Fichero publicado por Germán Marconi

Estoy leyendo "El compositor de tormentas", y aquí va un fragmento ...

Se estiró para abrir un cajón y sacó una caja protegida por una funda de tela. La colocó sobre la mesa del archivero y la abrió con mimo.
—Aquí lo tienes.
Le mostró con orgullo un manuscrito sencillo, tan sólo cuatro hojas que habían sido cosidas por un extremo para evitar que se desperdigasen.
—¿Por qué me lo enseñas?
—Es una pieza única.
—Parece una carta.
—Es más bien un testamento. Una descarnada declaración de principios, escrita en el lecho de muerte por un personaje fascinante.
Fabien apenas podía controlar una sonrisa.
—¿Quién es ese personaje? —preguntó Michael, cediendo vagamente ante la emoción de su amigo.
—El Rey Sol.
—¿Cómo?
—Ya lo has oído. Estas páginas fueron escritas por el mismísimo Luis XIV, el Rey Sol.
Michael negó con la cabeza.
—Eso es imposible.
—¿Por qué lo crees?
—No estarían aquí si de verdad fueran de su puño y letra. El manuscrito no puede ser auténtico.
—¿Has pensado que quizá su importancia no radique en si es o no auténtico?
—¿Cómo?
—¿Acaso no engrandecen nuestra vida aquellos sueños en los que de verdad creemos, aunque nunca lleguen a convertirse en realidad?
Michael sostuvo el manuscrito entre sus manos.
—¿Qué quieres que haga?
—Quiero que lo leas.
Le miró con desconcierto.
—No pretenderás que lo lea ahora.
—Son sólo cuatro páginas.
—Fabien, hoy no estoy para...
—Cuando termines lo comprenderás.
Fabien Rocher sacudió el polvo de un par de sillas plegables y las acercó a la mesa. Pulsó el interruptor del flexo y un círculo amarillento se dibujó sobre el manuscrito.
Michael deslizó la yema de los dedos sobre la primera frase:
Soy un rey tumbado en una cama, de lado sobre la pierna sana...
Miró a su amigo a los ojos.
—Me quedaré aquí contigo —susurró Fabien—. Tú limítate a leer.
Era poco lo que le pedía, después de lo que había pasado en el teatro. Sin decir nada más, dejó escapar un suspiro entrecortado y comenzó de nuevo:

Soy un rey tumbado en una cama, de lado sobre la pierna sana. Estoy carcomido por la gangrena y mientras escribo estas líneas me invade un miedo atroz. Mucho más del que Matthieu sentía cuando las olas estaban a punto de llevarle al fondo del océano. Yo tiemblo de terror, pero no ante la muerte, sino ante la vida que me haya granjeado en el otro mundo. Tiemblo tanto que a cada momento he de dejar la pluma a un lado, porque derramo la tinta y mancho lo que ya he escrito.
Llegué al trono de Francia cuando sólo contaba cinco años de edad. Dispuse de tres madres para mis diecisiete hijos, combatí en guerras victoriosas, dominé Europa y multipliqué las colonias. Convertí Versalles, un antiguo refugio de caza, en el palacio más deslumbrante del mundo conocido, sobrecogedor para los embajadores extranjeros, espléndido para los artistas que en sus jardines representaban música, danza y teatro. Y ahora, ¿en qué rincón de mi alma reside todo aquello? ¿Cómo puedo no conservar ni un pétalo desprendido de tanta magnificencia? Resulta paradójico que vaya a morir a causa de las quemaduras del mismo sol que me dio su nombre. ¡Maldita gangrena, y maldito cuerpo mortal!
Mi sangre mezclada con la de Habsburgos y Médicis se corrompe y no puedo hacer nada por evitarlo. Todos mis hijos legítimos han muerto, y sólo un bisnieto de cinco años podrá sucederme. Mi legado consistirá en una vana lucha de ambiciones por la regencia, por mis posesiones, por Francia. Y Versalles se desvanecerá conmigo, piedra a piedra.
Por eso escribo bajo la tenue luz de las velas, respirando esta nueva mezcla de aromas con la que el perfumero real trata de mitigar el hedor de mi carne pútrida. Escribo en mala postura, apoyando los pergaminos en el colchón cubierto de seda. Pero nada es el dolor de la pierna comparado con el que me inflige la infección que me descompone el alma. Muero atormentado por un solo recuerdo: los ojos de un joven músico de la corte a quien mandé a África de forma despiadada. Matthieu Gilbert, así se llamaba aquel hombre único, irrepetible, el violinista a quien impedí mostrarme el camino hacia la isla de la luna. Él, y no yo, sí que nació de la semilla derramada por algún dios. Aun después del mal que le hice, me ofreció lo mejor que poseía. Y yo lo desprecié, lo desprecié... Me torturaba cada una de sus palabras llenas de belleza, de candor intacto, de pureza. Su perdón fue mi castigo. ¿Por qué no me odiaste, maldito Matthieu?
Me incorporo, aparto con desgana los pergaminos y miro a mi alrededor: los tapices de cacerías que cubren las paredes de mi estancia privada, la mesa con mapas de las últimas rendiciones, los zapatos con hebilla de perlas que compró mi esposa al artesano del puente de Saint-Michel, y sé que me he equivocado en todo. Tu música era como la vida: era pasión, poder y dolor. ¿Por qué no me percaté de que en tu violín estaba mi salvación, y también la de Francia, y la del resto del mundo?
¡Qué distinta habría sido la muerte! Sé que me quedan apenas unas horas antes de convertirme en un fardo de piel reseca sobre esta cama, y sólo pienso en la noche que compusiste tu primera tormenta...

De “El compositor de tormentas”, de Andrés Pascual