Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El precio de la cabeza.

John Russell
EL PRECIO DE LA CABEZA

Esta es la historia del extraño viaje que hiciera a la parda Fufuti,
"donde unos son ahumados y otros comidos", Christopher Alexander Pellett
y su fiel ami-go negro. Del autor, John Russell, sólo sabemos que
publicó en 1919 un libro titulado Color of the East, de donde procede
este memorable relato.

Los bienes de Christopher Alexander Pellett eran éstos: su nombre, que
siempre cuidó de mantener intacto; unos pantalones de lienzo, ya no
intactos, en cuyo interior vivía y dormía; una permanente sed de bebidas
alcohólicas y un par de patillas rojas. Además, tenía un amigo. Ahora
bien, ningún hombre es capaz de ganar una amistad, aun en las amables
islas de la Polinesia, si no posee alguna cualidad propia: fortaleza
física, buen humor, perversidad. Debe exhibir algún rasgo al que el
amigo pueda atenerse y aferrarse. ¿Como explicar, pues, la constante
devoción que a Christopher Alexander Pellett profesaba Karaki, el
barquero de la compañía marítima? Ése era el misterio que nadie podía
aclarar en Fufuti.
Pellett no tenía nada de malo. Nunca reñía.
Nunca levantaba el puño. Aparentemente no había aprendido jamás que el
pie de un hombre blanco, aunque camine haciendo eses, tiene por misión
apartar a puntapiés a los nativos que se le pongan delante. Ni siquiera
echaba maldiciones contra nadie, salvo contra sí mismo y contra el
mestizo chino que le vendía brandy; y eso era disculpable, porque el
brandy era muy malo.
Por otra parte, no se le encontraba ninguna virtud perceptible. Había
perdido mucho antes la voluntad de trabajar, y aún, últimamente, el arte
de mendigar. Nó sonreía, nó bailaba, no exhibía ninguna de esas amables
excentricidades que a veces granjean al ebrio cierta tolerancia. En
cualquier otro lugar del mundo, se habría extinguido sin lucha. Pero el
azar lo había llevado a las playas donde la vida es fácil como una
canción, y su destino particular le proporcionó un amigo. Y así
sobrevivía. Eso era todo.
Persistía como un trozo de carne conservado en alcohol...
Karaki, su amigo, era un salvaje de Bougainville, lugar donde algunos
son ahumados y otros comidos. Siendo negro, melanesio, era tan
extranjero en la parda Fufuti como cualquier blanco.
Hombrecito serio, eficiente, con ojos profundamente hundidos, tenía una
gran mata de pelo lanudo y una total ausencia de expresión. Sus gustos
eran sencillos. Usaba un taparrabos de algodón rojo ceñido a la cintura,
y un anillo de bronce, de los que se utilizan para colgar cortinas,
suspendido de la nariz.
Un poderoso cacique de su isla natal había vendido a la compañía
marítima, por tres años, los servicios de Karaki, cobrando por
adelantado su salario de tabaco y abalorios. Cuando el contrato
expirase, Karaki sería reembolsado con destino a Bougainville -situado a
unas ochocientas millas-, donde desembarcaría no más rico que al partir,
salvo en experiencia. Ésa era la costumbre, aunque tal vez Karaki
abrigara otros planes.
Es raro que alguna de las razas negras del Pacífico posea esas virtudes
por las que suelen ser admirados los pueblos esclavos. La fidelidad y la
humildad pueden extraerse de otros colores, comprendidos entre el pardo
y el chocolate. Pero el negro permanece salvaje inescrutable. Su corazón
secreto le pertenece en exclusividad. De ahí el asombro de la población
de Fufuti, que conocía las costumbres de los reclutas negros, al
advertir que Karaki se convertía en protector del inservible extranjero.
-¡Eh, tú, Johnny! -gritó Moy Jack, el mestizo chino-. Mejor que vengas a
recoger a tu amo. Está demasiado borracho.
Karaki abandonó la sombra del cobertizo de copra donde había estado
esperando una hora o más y se adelantó a recibir el bulto informe
lanzado a través de la puerta de la taberna. Lo levantó científicamente
por la muñeca y la axila, y se dirigió con él hacia la playa. Moy Jack
se quedó mirándolo desde su umbral con cínico interés.
-Eh, tú -dijo-, por que tomar tanta molestia por lo amo? ¿Por que no me
traer todas eras perlas? Yo lo hago buen negocio, palabra.
A Moy Jack le molestaba leaser que dar al hombre blanco una botella
diaria a cambio del menudo aljófar que Pellett llevaba siempre consigo.
Sabía de donde procedían esas perlas. Karaki buceaba en la laguna para
pescarlas, aunque estaba prohibido. Moy Jack ganaba bastante con el
trueque, pero habría ganado mas negociando directamente con Karaki, a
cambio de un poco de tabaco.
-¿Por qué le dar a lo amo todas esas perlas? preguntó Moy Jack
ofensivamente-. No servir para nada, vamos. Más le valdría morirse del todo.
Karaki no contestó. Miró a Moy Jack sólo una vez, y las palabras del
mestizo se disolvieron en murmullos. Por un instante había aparecido en
los ojos de Karaki una extraña luz, semejante al vago resplandor verdoso
de un tiburón, entrevisto a diez brazas de profundidad ...
Karaki llevó su carga a la playa, al pequeño cobertizo de hojas de
pándano que constituía todo su hogar. Depositó suavemente a Pellett
sobre una estera, le almohadilló la cabeza, lo lavó con agua fría y
limpió la suciedad de sus cabellos y de sus patillas.
Las patillas de Pellett eran auténticas, salientes como los bigotes de
un bagre, y tenían un hermoso color dorado cobrizo. Karaki las peinó con
un peine de sándalo. Luego se sentó a su lado con un abanico,
ahuyentando las moscas del rostro hinchado del borracho.
Poco después de mediodía, algo lo incitó a salir precipitadamente.
Durante varias semanas, había estado atento a todas las variaciones del
tiempo, esperando el cambio que se produciría cuando el alisio del
sudeste empezara a soplar más recio a través de aquel cinturón de calmas
chichas y vientos pasajeros. Y ahora, mientras Karaki miraba, las
nítidas sombras comenzaron a difuminarse sobre la arena y un velo cubrió
la faz del sol.
Todos en Fufuti dormían. Los peones de la compañía roncaban en la
galería trasera. Bajo la red del mosquitero, el agente soñaba, dichoso,
con grandes cargamentos de copra y copiosas bonificaciones Moy jack
dormitaba entre sus botellas.
Nadie habría sido lo bastante insensato como para salir al descubierto
en aquella hora meridiana de reposo: nadie salvo Karaki, el negro
endemoñado, a quien no le importaba la costumbre, aunque le importaban
los sueños. El sordo bramido de la marejada en las rompientes sofocó el
rumor de sus pasos. Karaki iba de un lado a otro como un espectro.
Y mientras Fufuti dormía, se aplicaba a una tarea que no especificaba su
contrato...
Mucho tiempo atrás había determinado dos hechos esenciales: el lugar
donde se guardaba la llave de la proveeduría, y el lugar donde se
almacenaban los fusiles y las municiones. Abrió la proveeduría y eligió
tres rollos de tela carmesí, unos pocos cuchillos, dos cajones de tabaco
y un hacha pequeña y afilada.
Habría podido llevarse muchas otras cosas. Pero Karaki era un hombre de
gustos sencillos, y era un hombre eficiente.
Con el hacha forzó un cajón de fusiles y sustrajo un Winchester y una
gran caja de balas.
Después penetró en el cobertizo de las barcas y desfondó la quilla de la
ballenera y de los dos cutters, dejándolos inutilizables para muchos
días. El hacha era en realidad un instrumento muy manuable, un verdadero
tomahawk, con un filo de navaja.
Karaki sintió un auténtico placer de artesano al ver sus cortes nítidos
y profundos. El hacha era, casi, su botín más estimable.
Sobre la playa descansaba una gran proa, una de esas robustas canoas
provistas de batangas que usa en Bougainville la tribu de Karaki, tan
alta de proa y de popa que tenía casi forma de media luna. El último
monzón del noroeste la había lanzado sobre la costa, y Karaki la había
reparado por orden del propio agente de la compañía. Ahora la botó a la
laguna y almacenó a bordo su botín.
Había efectuado una apresurada selección de provisiones. Llevaba una
bolsa de arroz y otra de batatas. Hizo tres viajes a la barca,
transportando en una red todos los cocos que pudo cargar. Embarcó una
barrica de agua y una caja de galletas.
Mientras buscaba less galletas, se encontró con la bodega privada del
agente: una docena de botellas del mejor whisky irlandés. Las miró de
reojo y siguió de largo. Sabía lo que contenían, y era un salvaje, un
negro. Pero pasó sin tocarlas. Cuando Moy Jack supo esto, mas tarde,
recordó lo que había visto en la mirada de Karaki, y aventuró la
sorprendente profecía de que Karaki nunca sería capturado vivo.
Cuando todo estuvo listo, Karaki volvió al cobertizo y despertó a
Christopher Alexander Pellett.
-¡Eh, mi amo, venga!
Pellett se sentó y lo miró. Es decir, miro. Si vió algo o no, es cosa
que pertenece a los problemas más intrincados de la psicología.
-Demasiado tarde -dijo Mr. Pellett con voz profunda-. Este negocio se
cierra. Dales less buenas noches a todos esos malditos holgazanes.
¡Yo... me voy... a dormir!
Y dicho esto cayó de espaldas sobre el piso.
-Despierte, mi amo -insistió Karaki, sacudiéndolo-. Usted, dormido
demasiado. ¡Eh, mi amo! ¡Ron! ¿Quiere ron? ¡Yo le doy ron, lo que
quiera, palabra! ¡Mucho ron, mi amo!
Pero aún aquellas palabras mágicas, que todos las mañanas,
infaliblememe, levantaban a Pellett de su cama, esta vez cayeron en
oídos sordos. Pellett había bebido lo suyo, y probablemente dormiria el
resto del días.
Karaki se arrodilló a su lado, lo alzaprimó hasta poder introducir el
hombro bajo su cintura, y lo levantó como si fuera una bolsa de harina.
Pellett pesaba setenta kilogramos, Karaki no más de cuarenta y cinco.
Sin embargo, el hombrecito negro se las ingenió hábilmente, a la manera
de los coolies, para llevar su carga, con las piernas colgando, en
dirección a la playa. Más aún: logró embarcarla en la proa. Pellett
estuvo a punto de ahogarse, y la proa de irse a pique. Pero Karaki se
las arregló.
Nadie los vió partir. Fufuti seguía soñando.
Mucho antes, que el agente de la compañía despertara, furioso, a la
evidencia de la catástrofe, la extraña barca en forma de media luna
había salido del atolón y se perdía a la distancia, en alas del alisio.
El primer día Karaki se vio en figurillas para mantener la proa,
corriendo en línea recta ante el viento. Grandes olas humosas surgían
encrespándose del sudeste, con afán de romper sobre la barca a la menor
oportunidad. Karaki era un pobre salvaje que ignoraba lo que fuese una
brújula o un grado de latitud. Pero sus abuelos habían atravesado estas
aguas en cáscaras de nuez, realizando travesías a cuyo lado la empresa
de Colón era un simple viajecito en ferry-boat. Karaki achicaba el agua
con un tacho de hojalata, en lugar de velas utilizaba una estera, y un
canalete a modo de timón, pero seguía adelante.
A eso del amanecer Mr. Pellett se movió en el fondo de la barca y alzó
una cara verde como un guisante. Lanzó una mirada de azoramiento al
hirviente páramo que lo rodeaba, y se desmayó con un gemido. Al cabo de
un intervalo razonable, hizo nuevamente la prueba, pero su alucinación
se negaba a desaparecer: se volvió entonces hacia Karaki, acurrucado en
la popa y reluciente de espuma.
-¡Ron! -exigió.
Karaki meneó la cabeza. Una expresión desesperada asomó a los ojos de
Pellett.
-Llévate... llévate toda esa porquería -suplicó patéticamente, señalando
el océano.
Por dos días consecutivos estuvo muy, muy enfermo, y aprendió que una
embarcación pequeña, en cualquier lugar del mar, puede moverse en
cuarenta y siete direcciones distintas en el espacio de un minuto. Y no
es poco aprender, como han de saberlo quienes han atravesado por esa
experiencia.
A Pellett le resultó casi fatal.
Al tercer día despertó, sintiendo la boca y el estómago como si fuesen
de cuero, y asaltado por una gran debilidad, aunque con un renovado
dominio de sus facultades mentales. El huracán había amainado, y Karaki
preparaba silenciosamente un refrigerio de cocos. Pellett se despachó
dos antes que se le ocurriera extrañar el brandy que invariablemente
formaba parte de su desayuno. Pero cuando lo recordó, sintió en la
garganta una brusca repugnancia por la leche de coco.
-Quiero ron.
-No haber ron.
Pellett miró a proa y a popa, a barlovento y sotavento. Mucho horizonte
a la vista, pero nada más. Por primera vez tuvo conciencia de la
anormalidad de la situación.
-¿Cómo hemos venido tan lejos?
-Agarramos viento grande -explicó Karaki.
Pellett no estaba en condiciones de poner en duda esa afirmación, ni de
adivinar, por el previsor abastecimiento de la barca, que no se trataba
de una ocasional expedición de pesca terminada en alta mar por el azar
de una tormenta. Pellett tenía otras cosas en que pensar. Algunas de
esas cosas eran rosadas, y otras purpúreas, y otras abigarradas como un
arco iris de sorprendente diseño, y todas sumamente nuevas e
interesantes. Brotaban en inuchedumbre de las vastas profundidades para
entretener a Christopher Alexander Pellett. Y lo conseguían.
A un hombre que ha estado macerado en alcohol durante dos años es
imposible suprimírselo sin obtener resultados más o menos pintorescos.
Hubo días en que la proa atravesó los desiertos mares del sur dejando
tras sí una estela de vociferados madrigales y coros. Atado de pies y
manos, amarrado bajo un banco de bogar, Pellett desvariaba en torno a
los versos de su inocente juventud. Cosa extraña de oír, si alguien lo
hubiera oído, pero allí sólo estaba Karaki, a quien no le importaban los
poetas menores de la época de Carlos 7 y en quien se desperdiciaban
páginas enteras de Atalanta en Calidón. De tanto en tanto volcaba un
cucharón de agua de mar sobre el hombre blanco, o tendía una esterilla
para protegerlo del sol, o lo alimentaba a la fuerza con leche de coco.
Era mal auditorio, pero excelente enfermero. Y dos veces al día peinaba
las patillas de Pellett.
Entraron en la calma chicha. Pero el alisio los solivió otra vez, mas
suave que antes, de suerte que Karaki arriesgó poner proa al oeste, y
entonces navegaron raudamente bajo un cielo brillante como un metal pulido.
My heart is within me As an ash in the fire; Whosoever hath seen me
Without lute, without lyre, Shall sing of me grievous things, even
things that were ill lo desire....6
Así cantaba Christopher Alexander Pellett, cuyo rostro empezaba a
parecerse cada vez más al de un hombre y cada vez menos a un racimo de
algas podridas ...
Siempre que la oportunidad se presentaba favorable, Karaki desembarcaba
en la costa de sotavento de alguna de las diminutas islas que salpican
la región de Santa Cruz y se las ingeniaba para cocinar arroz y papas en
su balde de lata. Esto era peligroso. Un día arribaron a una isla habitada.
Dos hombres blancos en un cutter salieron a detenerlos. Karaki no podía
ocultar su condición de negro fugitivo, ni lo intentó. Cuando el cutter
se acercó a cincuenta yardas de distancia, Karaki se reveló bruscamente
como un negro fugitivo, pero provisto de un fusil. Y al irse, dejaba el
cutter hundiéndose y a uno de los hombres, muerto.
-Hay un agujero de bala aquí, a mi lado -dijo Pellett, debajo del banco
de bogar-. Será mejor que lo tapones.
Karaki lo taponó y libertó a su pasajero, quien se incorporó y empezó a
desperezarse como si su cuerpo le inspirase cierta ingenua curiosidad.
-Así que eres real -observe Pellett mirando fijamente a Karaki-. Por
Dios, ya lo creo, y eso es un consuelo.
Tenía razón. Karaki era muy real.
-¿Adónde llevas esta canoa?
-A Balbi -respondió Karaki, utilizando la palabra nativa que designa a
Bougainville.
Pellett lanzó un silbido. Una evasión seguida de una travesía de
ochocientas millas en un bote descubierto era una empresa considerable,
que merecía su respeto. Por otra parte, acababa de tener una prueba
incontestable de la eficiencia de aquel hombrecito negro.
-¿En Balbi tienes lo casa? -Sí.
-Está bien, comodoro -dijo Pellett-. Adelante.
No se por qué me has embarcado de sobrecargo, pero cuenta con mi ayuda.
Era extraño -o quizá no-, pero aquel intervalo de su vida pasado en
Fufuti se iba desvaneciendo de la memoria de Pellett a medida que el
veneno del alcohol se disipaba en sus tejidos. El Christopher Alexander
Pellett que emergía de la metamorfosis era el de sus años mozos:
bastante arruinado, sin duda; flojo, indolente y despreocupado, en el
mejor de los casos, pero con una dosis común de humanidad y una
inteligencia algo superior a lo común.
Al principio se había sentido muy débil, pero la alimentación de cocos y
batatas que le impuso Karaki dió un resultado maravilloso; llegó el
momento en que se sintió capaz de gozar del amargo gusto de la espuma
salina en sus labios y de olvidar durante horas enteras su ansia
desesperada de estimulantes.
Extraña tripulación, aquellos dos: el simple salvaje y el ebrio
convaleciente, pero en ningún momento se discutió sobre quién estaba al
mando de la embarcación. Y esto se advirtió perfectamente a la tercera
semana de la travesía, cuando la comida empezó a escasear, y Pellett
observó que Karaki no comía nada en todo el día.
-Oye, eso nó está bien -exclamó-. Me has dado el último coco y tú no has
comido nada.
-No me gustan -repuso Karaki brevemente.
En las largas horas de ocio, cuando los únicos sonidos entre el mar y el
cielo eran el susurro de la espuma bajo la barca y el crujir y chirriar
de las batangas, Christopher Alexander Pellett meditó acerca de muchas
cosas. A veces su frente parecía contraída de dolor. No siempre es
agradable ser arrancado al presente para volver a los recuerdos.
Los recuerdos largamente sumergidos nó son buena compañía. Había
conocido los horrores del delirio.
Ahora debía enfrentarse con los demonios aun más reales de su pasado que
antes rehuyera.
Más ahora nó podía escapar. Se resolvió contra ellos, y luchó, y los fué
derrotando uno a uno.
Después de veintinueve dias en el mar, solo les quedaba, de sus
provisiones, un poco de agua.
Karaki la distribuía humedeciendo un trozo de corteza de coco y
dándoselo a Pellett para que lo chupara. Y a pesar de las airadas
protestas de Pellets, se negaba a probar una gota. Nuevamente el salvaje
cuidó del indefenso Pellett, esta vez a lo largo de las últimas etapas
de la sed, raspando las duelas del barril y ofreciéndole en la punta de
un cuchillo el último residuo de humedad.
Y en el día trigésimo sexto de su partida de Fufuti, avistaron Choiseul,
como una gran muralla verde que crecía lentamente en el oeste.
Ya al abrigo de sus promontorios, Karaki bien pudo gozar de su triunfo.
Había elegido como destino el grupo de las Salomón, de unas seiscientas
millas de largo. Pero haber acertado con cualquiera de ellas, en un
barquichuelo semejante, sin instrumentos ni mapas, a través de
corrientes marinas y tormentas, era toda una hazaña de navegación.
Karaki, sin embargo, no festejó su proeza. Por el contrario, miraba
larga y ansiosamente por encima del hombro en dirección al oeste.
El viento había soplado en rachas desde la mañana. Ahora parecía muerto
sobre un mar sin embargo movedizo y aceitoso. Un barómetro habría
formulado oscuras profecías. Karaki debió de adivinarlas, porque avanzó
tambaleando hacia la proa y desmontó el pequeño mástil. Después amarró
con firmeza todo su cargamento bajo los bancos, volcó en el canalete las
fuerzas que le quedaban y puso el rumbo hacia una isleta avanzada, donde
una mancha blancuzca era indicio de una playa. Habían tenido mucha
suerte hasta entonces, pero aún estaban a dos millas de la costa cuando
los sobrecogió la primera racha del huracán.
El propio Karaki estaba reducido a una matraca de huesos dentro de un
pellejo seco, y Pellett apenas podía levantar una mano. Pero Karaki
luchó por Pellett entre las olas que saltaban como murallas de fuego
contra los arrecifes. Por que o cómo llegaron a destino, es cosa que
ninguno de ellos habría podido decir. Quizá estaba escrito que despues
del alcohol, la enfermedad, la locura y el hambre, el hombre blanco
debía ser salvado, una vez más, de las aguas enloquecidas, por el hombre
negro.
Cuando encallaron en la costa de la isleta, ambos estaban casi
desollados, pero vivos, y Karaki todavía sujetaba la camisa de Pellett...
Durante una semana permanecieron en la isla, Pellett engordando gracias
a ilimitados atracones de cocos, y Karaki calafateando la proa. Ésta
había llegado maltrecha y anegada, pero los tesoros de Karaki estaban a
salvo. Un pescador nativo que pasaba por allí le dio la posición de la
isla, y entonces Karaki supo que todos sus tesoros estaban a buen
recaudo. Su isla natal yacía del otro lado del estrecho de Bougainville,
frente al cual se encontraban.
-¿Balbi está allí? -preguntó Pellett.
-Sí.
-Menos mal -exclamó Pellett calurosamente-.
Éste es el límite de la jurisdicción británica, muchacho.
El gran amo inglés tiene que pararse aquí, no puede cruzar al otro lado.
Karaki lo sabía perfectamente. Sí había algo que temía en el mundo, era
el Tribunal de Fiji y el Comisionado Residente de las islas Salomón del
Sur, que ejercitaba una inflexible justicia en cuantos violaban su
territorio. Una vez cruzado el estrecho, podrían acusarlo de haber
robado mercaderías y no haber cumplido su contrato. Pero nunca -y esto
era lo importante-, nunca podrían castigarlo por algo que hiciera en
Bougainville.
Y ése era el motivo de la satisfacción de Karaki. Christopher Alexander
Pellett también estaba contento. Su cuerpo había sido purgado, raído y
estrujado; había vencido a sus demonios. El aire perfumado, la limpia
luz del sol, se posaban en sus labios y bajaban a su corazón. Sentía una
nueva vitalidad en los huesos. A medida que recobraba las fuerzas solía
nadar por la laguna interior de la isla o ayudaba a Karaki a remendar su
proa. A veces se pasaba horas enteras tendido sobre la arena tibia o
deleitándose en los delicados arabescos de una diminuta concha marina,
canturreando en voz baja, mientras la marejada murmuraba a lo largo de
la playa, saboreando la vida como nunca lo había hecho.
-¡Oh, esto es bueno... es bueno! -exclamaba.
Karaki loo intrigaba, mas sin llegar a irritarlo, porque un asombro
sonriente y pueril, un asombro por todas las cosas, le llenaba el alma.
Pero meditaba en aquel salvaje taciturno que había coronado con el mas
raro de los sacrificios una devoción sin esperanza de gratitud. Y ahora
que podía pensar sobriamente, el porqué de esa conducta se le escapaba.
¿Por que? ¿Afecto? ¿Amistad?
Debía ser eso. Y entonces Pellett experimentaba una cálida simpatía por
aquel hombrecito silencioso, de ojos hundidos y cara inexpresiva, en la
que era imposible suscitar jamás el gesto mas insignificante.
-Eh, Karaki, ¿por que no te ríes como yo?
¿Qué? ¿Tienes miedo por esas chucherías que robaste? Olvídate de eso,
negro bribón. Si alguien te molesta, yo me entenderé con él. ¡Diablos,
diré que las robe yo mismo!
Karaki se limitó a gruñir, y se sentó a limpiar su Winchester con un
trozo de género y algunas gotas de aceite que había extraído prensando
un coco seco.
-No, eso tampoco lo preocupa -murmuró Pellett, desconcertado-. Me
gustaría saber que piensas debajo de ese mono de colores que llevas en
la cabeza, viejo. Eres como el gato de Kipling, que camina solo. Dios
sabe que no soy ingrato. Ojalá pudiera demostrarte...
Se incorporó de un salto.
-¡Karaki! Yo soy lo amigo, ¿entiendes? Tú eres mi amigo. ¡Los dos somos
amigos, palabra!...
Eh, ¿qué dices?
-Sí -dijo Karaki brevemente. Miró a Pellett, después miró en dirección a
Bougaiuville-. Sí -dijo-, palabra.
Y el negro isleño, inescrutable, incomprensible, siempre un enigma,
seguía limpiando su fusil.
El epílogo se produjo dos días después, en Bougainville.
En un deslumbrante amanecer entraron en una bahía que parecía abrir a la
barca enjoyados brazos de bienvenida. La tierra se extendía ante ellos
con sus lujuriosos atavíos, entre dormida y despierta, sonrosada y
sonriente, sensual, íntima, palpitante de vida, envuelta en tibios
perfumes...
Éstas fueron algunas de las necias frases que Pellett balbuceó para sus
adentros al saltar a tierra y correr hacia una elevación rocosa, para
ver y sentir y guardar para sí todo el encanto de aquel sitio.
Entretanto Karaki, aquel liombrecito simple y eficiente, se ocupaba
metódicamente en sus asuntos.
Desembarcó sus rollos de tela, su tabaco, sus cuchillos y el resto de su
botín. Desembarcó su caja de cartuchos, su fusil y su hacha. Las demás
mercaderías habían sido un poco averiadas por el agua de mar, pero las
armas estaban cuidadosamente limpias y pulidas...
Pellett declamaba versos en alta voz a la fascinante soledad, cuando
percibió una suave pisada y se volvió, sorprendido, para encontrarse con
Karaki parado tras él, con el fusil apoyado en la cadera y el hacha en
una mano.
-Bueno -dijo Pellett alegremente-. ¿Qué quieres, viejo?
-Quiero. . . -respondió Karaki, brillando en sus ojos la extraña luz que
había percibido Moy Jack, semejante al fulgor de un tiburón que se da
vuelta para atrapar la presa-, quiero esa cabeza.
-¿Qué? ¡Una cabeza! ¿De quién? : . . ¿Mi cabeza?
-Sí -repuso Karaki simplemente.
Y esa fué la explicación. Ése era todo el misterio. El salvaje estaba
prendado de la cabeza del inglés, y Christopher Alexander Pellett había
sido traicionado por sus fatídicas patillas rojas. En el país de Karaki
la cabeza de un hombre blanco, bien ahumada, vale más que la riqueza y
la tierra, más que la fama de los jefes y el amor de las mujeres. En
todo el país de Karaki no había una cabeza comparable a la de Pellett. Y
Karaki había servido para conquistarla con la paciencia y la sencilla fe
de un Jacob. Para esto había urdido sits planes, para esto había
esperado y robado y asesinado; para esto había consumido el sudor de su
cuerpo y la astucia de su mente, padecido hambre y mortificaciones,
curado, atendido, alimentado y salvado a su hombre:
para traer sit cabeza viva y en pie -por así decirlo- al lugar donde
podría cercenarla tranquilamente y gozar sin riesgo de los frutos de
sits trabajos.
Pellett vio todo esto en un relámpago, lo comprendió en la medida en que
un blanco podía comprenderlo, advirtió la elemental y estupenda
simplicidad de toda la aventura. Y erguido en su roca, con sus nuevas
fuerzas y su renovada lucidez, bajo la rubia promesa de la mañana, lanzó
una carcajada que repercutió sobre las aguas y ahuyentó a las aves
marinas de las peñas, la profunda carcajada de un hombre que comprende y
acepta la última broma colosal de su destino.
Porque ahora el inventario corregido de los bienes de Christopher
Alexander Pellett era éste: su nombre todavía intacto; las ruinas de
unos pantalones de lienzo; sus preciosas patillas rojas... y un alma
prolijamente rescatada, renovada, pulida, reanimada y devuelta a su
dueño por su buen amigo Karaki.
Thou shouldst die as he dies, For whom none sheddeth tears; Filling
thine eyes And fulfilling thine ears With the brilliance... the bloom
and the beauty...7
Así cantaba Christopher Alexander Pellett
sobre las aguas de la bahía. Y de pronto giró sobre sí mismo, abrió bien
anchos los brazos y gritó:
-¡Tira, maldito! ¡A ese precio es barata!
Notas:

5. Conjunto de los magistrados del ministerio público. (N. del T.)
6. "Mi corazón es dentro de mí - como una ceniza en el fuego; - quien me
haya visto -sin laúd, sin lira - cantará de mí cocas crueles - cocas
clue estaría mal desear..."
7. Deberías morir como aquel - por quien nadie derrama una lágrima -
llenando tus ojos - y llenando tus oídos - con el brillo... el esplendor
- y la belleza.