Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La calle de la amargura.

La calle de La Amargura

¡Qué lugar! Sus últimos trescientos metros recibían el mote de Calle de La Amargura. En todas las casa moraba por lo menos una solterona, pero donde las
Ramos, siete, como los siete pecados capitales. Y es tal la condición solteril acarreaba un estigma, porque a estas mujeres se les estimaba insatisfechas
y sufridas. No podrían ser felices sin un hombre a su lado, y así, sin juicio previo, se les condenó a una vida de penitencia y privaciones. No se averiguó
qué había en su alma, si la tenían, ya que alguien dijo que esa esencia espiritual les llegaba al ser desposadas, es decir por interpósita mano, intermediación
aceptada por Dios.

Ello fue tomado por algunas casadas por una verdad: que aquella que padecían una viudez forzada carecían de algo, y es que habían nacido así…solteras,
para, por una metamorfosis social, devenir en solteronas. En esos tiempos no se hizo una encuesta, como esas de ahora, para saber cuáles habían llegado
a tal condición por inopia masculina y cuáles por íntima convicción.

Es que esto cuenta, rondaba los diez años y pasaba alguno días hasta dos veces por ese trecho con los mandados de su madre. El empedrado de las aceras
lo conformaban bloques desiguales: unos pequeños y cuadrados y otros gigantes y rectangulares, como si el picapedrero los hubiera tallado al ritmo de múltiples
humores, haciéndolos disímiles.

Siempre tropezaba con una de aquellas piedras, la misma, que tenía una punta levantada, o tal vez –me imaginaba-, se erigía frente a mí en el exacto momento
de pasar, para producir aquel encuentro con mis dedos, que si no es porque fui in chavalo ágil, habría dado con mi humanidad y el encargo que llevaba,
en plena calle, lo que evitaba el dolor que tal choque me producía, porque debo decir que los dedos de mis pies parecían huesos de un pollo seco que nadie
habría comido. En fin, basta de cacarear sobre mi humanidad y sigamos con nuestra historia, que lo dicho no viene a cuento.

Las casas, durante el día mantenían la puerta abierta, la que daba a un largo zaguán, que las partía en dos, atravesándolas, para desembocar e un generoso
solar. De ellas brotaban olores de lo que cocinaban tantas y tan habilidosas manos, debiendo uno apurar el paso, pues las tripas empezaban a apretar con
aquellos efluvios, que se metían por las narices hasta el hondo de la panza. En las ventanas o detrás de las puertas, una cruz de pala tranzaba, bendecida
en la Semana Mayor, por un cura de misa y olla, protegía a los moradores de… ¡qué sé yo! Nunca me dijeron, por lo que siempre supuse que del mal de ojo.
Al final de la tarde se rezaba el rosario coronado por un trisagio, se cerraban las puertas y se comía a la hora nona y luego aquellas mujeres se metían
entre las cobijas, acurrucándose con una gruesa y tiesa vejiga de buey llena de agua caliente.

A la hora prima, con el despuntar del alba, comenzaba el día. Las escobas de millo barrían las aceras, los delantales almidonados competían unos con otros
por su blancura. Las casas, de gruesas paredes de adobe, encaladas de diferentes colores, estaban por doquier adornadas con plantas de profundos verde
y flores diversas, entre las que sobresalían las siempre florecidas chinillas y los geranios de rojo encendido, cuyo fuego quemaba los ojos, y nunca me
atreví a tocar.

Ese era el ritual diario de aquella amarga calle, adobada por idas a misa, horas santas, rezos, entierros y sucesos sin importancia, donde la vida transcurría
así, en una pequeña sociedad de mujeres sin hombres, enmarcada por las campanadas de las dos iglesias que le contenían y daban la hora con un ritmo invariable
y acompasado, propio del lento transcurrir de un tiempo que a veces se detenía para luego arrancar con pereza, disfrazada de parsimonia, gravedad y presunción.

Los hidalgos evitaban transitar por aquel tramo de desgracia, donde los ojos se posaban en ellos como si fueran animales raros y no faltaba alguna atrevida
invitación a comerse un queso tierno, lo único tierno que allí se encontraba, con unas dulzonas galletas de panadería y una humeante taza de café, proposición
inaceptable, porque sepa el diablo qué acechanzas había en esas casas de deseos contenidos.

La niña Pepita Ramos era la más joven de aquel ramillete de beldades. Contaba cincuenta y dos años, de pelo entrecano, piel blanca, nariz que miraba el
cielo, delgada de camina suave y rápido, voz apenas audible, de vestir discreto y quien pasaba desapercibida, porque nunca quiso ser el centro de nada.

El jovial Don Toño Ledezma, pensionado y viudo, llegó este día a casa de los Ramos y pidió que las siete hermanas y Doña Lola, su madre, lo atendieran.
Sorprendidas por tal pedimento y atenazadas por la curiosidad, se fueron a la sala, a escuchar lo que tanta que decirles este caballero.

-Ustedes saben que enviudé después de cuarenta años de matrimonio. Por Margarita he guardado luto durante un lustro y ya no sueño con ella. Muchas noches
desperté sudando frío. Les juro que la difunta me visitó en mis sueños, y no sabía qué quería hasta que ella misma me entregó en la iglesia a una de ustedes.

Todas se persignaron y respondieron en coro “Sin pecado concebido” al “Ave María Purísima”, que con tono penitente, dijo Doña Lola, Don Toño entornó los
ojos del techo y despaciosamente también se persignó y prosiguió:

-Ha llegado la hora que la vida me provea de esposa, de compañera de mis días, que si por la víspera se sacan,   éstos, pareciera que son muchos.

Las dieciséis pupilas, ansiosas se dilataron simultáneamente, como si pertenecieran a un solo y gigantesco ojo, húmedo y babosa.

-Ha sido muy difícil mi escogencia, ya que todas son mujeres a quienes adornan grandes virtudes morales, tienen buena cuchara y por añadidura son pudorosas,
bienes que no pueden faltar en un hogar, y son la riqueza que debe aportar toda esposa al matrimonio.

Los ocho corazones se aceleraron y bastó mirar el corpiño que los albergaba, no para escucharlos, sino para observar la palpitación que con discreción
agitó aquellos pechos. Se volvieron hacia Adela, la hermana e hija mayor, que por derecho de primogenitura le correspondía aquel pretendiente, y cuyo rostro
le correspondía aquel pretendiente, y cuyo rostro se tornó un gran tomate a punto de estallar. A doña Lola la invadió una desazón, ella también tenía sus
aspiraciones, y es que en eso de ser casada… pues, tenía conocimiento y artes…que ignoraban sus hijas y presumían los caballeros.

-Pero ya no me puedo casar con las ocho, he venido a pedir en matrimonio a la Niña Pepita, a quien todos los días miro en misa y a la que conozco desde
que doña Lola la cargaba en brazos. Por eso Niña Pepita, le pregunto ¿si usted acepta casarse conmigo? Prometiéndole yo, desde ahora, ser fiel a los deberes
de nuestro destino.

Las hermanas se volvieron hacia pepita y todas, salvo Adela y doña Lola, a una solo voz contestaron “Sí acepta”.

La calle la pusieron galana para el gran día, se lavaron las aceras, cintas de colores colgaban de una casa a otra, faroles de papel se prendieron la noche
anterior, coronas de flores con hierbas y ramitas secas, adornaban las ventanas. Y fue ese tramo de historia el que lucía regio, como si fuera Corpus Cristi,
pero con motivos paganos, que el magín de aquellas mujeres había recreado durante sus vidas.

La Niña pepita lució el vestido de novia de la difunta Doña  Margarita, que haciéndole unos ajustes por todos lados, le entalló como guante a la mano.
No fue un gesto de tacañería del futuro marido, sino un homenaje a su expropietaria, quien lo había usado una única vez, y aunque amarillento, lució acorde
para tan segunda magna ocasión.

Hubo ponches en los que, con mano suelta, se puso ron “colorao”, mataron cuatro gallinas de patio, que  incontinentes y a fuego lento, exudaron sus caldos,
panes salieron de los hornos, tortillas palmeadas de maíz amarillo se cocieron hasta quedar ligeramente tostadas, y para el novio se prepararon unos frijoles
molidos y dulcetes.

A la hora de siempre, buscaron sus casas y los esposos la suya. Pepita cepilló el pelo que en  largos rizos cayó sobre su espalda, se acicaló y se vistió
con un camisón de manta, que lo único que dejaba a la vista eran sus pequeños pies desnudos. Acostada boca arriba y cruzando las manos sobre el pecho,
esperó. Al rato Don Toño tocó la puerta, entrando a la habitación sin esperar respuesta. Vestía otro camisón y embutido hasta las orejas, llevaba gorro
de frigio. Se acostó al lado de Pepita y con tono suplicante dijo:

-Pepita, ahora somos marido y mujer. Entre nosotros no existen secretos y debes saber que no puedo ni mear, y cuando lo hago es a puchitos. Dice el cirujano
que tal vez San Rafael nos haga el milagrito para que nuestra felicidad sea completa.

Dicho esto puso la cabeza sobre el pecho de su mujer y se durmió. Pepita pasó la noche despierta, tranquila de no tener que soportar un hombre encima haciendo
quién sabe que cosas. Al día siguiente fue a saludar a su madre y hermanas y éstas le recibieron con gesto adusto.

No volvió a ser la Niña pepita sino Doña pepa. Con el tiempo Doña Pepa se acostumbró a la bacinilla de su marido, que de día usaba de escupidera y de noche
la metía bajo la cama; al olor de sus pies, que espantaba los mosquitos en verano; a los dientes postizos que le lavaba meticulosamente los domingos; a
ronquidos, imprecaciones y exceso en el comer y beber.

Pasados unos años falleció Don Toño, sin que santo alguno le hiciera el milagrito. Doña Pepa ingresó al limbo de las mujeres viudas, que no son de aquí
ni de allá, pero ella, sabiamente, consideraba que era mejor ser soltera que casada. Había aprendido que los hombres no sirven para nada salvo para maldecir,
escupir y para “eso”, cuando es que sirven. En el fondo de su alma seguía siendo la Niña pepita, que mantenía su soltería, aunque para toda la calle fuera
Doña Pepa. Y así se fue, soltera y niña.

Ahora que soy un anciano, mi nieta, en su auto, lleva mi humanidad velozmente por la Calle de La Amargura, y siempre me espeta la misma pregunta:

-Abuelo, ¿por qué sonríe cuando pasa por aquí? Pareciera que esa piedra levantada en la acera, la que miras fijamente, te trajera recuerdos.

-Cosas de viejo hija, cosas de viejo.