Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Testimonios de un amor prohibido.

TESTIMONIOS DE UN AMOR PROHIBIDO.
 El  siglo XIX daba sus últimos pasos y nacía pujante el siglo XX. Tiempos en que La Gran Aldea que era Buenos Aires se iba desdibujando para dar paso a la moderna ciudad que coqueteaba, sobre todo frente a la vieja Europa, mientras se afanaba en imitarla. Los avances,  de todo tipo, iban cambiando las costumbres, el modo de vivir de sus habitantes, pero aún faltaban décadas para que la mujer pudiera desligarse de las viejas ataduras.
Cuando cumplí   la mayoría de edad, recibí - de manos de un albacea- un estuche con valiosas joyas, un manojo de viejas cartas y un álbum que contenía recortes periodísticos. Las cartas, además de revelar la intensidad de un amor tierno a la vez que apasionado, eran verdaderas piezas literarias. Cambiando los nombres y algunos datos reveladores, pude haberlas publicado como epistolario pero temí que ese no fuera el propósito de quien me las legara. A través del álbum, prolijamente ordenado por  fecha, se podía conocer gran parte de la trayectoria profesional y social de uno de los  autores de  aquella correspondencia. Desde aquél lejano día han transcurrido casi cincuenta años. De las joyas sólo conservo un anillo de esmeralda como recuerdo, del resto, las vicisitudes de la vida hicieron que me fuera desprendiendo de  ellas. En cuanto a los papeles, que los he conservado como una reliquia, en este momento los tengo frente a mí y luego de leerlos una vez más, dado que  a mi hija y a mis nietas  le son indiferentes, dejaré que el fuego convierta en cenizas los testimonios de un amor prohibido. Están las cartas que él escribía y también las de ella, ya que Aurelia se ocupaba de hacer una copia antes de mandarlas. A partir de hoy sólo permanecerán en mi mente y antes que el paso del tiempo las vaya borrando quisiera, inspirándome en esas mismas lecturas, escribir un breve relato en memoria de quien fuera mi abuela.
Con el comienzo del nuevo siglo Aurelia cumplía sus diecisiete años y ya estaba comprometida, por decisión  de su padre, con un joven, diez años mayor que ella, socio de su estudio jurídico. Como Aurelia era hija única, a Don Alfonso le pareció lo mejor para la continuidad de su prestigiosa empresa que venía pasando de generación en generación. Dos años más tarde se casaron. Fernando, de razonamientos  prácticos y ambición desmedida, exhibía a su esposa como a sus famosas colecciones, considerándola su objeto más valioso ya que era quien lo relacionaba con lo más distinguido de la sociedad porteña. Bonita, culta y algo enigmática, provocaba la admiración y a veces, el deseo  de los hombres y la envidia de las mujeres. Estaba acostumbrada, desde niña, a ser el centro de todas las miradas, así que asumía con total naturalidad ese rol, de ser el atractivo principal en todas las tertulias pero llegó el momento en que empezó a sentirse agobiada por tanta frivolidad y buscó refugio sobre todo en sus libros y en la música.
 Pasó el tiempo y la proximidad de la madurez, en lugar de desfavorecerla parecía realzar más aún sus encantos. Fue entonces cuando conoció al hombre quien cambiaría para siempre su vida. Ocurrió en una recepción que ofrecía la embajada de Francia en Buenos Aires con motivo de un nuevo aniversario de la independencia de ese país. Leonard era simpático, apuesto y un soltero empedernido. Por razones de trabajo estaba de paso en la Argentina, en poco tiempo viajaría a Inglaterra  donde había sido designado  embajador. Fernando, que a la sazón ocupaba una banca en el senado de la Nación, fue quien se lo presentó a su esposa. Ambos sintieron que aquél    momento era supremo, único, irrepetible. Sus miradas se encontraron, él le tomó la mano y la besó, luego, con un gesto solicitó la anuencia del marido  y la invitó a bailar. Cuando Aurelia se sintió suavemente aprisionada entre sus brazos le pareció  estar por primera vez en el Paraíso, todo se fue desvaneciendo a su alrededor, sólo ellos dos existían. Cuando se despidieron,  él le murmuró al oído “quiero volver a verla”. Volvieron a verse, aunque esporádicamente, con la complicidad de Ernestina, su mejor amiga y la de Felicitas, su fiel criada. Próximo ya a la partida, Leonard le pidió que fuera pensando en dejar a su marido, que él vendría a buscarla y se irían juntos a Europa. Ella se lo prometió aunque sabía que nunca se animaría a hacerlo. Era consciente de que si lo hacía no sólo podría arruinar la carrera del hombre que amaba sino también la de su esposo, quién, después de todo no era una mala persona  y además mancharía la reputación de sus tres jóvenes hijos.
            A partir de aquel encuentro todo fue distinto   para Aurelia, en apariencias seguía siendo la misma pero la tristeza la iba consumiendo por dentro. La primera carta en atravesar el océano fue la de Leonard, comenzando así una serie que se prolongaría a lo largo de casi cinco años. Durante los cuales tuvieron muy pocas oportunidades de verse, sólo cuando el diplomático podía viajar a Buenos Aires, ocasiones en que le traía de regalo las joyas, que por otra parte, ella no podía lucir pues no tenía como justificar su procedencia. Aurelia le mencionó varias veces esa imposibilidad pero él siempre respondía lo mismo, “algún día las lucirás conmigo”.
            Aquella tarde, como lo solía hacer en los cálidos días de la primavera o el verano, a la hora de la siesta, Aurelia se dirigió al tercer patio y acomodándose en su reposera, se dispuso a leer al amparo de la sombra del viejo árbol. Llevaba consigo el libro “Madame Bovary” al que había comenzado a releer y el periódico llegado por la mañana, al que se dedicó con ansiedad buscando alguna noticia referida a Leonard.
            Cuando Felicitas fue a buscarla para avisarle que ya era la hora del te, la encontró con la cabeza inclinada sobre el pecho y el periódico caído a sus piés, entre cuyos titulares se podía leer “Murió en París un reconocido diplomático...” A pesar de su desesperación, la criada lo recogió para luego pegar el artículo en el álbum, antes de dárselo  a Ernestina, quien a su vez debía depositarlo junto con las joyas y las cartas En una escribanía. Cumpliendo así con un pedido de mi abuela  para que me fueran entregados, en caso de que ella no pudiera hacerlo, cuando cumpliera la mayoría de edad.
El mar los había separado y el cielo los unía para siempre.
Úrsula Buzio
        
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"DE TODO, QUEDARON TRES COSAS"
la certeza de que estaba siempre comenzando,
la certeza de que había que seguir
y la certeza de que sería interrumpido
antes de terminar.
Hacer de la interrupción un camino nuevo,
hacer de la caída, un paso de danza,
del miedo, una escalera,
del sueño, un puente, de la búsqueda,...un encuentro
FERNANDO PESSOA