Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Historia del compadre que sacó los ojos.

Historia del compadre que sacó los ojos
Dos compadres, a quienes la fortuna no los había favorecido, aparte de un buen número de chiquillos que les dio a cada uno, dispusieron un día ir por esos montes a buscar la madre de Dios. Ambos llevaban un almuercito preparado cuidadosamente por sus respectivas esposas. Tomaron la vereda que conducía a los más intrincados bosques, con su escopeta al hombro, cruceta al cinto y la alforjita en que iba el almuerzo. Hay que advertir que uno de ellos era mal corazón, se creía muy superior al otro y no admitía más ideas que las propias. Si él decía: echemos por este barranco, por ahí debían irse, porque era idea que producía su buen cerebro. En cambio, el otro era tan bueno que jamás se lo oyó decir esta boca es mía.
Caminaron y caminaron busca de aquí, asoma de allá, y nada. Era ya tarde y ni una perdiz cruzaba. Cuando fue hora de almorzar, dijo el compañero mal corazón:
-       Compadrito, comamos primero de su almuerzo, luego comeremos del mío.
Así fue, comieron del almuerzo del compadre bueno, y lo que sobró lo guardaron para la cena. Como nada encontraron en todo el día, resolvieron quedarse para el siguiente. Improvisaron un rancho de hojas, encendieron lumbre y durmieron bien. Ese otro día el compadre mal corazón tomó su almuerzo y se sentó a comer solo. El compadre bueno tenía mucha hambre, y recordando el convenio hecho, se acercó a él e hizo que tomaba un pedazo de tortilla.
-       ¿Qué cuento es ese? – replicó el otro. Si usted quiere probar de mi almuerzo tiene que darme un ojo.
-       ¡Ay, Compadrito! – dijo el bueno – ¡qué se ha de hacer…! Me muero de hambre y con un ojo veo lo suficiente para volver a mi casa.
El compadre malo le sacó u ojo, y luego le dio un pedacito de tortilla, diciéndole:
-       ¡Coma y no crea que ya es hora de volver a nuestras casas; tenemos que seguir la cacería!
Allá más tarde se volvió a sentar a comer, sin darle al compañero; al pobre se le hacía agua la boca, casi se desmaya del hambre, hasta que se animó a decir:
-       Compadrito… por… favor… un bo… ca… diii… to…
A lo que replicó el otro:
-       Yo sí le doy, pero si me da el otro ojo.
Y el compadre bueno se dejó sacar el ojo, a cambio de un pedacito de tortilla. El compadre malo en cuanto terminó de comer, tomó rumbo a su casa, dejando al infeliz en aquel monte para pasto de las fieras. Pero no fue así. El pobre ciego echó a andar para allá, para acá, tropezando, cayendo a veces, pero seguía siempre. De pronto palpó con la planta de los pies el suelo limpio, sin yerba; tanteó, tanteó, tanteó, dio vueltas: ni duda que era un patio. Anduvo más y dio con un árbol muy grueso. Como calculó que era ya de noche por el silencio y quietud del bosque, trepó al árbol y se acomodó en una horqueta que formaban dos ramas gruesas. A eso de la medianoche oyó ruido de voces bajo el árbol; puso toda la atención posible, y oyó que decían:
Nosotros somos los espíritus del Mal, que nunca cesamos de trabajar.
Y bailaban, cantaban y reían. A poco se estableció el orden y habló uno:
-       Bueno, muchachos, ¿Qué han hecho hay?
A esta pregunta, cada cual fue refiriendo sus triunfos y pérdidas en las luchas con los espíritus del Bien. El último dijo que él había ganado la ciudad de los Placeres.
-       ¿Cómo es eso? – preguntaron a coro los compañeros.
-       Pues muy fácil – agregó – noté que en esa ciudad el terreno era bueno para la planta del mal, sembré muchas de ellas por todas partes y pronto hubo una plantación magnifica. Como tiene la propiedad de poner ciegas a las personas con el exquisito perfume de sus flores, he aquí que todos, absolutamente todos, están ciegos. Además, tienen corrompido el corazón y dicen muchas palabras feas.
-       ¡Qué bueno!, ¡qué bueno! – volvieron a decir en coro los espíritus del Mal, batiendo palmas. ¡Vamos a tener buena leña para la olla grande de nuestro amo Satanás!
-       ¿Y no podrán recobrar la vista? – observó uno.
-       Eso jamás – contestó el de la ciudad perdida – porque sólo hay un remedio y es la hoja de este gran árbol. – Y golpeó el tronco con una varita.
Luego agregó
-       Con sólo pasar una hoja por los ojos queda curado cualquiera, aunque solamente tuviera las cuencas vacías; pero  esto nadie lo sabe.
Notaron los espíritus del Mal que ya venía el alba y huyeron, porque ellos le temen a la luz.
Cuando el compadre ciego se dio cuenta de que estaba solo ya, y que había venido el nuevo día, por el canto bullicioso de los pájaros; alargó la mano, tropezó con unas hojas, se las pasó por las cuencas vacías y a ellas entró de nuevo la luz. ¡Tenía ojos otra vez y tan sanos como a los veinte años! Se sintió feliz, y como no era egoísta, pensó en ir a salvar la ciudad de los ciegos. Se metió hojas en las bolsas, por entre la ropa, hasta más no poder; parecía que era gordísimo, de tanta hoja que llevaba.
Llegó a la ciudad sin mayores dificultades, y recorrió las calles de un extremo al otro, curando tanta gente ciega y medio muerta de hambre y sed.
-       Este debe ser mi Señor Jesucristo – decían; y le besaban los pies, la cotona, el sombrero algunos le quitaron pedacitos de sus harapos para reliquias; hasta que por último lo llevaron en brazos al palacio del rey. Lo querían poner en un altar, pero él les dijo que se fijaran que él era un hombre de carne y hueso que necesitaba comer para vivir. El rey mandó entonces preparar un gran banquete en el que hubo largos discursos elogiando al compadrito. Mientras tanto fue de lloverle regalos como a Esquipulas en los días de turno. Uno, que una vaquita; otro, que una yuntita de novillos bien gordos; otro, que un billetito de cien colones; que ropa, que calzado, que monedas de oro y plata; aquello era incesante. A poco el compadrito era millonario, tenía cinco baúles repletos de dinero, más ganado que el más ricachón de su pueblo, más ropa que la que puede haber en un almacén; ya su pobre cerebro no alcazaba a calcular el monto de sus riquezas.
Regresó a su choza hecho un caballero, de saco, chaleco, cuello parado; bombín, zapatos de charol, rodeado de una procesión de criados y cien jinetes o sabaneros que iban a cuidar del ganado que parecía un hormiguero. En cuanto llegó mandó construir una casa de alto para habitar con su familia y otra para los criados y sabaneros, porque él los quería casi como a sus hijitos; por eso les procuraba comodidades.
El regreso del compadre bueno era el tema de conversación en todas partes y a todas horas. Pero no se admiraban tanto de que hubiera salido son y salvo del bosque, sino que lo maravilloso era eso de volver riquísimo. Unos decían que seguro había hecho un pacto con el Diablo; otros que si sería que encontró alguna botija. Miles de comentarios se hicieron, más malos que buenos, porque ni les cabía que aquel infeliz hubiera salido de jaranas. Pero a nadie causaba tanta admiración y envidia el regreso del compadrito como al compadre de mal corazón. “! Venir hecho un millonario y con tamaños ojos, cuando yo se los saqué con mi mano!”, se decía para sus  adentros, pues zape, que él dijera esto a nadie. No estuvo conforme hasta que el compadre bueno le relató todo lo ocurrido, sin dejar punto ni coma. Y al compadre malo le punzó más y más la envidia.
-       Mire, compadrito – le dijo, ¿Por qué no hacemos una cosa?: Vamos mañana al monte a cazar como si los dos fuéramos pobrecitos.
Convino en ello el compadre  bueno, y ese otro día salieron en la misma forma que la vez anterior. Cuando fue hora de almorzar dijo el mal corazón:      
-       Ahora usted me va a decir que nos comamos primero mi almuerzo, es decir que haga conmigo lo mismo que yo hice con usted, para ver si hago también fortuna.
De este modo almorzaron del almuerzo del mal corazón, y como era muy poco, no quedó para la cena. Como en la vez anterior, anduvieron hasta atardecer son encontrar qué cazar, por lo cual resolvieron quedarse para ese otro día. Sacó el almuerzo el compadre bueno e invitó a su compañero, pero éste le dijo:
-       No, compadrito; dígame que me da de su almuerzo sólo que le dé un ojo.
Pero como no se halló en valor de hacerlo el compadre bueno, entonces él mismo le hizo punta a un palo y se saltó un ojo.
-       Ahora sí, compadre, deme de su almuerzo.
Ese otro día la misma cosa. Quería que el compadre bueno no le diera de comer si no le daba el otro ojo, y como no lo consiguió se lo saltó él solo. Apenas quedó ciego, echó a andar como loco.
-       Compadrito, volvamos a nuestras casas – le dijo el bueno; mire que se terminaron las provisiones.
Nada; no había modo de hacerlo entender. Quiso llevárselo a viva fuerza y fue peor todavía. No había más remedio que dejarlo hacer su voluntad como siempre. Tuvo que regresar solo. A la señora del compadre le dijo que era que se había extraviado.
Anduvo, anduvo el ciego tropezando y cayendo, como le había sucedido al otro, pero seguía adelante. Llegó al patio, palpó el polvo con la planta de los pies, caminó más hasta que tropezó con un grueso árbol. Ya se soñaba con los cinco baúles de dinero, y sin más esperar, trepó al árbol en  donde hallaría la dicha que buscaba.
Largas, pero largas, le parecían las horas, hasta que oyó algo así como el ruido que hace el viento fuerte al pasar entre las copas de los árboles. Eran los espíritus del Mal, pero esta vez no venían alegres, porque en vez de cantos y risas lanzaban gritos de rabia.
-       ¡Alguien nos espía! – dijo uno; pero con una voz que al más valiente se le hubiese parado el pelo.
-       ¡Registremos el árbol! – propuso otro; pero no bien había dicho, cuando ya andaban saltando de rama en rama como los monos. De pronto se van hallando al compadrito en un puro temblor.
-       ¡Este fue el que salvó a la ciudad! – se dijeron todos; pues derechito se va a la olla grande.
El compadre sólo quería decir: – ¡Ay!... ¡Ay! Y las cuencas vacías se le llenaron de lágrimas, pero eran lágrimas de arrepentimiento. Como eran tantas, rodaron hasta las manos de los espíritus del Mal; ellos sintieron como una gran quemadura y lo soltaron a una gran altura, porque no les gustaba la gente que se arrepiente y llora.
Ese otro día el compadre bueno, con sus cien sabaneros, recorrían el bosque en busca del pobre ciego. Muy lejos lo encontraron boca abajo en un zarzal; pobrecito, ya estaba muerto.
(María Leal de Noguera)