Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Los dedos de la mano.

Marta Lynch.
LOS DEDOS DE LA MANO.
Me encontré diciendo en alta voz:
—Fuentes, Diego Fuentes.
Y esperé que el mundo tomara un aspecto extraño o que Susana, frente a mí, manifestara de algún modo su perplejidad. La habitación modesta que hace de consultorio permaneció igual. También Susana. Me pregunto qué es lo que sucede con la sicología que nos condiciona a un impasible bienestar, a una —cómo diríamos— excesiva corriente hacia los demás. Pero Susana levantó la cabeza y consintió de inmediato:
—¿Ah, sí? —preguntó—. ¿Fuentes? ¿Y es médico también?
—No —contesté con rapidez (debió haber advertido que era demasiada rapidez)—, es escritor.
—¿Escritor? ¿Y geólogo?
Estaba algo confundida esa mañana pero yo lo preferí a su inteligencia habitual.
—Escribe libros sobre viajes, un periodismo especializado, algo en su tema: de modo que viaja, está tanto aquí como en otra parte, investiga, estudia.
Susana encajó la birome en su capuchón. Ahora, sus lindos ojos brillan a la par de los míos ya que conseguí hacerlos brillar.
—Contá —dijo brevemente.
¿Cómo era la historieta? Fui contando con los dedos de la mano como si en cada yema estuviese memorizando aquel encuentro que: me arranca el tormento, que calma mi absoluta desesperación, que me da un buen pretexto para insistir acerca de la vida. Lo conocí en Pudahuel. Habíamos elegido juntos los asientos en el avión. Como geólogo me habló de la cordillera y de sus cargas mortíferas de uranio y de ricos materiales guardados en abismos que darán nuevas formas a este mundo triste. En Buenos Aires habíamos tomado un café en Ezeiza, todavía fastidiados por el viaje. Lo vi a la noche siguiente.
—¿Cuando faltaste a lo de René? —preguntó Susana fascinada.
Sí, cuando lo de René. Y luego, dos días en que —casi— no nos habíamos perdido de vista.
—¿Cuando faltaste a la consulta?
Sí, cuando falté. Y a Fuentes le telegrafiaron desde Río, posiblemente lo habían hecho desde Recife. Partió.
—Entonces, vos reapareciste —dijo Susana como si el asunto le hubiese ocurrido a ella— ¡qué bueno para vos, muchacha! Y decidme: ¿te gustó? ¿Es serio? ¿Cómo es él?
Tracé un identikit tan incierto como todos. Este criminal de bigotes es igual al muchacho asesinado en Palermo y el asesinado igual al chico perdido en la Patagonia. Bigote más o menos, mayor o menor signo de calvicie. Pero el mío no tenía bigotes (los he detestado siempre) ni calvicie sino pelo espeso y ocre, grandes ojos azules. Agrandándome, admití limitaciones. Raramente se enamora una de un actor de cine. Sólo modestos profesionales, diletantes de tal o cual uso cultural. No un militar, no un cura, no un obrero de la industria pesada. Era cuestión clasista y Susana y yo somos dos médicas especializadas en
sicología en el Hospital Alvear. Ella está enamorada de un sicólogo y mantiene buen nivel en sus relaciones personales, amorosas, amistosas, fraternales. Fluidez más fluidez dan una pareja correcta: la suya, y una amistad decorosa: la nuestra. Y no es por envidia ni temor que empecé esta historia sino por soledad. Yo no quiero entorpecer la afortunada vida de Susana: sólo quiero reconstruir la mía. Por la tarde, cuando el último maniático se levanta del sillón, meto la cabeza entre mis rodillas y trato de apretar con ellas mis ojos. Alrededor, vuelan las palabras anotadas, incesto, cópula, abandono, catarsis, venganza, frustración, soledad y muerte. O vejez o adultez o infancia. Y de nuevo, frustración y muerte. Una locura que llama con discretos nudillos, que experimenta convulsiones y que nunca cesa del todo. Soñadoramente seguí trazando el identikit de Fuentes que, al parecer, era de alta estatura, recio, con músculos largos en los brazos, piernas largas y sonrisa ideal. En eso —desde niña— he sido muy exigente: una dentadura de soldado robusto en una cara de poeta español. Ya estaba. Fuentes caminó por la pieza, se asomó a la ventana, vio el horroroso jardín del pabellón, sonrió al par de enfermos que convalecían y se volvió hacia nosotras, las sicólogas, bastante lindas ambas, ambas jóvenes, ambas amigas.
Le hubiera hecho sitio en mi asiento para compartirlo o mejor: me hubiera sentado sobre sus rodillas para desarreglarle el pelo (eso me ha gustado siempre) o menos santamente, para sentir su sexo.
Como el Fuentes imaginario no mostraba —al parecer— un deseo canibálico, me despidió con unas amistosas palmaditas y se ubicó entre Susana y yo, sonriente e invisible.
Susana cruzó las manos sobre el escritorio y apoyó el mentón en ellas. Algunos años atrás, dos muchachas conversaban en idéntica postura, en el aula de
la escuela normal. Una de ellas era yo: piel impecable, perfil sensual ligeramente ovejuno. La otra, una muchacha ahora borrosa de la que olvidé hasta el nombre: el hombre que nos preocupaba se llamaba Mario. Su profesión: estudiante secundario. Me amaba.
Dos años antes de ahora, Susana y yo, tendidas de espalda en el vagón del tren que nos lleva a Mendoza. Otro nombre y otro hombre: Olegario. Su ocupación: profesional de emociones. Entonces era yo quien amaba.
Susana pestañeó hacia la silla supuestamente ocupada por Fuentes y sonrió con discreción.
—Era tiempo, hija, y espero que esta vez...
Lo peor es decir a un hombre: creí que ibas a cambiar mi vida. O que lo diga él cuando es obvio que ninguno de los dos puede cambiar. Sólo es posible este juego siniestro del recuerdo y de la identificación por partes en la que estoy todavía empeñada y, absorta, mi compañera de trabajo.
—En seis días bien podes descubrir si sentís amor o no.
Mi cuchillo se clavó un poco más en el espacio adjunto a las dos costillas superiores izquierdas, sobre el corazón. Yo había hablado de Fuentes, lo había dibujado con tanto acierto que Fuentes se pasea por la habitación con un rayo de sol como reflector. Faltaba su voz pero lo haría hablar en su momento. Extraño es que, dibujándolo, pasando mi memoria, mi lengua y mis ideas por su imagen siento una calma dichosa que interrumpe mi dolor. Que ya no está provocado por el profesional de las emociones sino por largos años —casi dos— de vigilias, noches en blanco frente al televisor, camas sin color, sexo dormido. Fuentes colocó su mano pecosa —así la quise— sobre estremeció de placer. ¿Cómo hacía Susana para no verlo? Ella era una interlocutora ideal
Me sabía recta, veraz. Había vivido mi fracaso. Sabía cosas peores. ¿Por qué no podría ver al geólogo de ojos de príncipe romano, manos de muchacho asiduo a un colegio inglés, corazón de boy scout?
Pero Susana había pronunciado la palabra amor y no hay que pronunciarla. Debería desterrarse del lenguaje y de las predicciones. Usarla junto a la horrosa oración para el Demonio, después de clavar alfileres en la fotografía de los ojos y del sexo de la persona amada. Pero desterrada amor, ¿qué misión cumplía Fuentes?
—En el bar de Ezeiza tomamos un café del que no sentí ni el gusto ni el calor.
Vi muy cerca el brazo tostado por el sol, la mano pecosa. Hablamos de la medicina. ¡Oh, no exageremos con el juramento, no exageremos con la devoción!
—Le dije que a veces sentía ganas de matar a mi paciente.
—¿Y él? —preguntó Susana siempre sobre el borde de sus manos cruzadas.
Tenía la pérfida costumbre de aparecer muy joven y las dos andábamos por los 30. ¿Cuántos años tenía Fuentes? Vacilé: ¿un viejo lozano? ¿Un muchacho rutilante de las nuevas promociones? Fui razonable, lógica: 36.
Susana comprobó que hasta en eso el caso era correcto.
—Y él mitificó (como todos) lo del juramento, lo de nuestra profesión. Vos sabes, el cine llena de fantasía la cabeza de la gente.
Susana se indignó; a ella le quemaban sus ardores de samaritana, la deleitaba el oficio de salvar la cabeza, la mente, la porción de miserable felicidad posible. Y los niños. Nadie debía olvidarse de los niños. Ni siquiera yo que no tenía ninguno, que no me
había casado. No a los niños, sí a Diego Fuentes.
Nos besamos mucho en el remise que nos llevó hasta el departamento. No lo invité a subir y creo que debió parecerle natural. Es un hombre espontáneo, seguro de sí mismo.
—¿Generoso?
Dudé un instante.
—Generoso —confirmé.
¿Qué más daba? También podía haberlo hecho multimillonario, bailarín o explorador de cuencas petroleras en la Antártida. No hubiera estado mal. Necesitaba cierto manejo la cosa. Que Fuentes fuese tan visible como mis relatos, ahora en la mitad del consultorio en la mañana del viernes; e invisible o borroso como una buena fotografía de ectoplasma. Susana debía comprobar que existía; no debía, sin embargo, poner un dedo real sobre él. Y vaya si hubiese ansiado traérselo con todo mi entusiasmo, desprenderme para siempre de aquella solicitud que la hacía llamarme los sábados a la tarde para ocupármela en algo concreto; un par de amigos, un cinematógrafo. Desprenderme como de un amigo indeseable de mi gesto de amargura (lo veo en el espejo), de mi charla ligeramente obsesiva (conozco cada síntoma), mis reiteraciones (anotadas en los buenos libros de sicología), mi depresión en ciclos a punto tal que hubiera podido inscribirla en un papel cuadriculado como las oscilaciones de mi cerebro, los apuros audaces de mi corazón. ¡Cuánto hubiera deseado que la puerta se abriese bajo la presión de la mano de Fuentes, delicada y amistosa, directamente sobre mi espalda, y escurriéndose bajo mis muslos, anudándose en el punto exacto que me hace gritar! Traérselo. Arrastrarlo al hospital. Arrastrarlo hasta los odiosos sábados de convivencia forzada y descartar la mirada compasiva de aquellos buenos buceadores de mi mente que, a solas,
discuten afligidos esta enfermedad creciente. Pero Fuentes, aun cuando aliviara mi corazón, aun cuando ya lo estuviera liberando del dolor, debía permanecer secreto y discretamente alejado como toda construcción ideal. La mente —lo supe desde que elegí este trabajo— es todo lo que es un hombre y aún muchísimo más de lo que es.
Quiero a Susana, la sé adicta y fiel: hubiera inventado un monstruo de laboratorio para librarme para siempre de esa piedad untuosa que me amarga cada día para liberarme de su enérgica intención de descartar mis obsesiones, de dar buena forma a mis engendros mentales; de encarrilar una vida —como la mía— ya jugada a una bolilla que cayó sobre un número equivocado.
Me preguntó si habíamos hecho el amor y yo supe que lo preguntaría desde el momento en que me escuché a mí misma pronunciando el nombre aquel. Si existía, si lo amaba, había que hacer el amor con él. Toda charla previa, cada gesto, una mirada de aproximación entre hombre y mujer no es sino la decidida vocación por la cama. Da risa verlos en la calle, en el café, en la universidad.
Pueden preguntar:
—¿Has leído a Cervantes?
O afirmar:
—Padezco de úlcera o he perdido la vida por los malos tratos de mi madre.
O se usará la dulzura,
la comprensión,
la sumisión,
la perfidia,
la belleza,
la sabiduría,
la amistad,
la agresión,
la maravilla,
el azar,
el tedio,
la desesperación,
la soledad,
la curiosidad.
Todo no será más que la fornicación. El deseo de acoplarse como dos tapas de un mismo y movedizo dragón en mitad del combate. Disfrazado de amor o derretido de dulzura o pleno de generosidad. Sólo acoplarse fuertemente uno sobre otra u otra sobre uno o al revés o en giro o en forma de herradura o en la cuarta postura de cabra o en la plegaria o a horcajadas o de rodillas o de pie, como los indios. Es la cópula la única verdad de una palabra entrelazada con gesto amistoso a veces, otras solícito o angelical. Cópula en el fondo. Y ¿cómo haría para copular con Fuentes tal cual me lo ofrecía, me lo exigía casi Susana? ¿Cómo sacaría el resuello, el orgasmo, los gritos, la cara empapada, la postración final tras la felicidad? Copulé para Susana.
—Claro que lo hicimos, tonta.
(Todo óptimo, muchacha, todo recobrado, todo borrado también, en orden.)
Ah, las imágenes torpes de otro cuerpo —el del profesional— en sus funciones; mi propio cuerpo reflejado en un espejo sobre el techo; su voz señalándome, tiernamente burlón:
—¿Estás allí?
Un cuerpo más el otro.
—Un sexo espléndido —dije con voz tan firme que me costó trabajo separar lo falso de lo cierto. Nada cuesta agregar detalles porque el caso es adquirir esa furia de reconstrucción con la que (curiosamente) voy a salvarme de la muerte. Ya una pierna, un codo, el antebrazo, un pecho. Pedazos hirvientes
de mujer se ofrecen en módicas sumas mensuales manipulados por profesional de emociones, por experto. Vale decir: como la policía de seguridad: golpes sin comprobación posterior. Picanas, vaginas, penes: el acosado cuenta cualquier cosa; desde la infancia en Adrogué hasta el número de teléfono de la panadería cercana. Todo canta. Cuando la tarea es buena, cuando se ha liquidado con prolijidad, no quedan rastros. Rastros, sólo para principiantes.
¿Principiante Olegario? Me había enterado —tarde ya— que su hoja de servicios era la de un general que lleva un nutrido cuaderno de batalla. Hasta gordas. No sé si enanas. O hemipléjicas. Gordas al menos, segurísimo. Recordándolo, recordando al profesional copulé para Susana; agregué detalles agradables: Fuentes sobrio, recto, apasionado por lealtad, contenido por educación. Ideal.
—¿Qué más?
—¿Y ahora? —preguntó Susana con el alma saliéndosele por los ojos.                                  
—Lo llamaron de Recife —contesté.
Un obispo se rebelaba a las directivas de Brasilia.
—¿De Brasilia? ¿No era Recife?
Corregí.
—De Recife.
Y Fuentes había volado —tan seguro y poderoso— despidiéndose de mí con una afectividad ejemplar. Yo lo imaginaba por partida doble: en mi versión para Susana y en la propia visión que necesitaba. ¿Cómo sería esa tierra agreste, pobre, arrasada? Fuentes retornaría con un sabor especialísimo, Por teléfono me recordaría la aventura. Casi podía verlo visitando al obispo y asistiendo a esa vigesimotercera revolución abortada —sin duda— en algún lugar de Latinoamérica. Era un tipo especial para el estudio.
Besándome detrás de las orejas me había dicho adiós. Pero Susana exigía la continuación y yo la exigía porque, misteriosamente, Fuentes estaba dando, a mi vida, una salud envidiable. Un aire de felicidad superó la repugnancia por lo sufrido y lo pasado. El recuerdo del recuerdo revolcándose retrocedió. Fuentes me decía adiós desde la escalerilla y yo tenía aún sobre mi piel el olor de la suya que me impregnara en el hotel del acceso norte, según los detalles de mi historia.
—¿Entonces? —preguntó Susana.
—Volveré a verlo en un par de semanas —contesté y cuando me escuché afirmándolo ya no sentía ni odio ni vergüenza ni siquiera dolor.
Me instalé a trabajar con los compañeros del sector de sicología sin obtener otra cosa que no fuera un satisfactorio retorno a la normalidad. No más caras compungidas, no más acallados comentarios al verme aparecer por el café. Ya no más consejos para aprender a convivir con aquello que —de todos modos— está instalado en mi vida como una curiosa llaga: ni me destruye ni me permite sanar. Es como uno de esos días nublados con un gris luminoso que nos niega el cielo y ni siquiera nos precipita en el infierno. Sólo apariencia. La llaga me corroe dolorosamente, bloquea las emociones necesarias para sobrevivir, me vuelve un ser peligroso cuya obsesión transita como un río subterráneo bajo las conversaciones, a la hora del regreso a casa en el ómnibus que esta mañana se atrasó más que de costumbre. Recuerdo haber sentido mucha sed. Siempre estaba sedienta hasta la aparición del periodista que colmara una parte de mi vida urgentemente dispuesta a ser colmada. Y haberme tocado entre las piernas, en el momento del despertar por la mañana que —como todo el mundo sabe – es la hora de la lucidez. Haberme tocado con
fuerza. Pero no sentí nada ni en la piel de los dedos ni en la mucosa y ni siquiera en la cabeza. El recuerdo del recuerdo se llevó todo consigo: cabeza, mucosa y piel se revuelcan con él, las veo inciertas, desdibujadas, rodeadas de neblina y puestas en funcionamiento junto al sexo memorable del que no me desligo ni en sueños.
Pero, a la vez, comencé a sentir que Fuentes crecía en los rincones de mi casa, en la calle de las tipas cuyo follaje penetra por las ventanas superiores del hospital. Comenzó a crecer y me hizo tanto bien que junto a él crecieron mi gratitud y mi amor como si de veras hubiera sido un hombre. Y al cabo de dos semanas que anticipé a Susana, esperé su reaparición con la misma alegría que me hubiese traído su específica realidad.
—¿Y, che? —inquirió Susana caminando a mi lado por la calle Salguero. Otro médico que nos acompañaba, Matías Duarte, también se interesó. Hasta él había llegado la historia y se mostraba defraudado por mi buena estrella, incapaz como todos los hombres de absorber el interés de una mujer por otro, cualquiera sea.
—Lo espero hoy, por la noche —dije con auténtica alegría.
El sol brilló sobre la vereda rota, hizo menos ruinosa la verja de la entrada, embelleció —y vaya si lo necesitaba— la fichada principal. Un portero nos dio los buenos días con la agresión de costumbre. Un Fiat lanzado a gran velocidad casi nos mató. Era una vida normal en Buenos Aires y nada desentonaba en el grupo: Susana, Duarte y yo, sicólogos en la buena edad, reflejos correctos, salud manifiesta, normalidad, discreta dosis de esperanza, sobrecargado escepticismo argentino.
No yo.
Yo estaba esperando a Fuentes y ese era un episodio dichoso. Un grupo de personas discutían en la puerta por la que debíamos entrar. De reojo entreví un perfil sobre el que se esbozaba una nariz breve, un par de grandes ojos algo estrábicos. El recuerdo del recuerdo saltó de la bolsa en la que lo encerrara, se arrastró en pos de mis pasos y fue el perfil aniñado, el enrulado cabello escaso ya sobre la frente, el cuello que acariciara otrora tras los sudores del abrazo. Miré la exangüe evocación cuya realidad sepultábase en el hombro de una gorda o en el preparadísimo trasero de una estudiante de filosofía. Lo mismo da: ya no es mi pulpa, ya no mi sudor.
-    Te dejaremos libre temprano, por la tarde – Dijo Duarte, cómplice e interesado
Creí oportuno mantener cierta dignidad en el trabajo, esa pátina que nuestra profesión nos permite aunque más no sea de los dientes para afuera.
-    No es necesario; oíme; no es para tanto.
La luz marcó un reflejo sobre la linda sonrisa que le dediqué. El muy imbécil tomó conciencia del detalle, volvió a estudiarme ahora con interés y es casi seguro que resolvió anotarse en mi haber, mañana, hoy, en el momento oportuno.
-    Si Fuentes llega temprano, podríamos tomar una copa en casa a eso de las once – dijo.
Susana por inocente era una aliada eficaz.
No seas idiota, Matías – dijo apretando el botón del ascensor – van a estar solos todo el tiempo posible. Hombre: en casos como éste no es momento de presentaciones.
Me miró con verdadero afecto.
-    Faltá esta tarde al grupo, ponete linda, espéralo – dijo.
El perfil de niño que atrajo el recuerdo del recuerdo desapareció en el ascensor de los pisos pares
El tono de Susana me alegró. La tarde, Fuentes y lo que potencialmente me esperaba traían tanta alegría como la verdad. Pero temía precisar detalles, sentía que iba a desfallecer si Susana preguntaba —por ejemplo— ¿irás a recibirlo al aeropuerto? o si —sencillamente— estaría esperándolo en mi casa. Recordé mi mano distraída en aquella parte de mi cuerpo tan seca y muerta que ni las obsesiones consiguen despertarla. Me tuve lástima. Pero si otra vez recomenzaba a compadecerme reaparecería el dolor; y yo, no podía sentir ya más dolor. No lo permitiría. Prefería morir antes de retomar las tardes grandes y desiertas, los amargos amaneceres de un día en que nada sucederá.
Los dejé en el ascensor y salí del hospital con tal sensación de euforia que varios hombres se volvieron para mirarme. No hay mayor belleza que la de la felicidad, atracción más fuerte que una despreocupada manera de mostrarse alegre. Yo lo estaba. Y a esa altura de la historia no distinguía lo cierto de la fantasía. Mientras esperaba por el ómnibus descubrí que la noche pasada con Fuentes en el hotel del acceso norte había sido memorable. Una noche ideal entre un hombre inteligente y encendido por esta mujer que ahora soy, esperanzada por una circunstancia amorosa. También Susana se hubiera enamorado de él de haber podido verlo. Yo era como aquel fabuloso tejedor encerrado en la torre por orden del rey, hilando mantos preciosos con hilos de oro que solamente ven mis ojos. Lástima no compartir el gozo visual con Susana. En el ómnibus estuve sonriéndome todo el tiempo que duró el viaje hasta mi casa, y los demás al verme, sonreíanse. M. casa estaba sola pero por la tarde. Fuentes tocaría el timbre, yo abriría la puerta y me arrojaría en sus brazos.
—¿Querés vino? ¿Café? —le preguntaría.
Ya estaríamos anudados sobre la cama de mi dormitorio. Apoyándose en el codo izquierdo, después, hablaríamos de nuestra infancia. Me contaría acerca de la revolución abortada que había presenciado. Le diría de los enfermos de mi grupo pero poco porque mi vida – como la de Fuentes – no es notable. Quienes mejor aman son aquellos que tienen pocas cosas. ¿La felicidad de los infelices no es acaso la mejor? Poca cosa él y yo para que el amor lo fuera todo. Me habría salvado. El recuerdo sería muerto de un certero golpe en la cabeza; en vano querría revitalizarse, engendrarse a sí mismo nuevamente pero sería inútil. Con los ojos cerrados bailaría en brazos de Fuentes aquel ritmo que sofocaba mi respiración; escucharíamos el disco dando vueltas hasta producir un crujido monocorde. Dejaríamos el baile, dejaríamos la copa de jerez, dejaríamos el ritmo; sobre la alfombra del pequeño living, modestamente amueblado, fuentes me diría cuán bello es – y debe ser – el amor. Cuán largo, seguro, fiel, gratificante, cuán memorable.
Atardecía y decidí salir de mi departamento por temor a que Susana o duarte cayesen en la tentación de llamarme. Compré un par de cosas en el barrio y me dispuse a regresar. La luz roja cortó el tránsito: y vi pasar automóviles y un camión de reparto que llevaba escrito: La Confianza. Enseguida vi el ómnibus: iba atestado a esa hora y yo conocía bien la compresión olorosa y animal de los cuerpos encerrados. El vehículo respetó la luz y, entonces, vi la cara.
Era franca y verdaderamente hermosa y no pude resultarme extraña puesto que yo había tenido conciencia de ella a medida de inventarla. Una cara de hombre real en medio del gentío. Tenía la piel tostada, algo pecosa y quizá pero la medialuz no me permitía discutirlo; una boca ancha y agradable sí, un bello
par de ojos azules. Arrancó el ómnibus y la luz se volvió amarilla. Estuve a punto de gritar: deténgase, pero la cara giró hacia mí y me miró a través de una neblina opaca que ahora cubría la calle y bajaba de los árboles. Eché a correr hacia mi casa lamentándome no haber corrido a mi vez, maldiciéndome por no haber trepado al ómnibus, por no haber tenido coraje de admitir y sostener aquella forma de mirar indirecta a través de un sucio vidrio que nos separara; ojos ajenos y hermosos tan cerca de mí que eran —casi— otra parte de mi cuerpo.
Apoyada en la puerta de las tres piezas que ocupo en el segundo B respiré lo más hondo que pude. Conocía síntomas y síndromes. No era lerda, no era idiota. Me había recibido en la Universidad de Buenos Aires cuando los cursos no eran este caos. Conocía bien cómo es que se producen las cosas. Primero era apenas un destello, una especie de adhesión ilusoria, una tendencia a concretar lo imposible. Lo había visto en otros. Lo llevaba analizado bajo los anteojos de Susana, bajo la pedantería de Duarte, era una profesional eficiente. Entonces; resolví con absoluta certeza: a las 19 y 45 de un día 6 de diciembre de 1974 había estado en la esquina de Cerrito y Arenales. Había comprobado la existencia de gente. Llevaba en la mano derecha dos ejemplares de un diario de la noche. Habíase detenido el tránsito. Un hecho, natural, esperable con la manifestación cromática de un semáforo. En el ómnibus —no reconocí la línea— vi un grupo de gente, no reconocí los cuerpos, los pies, las manos. En una ventanilla habíase reflejado el rostro ya conocido de un hombre rubio y blanco de nariz aguileña, expresión neutral. Eso era todo. Creo poder decir que el hombre trató de buscarme con los ojos. Los ojos eran azules. Salí de mi agotamiento y me serví un whisky, dos, recordando vagamente una película
En la que Betty Davis hacía lo mismo. También se había apoyado en la puerta, había respirado así, con aquella mirada suya – inolvidable – de pescado o de ninfómana. Yo me apoyé en la puerta igualita a Betty Davis en una gran escena, sólo que no había habido escena alguna, no había habido despedida ni portazo y Betty Davis es ahora una pobre vieja perdida en el recuerdo de los de otra generación. Bebí el whisky y en el tercero me sentí mejor. Mi casa me pareció presentable. Quizá seguiría bebiendo y me autosatisfaría. Ahora amaba y era amada por un hombre espléndido de buenas espaldas y ojos de muchacho. Era poseída, vapuleada, deseada por un príncipe de letra impresa, por este aventurero contemporáneo, por este detector de revoluciones en un continente donde en definitiva pocas cosas pasan. Me vi en el espejo tal como era: una rubia vagamente esplendorosa, vagamente deseable, bastante estropeada por la bebida ahora, por las pastillas cada noche, por la larga abstinencia. Abrí el diario: no había más que malas noticias de última hora. La Argentina está siempre sembrada, abarrotada de malas noticias. Las malas noticias son nuestro lugar común. Pero en la tercera página encontré la fotografía y era muy clara, una instantánea de aquellas que luego figuran en el resumen de lo que pasó este año; el mundo en fotos desde lo terrorífico hasta lo angelical. Era una fotografía muy bien tomada. El general y otro tipo que sonreían todo dientes, rodeados por un pequeño gentío. En segundo plano pero tan clara como la imagen del jefe estaba el hombre que describiera a Susana, que Susana describiera a Duarte, que duarte desparramara entre compañeros y pacientes. No era exactamente el mismo pero era el del ómnibus o hubiera podido serlo y eso me bastaba. Bastaba a una mujer sola, en un departamento estrecho y plagado de
recuerdos, fascinada por sus fantasías y a punto de ceder a la autosatisfacción. Bastaba pues. Ese era Diego Fuentes. Ese era mi Diego que a la misma hora —eran las ocho y diez— debía haber descendido en Ezeiza. Él debía estrecharme entre sus brazos, jadear, por amor, en mi compañía. Sí, ese era Diego Fuentes y no estaba sola ahora. No volvería a estarlo nunca. Había tenido una premonición en el rostro que me llamó desde la ventanilla del ómnibus atestado y se repetía ahora que era ampliada de forma tal que podía distinguir —y amar— la boca generosa, los dientes armoniosos, las grandes cuencas con sus iris azulados, la espesa mata de pelo castaño que caía alrededor de sus orejas.
Al día siguiente llevé el diario a la casa de fotografía de Florida y Paraguay y le expliqué al alemán que me atendió de mal humor lo que necesitaba de él. Sería difícil (me dijo), no era un trabajo habitual, no me aseguraba sus resultados, tardaría demasiado. No quise convencerme y más pudo su curiosidad profesional que sus deseos de mandarme al demonio. Pero la cara del hombre que yo eligiera como Diego Fuentes estaba demasiado bien impresa para que la fotografía exigida por mí fuese insatisfactoria. Nos trenzamos en una discusión durante largo rato y por fin me prometió el trabajo para el viernes por la mañana. Era martes y se suponía que yo viviría encerrada con Diego el tiempo que el diario de Recife le permitiera estar en Buenos Aires. Agitada, convulsa, cumplí apenas mi trabajo en el sector que se me había destinado y Susana y Duarte se ofrecieron gustosos para reemplazarme en el turno de la tarde. Radiante, transfigurada llevé adelante mi experiencia amorosa con la misma exaltación como si de veras Fuentes me esperara en mi departamento de la calle Cerrito. El alemán me llamó el jueves a las tres de la tarde y yo salté de los brazos de Diego para recibir la fotografía ya lista. Casi no salía de mi casa. Del mediodía hasta el atardecer dormitaba en cama o me drogaba con moderación hasta el momento en que el teléfono sonaba porque Susana, incapaz de resistir ya la curiosidad, me interrumpía aunque más no fuera de aquella simbólica manera. Mi respuesta ansiosa o apagada, resultaba perfecta. Sí, estaba bien, formidable, sí, no, no saldría esa noche, quizá el sábado aceptaríamos su invitación a comer, le preguntaría a Fuentes. Callaba, tapaba el teléfono con la mano y entre risas respondía que el sábado no, que sería imposible, que quizá la próxima vez Susana colgaba el teléfono. El amor que exudaba mi voz, que se escurría por el hilo, que trastornaba su oído era una imposición envidiable. Tanto amor fatiga; hasta Susana sucumbía a mi maniobra.
El viernes por la mañana fui a trabajar con mi esplendido tesoro en la cartera. Sobre el cuadrado de papel multicolor del rostro de Diego Fuentes sonreía como el del desconocido al lado de su general. Era hermoso. Y era la cara de mi amante. Pasó de mano en mano. Sus rasgos concretaron los detalles de la historia. El rostro vigoroso era el del hombre que derrotara mi círculo infernal. El olvido, la reivindicación venían de la mano de aquella cartulina de colores que Susana estudió, admiró, devoró minuciosamente.
-    Un buen hallazgo, hermana – dijo recorriéndome desde el cabello hasta los pies.
Diego fuentes, un paso atrás, nos abrazó también.
La imagen de mi amante fue y regresó y giró por el hospital un par de veces hasta aquel sábado en que no hubo más remedio que aceptar el almuerzo que mi promoción se ofrecía a sí misma en una isla del Tigre.
—Aprovecharemos para conocer a Fuentes —dijo Duarte como por si acaso.
Pero yo había preparado la respuesta y Fuentes comería con el Embajador de su país en Montevideo y viajaría por Colonia un par de horas antes de nuestra salida. El encuentro pues era imposible. Me despedí de Diego largamente, tomé el colectivo siete hasta Retiro y compré un boleto después de hacer cola frente a la ventanilla. Era diciembre, principios de verano, y un vaho de gente y húmedo calor pegoteaba los andenes sucios, sembrados de papeles, los mosaicos carcomidos, la decadente grandeza, el trajín, el silbato de los trenes. Retiro era ocupada por esa multitud familiar que es casi la forma de vivir de Buenos Aires. Sentí calor, incomodidad por no ser rica ni demasiado prominente, humillación por mezclarme sin integración, tristeza por el largo día de compañerismo que no sería tal ni dejaría de serlo. Así se perfilaba mi vida, así había sido hasta que Fuentes apareció —confiado y lleno de promesas— en una cartulina de color, en el fondo de mi cartera como compensación a tanto malestar.
Y entonces, como la vez del ómnibus, lo vi claramente, en medio del gentío que comenzó a ocupar el andén número siete. Caminaba con la misma prisa de los otros pero destacándose como un ejemplar sano y vistoso, como el jefe indiscutible de aquella alegre manada de verano. Sentí enternecer mi corazón, lo escuché moviéndose con fuerza bajo aquel vestido que ocultaba un cuerpo que necesita amor. Eché a correr, primero con cierta mesura, luego locamente.
—¡Eh, rayada! —gritó alguien.
De un pueblo amable, alegre, generoso nos habían convertido en esta masa neurótica y odiosa. Recibí insultos, algunos me miraron asustados. Diego
Corría por el andén en dirección a un largo tren; un guarda hizo sonar un silbato acentuando todo lo vertiginoso de nuestro desplazamiento. Era diego. Vi el color del pelo, la forma de su cuello y hasta las venas que se hinchaban a medida que aumentaba la pasión de sus palabras. Era alto y robusto, me perdería en sus brazos, me había perdido en su pecho caliente que podía contener mis besos y mis lágrimas. Fuentes evitó un puesto de revistas:
-    Deténgalo – grité al tipo que estaba sentado al lado de la pila de afiches con palomas y frases amorosas. Se abanicaba.
Corrí tanto tiempo que de haberlo medido en un reloj convencional hubiera cabido la oportunidad de dar vuelta a la estación de Retiro una docena de veces. Diego siempre estaba un par de metros adelante, rodeado por una multitud, destacado y nítido como una estrella que acaba de encenderse. El tres se puso en movimiento y la gente, riéndose, con su euforia de domingo también corrió para alcanzar el último vagón. A pesar de la carrera – misteriosamente – yo estaba todavía en la cola que tenía un cartel a Tigre. El boletero me decía a gritos:
-    ¿Adónde va, señora? Dígame adónde va. ¿Eh?¿Está dormida?¿Se siente mal?¿A tigre, entonces?
Si, yo debía comprar un boleto hasta la estación tigre. Corrían todos, el corazón me saltaba sobre el diafragma retenido, crispado, dolorido sobre mis inspiraciones. Diego Fuentes había encontrado sitio en el tren, pero cuando quise leer la dirección en el tablero, cada aleta giró borrando el nombre del lugar, cambió la hora y ahora decía Blandengues. Conocía de memoria cada itinerario. No existía pueblo alguno que se llamara Blandengues ni un tren que tomara esa estúpida dirección. Sin embargo, el vendedor de diarios
Abanicándose me dijo: acaba de salir el tren para Rosario.
-    ¿Ha salido a hora? – pregunté por si acaso.
-    Si – el reloj sobre los carteles que indicaban el nombre de las estaciones se había puesto rojo. Sangraba al parecer y estaba marcando las siete.
-    A hora – dijo el hombre con satisfacción.
Pero no era eso lo importante ni ése el objeto por el cual creía estar corriendo por el andén como una condenada. Bajo juramento yo aseguraría que estaba pasando buena parte de la mañana corriendo a Diego fuentes, que, en principio había tomado el tren que lleva a Rosario. Yo también iría a Rosario pero el boletero me avisó que el próximo tren partiría a las ocho de la noche. No podía ser. Habría otros trenes, distintos medios de comunicación, ómnibus y aviones. La cara burlona de Fuentes me sonreía desde un vagón que acompasadamente iba en pos de los otros. Un guarda agitaba desde la última ventanilla un farol verde. Retiro quedó libre. La multitud se ubicó juiciosamente y ahora partía hacia Tigre, hacia Belgrano R. hacia León Suárez y Villa Ballester. No podía arrancarme de la ventanilla y el boletero estaba tan furioso que poco faltó para que sacase las manos por los barrotes de la ventanilla y tratara de golpearme.
-    Oiga, ¿otra vez aquí? Deje paso, ¿quiere? Oiga, doña, hay otras personas que necesitan boletos, ¿no le parece? Deje libre la ventana, ¿quiere?
Dejé libre la ventana, la estación, la calle, la plaza de Retiro, el mundo. Estaba libre en un mediodía estridente que mojaba la cara de la gente, mis sobacos, el pubis, el cuero de mis sandalias. Quizá me había licuado de tal modo que mi vestido yacía sobre la vereda, como el resto de un ahogado. Sin embargo, un par de hombres se dieron vuelta a mirarme. Uno de ellos me habló del lindo par de tetas. Usó una palabra que me pareció ridícula: dijo senos, lindos senos o preciosos pero los llamó senos y el elogio se convirtió de pronto en una almibarada expresión anatómica. Fuentes habría hablado de mis pechos. Habría tocado mis tetas. Y ahora lo había perdido nuevamente. Nuevamente la ciudad, los brazos de Buenos Aires iban a despedirlo por sus dedos, ya no podría reunirme con el resto de mis compañeros. Ya era inútil el almuerzo, la isla del Tigre, las charlas, la siesta con mosquitos y las guitarreadas. Me sentía incapaz de mentir acerca de un tipo que estaba tan vivo como cualquiera de nosotros; más aún que había corrido poniéndose a salvo en un vagón de clase única, a punto de partir. Pero me aseguré de algo. Fuentes me conocía tan bien como yo lo conocía a él. Estaba pendiente de mí como yo lo estaba y si había huido era porque algo profundo y tenaz comenzaba a unirnos. En la fotografía, en el ómnibus, en el andén, en mi cama y en la salita de mi departamento, Fuentes estaba corroyéndose conmigo; yo usaba de su cuerpo y algo de lo suyo me pertenecía para siempre.
Una felicidad insoportable cayó sobre mi cabeza como un baño de sol. El mediodía de verano era poco para mi radiación. Salí de Retiro, tomé un colectivo al pasar. En algún lugar del mundo, un hombre pensaba en mí y estaba pendiente de este cuerpo vacío que rechina de amor. Diego era la voz que llenaría los espacios de mi habitación; su cuerpo una sombra detrás de la cual habría un nombre y luego, el hombre.
Mirando hacia atrás en la carrera, sonriendo al ocupar el asiento en el Vagón, sus ojos se encontraron con los míos y fueron claros y decidores.
Mientras me empeñaba en la carrera, sentí que él estaba en lo mismo. Había captado la señal
y aceptado luego mi persecución. Faltaría un par de días. La coyuntura. El desfasaje de algún acontecimiento insignificante. Una tormenta. Un día de lluvia. Una reunión. Alguien que llega tarde. Una puerta dejada abierta al azar. Al mirarme, Fuentes había dado su consentimiento, la contraseña que necesité para precipitarme. Todavía no. No esa mañana de calor; quizá pasaría una semana o dos o en una mañana del verano siguiente pero sólo era necesario esperar. Abrirse. También Fuentes sonreía abriéndose consciente de mi carrera cuando el tren partió llevándolo sin mí.
Bajé del colectivo tres cuadras antes de mi casa y me arrastré, bañada de sudor por la calle, a esa hora, desierta. Todo parecía tórrido e hirviente en Buenos Aires. Subí a mi departamento y apoyé la frente sobre la hoja de la puerta que estaba fresca y agradable como fresca y agradable estaba la cama y la penumbra, la tarde y el comienzo de la noche que sobrevino con el sol alto todavía. El teléfono sonó largamente pero no lo descolgué suponiendo que era Duarte o Susana quienes llamaban queriendo averiguar algo de mí.
—Pasé la tarde con Diego —les diría—, él no fue a Montevideo, al fin.
Serían las nueve de la noche cuando el teléfono volvió a sonar y esta vez atendí. Obtuve que mi voz fuese perfecta como si apenas pudiese ocultar una felicidad que me puso tensa como una cuerda de sonido aterciopelado. Susana, estaba reclamándome y entendí a medias la historia que gritaba en el teléfono porque eran de rutina las catástrofes, de rutina aquellas guardias obligadas, de rutina su voz de médica eficiente insistiendo en que fuese al hospital a ayudar. Como en sueños encontré el vestido todavía mojado de sudor y como en sueños bajé a la vereda y esperé por
Un taxi. En el hospital había un gran revuelo y vi a Susana y a Duarte corriendo por un pasillo hacia la entrada de ambulancias; y vi también a los jóvenes de la residencia y a los médicos de guardia y a los que atendían la guardia en los pisos superiores. Susana pasó arrastrándome y mientras corríamos oí la historia del ferrocarril y del automóvil y su pena porque estuviese aquella chica que estudiaba siquiatría con nosotros. Ahora traerían a todos, los traían desde San Fernando y, ¿por qué no fuiste al fin? Te estuvimos esperando, ¿conocías a la chica? Pero nada pude responder porque entraban los cuerpos sobre la camilla, ya todos rodeaban a la muchacha herida y a los otros que nadie supo de dónde venían pero allí estaban; se veía sangre sobre las sábanas, brazos pendiendo fuera de las camillas, un montón de pelo abierto sobre un hueso y el color gris celeste del cerebro. Y cuando los enfermeros girando con habilidad dejaron sobre la mesa el cuerpo del hombre, vi la mueca de terror en la cara de Susana, escuche su grito, el esfuerzo que hizo para evitar que yo lo viera.
-    Es diego – murmuró espantada - ¡Es Diego Fuentes!
Pero yo ya lo había visto. Tenía los ojos azules entreabiertos y desde la honda herida de su pecho la sangre había dejado de manar.
Los dedos de la mano.
Marta Lynch.