Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La historia de Filomena.

ESTA ES LA HISTORIA DE FILOMENA, LA NIÑA QUE ENCORIS DE CARTAGO, SOSTUVO AL MUNDO
Bueno, resulta que un día Tatica Dios se puso muy bravo por el mal comportamiento de los hombres y decidió destruir al mundo de un sólo porrazo. Estaba cavilando sobre este asunto, cuando un ángel se le acercó y le dijo: Señor, y si encontrás a alguien bueno que sostenga con su bondad todas las culpas del mundo? , ¿ no perdonarías a estos hombres tan malvados? Tatica Dios se rascó la cabeza, se puso todo pensativo y le dijo: Bueno, bueno, Miguelillo, si encontrás algún hombre que reúna esas condiciones, tal vez me arrepienta de esas ideas, que se me vienen cada vez que me pongo a pensar en la gente y veo los desastres que hacen: la destrucción de los árboles, los muertos por las guerras, el amor al dinero, los robos y golpizas que se dan unos a otros.
Y el Ángel Miguel, que es uno de los más vivos del cielo, ya había venido observando a Filomena, una chiquilla como de ocho años, que vivía en Coris de Cartago y que era servicial, dulce y amable con los ancianos y los animales, y que cada día sembraba un árbol, porque los quería mucho y le gustaba que dieran sombra al ganado y a los niños y que los pajarillos hicieran nidos en sus ramas.
Estaba Filomena jugando con los otros niños. Jugando y jugando y jugando. Porque la infancia es un juego de bolinchas, de papalotes contra el cielo, de espejitos quemando pequeñas hojas, de guerras de insectos, de hormiguitas con carguitas a la espalda y de rondas y rondas:
Lirón, lirón, lirón
de dónde viene tanta gente.
Lirón, lirón, lirón
de San Pedro y San Vicente.
Y Filomena gustaba de jugar con los niños de estas cosas, porque en el juego encontraba la alegría de los otros niños y podía oírles sus propias risas, que como una cascada caían sobre las alas del Ángel Miguel, que atisbaba los juegos de los niños y que muchas veces quería meterse en las rondas:
De una, de dola,
de tela, canela,
zumbaca, tabaca,
de vira, virón,
cuenta ya las doce
que ya ahorita son.
Pero un día Filomena cayó enferma. Le salieron unas escamas terribles por todo el cuerpo y la mamá y el papá llamaron a un curandero para que le pasara un sapo por la piel, pero Filomena no quiso, porque sabía que ella se podía curar pero que el sapo, no más se lo pasaran por la piel, se iba a morir. Y no quiso que se lo pasaran porque ella quería mucho a esos animalitos que se comen a los malos insectos y que hacen gorgoritos en el jardín y que aunque son muy feos, son como esas personas de cara fea pero con un inmenso corazón. Y siguió enferma Filomena, pero siempre segura de que se iba a curar pronto, porque tenía confianza en que cuando uno quiere curarse se cura, por sólo el hecho de quererlo. Lo que más le dolía a Filomena era que los niños la evitaban, porque los padres habían dicho que se podían contagiar del mal y entonces nadie quería jugar con ella, y se estaba en un rincón del patio, hecha un ay de mí! , recogidita y tristona mientras los otros niños jugaban:
Pobrecita la huerfanita
que no tiene padre ni madre
la echaremos a la calle
a llorar su desventura.
Desventura, desventura
carretón de la basura
Cuando yo tenía mis padres
me vestían de oro y plata
y ahora que no los tengo
me visten de hojalata.
Desventura, desventura
carretón de la basura!
Y cuando menos lo pensó Filomena: se enfermó su padre de unas calenturas terribles y se fue muriendo, consumido por la fiebre. Y luego la madre, de tanta tristeza de ver a su hijita enferma, y de haberse quedado sin marido, se murió también. Y el Ángel Miguel, que todo lo andaba viendo, veía las lágrimas de Filomena y observaba cómo en las lágrimas tibias no se desesperaba sino que buscaba ser útil al prójimo, ayudar a las vecinas, cuidar de los enfermos, viviendo de arrimada en una casa vecina, ya que unos parientes de sus padres habían cogido la casita y la habían puesto a ella patitas en la calle.
Tatica Dios y el Ángel Miguel hablaban horas de horas de la maldad del mundo. Pero Tatica Dios no se atrevía a hacer nada contra los hombres, pues había prometido al ángel que si encontraba a alguien virtuoso en el mundo, no iba a destruir al hombre, por más que la maldad subiera hasta El, con un olor terrible y unos sonidos como de carretón lleno de cargas. Tatica Dios también le echaba su miradita a Filomena, pero no estaba muy convencido de la bondad de la niña.
Tenía entonces Filomena un perro chiquitillo que quería mucho y al que le había puesto el nombre de Gavilán. Este perrillo era uno de esos callejeros que las gentes llevan a perder a las calles solas y oscuras. En una de esas lo había encontrado Filomena y lo cuidaba como a las niñas de sus ojos, dándole de su propia comida para que estuviera bien alimentado. Y un día las gentes con las que vivía Filomena decidieron vender el perro alegando que estaba muy grande, que molestaba mucho y que se comía la comida de las otras personas. Aunque a la chiquita le dolió mucho perder su perrito, pensó en que en otro lado estaría mejor que con ella, aunque no pudo olvidar por mucho tiempo los ojos del animalillo cuando se lo estaban llevando, resignado y quieto entre los brazos del nuevo dueño, que no era otro que el carnicero. El perrillo, iba triste por dejar a Filomena, pero a la vez alegre por el festín de huesos que iba a tener cada día, que era mejor que los brazos tibios y las manos cariñosas de la niña, porque amor con hambre no dura cien años. Y volvió a estarse muy sola Filomena, viviendo de arrimada en un cuartucho al fondo del patio, levantándose muy de madrugada, para ir a buscar leña y encender el fogón, chasparriarse toda con las leñas encendidas y hacer café para el montón de chiquillos que iban a la escuela cada día. No se podía quejar de que la trataran mal, pero tampoco se sentía alegre porque la trataran bien. Era una sirvienta como tantas otras en el mundo, que por un poco de gallo pinto y un techo, las usan los demás en los trabajos diarios.
Tatica Dios siempre estaba pensando en mandar otro diluvio. Que mejor una lluvia de fuego, que mejor un terremoto o una nube, inmensa de langostas o animales nunca vistos para que arrasaran el mundo por la maldad de los hombres, que cada vez era más y más visible en todas las cosas. Y Filomena seguía en sus quehaceres de cada día. Con el pico cerrado, sin quejarse de sus males y sus tristezas, que ya eran bastantes, pero que no conseguían desanimarla. Cuando se sentía sola cantaba. Porque el canto es mal de los solitarios, que encuentran compañía hasta en la propia soledad. Algo de lo que más le gustaba a la chiquilla era Conversar con los pájaros, que se llegaban a ella con gorgoritos, con idiomas que sólo entiende el corazón de los niños, con historias que los pajaritos observan cuando se suben a los techos de las casas y que las gentes cuentan casi sin darse cuenta, creyendo que son grandes secretos, sin fijarse que los pajaritos son de lo más curioso del mundo, y andan oyendo todas las cosas, para luego írselas a contar a los otros pajaritos o a los amigos que ellos tienen en alguna parte del pueblo. Y Tatica Dios que se enteró de la amistad de Filomena con los pajaritos, y entre castigar a la niña y silenciar a los pájaros se decidió por lo último. Y fue así como entonces los pajaritos no volvieron a cantar, aquejados de un súbito silencio, de una mudez extrañísima, que les impedía cantar o conversar y los avergonzaba y los hacía estarse en los nidos todo el día, sin saber qué hacer, porque el oficio de las aves es cantar y cantar en las madrugadas y en los atardeceres. Y todo fue silencio en el pueblo. Y Filomena no tuvo con quién conversar y se estaba silenciosa, al igual que las aves, escondida como los pajarillos en la tibieza de su nido. No se sentía triste Filomena por el súbito silencio de las aves. Creyó que todo se debía a la bondad divina para que ella tuviera la oportunidad de estar consigo misma, para pensar en la bondad que aún la mantenía viva, mientras las otras personas seguían muriéndose, o estaban más enfermas o no tenían ojos para ver el cielo, ni menos para acariciar la piel de los animales ni pies para sentir sobre las plantas las caricias ásperas de las piedrecitas y la delicada cosquilla del musgo o de la hierba. Y el ángel San Miguelillo seguía burlándose de Tatica Dios, diciéndole que aunque los hombres del mundo fueran requete- malos siempre habría en el mundo niñas como Filomena, que soportaban sobre sus espaldas la maldad de todos. Y entonces Tatica Dios se decidió a hacer una cosa muy fea. Y esto ocurrió cuando Filomena estaba viendo la puesta del sol, en uno de esos atardeceres que solo se dan en Coris, cuando todo está quieto y el sol se desparrama, casi líquido, por potreros y bosques, rozando con sus bordes el agua de los ríos.
Y estaba la niña viendo el atardecer cuando: pum, pum, primero un ojo y luego el otro: se quedó sin vista. No dijo nada, se quedó muy quieta, como preparándose para volver a la casita, reteniendo en sus pupilas el último rayo de sol, que acabó por extinguirse en sus ojos. No dijo nada que pudiera ofender a alguien. Poco a poco se fue guiando hasta volver a la casa y se acostó Y a la mañana siguiente trató de hacer los mismos trabajos de siempre, pero se dio cuenta de que era imposible. Todo lo confundía y todo lo botaba hasta  que la señora se dio cuenta de que algo pasaba, la regañó con palabras muy duras y ella no dijo nada. Pero al atardecer todo el pueblo sabía que Filomena se había quedado ciega y que era una carga para la familia. La tuvieron varios días allí, ella tratando de hacer mejor las cosas, descubriendo que la ceguera le servía para mirar más hondo, para penetrar en sus propios pensamientos, en donde hermosas estrellitas le conversaban de mundos extraños, de luceros que ella podía contemplar con solo presionar un poquito el globo del ojo, estrellitas que estallaban en la oscuridad de esa noche extendida sobre la vida de Filomena.
Pues claro, la pusieron patitas en la calle en un dos por tres. Le dijeron que se fuera a buscar vida por allí, que la verdad era que estaba estorbando, que le quitaba el campo a los otros güilas, que andá vete y todas esas cosas que dicen las gentes cuando uno se vuelve un estorbo. Y agarró Filomena sus cuatro chunchitos y se puso a caminar rumbo a Cartago, guiada por las sombras y escoltada por montones de luciérnagas, mientras los niños, a lo lejos, cantaban y jugaban rondas y rondas:
Estaba la Pájara Pinta sentadita en su verde limón, con la pata tocaba la rama con el pico besaba la flor.
a ella se le despertaban las canciones que le cantaba su madre, o los cuentos que oía de labios de su padre, de cosas extraordinarias que le ocurrían a tantos otros niños del mundo, que estaba segura, a ella misma le iban a ocurrir. Se golpeó con una piedra los descalzos pies, y no dijo el iayyy! de siempre sino que le salió un dulce: Sana, sana, culito de rana, si no sanas hoy, sanarás mañana, y hasta se puso a reír al comprobar que todavía podía sentirse viva, por medio del dolor del dedo todo magullado, y de los dichos y rondas que iba oyendo conforme iba pasando por los corredores:
Mañana domingo se casa Benito con un pajarito que canta bonito. —¿Quién es la madrina? —Doña Catalina. —¿Quién es el padrino? —Don Juan del Camino.
allá arriba estaba Tatica Dios todo apenado por haber puesto a prueba a una niña tan buena. Y lo que más le molestaba era que el Ángel Miguel le fuera a ganar la apuesta, que no se acordaba ahora en qué consistía, pero de seguro era otra de esas cosas imposibles que piden las gentes. Y Tatica Dios hizo que la noche llegara más rápido para que Filomena quedara perdida en el bosquecillo de cipreses, antes de llegar a la calle que daba hacia Cartago.
se hizo la noche sobre la niña, que no tuvo miedo sino que se alegró de poder escuchar el canto de los grillos, los cuchicheos de los animalillos, el ronquido de las ardillas y todas esas cosas que oye uno en los bosques, cuando la noche se llega sobre todo y se puede escuchar hasta a la hierba creciendo. Allí durmió la pobre Filomena, acurrucada en las raíces de un árbol. Y fue entonces cuando Tatica Dios se compadeció de la chiquilla. Se sintió todo triste por no saber descubrir la bondad en los hombres, porque todos los hombres del mundo tienen, en sus actos diarios, trozos de bondad, ternuras escondidas que con un poquito de paciencia pueden expresar, aun-que muchas veces la carga de las cosas diarias los pongan desesperados o los hagan hacer maldades.
Cuando Filomena se despertó se encontró que era otra chiquilla. Se le habían caído las escamas de la piel, había recobrado la vista y los pajarillos estaban todos felices, trinando en los árboles. El sol caía ya sobre la mañana en pedazos hermosísimos de luz, que no eran otra cosa que las carcajadas del Ángel Miguel, dichoso de haberle ganado la apuesta a Tatica Dios y alegre de conservar al hombre sobre la tierra, para poder así andar oyendo las cosas que todos los hombres dicen, o hacen, sobre todo cuando, por la bondad de una niña, el mundo sigue su curso, bueno y malo, oscuro y luminoso.
(Alfonso Chase)