico coronado de ancha pluma de avestruz, frac azul cubierto de bordados de laurel y encino, pantalón de ante con anchísimo galón, bota de charol hasta la rodilla y espuela de oro; ceñía banda escarlata y espada demasquina cubierta de pedrería, calzaba finísimo guante de piel de Suecia y colgaba de su pecho valiosa placa de brillantes; iba a mi derecha el Ilustrísimo Señor Obispo, Doctor don Bernardo Augusto Thiel con la sonrisa inseparable en su sonrosada faz, anillo de gruesa esmeralda orlada de diamantes y preciosa cruz pectoral de oro recamada de piedras finas, su faja de púrpura, su sotana morada y su castor con borlas verde y oro. Le hacía pendant a la izquierda del General, el Doctor don José María Castro, Ministro de Instrucción y Rector de la Universidad, luchador constante por la instrucción pública, que era su culto, con frac y pantalón negro, chaleco blanco encolado, sombrero de copa, botín de cabritilla, guante Illanco, pechera de lino alforzada, bastón negro con puño de orí) y borlas, y su barba en forma de barboquejo y con el bigote afeitado. Seguían a respetuosa distancia Jefes militares, Magistrados, empleados de alta categoría, alto clero y numeroso escuadrón de edecanes.
El salón fue invadido por la multitud ansiosa de coger entupo y previos los discursos de estilo, se dio principio al acto público y solemne de la distribución de premios.
Los alumnos fuimos colocados en las sillas destinadas para el caso al lado derecho de la mesa presidencial. Después lie las disertaciones y exposición de las tesis, el Director, en pie, leyó con voz clara los nombres de los discípulos premiados; cada vez que se prendía del pecho una medalla, un murmullo de aprobación se levantaba de aquel millar de cabezas; una segunda promovía calurosos aplausos; una tercera hacía el efecto de un trueno; una cuarta rayaba en delirio, y una quinta apagaba el aliento causando un profundo silencio más elocuente que todos los bravos.
Allá en un oscuro rincón de la sala y detrás de una espesa cortina, limpio y modestamente ataviado, dando vueltas con nerviosa inquietud entre sus manos frías a su sombrero de pita, con un nudo en la garganta y una lágrima pugnando por saltar a la bronceada mejilla, un hombre de cuarenta años, de enérgica mirada, de espaciosa frente, de barba rala y bien cuidada, tenia clavados en mí sus ojos de lince con una expresión de ternura indefinible; sobre mi pecho brillaban cinco medallas de primera clase, como en el de Béeche, como en el de Obando, como en el de Gallegos. El Rector, Dr. Castro, se había dirigido a nosotros y con frase que la emoción hacía temblar en su garganta, nos daba las gracias en nombre de Costa Rica, "hoy risueñas esperanzas, mañana firmes columnas del templo sagrado de la República", decía el bondadoso Rector, abrazándonos con la mirada como si fuéramos sus hijos; el Sr. Obispo nos alentó a seguir por la hermosa senda que el porvenir nos tenía abierta, sin descuidar por eso el cultivo de las virtudes de nuestros padres y llevando siempre como égida las saludables máximas de nuestra Santa Fe; el Presidente nos abrazó con fraternal cariño. Cuando yo estaba en sus brazos, dirigiéndose al Dr. Castro, le dijo: "Doctor, este joven es pobre, tiene que abandonar sus estudios si el Gobierno no le ayuda; como yo me iré muy pronto, no olvide darle un empleo adecuado a sus circunstancias".
Yo me retiré a mi asiento con el corazón que no me cabía en el pecho, trémulo de emociones encontradas, orgulloso por el triunfo y rojo hasta la punta de las uñas; el caballero de la cortina me devoraba con los ojos nublados de lágrimas y con una sonrisa que más parecía mordisco y una alegría infinita que más parecía dolor; era mi padre, mi maestro, mi mejor amigo; me abrí paso entre la apiñada multitud y caí en sus brazos que casi me ahogaban con el violento apretón. Después, con aire sereno, me dijo: "Muchas gracias, hijito, ha cumplido Ud. con su deber". Y arrancándome las medallas de mi pecho, las guardó silenciosamente en el bolsillo de su levita y tomándome de la mano me llevó a despedirme de mis queridos maestros.
Los corrillos levantaban alegres voces y sonoras carcajadas, el comedor estaba lleno de gente, la banda tocaba sus más alegres valses, y en medio de aquel océano de cabezas, entre el perfume de las flores, el aroma de las frutas y los ecos de las voces y de la música, salí con mi padre a estrechar entre mis brazos y cubrir de caricias a mi madre, quien sabedora de mi triunfo me esperaba riendo y llorando a la puerta de mi hogar.
El doctor Castro cumplió la palabra empeñada por el Presidente de la República. En un gran pliego con el membrete del Ministerio de Justicia, recibía ya mi nombramiento, ¡mi primer empleo!
Portero-escribiente del Juzgado del Crimen, con ocho pesos, cincuenta centavos de sueldo mensual.
Ya era firme columna del templo sagrado de la Patria.
LA PATRIA, 23 de febrero de 1896
(Magón)