Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Los dos montones de tierra-Rodolfo Walsh.

Los dos montones de tierra.

Los dos montones de tierra

Daño grande el que hizo el turco Martín por los años cuarenta y tantos,
en el partido de Las Flores.
Cada vez han de ser menos los que se acuerden del turco, porque ya
entonces los viejos se estaban muriendo. {él mismo se iba poniendo viejo
y le dolían los huesos de tanto andar en carro de Pergamino a La
Ventana, de Pehuajó a Chascomús o a cualquier punto de la provincia que
a uno se le ocurra mencionar.
Ya no hay quien sepa lo que es ambular cuarenta años por esos caminos
donde ahora se ven ciudades que nacieron después que él.
Me acuerdo cuando yo era chico la llegada del turco era el jolgorio, el
turco Martín con su barba color tabaco, la sonrisa de oreja a oreja, la
boina vasca, la faja negra y las bombachas caídas. Qué desgracia estaría
pasando si pasaba un invierno y se iba un verano y no aparecía
traqueteando a lo lejos, envuelto en una polvareda, el carro del turco.
Pero él siempre volvía Con frascos de colonia de tres pesos, una
bombacha orientala por seis, un apero completo por quince y chucherías
para los pibes, o peinetas, vestidos y collares -para la patrona-.
{él siempre volvía. -¿Qué tal, Miguelito? Y diai, Juan Delgado!-, y los
peones lo saludaban con la jarana de siempre.
-¡Hola, durgo, tanto tiempo berdido!-, y él se reía mostrando los
dientes del color de la barba. Los pesos que se perdió el turco jugando
a los naipes, y también los que ganó, y las veces que se quedó de a pie,
sin carro y sin mercadería, apostados a lo mejor a un rey o a una sota
que se quedaron en puerta, y Las mozas que se llevó a cuestas cuando era
muchacho, aunque eso ya nadie se lo creía, porque había sido en otro
tiempo y él estaba viejo y charlatán.
Pero aquel año hubo una muerte en la estancia de don Julián Arce. En el
linde con Saladillo, y cuando pasó la tremolina, algunos se acordaron
del turco.
Por ese entonces era recién llegado a Las Flores un comisario de
apellido Laurenzi, que venía del sur, y del que se decían muchas cosas
buenas y algunas regulares. Así que don Julián Arce lo quiso conocer y
el diablo armó la ocasión. Resulta que una mañana amaneciómuerto a tiros
el único chacarero que quedaba en su campo, y don Julián enseguida quiso
que se investigara, para que después las malas lenguas no anduvieran
diciendo que la verdad, él no se llevaba muy bien con el difunto. Así
que mandó un peón con el auto al pueblo para que le trajera al
comisario, y cuando lo vio, pareció satisfecho. El comisario era un
hombre grandote. Vestido como para un velorio, un pocoencorvado y asmático.
Don Julián describió al muerto con brevedad característica.
-un viejo de m...-, dijo, emperrado en no devolverle el cuadro que
arrendaba desde hacía años, unas doscientas hectáreas, donde él quería
criar ganado fino.
--Todos los demás se han ido, porque les he pagado para que se fueran.
He tenido que comprarles mi propio campo, uno por uno.
Hay otros que llaman a la policía y los echan a rebencazos, pero a mí me
gustan las cosas legales.
--Asíha de ser -comentó Laurenzi, armando pausadamente un cigarrillo-, y
ese hombre no quiso irse.
--Por nada.
--Así que ahora usted recupera su cuadro.
--Sí. Pero entre tanto lo han matado y esas cosas no quiero que pasen en
mi campo.
Estaban sentados en la galería de la vieja casa y el comisario se sentía
como intoxicado por el perfume sensual de las glicinas y el jazmín del
país. Aceptó un vermú con soda, que trajo una sirvienta morena -la única
mujer que el comisario llegó a ver por esos lugares- y entrecerró los
ojos. El sol deflagraba enceguecedor en el sendero blanco donde soñó se
movían algunas avispas cavadoras. Más allá una sobria geometría ordenaba
el parque inglés, la quinta, el criadero de aves, el galpón de aperos y
los bretes.
--Y si pasan -Murmuró el comisario, cabeceando como si tuviera sueño-,
si pasan, quiero que se averigüe.
Almorzaron casi en silencio y después salieron. El campo estaba ardiendo
de calor. Después el comisario vio que había ardido de veras. Don Julián
lo llevaba hacia la chacra del viejo Carmen, así se llamaba el muerto, y
en el camino observó que había un cuadro completamente carbonizado, del
que aún se levantaban columnitas de humo.
--Las desgracias nunca vienen solas -comentó el estanciero-.
Trescientas fanegas de trigo. Empezaron a quemarse antiyer a las dos de
la tarde.
El auto dobló a la derecha por un camino vecinal, y cinco minutos más
tarde estaban en el rancho del viejo Carmen, ante un cadáver largo,
flaco y huesudo con una campera de cuero agujereada a balazos, que
custodiaba un hombre de uniforme rotoso, un tal Sosa. Era el vigilante
del pueblo contiguo a la estancia. En los papeles dependía del
comisario, pero no había más que ver cómo seguía a don Julián Arce con
la mirada para saber quién era su verdadero patrón.
Don Julián se quitó el chambergo, miró al muerto y después se encaró con
el comisario.
--Ahí lo tiene -dijo-. Acláremelo, para que pueda enterrarlo.
Laurenzi se acercó al viejo Carmen, y le pareció a primera vista que lo
habían matado con un revólver 38.
--Veremos lo que se hace -respondió-. Me va a prestar el auto y un peón.
Don Julián lo miró, después miró al vigilante.
--El amigo Sosa se me va a su casa -dijo Laurenzi- y se queda esperando
hasta que yo lo llame.
--¿Y el muerto? -preguntó Sosa.
--No lo van a robar. Déjele una vela prendida, y mañana lo enterraremos.
Así que el comisario agarró el auto y un peoncito, un muchacho rubio
hijo de chacareros, y anduvo por el pueblo cercano, por el almacén, por
los ranchos, por la estación solitaria y muerta como una osamenta blanca
bajo el sol de fuego y en todas partes era el mismo silencio el que se
producía cuando él llegaba, la misma sensación de estar empujando una
cosa blanda que cedía o de estar viendo un reflejo en el agua. Algo que
está y no está, que se ve y no se puede agarrar.
Los hombres se encerraban en soliloquios incomprensibles; había
demasiadas copas en el boliche, se jugaba al truco con un vigor
exasperado, los borrachos hablaban de Yrigoyen al rayo del sol, pero
nadie sabía nada de la muerte de don Carmen.
Y sin embargo de las reticencias y los dichos, don Carmen iba saliendo,
escueto y amarillo, solitario y mudo, entretejido en la desgracia, un
hombre con un sulky, con un rancho y nada más.
Porque la mujer se le fue con otro hace diez o quince años, un hijo se
le murió vaya a saber de qué, le salió una hinchazón en el cogote. Y la
hija que le quedaba se la llevó una noche un forastero que venía con una
tropa de Nueve de Julio. El viejo Carmen se quedó solo con su perro, y
cuando también el perro se le murió un buen día, se encerró en el rancho
y no quiso hablar más con nadie, si no era que hablaba con los muertos,
porque eso también se dijo. Y eso fue todo lo que pudo averiguar el
comisario, ni siquiera el peoncito, que le había tomado una simpatía
instantánea, pudo decirle más.
--¿Y qué pensás de don Julián? -le preguntó Laurenzi cuando volvían a la
estancia.
--Don Julián es un hombre -dijo el muchacho con orgullo.
--¿Y eso qué quiere decir, que no los hace dormir en el galpón de los
cueros ni cebar yerba usada y secada al sol?
--Eso también es cierto -respondió el peoncito-. Pero lo que sabe don
Julián es respetar.
Un hombre duro como un poste, que había llegado casi con lo puesto
treinta años atrás, cuando esos campos eran una soledad, y compró una
chacra abandonada y la hizo producir y después un estero, y lo secó
nadie sabe cómo, donde ahora ondulaba el agua imaginaria del lino. Y
después el cuadro que llamaban de -La Tigra-, como luego se llamó la
estancia, porque allí mataron una en1913, y al fin todas las chacras de
los alrededores, con o sin colonos, llevados por una formidable fuerza
constructora que lo quemaba vivo, parado frente a las plagas, los
hombres y el tiempo, sin razón aparente, sin más ley que esa implacable
de dejar cosas hechas a la manera humana, con la astucia, la fuerza y la
paciencia; tres mil hectáreas ahora de buenos pastos, tres mil cabezas
de ganado, un monte de acacias que daba gusto verlo, galpones, bretes y
acequias. Y todo eso apenas lo había doblado un poco, apenas le había
quemado la piel y los ojos y aún así uno tenía la impresión de que
estaba quemado de adentro hacia fuera, en esa inextinguible pasión o lo
que fuese, que no le dejó tiempo para leer un libro o dormir con una
mujer, ni aún para pensar a manos de quién iba a ir todo, como si el
orden ya no importara para entonces, él, el centro y la justificación
del mundo que él construyó y de la justicia que hizo. {él, Julián Arce,
injertado de prepotencia en la savia de la avena y del sudan grass,
fluyendo en la sangre de los toros, circulando en el agua de los riegos
y en el tiempo de las estaciones, socio igualitario en las germinaciones
y los apareos, señor de poner marca a los terneros y a la gente, y de
señalar con horqueta y muesca esta oreja y este paisaje, este bebedero y
aquel naranjal y que la única pena que se iba a llevar de este mundo era
tener que haber dependido y compartido, no poder hacer una planta con
sus propios dedos.
Éste era el hombre que hablaba, después que cenaron en la galería adonde
sacó los sillones de mimbre y apagó el sol-de-noche para que no lo
molestaran los bichos, y decía, pero no para quejarse, sino para que el
otro viera y se hiciera cargo:
--Usted siembra trescientas hectáreas de trigo, y cuando las espigas se
caen de puro maduras, se le instala un croto en el camino, prende fuego
para hacer un yerbeado y se va sin apagarlo.
El trigo arde y nadie tiene la culpa. Usted vacuna el ganado, pero su
vecino no, las vacas del vecino dejan la baba en el alambrado, y cuando
quiere acordar, ya tiene un tendal de animales muertos. Usted compra un
carnero fino, que le cuesta sus buenos pesos, y una noche se lo muerde
un perro cimarrón y el carnero muere agusanado.
El comisario volvió apenas la cabeza y miró en la penumbra el perfil del
estanciero.
--Perros -dijo.
--Entre los perros de las chacras -explicó don Julián-, de los pueblos y
de las propias estancias, había algunos que sin explicación aparente se
volvían feroces. Salían de noche, recorrían a veces grandes distancias
para atacar una majada, volteaban media docena de ovejas para morderlas
en la garganta o en los cuartos traseros, y al amanecer regresaban
furtivamente al punto de partida y a su existencia inofensiva. Los
animales mordidos en la garganta morían desangrados, los otros se
agusanaban y morían también. El hambre no tenía nada que ver.
Un mayordomo o un capataz podía descubrir de pronto que su perro mejor
alimentado, el más mimado, era un asesino nocturno que había que
sacrificar. Estos perros cebados adquirían la ancestral astucia del
lobo. Era inútil dejarles en el camino trozos de carne con estricnina.
Era inútil emboscar media docena de peones con escopetas en los accesos
a un potrero donde dormía una majada; el intruso no aparecía. Pero
apenas se levantaba la vigilancia la matanza se convertía en desastre.
Don Julián usó un modo expeditivo para acabar con eso.
Cualquier perro de la vecindad que no quedara atado a la noche, él iba y
lo mataba en presencia de su dueño. Si el dueño quería protestar, ya
sabía que era cuestión de jugarse contra don Julián; nadie lo intentó.
El comisario dio un cabezazo. Había estado mirando el cielo y de golpe
tuvo la sensación de que se iba a caer en aquel vértigo de
constelaciones y galaxias que lo esperaba, allá abajo; pensó con un
sentimiento de absurdo y de pena, esa lástima de él mismo que le daban
las cosas que no podía comprender. Oyó un cencerro lejano, el grito
repentino de un pájaro despertado, el viento en los eucaliptos. Entonces
advirtió que don Julián hacía rato que estaba callado.
--Cómo habrá sido -dijo- que se le quemó el trigal.
--ojalá lo supiera -contestó don Julián-. Si me lo averigua le quedaré
debiendo un favor.
El ferrocarril pasaba como a media legua del sembrado, los linyeras
hacía años que daban un rodeo para no pasar por allí, y en cuanto a esas
advertencias que solía publicar el gobierno provincial, donde palabras
más, palabras menos, se decía que cualquier cosa era capaz de quemar una
cosecha en verano, hasta el reflejo de una lata o de un vidrio de una
botella, don Julián comentó riendo que él mucho no creía en esas cosas,
pero que en fin, todo podía ser. Fue entonces cuando el comisario le
preguntó si era la primera vez que le pasaba algo así, y el estanciero
dijo que no, que era la segunda y que la primera fue en el mismo lugar y
más o menos en la misma fecha del año anterior.
--No habrá sido el difunto don Carmen, que le arrimó un fósforo al sembrado.
Don Julián se quedó pensando.
--Quisiera creerlo -dijo al fin-, era capaz por ese entripado que tenía
conmigo. Pero no puede ser, porque las dos veces él no estaba aquí. Las
dos veces pasó lo mismo. El viejo ató el sulky tempranito, se paró en el
almacén del pueblo para comprar una botella de vino y una lata de
sardinas y se fue para Las Flores a ver unos parientes. Cuando entre la
una y las dos de la tarde empezó la quemazón, él estaba a seis leguas de
distancia.
La Cruz del Sur colgaba alta en el cielo, las voces tomaban
imperceptibles inflexiones, inflexiones de bostezo. Don Julián se
levantó para mostrarle la pieza donde iba a dormir y le dio las buenas
noches. El comisario dejó la puerta abierta y se acostó en la oscuridad.
Las sábanas tenían olor a lavanda, y la noche olor a trilla, y todo eso
era muy lindo, pero el comisario sentía que el asma le crecía en el
pecho como el agua en un tanque. Empezó a revolverse y a cambiar de
posición, dobló la almohada para tener la cabeza más alta, le echó la
culpa a la lavanda y a las parvas que apenas había visto pero que
imaginaba henchidas, húmedas y olorosas, respirando con un ritmo
misterioso y seguro y se respondió -viejo sonso-, porque sabía que la
culpa de cualquier cosa estaba afuera, que el asma era cosa de la cabeza
y que de todas maneras ya no iba a dormir esta noche. Así que pateó las
sábanas y empezó a vestirse en la oscuridad, despacito, sin saber
todavía lo que iba a hacer, resollando en silencio y maldiciendo contra
la desconocida cifra, la serie de condiciones que lo hacían moverse
contra toda aparente necesidad o conveniencia. Ahora caminaba despacio y
descalzo, abría una puerta, luego otra, un mueble se desperezó, una
tribu de ratas deliberando en el techo, o a lo mejor era un pájaro
atribulado sobre su cría. {él, un gato, el viejo Laurenzi gato pesado en
el silencio, oliendo la acidez del tiempo, la carcoma de la madera, gato
viejo con un gatito chico en el pie derecho que punteaba prevenciones y
le hacía esquives a la desgracia -le voy a robar los cigarros al viejo-,
el gatito del pie husmeó una silla y se detuvo -que no me oiga mi madre,
me voy a la pieza de la mucama-, no abras tanto los ojos, viejo
palangana, que se te vuelven faroles, ahora olía a tientos y sogas, a
recado animal que jinetea solo en la noche sobre un caballete de madera,
a cuero de potro y a grasa, a ver si te pateas un cencerro y se te
aparece don Julián. -Qué busca, mi amigo (busco unos balines para el
rifle del 9, señor, busco unos recortes para la honda, busco esos
anzuelos que usted me escondió, busco a la Herminia que olió tan lindo
cuando mi madre y usted dormían) aunque lo mejor sería decirle que
andaba sonámbulo, y por primera vez en esa noche al comisario Laurenzi
le caminaron por todo el cuerpo unas ganas de reírse que parecían más
fuertes que cualquier cosa, y tuvo que taparse la boca.
Hombre grande, dijo a media voz, y sus manos estaban por los cajones de
un mueble que podía ser un escritorio, cuando oyó una voz en la otra
esquina del mundo y manoteó el primer picaporte.
Ahora estaba de nuevo en la galería y vio un aerolito rayar el cielo, de
norte a sur. Un perro atado gruñó en la sombra, pero Laurenzi murmuró -a
ese viejo no lo para nadie-, y fue a su pieza a ponerse los zapatos y el
revólver.
Ahora caminaba por una calle de aromos; respiraba con facilidad un aire
de polen vivo y animado, saltó una tranquera sin abrirla, ensayó un paso
de baile en la tierra blanca y olorosa. Viejo sonso, silo viera la gente
al comisario, caminando solo al velorio de don Carmen.
A lo lejos asomaron los dos sauces melenudos aspaventando estrellas, el
cuadro calcinado donde ardió el trigo, después del caminito vecinal.
Laurenzi entró en el rancho sacándose el sombrero y desparramando
fósforos hasta que encontró una vela y la encendió sobre la que ya se
había consumido, se sentó en un banquito temblón y lo mismo que antes,
sin saber para qué había venido, si no era a mirar la cara amarilla del
muerto que tan pronto se volvía negra y aleteaba por las paredes y el
techo como un murciélago de sombras. Así que esto es la muerte, pensó,
cuando uno está solo y viejo y no tiene un perro que le ladre (pero qué
hacía él ahí, a ver si don Carmen lo entraba a saludar, con tanto
reflejo de vela y sombra). La muerte rodeada de sartenes sucias y latas
de yerba y cáscara seca de naranja colgando de la cumbrera.
Algo le estaba diciendo que se volviera y no quería hacerlo.
Se preguntaba que podía haber retenido a ese hombre, en esa tierra que
ni siquiera cultivaba, en ese rancho donde todo se iba, o se moría o lo
humillaba de alguna forma. Y el comisario -se dijo- se quedaba para
saber lo que era, para no olvidar nunca lo que había pasado y sentirse
vivir contra el abandono y la vergüenza. Después pensó en los campos
florecidos que rodeaban esa isla de miseria, en las arboledas creciendo
seguras, en un horizonte de tonos colorados y dijo que se quedaba -de
puro encono-. Y luego no pensó en nada, y de ese vacío salió una frase
pronunciándose sola, sin apelación y sin sentido. Se quedaba por amistad
con algo que era y no era la tierra.
Fue entonces cuando el viento apagó la vela, y el comisario pegó un
salto y ya estaba pelando el revólver y mirando para afuera, donde una
luz se movía sobre un montículo entre los sauces, se enredaba como un
algodón entre las ramas, flotaba con dolorosa indecisión, tanteando el
pasto y los troncos, como sabiendo que nunca iba a encontrar lo que
buscaba. La luz azul de unos huesos, la burbuja gaseosa de un sueño. Y
el comisario miró el revólver, y por segunda vez en esa noche le agarró
un ataque de risa y dijo en su propia lógica: -No sirve para mear- y lo
guardó. La luz ya no estaba, pero el comisario sabía ahora por qué se
quedó don Carmen hasta que lo mataron, y si se esforzaba un poco iba a
saber también lo otro ypodría cumplir con don Julián. Sólo que en eso no
quería pensar, porque ahora estaba contento y silbaba, lo poco y mal que
sabía, mientras caminaba de vuelta a la estancia y los puntos cardinales
se colocaban en orden, porque iba a amanecer, y no fuera de que a alguno
lo agarraran fuera de su sitio, pensó Laurenzi pero esta vez abrió la
tranquera como un hombre serio y rumbeó para la cocina de los peones,
donde entró saludando con voz fuerte y deseando buen provecho a todas
esas caras recién lavadas con jabón amarillo, que le dijeron: -Si
gusta-. El comisario dijo que sí, se sentó, tomó su jarro de mate cocido
y supedazo de salame que le alcanzaron en la punta de un cuchillo junto
con alguna jarana livianita sobre los puebleros que madrugan, que el
comisario empardó para que supieran que venia en paz a comer como un
cristiano, y a estar un rato con ellos, aunque eso era más difícil de
explicar, porque no tenía gollete.
Y ahí fue cuando apareció a lo lejos el carro del turco Martín y en el
pescante el turco manejaba una tormenta de látigos y maldiciones y todos
los rayos de la polvareda, porque iba a llegar tarde para el mate
cocido, y alrededor del carro y el turco todos los perros de la
estancia, que a esa hora estaban sueltos y desencadenados, no pensaban
en morder ovejas ni soñaban con una cadena infinita que los ataba al
centro del orden, pero que se tiraban como flechas juguetonas a los
garrones de los tungos coceadores y se revolcaban entre ladridos y
firuletes, de su carne viva y elástica.
El comisario fue el primero en rumbear para los galpones, y el turco se
quedó esperándolo mientras la cara se le abría cada vez más en aquella
famosa sonrisa que incluía tantas cosas, todo el tiempo que se había
ido, y toda la joda junta y tres o cuatro historias que solo ellos
podían recordar porque la muerte y el olvido. Pero después tiró los
yuguillos y las cabezas y corrió a abrazarlo.
--No me digas nada, ya sé que hay una desgracia, pero qué alegría verte.
--Tantos años -dijo el comisario, y se quedó pensando en eso que dijo el
turco. Él y la desgracia, él y los hombres que se mataban, él y la
sangre de los boliches y la justicia que ya no le importaba más, y la
flojera que se le había ganado en el alma, animal pialado, corazón de bagre.
Se quedó acariciando los caballos, el zaino tenía una matadura en el
lomo, lo ayudó al turco a desatar, hablaron de una o dos cosas más, y el
turco salió regalándole una faja de colores. -era lo único que me
faltaba en este trance- pensó el comisario. Volvió a la cocina, el
peoncito del día anterior visteaba junto al fogón con otro de su edad.
Lo llamó aparte.
--Andá decile a don Julián que ya pueden enterrar al muerto.
Lo enterraron a don Carmen en su misma chacra. Don Julián eligió el
sitio -al pie de uno de los sauces melenudos. Al lado de un montículo
donde ya había una torcida cruz de madera que el comisario veía por
primera vez, dos peones abrieron una fosa, y metieron adentro el cajón
hecho de apuro, y cuando terminaron los montículos eran dos, y el
comisario seguía sentado en el primero.
Don Julián despidió a los peones, y Laurenzi despidió al vigilante, y
quedaron solos con una pala que alguien se olvidó.
Entonces don Julián Arce empezó a mirarlo fijo mientras armaba un
cigarrillo y preguntaba si ya sabía cómo era la cosa.
El comisario le dijo que sí, y lo siento por usted, que no debió llamarme.
Don Julián también se sentó, en el otro montón de tierra fresca que
tapaba a un viejo solitario y muerto, y dijo que a ver cómo había sido.
--Dígame si me equivoco, don Julián-respondió el comisario-, pero yo
creo que si agarro esa pala que han dejado ahí, y empiezo a cavar aquí
mismo donde estoy sentado, voy a encontrar un perro muerto o por lo
menos unos huesos viejos de tres años, que de noche se vuelven luz mala
y espantan a la gente. Y si escarbo entre los huesos, y tengo un poco de
suerte, voy a encontrar dos o tres plomos de su revólver.
--Y diai.
--Y diai que usted le mató elperro.
--Se lo maté de frente y en presencia de él, porque se había vuelto
dañino. Se me escapó de abajo de las patas del caballo una noche de
luna, pero le ví el hocico chorreando sangre, y a la mañana siguiente
tres ovejas no se levantaron.
--No lo niego, pero el viejo estaba solo y no tenía más que el perro,
usted le mató el perro, él le quemó las cosechas.
--Mi amigo, eso no puede ser, porque él estaba en Las Flores las dos
veces que me quemaron el campo.
Entonces el comisario sacó del bolsillo un pedazo como de vidrio
derretido y chamuscado, aunque no era vidrio, y se lo mostró.
--Ya vé que puede ser, don Julián. Y usted no debió dejar esto en su
escritorio, para que lo encontrara cualquier sonso desvelado.
Don Julián Arce se quedó callado largo rato, tiró el cigarrillo y
aplastó el pucho con la bota.
--Está bueno -dijo, y se paró repitiendo-, está bueno.
Volvieron callados a la estancia, y él arregló sus papeles, escribió
algunas cartas y se pegó un tiro con el mismo revólver con que mató al
viejo Carmen y a su perro Que era lo que el comisario sabía que iba a
hacer. Porque el hombre (y esto lo recordó siempre el comisario) tenía
sus cosas buenas y sus cosas malas, pero no se tomaba ventaja con la
suerte. Mató al perro y tres años después mató al viejo porque se había
vuelto dañino y contrariaba su ley, que era la ley visible de las cosas,
escrita en cada poste y en cada ramita. Pero él no necesitaba llamar al
comisario para investigar el crimen -el vigilante hubiera dicho lo que
quisiera. Lo llamó para que hubiese una averiguación en serio, y se jugó
a cara o seca. Si el comisario no encontraba nada, la justicia aparente
estaba de su lado, además de la que él supo ejercer. Y si encontraba
algo, siempre le quedaba la salida que eligió. Era lo que decía la
gente: respetaba y se hacía respetar. El turco Martín siguió por esos
caminos, y a lo mejor anda todavía con su carro. Pero ya no vende más
esos abrecartas de carey o de plástico que en la punta tenían una lupa,
un cristal de aumento, como los que le vendió al viejo Carmen.
--Porquería tan chica -dijo después el turco- y encerraba como diez o
doce soles.
Porque el viejo Carmen no recibía correspondencia, ni siquiera sabía
leer. ¿Para qué podía necesitar esos abrecartas?
Para clavar uno o dos en el trigal de don Julián, poner cinco leguas de
por medio y esperar que el solazo del verano atravesara el cristal de
aumento e incendiara la paja seca. Fue el turco mismo quien le dio la
idea sin querer, mostrándole lo fácil que era quemar un papel de fumar.
Y así fue como don Carmen encontró la manera de quemar un campo, estando
en otra parte. La primera vez don Julián sospechó, y la segunda vez tuvo
la mala suerte de encontrar un abrecartas casi derretido por el fuego en
el linde de su trigal incendiado con la chacra del viejo. Lo guardó en
el cajón del escritorio, y el comisario lo encontró esa noche que el
asma no lo dejaba dormir.
-La Tigra- allá está, aparecieron sobrinos, qué se puede decir. En la
tapera de don Carmen dice la gente que suelen verse de noche dos luces
flotando entre los matorrales, una más alta y otra más baja, y algunos
fantasiosos las llaman -el viejo y el perro-.