Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Los estornudos.

LOS ESTORNUDOS - Conrado Nalé Roxlo
Los estornudos no suelen traer nada bueno, decían las viejas de antes, y tenían razón; pues lo que traen o anuncias, rapé aparte, es un resfriado. Pero yo sé de unos estornudos que fueron el soplo inspirador de cierta notable pieza literaria; y eso que no fueron musicales expresiones de una nariz célebre por su belleza, como la de Cleopatra, cosa que habría justificado un madrigal, sino rotundas explosiones de las de un chinito, bastante retobado él, inspector de escuelas provinciales. Misterios de la poesía que la ciencia no se explica.
Las cosas ocurrieron así.
El señor inspector penetró en el aula, y, tras de retribuir con una sonrisa de vinagre de luto los almíbares que se desparramaban por la bondadosa cara de la señorita Italia Migliavacca, mi inolvidable maestra de primeras letras, subió a la tarima, tarima que crujió gentilmente para ponerse a tono con los zapatos amarillos del señor inspector. Y vino, naturalmente, una alocución, como ellos dicen.
-Niños que en este ámbito del saber primario sorbéis las materias como la enredadera sorbe el sol...¡atchís!
-¡Salud, señor inspector! -prorrumpió la clase en pleno.
El inspector pasó una mirada furibunda por los bancos mientras se llevaba a su importante apéndice nasal un pañuelito muy bien planchado, que luego volvió a doblar y colocar en el bolsillo superior de su saco negro con trencilla, y retomó el hilo del discurso:
-El sol!...,el sol!... ¡atchís!
Martirena me dijo por lo bajo, pero de modo que sonó bien alto:
-Debe ser un resfrío de sol...
El inspector intentó matarlo de una mirada y continuó:
-El sol o, mejor dicho, sus rayos, llamados también irradiación febea...¡atchís!
-¡Salud, señor inspector! -volvimos a decir a coro, creyendo proceder muy correctamente. La señorita nos hacía señas de que no insistiéramos, pero nosotros éramos muy bien educados y no perdonábamos estornudo. Y éstos se sucedían cada vez con mayor frecuencia, y el inspector, par retomar el hilo de la perorata, tenía antes que retomar el hilo del pañuelo, suponiendo que lo fuera. Hasta que, con un violento "buenas tardes", se despidió y se fue como una tromba a ponerse sinapismos, sin duda.
Ya alejado el ogro, la clase en pleno soltó la carcajada, y muchos se pusieron a estornudar por burla.
-Niños -dijo severamente la señorita Italia-, nunca debemos burlarnos de los defectos físicos del prójimo.
Y para aleccionarnos trajo al día siguiente, pues era repentista, la fábula que va a leerse y que felizmente guardo entre mil cuadernos escolares.
EL CANARIO Y EL JAMELGO
Cierto coche de punto,
también puede llamárselo de plaza,
que formaba conjunto
con un jamelgo de raída traza,
y un anciano cochero, en el pescante,
detúvose delante
de una pajarería en cuya puerta
un canario, infatuado tenorino,
con sutil artificio,
sacaba dulce trino
de melodías rico
de su órgano bucal al orificio
también llamado pico.
El equino aludido,
cuyo nombre vulgar era "Pirincho",
no con mala intención, de distraído,
dejó escapar un natural relincho.
(Expresión incorrecta, sea dicho,
mas perdonable en tan humilde bicho.)
La gente que lo oyó, de baja estofa,
elogiando al canario melodioso
cubrió al jamelgo de improperio y mofa.
Pasó el tiempo premioso,
y ambas bestias murieron a su hora,
y escuchad, niños, lo que viene ahora.
El canario, ya inútil, fue a parar
a infecto muladar,
y, en cambio, con las tripas del rocín
hicieron varias cuerdas de violín,
en que un artista joven
interpretó a Mozart, Verdi, Beethoven.
MORALEJA
No desprecies, ¡oh, niño!, al que algún día
estornudó en momento inadecuado,
pues, como aquel caballo mal juzgado,
puede esconder torrentes de armonía.
A nosotros nos gustó mucho la fábula. Pero la señora directora no le permitió que se la mandara como desagravio al inspector, pues dijo que ciertas comparaciones podrían no ser bien interpretadas por éste. Mi querida maestra fue una incomprendida en el ambiente educacional de su época: era una precursora.
Fuente: CHAMICO, El humor de los humores. Almanaque de la medicina para el año que viene. Buenos Aires, s. ed., 1953 (págs. 42-43)