Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Historia de la casa encantada.

HISTORIA DE LA CASA ENCANTADA Y DEL MUCHACHO QUE LIBERO AL FANTASMA
Y esta casa que les voy a describir quedaba por la Plaza Yglesias. Era tan vieja que nadie se acordaba cuándo había sido construida, ni en qué momento había tenido ventanas, puertas, techo de tejas o macetas en los corredores. Era una de esas casas frente a la cual no puede la memoria y contra las que se estrellan los días y los meses y los años.
Pero esa casa hermosa, grande, espaciosa en corredores, cubierta por helechos y espárragos, con una gran chayotera al fondo, tenía fama de estar encantada y por eso nadie vivía allí, porque en la noche las gentes decían que se oían ruidos de cadenas, pasos que se arrastraban, lamentos y voces quejumbrosas que hablaban en un lenguaje que nadie entendía.
A veces las gentes de Cartago creían ver a un viejecito de cara asombrada, con el pelo blanco todo parado, que hacía señas por las ventanas. Ni qué decir que las gentes salían corriendo disparadas, dando gritos, alborotando a todo el vecindario, que ya ni les hacía caso, pues era cosa de todos los días el jaleo y el alboroto de las personas que aseguraban haber visto al anciano que se paseaba por corredores y se les quedaba mirando, fijamente, a impertinentes y curiosos. Más de un valiente de Cartago, y algunos llegados de San José o Esparza, quisieron pasar la noche en los corredores de la casa pero no pudieron aguantar hasta la madrugada, pues los ruidos, los sonidos de hierros y la mirada del anciano, les llevaron casi que al borde de la locura.
Lo más curioso de la casa era que ésta no envejecía. Cada día estaba más hermosa. Las plantas crecían corrientemente. Las flores no parecía que murieran, y en las noches, cuando el viento movía las plantas, un delicioso olor a yerbabuena se esparcía por toda la vecindad y las gentes se decían en Cartago: Huele a casa encantada. Ya se despiertan los fantasmas... Y todo el vecindario se sentía inquieto, durante algunos minutos, hasta que todos se olvidaban del olor a yerbabuena y la noche se llegaba hasta las pestañas de todos y caían vencidos por el sueño, que algunos atribuían al olor delicioso de la yerbabuena.
Pero ocurrió que llegó de San José, un joven escritor que se llamaba Angel Figueroa, que además de componer bellos versos, le gustaba el dibujo, el violín y cuando tenía tiempo las muchachas, a las que hacía versos y se los dejaba prendidos, con un pequeño clavo, en la puerta de sus casas, junto al pan, en las mañanas. Y a este muchacho se le ocurrió que le gustaba la casa de los fantasmas y como esas casas nunca tienen dueño se llegó a vivir allí. Los primeros días se dedicó a podar rosales, a barrer corredores, a pulir las hojas de madera de las ventanas y él solo limpió un cuartito pequeño, delan-ero y diminuto, precisamente aquél donde las gentes veían la cara del anciano pelo parado, en los anocheceres neblinosos.
Nuestro muchacho no necesitaba mucho. Una pequeña cama, una mesita que hacía de escritorio, un pequeño florero de cristal, una pluma —no de ganso sino de zopilote— y tinta, muchos pomos de tinta, de variados colores, que mandó a comprar en el almacén de los Coto, que tenía todo lo que uno se pudiera imaginar.
Las primeras noches el muchacho no hacía nada. Se sentía envuelto por un olor extraño. Era un olor delicioso, como de infusión de yerbabuena, como de delicada menta expandiéndose por toda la casa. Aspiraba las primeras bocanadas y sentía un sueño reparador, delicioso, que lo iba inmovilizando lentamente. En las madrugadas se despertaba con la pluma entre las manos,  sentado en la silla, reclinado sobre la mesa. Y nada de fantasmas o de viejecitos o de ruidos de cadenas o de pies que se arrastraban. El principal problema era aquel sueño, porque el muchacho quería escribir unos poemas que se quedaban durmiendo entre el tintero, en los múltiples colores de la tinta. Quiso escribir en el día, pero no pudo. Trató de describirse a sí mismo el olor de aquella esencia que llegaba de noche, y sólo emborronó unas cuartillas que acabó tirando en una esquina del cuartito.
Luego de algunas noches, creo que cinco, siendo tal vez las once de la noche, porque nuestro muchacho no tenía reloj de bolsillo sino uno hecho con las cenizas de una mujer que alguien había amado mucho, y que de nada le servía porque nunca supo si estaba bien o lo usaba al revés, se empezaron a oír unos ruidos débiles, de como cuando una cadena se arrastra y unos débiles gemidos, dulces y lastimeros, que le hicieron —no tener miedo— sino más bien sentirse como triste.
Siguió emborronando cuartillas, aturdido y adormecido por el olor de la yerbabuena, y luego sintió cerca de él un sonido de cadenas y volviéndose vio a un ancianito, débil y simpático, mirándolo con ojos implorantes, que le hacía gestos con las manos.
El muchacho que había leído muchas historias de fantasmas en libros grandotes v Henos de bellísimas láminas, le hizo un gesto de aburrimiento, como diciéndole:  Dejáme seguir escribiendo, dejáte de mañas y no me molestés viejillo, porque en estos momentos estaba empezando a escribir un poema, y tenía mucho tiempo de no escribir nada bueno, cuando no fueran unas cartas que le mandaba a su madre y que nunca ponía al correo, sino que guardaba en el cartapacio amarillo que le había regalado una de sus tantas novias. El viejillo, seguía gimoteando, muy necio en sus ademanes moviendo los pies para que las cadenas sonaran más fuerte, y ya un poco bravo porque no le hacían caso. El muchacho no pudo seguir escribiendo. Se disturbó mucho y perdió el hilo de lo que estaba escribiendo. Trató de concentrarse en el libro que había llevado consigo que no era otro que El Libro del Buen Amor, para consolarse de todos esos malos amores que le habían estado tocando últimamente. Pero el ancianito seguía insistiendo, llamándolo ahora con más intensidad, como que quería que saliera de la habitación, que lo siguiera hasta afuera. Comprendiendo que le era imposible concentrarse, el muchacho tomó una lámpara y decidió seguirlo. Atravesaron las habitaciones, y las puertas se abrían sin que nadie las tocara, las arañitas dejaban caer sus telas sobre el rostro del muchacho y los perros del vecindario empezaron a ladrar, como cuando se va a venir un terremoto o cuando a algún cristiano se le aparece el ánima en pena. Y el muchacho no tenía miedo, porque los poetas, cuando ven estas cosas, se olvidan del miedo y sólo lo sienten, cuan-do terminan de escribir un poema o cuando en la plaza mayor miran a fulanita de frente y la muchacha sostiene la mirada, hasta que los poetas sienten correrles el sudor, del cuello hasta la rabadilla.
Y salieron de la casa y anduvieron por el jardín y el ancianito siempre buscando algo entre las hierbas, hasta que llegaron a un montazal de donde salía el olor delicioso de la yerbabuena y allí desapareció el ancianito, sin decir ni pío.
El poeta se encontró solitario en el jardín. Lleno de aromas deliciosos: el cielo tachonado de estrellas, los grillos, como locos, cantando escondidos en las plantas, las ranitas de vecindario diciendo croac, croac, croac, las rosas creciendo lentamente de botón a plenitud, de silencio a ruiditos mínimos, como cuando se desenrolla un papel de china. Y fue entonces cuando el muchacho entendió el sentido de la noche, de la casa de adobes, de los cristales opacos, de las arañas temblando en los dinteles, del ancianito gimiendo por todos los lados de la casa. Y el poeta corrió hasta encontrarse de nuevo en su pequeñita habitación, y frente a la hoja de papel blanco, escribió todo eso de que hemos hablado: un poema en donde estuvieran juntos los sonidos de la noche, las estrellas, la delicadeza de las rosas, y el sentido hermoso de esos amores —decía él— que lo impulsaban a escribir poesía. Luego de escribir y escribir y escribir se quedó dormido y a la mañana siguiente, muy de mañana, silbando, alegre y lleno de luces en los ojos, se dirigió al Cuartel, a contar lo que había sucedido en la noche anterior.
Y vinieron policías y curiosos y las señoras que venían de misa de seis con los niños que iban para la Escuela del Padre Peralta y cavando hondo encontraron los restos de un hombre, con cadenas en las manos y grilletes en los pies, precisamente debajo de donde estaba la planta de yerbabuena. Y entonces llegó de nuevo el olor de la yerbabuena y los niños y las señoras y los policías la aspiraron sin miedo, llenándose de vida los pulmones, sin temores ya, apreciando el olor delicioso de la planta, como cuando en las tardes las señoras hacen té de esa hierba para calmar los nervios o las molestias de un almuerzo muy pesado.
al ancianito fantasma lo enterraron en el cementerio, sin mucha pompa, pero con gran dignidad y el muchacho poeta se prometió escribirle un poema que nunca hizo, porque por ese fantasma, amable, sonámbulo, había aprendido —de nuevo— a conocer a las estrellas, las rosas, el olor de la noche, y el recuerdo de los amores gastados en la firmeza de la pluma y la bondad de la tinta.
(Alfonso Chase)