Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La yegua relámpago.

LA YEGUA RELÁMPAGO
Por la entrada del distrito de Piedades Sur al cuadrante de la ciudad de San Ramón, por el oeste, tenía establecido un pequeño hotel y una caballeriza don Juan Rafael Vargas Rodríguez. Era un hombre blanco, de ojos azules, reposado en el hablar, de mediana estatura, un poco obeso y ya entrado en años. Tenía una buena clientela de las personas que vivían en los distritos lejanos y que viajaban todas las semanas a caballo, único medio de transporte - y el de carreta- que se conocía en ese tiempo.
Don Juan Rafael atendía personalmente el negocio, que le producía los medios suficientes para vivir. Siempre estaba sentado en un taburete, en el portón que daba entrada a un patio donde estaba la caballeriza. Allí conversaba con los clientes, en su mayoría viejos amigos.
Un domingo en la mañana llegó Ñor Garúa, que venía a caballo desde su finca, la que estaba situada en el barrio de San Miguel, en el vecindario de La Palma.
—Entre, Ñor Macario, y amarre el zonto —dijo el dueño de la caballeriza.
—¡Qué bonito ese caballo!, debe ser muy bueno para la carrera; si usted lo quiere vender, se lo compro —dijo don Juan Rafael.
—Viera que no pienso vendelo, porque es el único que tengo —dijo Ñor Macario.
El viejo bajó de su cabalgadura, la amarró a un poste que estaba en el patio, esperando que la bestia se refrescara para desensillarla; se sentó en un taburete de cuero en el corredor de la caballeriza, cogió unas hojas de tabaco
Palmareño, hizo un bodoque, se lo echó a la boca y principió a masticar su gran cuecha y a salivar como de costumbre.
Seguidamente, entró en animada conversación con el ventero y a desgranar una sarta de mentiras como de costumbre.
—Hombre, Juan Rafel —manifestó el viejo Garúa—, dice usté qu’este caballo debe ser muy bueno pa la carrera, ¡pero que va!, no es ni p’hacele los  mandaos a una yegua melada que yo tenta y se me murió, que la bía comprao al finao Juan Carranza. Calcule usté qui'una vez vine de Piedades Sur, que queda de aquí com'unas diez mil varas, a llevar el padre pa que juera a confesar un compadre qu’estaba en las últimas, y’hice el viaje en cinco minutos, sin ninguna esageración. Esa yegua corría com’una centella. Y pa’l brinco no si'ha visto otro alimal parecío.
Una vez hubo un temporal en octubre que duró com'un mes. Yo tuve que venir a la villa a llevar unas medecinas pa una de las muchachas de la casa qu'estaba enferma con una gran calentura. Me vine de la casa bajo l'agua, tapándome con un pedazo de mantiao de carreta. Cuando llegué al río San Pedro se bía llevao el puente y estaba di'orilla a orilla como con cincuenta varas di'ancho. Entonces nu’hice más que apiame de la yegua, le soqué la grupera y la cincha, y me volví a montar, m'encomendé a la Santísima Trinidá y a todos Santos y eché a esa yegua p atrás como cien varas, y sin pensalo mucho le pegué los talones en la panza, y salió ese animal com'un relámpago y di'un solo brinco pasó el río.
Cuando llegué al río Barranca, la mesma cosa. Ese como quien dice, estaba más crecío. Estaban bajando palencones tan grandes, de los que se podían sacar ruedas de carretas. Y sin pensalo mucho, volví a hacer la mesma maroma. Eché la yegua de reculado como cien varas, le metí los talones y en un decir amén estaba del otro lao, en un solo brinco, en una distancia de cuasi cien varas. Endespués a la vuelta hice la mesma cosa. A yo montao en esa yegua no bía río que me atajara, ni el San Carlos.
Pero todas estas cotas no son nada a lo que me pasó una vez que jui a un desmonte que tenía por el lao de Pájaro Triste. Hice el viaje ende la mañana y me cogió muy tarde pa la vuelta. Era en el mes de octubre. No llevaba capa ni paraguas pa defendeme de la Iluvia. Apenas dejé la socola onde bía sembrao cubases y salí a la calle, cogí la bajada de la cuesta de La Palma, y le metí los talones a la yegua, porque venía un aguacero que lo mandaba Dios. Ese alimal no corría sino que volaba. Y pa mejor hacelo se soltó una tempestá de relámpagos y truenos. Cuando iba en lo mejor de la carrera oyí un chirilín... chirilín... y no supe más de yo, porque quedé sin sentío.
Com’una hora después jui despertando del grandisísimo sopapo que me di; estaba empapaditico con el aguacero y hecho un pirrí. Entonces supe que la víspera bían volteado un palo d’ira rosa y bía quedao atravesao en el camino, y yo no lo vide en la gran carrera que traiba juyéndole al aguacero. El palo atravesao estaba com'unas dos varas di'alto y la yegua pasó por debajo, pero yo pegué la frente medio a medio y me di un chiverrazo como pa’l día de mi santo. Cuando me volvió el sentío com’una hora después, me di cuenta que sin pensalo, en el momento en que pegué la frente en el palo, soqué las piernas y paré la yegua en raya y no caminó una pulgada más. Hasta que enterró las patas comu media vara en el suelo. En ese acidente, se me rajó la cabeza medio a medio y se me vían los sesos. Como pude me monté en la yegua y me vine pa casa más muerto que vivo. La familia cuasi no me conoce cuando llegué.
Venía con la cabeza rajada medio a medio com'un ayote sazón.
— ¿Qué le pasa Macario, que viene con la cabeza hecha un Cristo? —me dijo Rafela.
—Es que pegué la frente en un palo qu'estaba atravesao en el camino, cuando venía montao en la yegua, juyéndole al aguacero —le contesté.
Mediatamente jue Rafela a trer polvo de solda con solda, que’stá guardao en un tarro en el humero; me lo puso en la rajadura que tenía en la cabeza, y en el auto quedé comu nuevo, sin que me quedara ninguna seña. Arrimesen y verán —y se echaba un mechón de pelos para atrás, para que se dieran cuenta que no decía mentira.
—Desensillen el caballo de Ñor Macario y pónganlo a comer —dijo don Juan Rafael Vargas—, ese animal tiene hambre y viene rendido.
El viejo Garúa sacó de la bolsa del pantalón un eslabón, una mecha y una piedra de sacar fuego, prendió un gran puro y siguió conversando animadamente con las gentes que llegaban a la caballeriza y escuchaban embelesadas sus fábulas y leyendas.
(Eliseo Gamboa)