Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Sábado.

Sábado
  La mañana se desperezaba lentamente, extrañada de que el sol no le hubiera  hecho cosquillitas en la panza para despertarla. Lo espió desde el amanecer y, pensó que, quizá, el sol se preparaba para jugar al cuco o a las escondidas, ya que se había cubierto la cara con una nube cenicienta, sin brillo.
  Entonces, ella no caminaría por las uvas, ni se lavaría los pies con gotitas de rocío.
  ¿Qué pasaba con el viento que no venía a empujarla mientras ella trepaba a las cepas para iniciar la danza del día, sobre los parrales, las copas de los árboles, las cimas de los cerros? ¿Por qué los pájaros huían despavoridos sin saludar al día con su dulce trino? ¿Por qué su concierto era lúgubre, sin  ritmo?.
  ¡No iba a bailar! Subió a una nube pasajera y desde el cielo miró la tierra seca, hinchada. Los árboles inmóviles, los animales quietos como muertos y huyó hacia la tarde.
LA TIA ÑATA
  Lulú se portaba muy mal esa mañana. Era una niña dócil, inteligente, de respuestas demasiado claras para sus seis años. Pero esa mañana se portaba muy mal. Y la culpa era de las moscas que caminaban por sus piernas, haciéndoles cosquillas, y de la mamá que desenredaba sus bucles sin piedad de arriba hacia abajo, tirándole el pelo, haciéndole doler. Y de la prima Elvira...
  La prima Elvira tenía toda la culpa, por casarse el sábado siguiente, por no saber bordar “ni abrir la puerta para ir a jugar” y ahora, a elle la iban a llevar a jugar con la prima de ocho ¡Ay!, como tenía ocho se creía grande ... y linda. Pero ella tenía más fuerza... y ya iba a ver lo que le iba a pasar.
Gritaba y chillaba, ni la tía Ñata podía calmarla: “Téngánle paciencia, es el calor; el cielo está empolvado y capaz que el tiempo iba a descomponerse. Si los grandes andamos mal, con más razón los niños”. Pero la mamá no admitía caprichos y con Lulú a la rastra se fue.
  El vestido de novia estaba extendido en un largo mesón y el velo de tul colgaba como alas de palomas muertas. Se estremeció la mamá al verlo, y extraños pensamientos invadieron su mente, mientras aplicaba nomeolvides, azahares, canutillos  y perlas al mismo ritmo de la prima Elvira.
  Los gritos de la tía Emilia las sobresaltó. Dejaron  la costura y corrieron por las galerías, encontraron a la tía Emilia luchando con las niñas, no podía separarlas. Lulú estaba embarrada hasta los ojos y de la frente de Clarita brotaba un chorrito de sangre.    La prima Elvira vendó la frente de Clarita. La mamá bañó a Lulú y, a pedido de la tía Emilia, la llevó de regreso con la tía Ñata.
¡Qué vergüenza!, pensaba la mamá. “Nunca se había portado tan mal Lulú. ¿Serían las muelas de los seis?. No, estaba demasiado consentida, como era tan bonita y graciosa se valía de eso para hacer su voluntad. Pero lo que si la sorprendía era esa urgencia por regresar junto a Mabel, si se peleaban siempre. Ese apuro por volver a la casa, con el gato, con los chicos del barrio, con la tía Ñata. Puro capricho de niña regalona.
  Desde la seis de la tarde los chicos del barrio jugaban con Mabel y Lulú en el jardín, bajo la mirada de la tía Ñata.
  El gato no quería jugar. La gallina Dorotea no se dejó poner el vestido de Mabel para jugar a la escuela, sólo la perra Pintina lucía la capelina de Lulú.. ”Los animales están aburridos y no quieren jugar” dijo Lulú.. Y comenzaron a cantar a gritos: ¡La farolera protezó! ¡“Clavelito chino, chino, cae, cae!” y se iban entremezclando las voces ¡“Clavelito chino, chino caccae”!, ven para decirte adiós, ...”se enamoró de un coronel, alcen las barreras...”
  La tía Ñata sacaba agua   del canal que pasaba indiferente por la puerta de la casa, quién sabe con qué rumbo. Ella regaba las plantas, un poco aturdida con el disonante concierto vespertino. No podía entender por qué las plantas se habían arruinado tan de golpe, si ella las cuidaba, era el calor, esa falta de aire. Se agachó para llenar los baldes, mientras las luces de la calle comenzaban  a encenderse. Y ahí quedó parada con un balde en cada mano. Con las piernas abiertas, con la boca abierta, llamando sin voz. Con los ojos abiertos muy grandes. Mirando a los niños, con súplica, con terror.
  Los niños callaron de golpe al observar la absurda figura de la tía; pero no pudieron reír, sintieron miedo y comenzaron a correr, desordenadamente, pisoteando plantas, pateando macetas.
  Mabel y Lulú se abrazaron a la tía Ñata, mientras los techos volaban, las casas desaparecían y la tierra galopaba como  un potro infernal.
  Sólo cuando alguien , como emergiendo del misterio de la noche, gritó: “¿Dónde están mis hijos?”, ella pudo deshacerse del espanto y contestar: “Conmigo”.
  Luego cayó de rodillas dando gracias... “Gracias por el milagro de estar vivos, en la vorágine”.
Las moreras sorprendidas por el inesperado sacudón que les dio la tierra, dejaron caer su fruto sobre el canal donde empezaron a nadar como pececitos de colores. Lulú y Mabel se tiraron de pancita con las manos abiertas como redes para pescarlas, y se quedaron dormidas al borde del canal, con las boquitas pintadas y las manos cerradas.
  La luna asombrada dejó caer una llovizna de plata fina, mientras sapos y ranas croaban el funeral a la ciudad en ruinas.
  Era la hora en que los enamoradas se besaban en los cercos, que los novios visitaban a las novias. La hora que los hombres regresaban a sus casas, cansados, sudorosos en busca de la cena cordial, junto a sus hijos.
  Era la hora en que el cura decía: “Hasta que la muerte los separe”.
  Era la    hora del horror, del desconcierto, de andar sin rumbo.
  Era la hora en que los micros se atravesaban en las calles, que los hombres rezaban  a los gritos, que las mujeres rompían ventanillas con los tacos de los zapatos para poder salir.
  Era la hora que la prima Elvira prendía la última nomeolvides en el velo de tul, mientras la mesa se desplazaba lentamente por la habitación hasta trancar la puerta.  Las canastillas de perlas y azahares comenzaron a bailar muy suavemente y al dar la vuelta, como si fuera un vals, rozaron a los canutillos y nomeolvides, que se lanzaron a volar como pájaros blancos, persiguiendo a Elvira, que huía por la ventana, enloquecida de horror.
  Corría y gritaba, agitando los brazos como un pájaro más.
  Llegó a la calle y se abrazó al sauce. No dejaba de gritar. Su grito era un lamento.  Aleteó los brazos y emprendió una carrera frenética. (Clarita dormía con la frente vendada en el cuarto del fondo).  Alzó  a la niña del lecho sin dejar de gritar. Atravesó el patio rumbo a la calle y un remolino de azahares la envolvieron, las nomeolvides se hamacaban en el  aire.
  Llegó a la cancel y detuvo su carrera, el vestido de novia la esperaba, colgando del marco de la puerta y el velo de tul con sus alas de paloma, se estremeció en el abrazo. Y la casa se derrumbó.
  La mamá y la tía Ñata encontraron a la tía Emilia escarbando la tierra.
CACUY.