Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La hechicera o la maldición de la bruja.

LA HECHICERA o La maldición de la bruja
Esteban caminaba por una calle tranquila cercana al centro de suciudad. Era una calle antigua, de aceras estrechas, entradas de garajes y tuberías exteriores, con las que su bastón se enganchaba frecuentemente. Tenía bastante longitud y desembocaba en una avenida ancha, con una rotonda en el centro y un amplio parque. Caía una leve llovizna que a él no mojaba, a causa de la gran altura de los edificios. No obstante,los últimos veinte metros de la acera coincidían con el jardín lateral de una casa que hacía esquina, de manera que el viento se hacía mucho más presente y parecía que la lluvia caía con mayor fuerza. A dos o tres metros del final de la calle, su bastón tropezó con un obstáculo y notó que algo frío y punzante entraba en su ojo derecho. Inmediatamente, levantó la mano para comprobar qué era y, sin darse cuenta, dio un manotazo a algo que resultó ser un paraguas, el cual se desprendió de las manos de su portador. Enseguida pidió disculpas,pese a que había sido él quien se llevó la peor parte. Lo que no esperaba es la reacción de la otra persona. Muy enfurecida, se dio la vuelta una señora mayor que comenzó a increparle, escupiendo palabras a un ritmo vertiginoso. Esteban no daba crédito a lo que estaba ocurriendo y no era capaz de intervenir, ni siquiera para defenderse, aunque no podía reprimir una sonrisa nerviosa. De entre todo lo que le dijo aquella mujer, hubo una cosa que le provocó especial regocijo:
- ¡Ojalá que la sonrisa que tienes en la cara se te quede para siempre, que tus ojos experimenten punzadas toda la vida y que las manos no puedan volver a tirar ningún paraguas!
Y dándole un empujón, cruzó la calle en dirección contraria a la que debía tomar él y desapareció.
Esteban no paró de sonreír hasta que llegó a casa. La escena le había parecido entre cómica y surrealista, aunque tenía un presentimiento extraño en su interior. Colocó el material de trabajo en la stantería y preparó la mesa para comer. Sentado ya delante del plato, notó con horror que no pudo despegar los labios para meterse la cuchara en la boca. Probó con todas las fuerzas que pudo reunir, incluso ayudándose con las manos, pero no cedieron ni un centímetro. Sería verdad la amenaza de la vieja? Envió un mensaje a su hermano para que viniera y acudieron al servicio de urgencias del hospital. Allí le exploraron y le dijeron que lo que le ocurría era algo inexplicable: tenía los labios unidos de tal manera que parecía que había nacido así, y lo peor era que sería imposible separárselos, pues le quedaría una abertura muy desagradable, debiendo llevar la cara siempre tapada.
Aquella noche no paró de llorar su desgracia, hasta que los ojos le escocieron debido a las lágrimas derramadas. Pronto, el escozor se convirtió en una serie de punzadas en los párpados y las córneas de ambos ojos. No eran fuertes, pero sí constantes. Su desesperación aumentó y se temía lo peor. Trató de mover las manos y comprobó con satisfacción que respondían a sus estímulos. ¡Al menos las manos habían escapado de la maldición! Se levantó, se duchó, se afeitó y se vistió, y se puso a esperar a su hermano. Desde aquel día, Debería ir diariamente al hospital para que le inyectaran suero y le alimentaran. Recibió una llamada perdida de su hermano para avisarle de que ya estaba abajo. ¡El golpe fue estrepitoso! Cuando alargó el brazo para coger el bastón, sus dedos no se movieron ni un milímetro. Se habían quedado medio flexionados, como si fueran garras. La tensión se hizo tan insoportable que se desmayó y dio con la frente en el picaporte de la puerta y rebotó contra el suelo.
En esa posición se lo encontró su hermano cuando subió a casa, tras ver que él no bajaba. Tumbado boca arriba, con una sonrisa en la cara, las manos en forma de garra y la cabeza en un charco de sangre. El personal del 112 que acudió a la llamada de Rufino sólo pudo confirmar su fallecimiento instantáneo. Lo que les extrañó a todos fue que hubiera un paraguas abierto junto a su cara, con la punta de una de sus varillas rozándole el ojo derecho.
   Fin.