Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

¿el primer cuento de Kafka? -Marco Denevi-.

¿EL PRIMER CUENTO DE KAFKA? - Marco Denevi
 
Entre 1895 y 1901 medió la existencia de la revista literaria Der Wanderer (El viajero), que en idioma alemán se editó en Praga bajo la dirección de Otto
Gauss y Andrea Brezina. El número correspondiente a diciembre de 1896 incluye (pág. 7) un cuento titulado El juez, cuyo autor oculta o deja entrever su
nombre detrás de la inicial K. Por la atmósfera del cuento y por esa letra (que será más tarde el nombre de los protagonistas de El proceso y de El castillo)
se me ha ocurrido la idea de que se trata del primer cuento de un Kafka de quince años.
 
EL JUEZ
 
Cuando fui citado a comparecer -como decía la cédula de notificación- en calidad de testigo, entré por primera vez en el Palacio de Justicia. Cuántas puertas,
cuántos corredores! Pregunté dónde estaba el juzgado que me había enviado la citación. Me dijeron: a los fondos, siempre a los fondos. Los pasillos eran
fríos y oscuros. Hombres con portafolios bajo el brazo corrían de un lugar para otro y hablaban un leguaje cifrado en el que a cada rato aparecían las
palabras como in situ, a quo, ut retro. Todas las puertas eran iguales y, junto a cada puerta, había chapas de bronce cuyas inscripciones, gastadas por
el tiempo, ya no podían leerse. Intenté detener a los hombres de los portafolios y pedirles que me orientaran, pero ellos me miraban coléricos, me contestaban:
in situ, a quo, ut retro. Fatigado de vagabundear por aquel laberinto, abrí una puerta y entré. Me atendió un joven con chaqueta de lustrina, muy orgulloso.
Soy el testigo, le dije. Me contestó: Tendrá que esperar su turno. Esperé, prudentemente, cinco o seis días. Después me aburrí y, tanto como para distraerme,
comencé a ayudar al joven de chaqueta de lustrina. Al poco tiempo ya sabía distinguir los expedientes, que en un principio me habían parecido idénticos
unos a otros. Los hombres de los portafolios me conocían, me saludaban cortésmente, algunos me dejaban sobrecitos con dinero. Fui progresando. Al cabo
de un año pasé a desempeñarme en la trastienda de aquella habitación. Allí me senté en un escritorio y empecé a garabatear sentencias. Un día el juez me
llamó. -Joven- me dijo-. Estoy tan satisfecho con usted, que he decidido nombrarlo mi secretario. Balbuceé palabras de agradecimiento, pero se me antojó
que no me escuchaba. Era un hombre gordísimo, miope y tan pálido que la cara sólo se le veía en la oscuridad. Tomó la costumbre de hacerme confidencias.
-Qué será de mi bella esposa? -suspiraba-. Vivirá aún? Y mis hijos? El mayor andará ya por los veinte años. Algún tiempo después este hombre melancólico
murió, creo (o, simplemente, desapareció), y yo lo reemplacé. Desde entonces soy el juez. He adquirido prestigio y cultura. Todo el mundo me llama Usía.
El joven de saco de lustrina, cada vez que entra a mi despacho, me hace una reverencia. Presumo que no es el mismo que me atendió el primer día, pero se
le parece extraordinariamente. He engordado: la vida sedentaria. Veo poco: la luz artificial, día y noche, fatiga la vista. Pero unos disfruta de otras
ventajas: que haga frío o calor, se usa siempre la misma ropa. Así se ahorra. Además, los sobres que me hacen llegar los hombres de los portafolios son
más abultados que antes. Un ordenanza me trae la comida, la misma que le traía a mi antecesor: carne, verduras y una manzana. Duermo sobre un sofá. El
cuarto de baño es un poco estrecho. A veces añoro mi casa, mi familia. En ciertas oportunidades (por ejemplo en Navidad) no resulta agradable permanecer
dentro del Palacio. Pero, que he de hacerle? Soy el juez. Ayer, mi secretario (un joven muy meritorio) me hizo firmar una sentencia (las sentencias las
redacta él) donde condeno a un testigo renitente. La condena, in absentia, incluye una multa e inhabilitación para servir de testigo de cargo o de descargo.
El nombre me parece vagamente conocido. No será el mío? Pero ahora yo soy el juez y firmo las sentencias.
K.
Fuente: DENEVI, MARCO, Falsificaciones, Buenos Aires, Eudeba, 1966 (págs. 13-15)