Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El vendedor de globos.

        EL VENDEDOR DE GLOBOS 

Una vez había una gran fiesta en un pueblo. Toda la gente había dejado sus trabajos y ocupaciones de cada día para reunirse en la plaza principal, en donde
estaban los juegos y los puestos de venta de cuanta cosa bonita uno pudiera imaginar. 

Los niños eran quienes gozaban con aquellos festejos populares. Había venido de lejos todo un circo, con payasos y equilibristas, con animales amaestrados
y domadores que les hacían hacer pruebas y cabriolas. También se habían acercado hasta el pueblo toda clase de vendedores, que ofrecían golosinas, alimentos
y juguetes para que los más pequeños gastaran allí los euros que sus padres o padrinos les habían regalado con objeto de sus cumpleaños, o pagándoles trabajitos
extras. 

Entre todas estas personas había un vendedor de globos. Los tenía de todos los colores y formas. Había algunos que se distinguían por su tamaño. Otros
eran bonitos porque imitaban a algún animal conocido, o extraño. Grandes, chicos, vistosos o raros, todos los globos eran originales y ninguno se parecía
al otro. Sin embargo, eran pocas las personas que se acercaban a mirarlos, y menos aún los que pedían para comprar algunos. 

Pero se trataba de un gran vendedor. Por eso, en un momento en que toda la gente estaba ocupada en curiosear y detenerse, hizo algo extraño. Tomó uno de
sus mejores globos y lo soltó. Como estaba lleno de aire muy liviano, el globo comenzó a elevarse rápidamente y pronto estuvo por encima de todo lo que
había en la plaza. El cielo estaba despejado, y el sol radiante de la mañana iluminaba aquel globo que trepaba y trepaba, rumbo hacia el cielo, empujado
lentamente hacia el oeste por el viento quieto de aquella hora. El primer niño gritó: 

- ¡Mira, mamá, un globo! 

Inmediatamente fueron varios niños más los que lo vieron y lo señalaron a los demás. 

Para entonces, el vendedor ya había soltado un nuevo globo de otro color y tamaño mucho más grande. Esto hizo que prácticamente todo el mundo dejara de
mirar lo que estaba haciendo, y se pusiera a contemplar aquel sencillo y magnífico espectáculo de ver cómo un globo perseguía al otro en su subida al cielo.
Para completar la cosa, el vendedor soltó dos globos con los mejores colores que tenía, pero atados juntos. Con esto consiguió que una tropilla de niños
pequeños lo rodeara, y pidiera a gritos a sus padres que les compraran un globo como aquellos que estaban subiendo y subiendo. 

Al gastar gratuitamente algunos de sus mejores globos, consiguió que la gente le valorara todos los que aún le quedaban, y que eran muchos. Porque realmente
tenía globos de todas formas, tamaños y colores. 

En poco tiempo ya eran muchísimos los niños que se paseaban con ellos, y hasta había alguno que imitando lo que viera, había dejado que el suyo trepara
en libertad por el aire. 

Allí cerca, había un niño negro, que con dos lagrimones en los ojos, miraba con tristeza todo aquello. Parecía como si una honda angustia se hubiera apoderado
de él. El vendedor, que era un buen hombre, se dio cuenta de ello y llamándole le ofreció un globo. El pequeño movió la cabeza negativamente, y rehusó
a tomarlo. 

- Te lo regalo, pequeño -le dijo el hombre con cariño, insistiéndole para que lo tomara.

Pero el niño negro, de pelo corto y ensortijado, con dos grandes ojos tristes, hizo nuevamente un ademán negativo rehusando aceptar lo que se le estaba
ofreciendo. 

Extrañado, el buen hombre le preguntó al pequeño que qué era entonces lo que le entristecía. Y el negrito le contestó, en forma de pregunta: 

- Señor, si usted suelta ese globo negro que tiene ahí, ¿subirá tan alto como los otros globos de colores? 

Entonces el vendedor entendió. Tomó el hermoso globo negro que nadie había comprado y que el niño señalaba, y desatándolo se lo entregó, mientras le decía: 

- Haz tú mismo la prueba. Suéltalo y verás como también tu globo sube igual que todos los demás. 

Con ansiedad y esperanza, el negrito soltó lo que había recibido, y su alegría fue inmensa al ver que también el suyo trepaba velozmente lo mismo que habían
hecho los demás globos. Se puso a bailar, a palmotear y a reír de contento y felicidad. 

Entonces el vendedor, mirándolo a los ojos y acariciando su cabecita enrulada, le dijo con cariño: 

- Mira pequeño: lo que hace subir a los globos no es la forma ni el color, sino lo que tiene dentro. 

El niño sonrió con satisfacción y dio las gracias al vendedor, yéndose saltando, para confundirse con los muchachos que coloreaban el parque en aquella
soleada tarde. 

El vendedor de globos le acababa de enseñar una bella lección de fraternidad: no es el cuerpo, ni el color, ni la raza, ni tampoco la posición social,
ni la religión o las apariencias… es lo que está dentro de cada uno lo que le hace subir.  

Extraído de Facebook.