Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

De como los indios desaparecieron por la escala dorada.

ESTA ES LA HISTORIA DE COMO LOS INDIOS DESAPARECIERON POR LA ESCALA DORADA
Cuando los españoles llegaron, empezaron a destruir poblados y a llevarse el oro y los objetos, que para los indios eran parte de su vida diaria. Muchos pueblos fueron incendiados, saqueadas las tumbas y los templos, teniendo los indios que huir a las montañas para no ser asesinados, o que los convirtieran en esclavos.
La mayoría de los poblados quedaron vacíos y los españoles destruyeron los ranchos y los lugares en donde los indios daban culto a sus dioses, que eran muchos, y para los cuales hacían lindísimos collares, estatuillas y figuritas de oro, que los españoles robaban para convertirlos en ladrillos de oro, que luego enviaban a España.
Entre las historias más bonitas de aquella época está la de cómo los indios cabécares desaparecieron por la escala dorada. Sucedió que los españoles se apoderaron de la mayoría de los indios cabécares y los enviaron a Tucurrique y a Orosí, para ponerlos a trabajar como siervos, construyendo casas, trabajando la tierra y mezclándola con boñiga para hacer iglesias. Pero las gentes se escapaban a menudo y entonces los españoles las perseguían con perros, a los cuales enseñaron a oler sólo a los indios.
Los cabécares se escondían en los bosques y allí trataban de hacer otros caseríos, pero los españoles los buscaban y les volvían a destruir los poblados, echándoles siempre los perros, disparándoles con arcabuces o quemando los plantíos de maíz y cacao.
La guerra entre españoles y cabécares duró varios meses. Los españoles tenían muchas ventajas sobre los indios, pero éstos conocían mejor los parajes y se escondían por semanas entre la montaña, hasta que el olor los delataba y los perros empezaban a buscarlos por entre arbustos y laderas. Los indios algunas veces conseguían matar a los perros con flechas, pero entonces los españoles inventaron pequeñas armaduras para los perros, que así se protegían de las flechas de los indios.
Fue por esa fecha cuando los indios quisieron agruparse y dar las últimas batallas contra los invasores, pero no tenían buenas armas y estaban enfermos y cansados de tanto huir por las montañas, como si sus tierras y los árboles y el cielo fueran de otras personas. Los indios no tenían ya ni templos, ni ranchos, ni cementerios, ni pozos, sino que lo único que conservaban eran las flechas, el taparrabo y la estera, la cual llevaban hecha un motete en la espalda. Se alimentaban de animales salvajes —cuando podían— y tomaban frutas de los árboles y las plantas que aún les daban afecto, y que crecían a las orillas de los ríos.
Pero estas guerras siempre tienen su final. Un día se reunieron varios grupos de cabécares, en un vallecito, y allí decidieron organizarse para hacer frente al poder del invasor, sobre todo después de haber comprendido de que Sibú los había olvidado, o se había cambiado de bando, porque no daban en esta guerra con algún gane y estaban casi diezmados por las enfermedades. Estando sumidos en esas conversaciones, descansando sobre la hierba, escucharon el sonido de los caballos y el cercano latir de los perros que, escandalosos y bravos, rastreaban el olor de los indios. Estos, al oír la algarabía, se echaron a correr por todo el valle, hasta llegar a un inmenso río, con una cascada lindísima y se preparaban ya a cruzarlo hasta la otra orilla, cuando cayó desde arriba de la cascada una escalera dorada, llegándose los indios hasta ella, subiendo y subiendo y subiendo, hasta llegar al cielo.
Y los españoles que se quedan boquiabiertos, viendo cómo los cabécares suben por la escala dorada y cómo ante sus propios ojos se perdían entre las nubes. Cuando desapareció el último, la escalera se esfumó y todo volvió a ser igual: el río, la cascada, el valle y los ladridos de los perros furiosos. Por supuesto que cuando los españoles contaron la historia, nadie se las creyó, cuando no fueran los perros que, malhumorados, no tuvieron ya mucho trabajo qué hacer, hasta que un día los españoles decidieron comérselos, mientras los cabécares, en lo alto de la escalera dorada, se reían a veces, de españoles, perros y armaduras.
(Alfonso chase)