Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Bienvenido.

Bienvenido
Esto sucedió, claro está, en tiempo aún de reyes, duques y condes. De esos tiempos en que el rey era dueño y señor de las personas y de sus haciendas.
Un leñador llamado Pascual tenía su casita en los confines de un condado, lejos de la capital del Reino. Su esposa se llamaba Perfecta y tenía doce chacalines, como una marimbita y a cual más panzoncito.
El menor de los chiquillos tenía un año, y el mayor ya le ayudaba al padre en algunos quehaceres, como arrear las vacas, dar vueltas por los sembrados y recoger la leña.
Un día Pascual iba muy orondo con su hacha al hombro en busca de leña, cuando allá por media montaña y entre unos matorrales oyó llorar un niño recién nacido. Fue a ver y se va encontrando un precioso chiquito envuelto en hojas de “piriquitoya”, como un panal de miel.
¡Qué lindo! – se dijo el buen hombre. Ahora se lo llevo a mi mujer para que lo cuide, ¡tal vez será el Niño Dios!
Olvidó la leña y alegre regresó a su casa con el lindo muñeco. Pero, Dios mío, al verlo venir la Perfecta, le salió el leñador.
-       ¿Idiai, niño, ¡qué tr’es en esas hojas de piriquitoya?
-       Mirá, vos, ¡qué chacalín más lindo! – contestó el leñador.
-       ¡…Mm…hj…! Qué cabeza la tuya, no sirve ni pa’ pozol, como si fuera tan poquitos los muchachos que tenemos, venís con otro. Vos qué. Vos te vas p’al monte y yo me quedo enredada con el muchachero.     
Bueno. Vos verés qué hacés con él. Lo que soy yo no lo toco ni con un palo.
Diciendo esto, la mujer del leñador le volvió la espalda al pobre hombre y se metió en la cocina con el pico bien estirado. Mas al mismo tiempo, los chiquillos ya habían cogido en brazos al recién llegado y se peleaban por acariciarlo. En el patio había una cabra y sin que les dijeran, entre todos, como hormigas, lo pusieron a mamar del buen animal. Las niñitas se quitaron los delantalcitos y lo envolvieron. Los varoncitos encontraron un gangoche y le hicieron una hamaca.
Por la noche, todos los niños querían dormir con el chiquito. Le hicieron colchoncitos de burío de plátano, y con sus cuerpecitos le daban calor. Era de verlos al día siguiente cuando otra vez lo ponían a mamar pegado a la ubre de la cabra más buena, que la mujer del leñador. Después cuando calentaba el sol, lo llevaban a la quebrada y lo bañaban. ¡Sabe Dios cuántas veces lo escapaban de ahogar! Pero así y todo, vivía y crecía el niño lleno de caricias de los infantiles leñadores. La Perfecta no tocaba al chiquillo, menos mirarlo con buenos ojos. Un día dijeron los niños: ¡Pongámosle nombre”, y pensando y jugando le llamaron Bienvenido, porque para ellos había sido un regalo de alegría. Así fue pasando y pasando el tiempo: Bienvenido crecía gordito y sano con la leche de la buena cabra. Ya se podía estar sentado. Después empezó a caminar y por último ya corría por los prados con sus hermanos y traía en sus bracitos, pequeños líos de leña.
La señora de la casa cada vez lo quería menos. Le daba de comer las sobras y le ponía el plato en el suelo. Pero cuando salían al prado los niños ordeñaban la cabra para darle leche a Bienvenido.
Un día llegó de visita una comadre de Perfecta, y como es costumbre llevó de regalo un jicarón de tanelas, rosquillas y marquesotes riquísimos. Todo lo guardó la leñadora en un cajón de víveres con llave. Tenía la intención de no darle a Bienvenido, solo a sus hijos. Pero por la noche uno  de los chiquillos más pícaros y traviesos le robó la llave, sacó la rica provisión y la escondió fuera de la casa, con la idea de hacer la fiesta en el prado en compañía de todos los chiquillos, incluso Bienvenido.
Por la mañana abrió doña Perfecta el cajón, qué furia le dio al ver que no había nada:
-        Este fue ese moto Bienvenido; para eso trajo Pascual ese muchacho viejo para que mis hijos se queden sin comer – esto lo dijo la leñadora en una explosión como de volcán. Y no fue cuento. Tomó un varejón de tamarindo y le dio al pobre monito como veinte chilillazos que lo dejaron casi sin aliento. Lo tomó de una oreja y lo despachó de la casa.
Llora que llora, Bienvenido se fue por el primer trillo que halló. Sus hermanos lloraron también encerrados en un cuarto donde los puso la mamá para que no lo siguieran. Caminó mucho el pobre chiquillo y por allá, bajo un papaturral se encontró un saquito de manta; lo recogió por no dejar y se lo echó en la bolsa. Más allá, a la orilla e una quebrada, encontró un enanito llorando a lágrima viva.
-       ¿De qué lloras, enanito? – le dijo Bienvenido.
-       Es que se me perdió un saquito de manta, que pertenece al rey y si no lo encuentro peno la vida.
-       Amiguito, yo encontré uno, aquí está, ¿será el que tú buscas?
-       Claro que sí, muchacho. Y en pago te voy a dar este otro. Todo lo que tú quieras entrará al saco, siempre que tú digas, por ejemplo, naranjas, a mi saco, o queso, a mi saco…
Se despidieron de buena amistad. Al pasar por una quebrada vio Bienvenido unos patitos, y por tantear dijo: “Patitos, a mi saco” y los patitos corriendo entraron al saco. Pero el muchacho los dejó nuevamente en libertad. Después dijo: “Queso y pan a mi saco”. Y al momento tuvo qué almorzar.
Desde ese día, siguió Bienvenido solo por el mundo. Pedía hospedaje en alguna casa de gentes pobres y entonces pedía que entraran a su saco toda clase de víveres y hacía fiesta con las buenas gentes. A veces decía: “Cinco cobijas a mi saco”, y venían las cobijas y luego las repartía entre los necesitados.
Con el correr del tiempo se hizo ya un mozo de veinte años. Y caminando, caminando, llegó a la capital del Reino. Un día sonaban pitos y tambores, cohetes, bombas y la música de banda.
-       ¿Qué pasa? – preguntó Bienvenido. A esto le contestaron que el Rey, la Reina y la Princesa con su corte, salían de paseo al lugar favorito donde había un lago azul rodeado de palmeras, de jacintos y de amapolas. Sus majestades iban de lindos caballos blancos con arneses de oro y plata. La princesa era linda como un ángel y todos la adoraban.
Bienvenido se sumó al gentío que seguía por curiosidad a los reyes. Llegaron al lago y de inmediato los criados bajaron a los Reyes y a la Princesa de los caballos. Tendieron alfombras y hamacas desde donde podían gozarse la vista del bello paisaje. Los músicos ejecutaban las mejores piezas de su repertorio y todos los paseantes hablaban y reían con entusiasmo. Alguien organizó un paseo en bote por el lago. Primero, claro está, fueron los Reyes. Iban felices. Los músicos tocaban sin cesar. Pero, por mala suerte, la Princesa empezó a jugar con unos pececillos de colores que traviesos, se asomaban a la superficie del agua. Y… cataplún, ¡se fue la niña al fondo del lago…! Se acabó la alegría. Todo era confusión y lágrimas. Unos buzos se ofrecieron a buscarla. Todos ayudaban… pero nada… todo en vano. La Princesa no aparecía. El Rey desesperado ofreció el reino a aquel que encontrara el cadáver de su hija. Pero declinaba el día, se agotaban las fuerzas y no la encontraban. Bienvenido también ayudaba, pero cansado al fin se sentó en el tronco de un árbol. Ya se dormía, cuando le habló alguien diciéndole:
-       ¿Qué hacés, que no sacás a la princesa del lago? Pide el bote, vete a medio lago y di: Princesa a mi saco. Luego dirás: alma de la Princesa al saco. – Era el enanito quien le daba ese consejo y al momento el muchacho fue donde el Rey y le dijo:
-       Señor, yo sacaré del lago a la Princesa.
-       Te doy el reinado – dijo el rey desfallecido; pero si me mientes penas la vida.
Se fue hacia medio lago el muchacho y dijo:
-       Princesa, a mi saco. – y al momento, salió ésta del lago y entró al saco. Después dijo: – Alma de la Princesa, al saco.
-       Y de veras revivió la Princesa sonriente, en compañía de Bienvenido, vino a abrazar a sus padres. Al momento montaron todos los caballos, y le dieron uno a Bienvenido y regresaron a Palacio.
Al día siguiente se celebraron las bodas de la linda Princesa y Bienvenido. Hubo una gran fiesta y al final el Rey se quitó la corona y se la puso al novio; la reina se quitó también la corona y se la puso a la novia y dijeron:
-       ¡Vivan los nuevos Reyes!
Ahora se llamaba el Rey Bienvenido. Y un día le dijo a su esposa:
-       Vamos a dar un paseo. – y se fueron a caballo vestidos sencillamente con trajes de trabajadores. Pero la gente como los conocían decían:
-         ¡Vivan los nuevos Reyes!
Se fueron camina y camina hasta la casa del leñador.
-       ¡Hola, Pascual! – dijo Bienvenido; y salieron todos de la casa a recibirlos.
-       Pero si es Bienvenido – dijeron los muchachos, y lo abrazaron y él les presentó a su esposa la reina.
-       Ahora soy Rey – les dijo, y ustedes se irán conmigo a vivir a Palacio.
-       Viera, señora – dijo Perfecta, dirigiéndose a la Reina, usted viera como quería yo a Bienvenido, si lo crié como si fuera mi propio hijo, es como sangre de mi sangre. – y haciéndose la emocionada, abrazó por primera vez al muchacho.
Y vinieron coches y criados y los leñadores se fueron a palacio con el Rey Bienvenido. Desde entonces doña Perfecta y don Pascual se mantenían bien vestidos, sentados en unas mecedoras. Los muchachos le ayudaron a Bienvenido a gobernar el reino y todos fueron felices.
(María Leal de Noguera)