Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Te espero bajo la luna: Juliana Amavet.

Te espero bajo la luna.

 
Nos conocimos en el cementerio, si bien estábamos acompañando a diferentes difuntos, yo a una tía abuela con quien poco trato había tenido. Se me había
ocurrido la disparatada idea de vestirme de blanco, recién volvía de unas vacaciones en Japón, me sentía innovadora, mundana, por lo tanto cambié el negro
por el blanco un toque de distinción, allá en los funerales utilizan el blanco,  esta diferencia en el color elegido para mi vestido ocasionó la desaprobación,
seguida por los pellizcos, familiares. A eso debo agregar el hecho de que como mi piel es blanca, colorée mis mejillas, dando un toque final en mis labios
pintándolos de un rojo intenso. Indudablemente no pasé desapercibida, ni para los que acompañaban a mi tía abuela fallecida, a una escandalosa edad de
más de noventa años, ni a los de los sepelios vecinos. Ahí estaba él abanicándose con un sobre sin abrir, el calor era sofocante. Cuando lo ví quedé prendida
de su desdén en su postura, su elegante desapego en el vestir, su sonrisa, sus blancos dientes, su altura, su delgadez, era apetecible no había duda. Mis
miradas insistentes, sus sonrisas impudorosas encendieron la cólera de mi abuela quien en baja voz acompañaba sus pellizcos con adjetivos tipo: “no actúes
como una mujerzuela, no tenés vergüenza, vos y tus extravagancias”. En realidad poco efecto producían sus palabras en mí, tenía ventiocho años, una carrera
floreciente, un sueldo envidiable, me había independizado a los veinticinco, tenía mi departamento con un gran ventanal cuya vista abarcaba el Puente de
la Mujer, en Puerto Madero, totalmente domotizado abría y cerraba persianas, encendía y apagaba luces, climatizaba mi casa con un solo click. Viajaba,
me vestía a la moda, ¿qué más podía desear?, absolutamente nada, hasta que lo ví a él, convirtiéndose, primero en un capricho, más tarde en una obsesión,
para caer, finalmente, en la cuenta de que estaba perdidamente enamorada de quien nada conocía. Esperé hasta el final del sepelio, una vez sola me acerqué
al montículo que estaban tapando con tierra y pregunté el nombre del difunto a los sepultureros, me lo dieron cansinamente, mientras seguían, bañados en
sudor, su ardua faena, un domingo de enero con una temperatura de más de treinta y siete grados.

Apenas llegada a mi casa, luego de responder las llamadas familiares de reproche por mi mal gusto y desatino, comencé a buscar información sobre el difunto
en internet. Búsqueda que continuó el lunes, desde el trabajo, el martes y días sucesivos para llegar, después de un mes de investigación frenética, a
inferir que el muerto sería el pariente de un pariente lejano, ni siquiera directo de él, “el hombre del sobre”, como decidí bautizarlo por falta de un
nombre mejor. Llegué a esta conclusión porque el difunto solo tenía unas primas mayores, “el hombre del sobre” sería un pariente lejano, nadie se pasa
un domingo en el cementerio sepultando a un perfecto desconocido. Los familiares más directos tenían más de ochenta años siendo todas mujeres, si alguna
se había casado su apellido sería otro. Me encontré en un callejón sin salida. Peor aún sería la hipótesis, que deseaba excluir, de que hubiera ido a acompañar
a un amigo. Mis pistas, que mi imaginación barajaba como si de un juego de cartas se tratara, perdían sustento al pasar de los días.

Volví un par de veces, en realidad casi un mes seguido, al cementerio, lugar bastante deprimente para iniciar una historia romántica, aunque a decir de
mi madre “del polvo nacemos, al polvo volvemos, que mejor lugar para entrelazar dos destinos en el mismo lugar donde terminaremos, juntos o separados”,
ese humor negro de mi madre me molestaba sobremanera, como a ella le molestaba mi falta de tacto en las situaciones “críticas”, como gustaba definirlas,
como eran los velorios y funerales. Jamás lo encontré.

No lo ví más, desapareció como apareció. Si bien el recuerdo de su figura, de su fingida languidez mientras se abanicaba, de su sonrisa invitante, sus
cabellos negros brillantes a la luz del inclemente sol veraniego de un enero bonaerense, me seguían por doquier, llevándome hasta el extremo de perseguir
a hombres que solo llevaban sobres sin abrir, como únicos abanicos para refrescar rostros flagelados por un sol inmisericorde, enfundados en trajes, corriendo
o caminando por las calles de una desierta Buenos Aires, una vez alcanzados volvía sobre mis pasos, para enredarme en otra persecución algunas cuadras
después. Estaba obsesionada, no había visto sus ojos, desconocía todo sobre él, sin embargo estaba segura que todo en él me enamoraría, como no dudaba
que él también se enamoraría de mí.

Tamaña ocurrencia llamó mi atención, el calor era insoportable, debía acompañar a Federico a despedir a un tío, quien se había muerto, su pérdida era llorada
por pocos, su herencia era ansiada por muchos, por eso debía mi amigo asistir a las exequias, un playboy infatigable dueño de sí mismo más que de su bolsillo,
gastaba más de lo que ganaba, debiendo, nosotros, sus amigos prestarle dinero, sabiendo de antemano que no recuperaríamos jamás lo dado. Nos pidió a sus
tres mentores, pues eso habíamos terminado siendo, de acompañarlo, se deprimía en los cementerios, más aún si debía acudir un domingo a primera hora de
la mañana, sus anteojos negros escondían sus ojeras en notable aumento, pues no había dormido nada en toda la noche, solo había pasado por su departamento
para mudar sus ropas. Poco interés suscitó en mí el funeral, dejé vagar mi mirada pensando en mi trabajo del siguiente día, me esperaba una jornada ajetreada,
debía asegurar más en un país en donde reinaba la más grande de las inseguridades, soy propietario de una compañía aseguradora, estoy cansado de dar seguridades
que sé, por adelantado, que no podré cumplir, la gente paga por asegurar sus bienes, dejando sus vidas en ello, nosotros aumentamos nuestros ingresos a
costa del miedo ajeno y después la vida en un soplo nos abandona, como este hombre muerto en un accidente un día de enero del más caluroso verano que haya
vivido en mis treinta y cinco años. Fijé mi vista en el diácono pensando que los curas estarían desayunando en ambientes climatizados, en la tierra, el
cajón, hasta que giré y la ví, era graciosa, indudablemente rebelde, vestirse de blanco y pintar sus labios de rojo, me causó gracia en un primer momento,
cuando noté que mis impúdicas sonrisas atraían sus miradas, interés después. Debí soportar codazos de mis amigos quienes asistieron, reteniendo las risas,
a mi coqueteo en mitad de un funeral, sabía que sería la broma de al menos los próximos diez años, pero algo en ella me atraía, no era mi tipo, delgada,
cabello oscuro, tez pálida, sin embargo deseaba conocerla no podía dejar de hacerlo; no obstante lo hice. Terminadas las exequias mis amigos me arrastraron
con ellos, terminamos en un bar frente a un sustancioso y bien merecido desayuno. Una vez en mi casa me cambié de ropas, pensaba ir a correr un poco, sin
embargo subí al auto y me dirigí al cementerio, si bien el lugar es lúgubre, poblándose los domingos de gente quienes limpian, adornan, hablan, oran con
los que partieron antes,  comencé mi búsqueda imprecisa y titubeante, pues no reconocía nada, debí preguntar a los sepultureros, quienes alzaron sus hombros
señalando dos montículos recién tapados, una vez allí desconocía cual montículo pertenecía a quien, me ubiqué gracias a un ángel de gran tamaño que había
llamado mi atención durante el entierro. Me dirigí hacia el montículo contrario, ví una cruz provisoria anoté rápidamente el nombre, temía que me estuvieran
observando.

Una vez vuelto a mi departamento busqué en internet, poco y nada encontré. Compré el diario me fijé en los obituarios, ahí estaba la difunta, poca información
hallé. Gracias a mis contactos, al siguiente día llamé a un amigo periodista quien gentilmente inició la búsqueda por mí. Desafortunadamente era una tía
abuela por parte materna, su apellido no estaba directamente relacionado con ella, como si fuera poco era Fernández, ¿cuántos Fernández hay en la guía
telefónica?, miles, sumado a ello el nombre Susana. Es más yo tenía muchos clientes Fernández. No me dí por vencido, los desafíos extraen lo mejor de mí
así que reinicié mi búsqueda. Con el paso de los días la misma se transformó en una obsesión, desconocía que buscaba ni porqué, solo sabía que debía buscar.
Así pasaron mis años hasta el día de hoy, un caluroso enero en una desierta Buenos Aires, cinco años después.

Mis ingresos iban en aumento, había viajado a la India, como souvenir me traje un tercer ojo tatuado en mi entrecejo, les pedí que fuera delicado para
no desentonar con mi elegancia natural, la que es maleable según las circunstancias, tengo por costumbre adaptarme a mi entorno, mi finura en la India
consistió en vestir vistosos saris de fuertes colores, numerosas joyas y mi tercer ojo. Tengo treinta y tres años, soy soltera. No encontré al amor de
mi vida, no sé si lo busqué alguna vez, ya no lo recuerdo, excluido está “el hombre del sobre”, en ese momento hubiera podido asegurar, sin equivocarme,
de que sería con él con quien me acostaría todas las noches, para despertarnos juntos todas las mañanas compartiendo desayunos. Mi búsqueda continuó durante
un año más, al no dar ningún fruto, conocí a Marcelo, nos pusimos de novios, fue un noviazgo tranquilo, basado en la confianza, en la camaradería, en el
aburrimiento más atroz que jamás haya probado por ser alguno, ¿a quién quiero mentir?, estaba sola mis amigas se casaban y yo necesitaba apoyar mi cabeza
en algún hombro, él fue el primero en presentarse, no lo pensé dos veces. Era muy lindo hombre, el que terminó transformándose, en el hombre más ordinario,
narcisita, estúpido que jamás haya podido conocer. En las noches de luna llena me asomaba a mi gran ventanal, la luna se reflejaba en el río, mis pensamientos
se dirigían hacia “el hombre del sobre”, quién sería, qué haría, dónde viviría, sin respuestas a mis múltiples preguntas tocaba un botón, las persianas
descendían encontrándome sola, me tiraba en el diván y encendía la televisión. Con frecuencia soñaba con él, para despertarme sola. A falta de novio, menos
aún de marido, decidí comprarme un auto nuevo. Mis vacaciones las tomaba cuando el resto del mundo trabajaba, así es como los veranos bonaerenses me encontraban
deambulando por entre sus calles, entre la modorra, el cansancio, malhumor y calor de los que aún debían esperar para gozar de unos días playeros. Me encaminé
hacia una compañía aseguradora, recomendada por mi abuela Bernarda, había sido la aseguradora de su hermana, la que acompañé hasta su última morada el
día que encontré “al hombre del sobre”, Bernarda se refería a Benjamín, su dueño, como si de un nieto se tratara. Mi abuela iba con frecuencia a verlo,
también ella había asegurado sus bienes, hasta su vida con él, tanta la confianza que le inspiraba. Sus encantadores ojos color almendra, como lo describía,
para agregar después, “si no fuera por la diferencia de edad lo casaría, pues viuda ya lo soy”, era monotemática, hacía cinco largos años que me insistía
para que lo conociera, nada más alejado de mi gusto, salir con un hombre elegido por mi abuela, ¡qué absurdo!.

Había salido para realizar algunas cobranzas, los vientos de crisis se hacían sentir, debía ser flexible, siempre me consideré un hombre comprensivo, muy
conversador, río con facilidad, sin embargo nunca me casé, hace cuarenta años que busco el amor, todos me consideran mundano cuanto mujeriego, pues según
mi madre apenas nacido le guiñé un ojo a la enfermera, ese primer guiño me bautizó, todos me dicen afectuosamente “Don Juan”, aunque poco tenga de seductor,
me aburro con la misma facilidad con que me entusiasmo cuando veo a una mujer bonita; noviazgos no tuve ninguno, convivencias menos, siempre consideré
al amor un don, como tal si lo encuentro no lo dejaría irse jamás, me casaría de inmediato, siempre me caractericé por pensar diferente de la mayoría.
Tengo que llegar a tiempo hoy me espera la nieta de Bernarda, esa anciana que sin quererlo se transformó en una abuela adoptiva para mí, recuerdo su mirada
profunda, sus preguntas desconfiadas la primera vez que se presentó en mi oficina para asegurar sus bienes, entre ellos el más valioso de todos, el de
su propia vida. Me visita con frecuencia, antes de irse me repite: “Benjamín tenés que conocer a mi nieta y dejar de vestir santos, eso es para mujeres”,
¿cómo será su nieta?. En estos últimos años solo una mujer llamó mi atención, la del cementerio, quizás por su rebeldía, quizás por sus cabellos, sus labios,
el fervor que puse en buscarla, no sabría decirlo, ella fue la certeza de que conocería el amor, acompañada de la certeza de saber que jamás sería mía,
pues no la encontré. Se transformó en una quimera que coloreó mi vida, aunque sigue obsesionándome cada tanto, si veo una mujer de blanca tez, largo cabello
negro y rojos labios la paro, luego busco excusas al ver que no es ella.

Bueno, bueno, mi abuela no es tonta, ¡qué linda oficina!, ordenada, pulcra, funcional, tal como es la mía, pero de Benjamín no hay rastros, aunque con
los antecedentes de mi abuela, dudo que pueda atraerme, mi abuelo era realmente muy feo hasta una verruga con pelos en un costado de su orificio nasal
derecho ostentaba y como si fuera poco mi abuela amaba esa verruga pues decía que lo transformaba en un hombre diferente, si diferentemente feo, si este
Benjamín luce una verruga juro que me voy sin siquiera saludarlo.

Cuantas noches me desvelo, voy a mi salón abro las persianas perdiéndome en los reflejos lunares, esa gran luna llena cuya luz alumbra mi sala, esa misma
ilumina mis pensamientos, anidando en mi corazón. Una vez me dijeron que si uno se cita por vez primera con un hombre y justo ese día hay luna llena, siendo
esta grande, luminosa, lechosa, ese va a ser un amor para toda la vida. No sé si será verdad, aunque si lo pienso hice la prueba y jamás en mi vida encontré
a un amor bajo la luna, al menos no bajo una luna con esa descripción y estoy sola.

Sus pensamientos se detuvieron mientras giraba su cabeza para saludar a Benjamín quien con todo el cansancio arrastrado de un día caluroso, llegaba, a
las corridas, a su oficina. Sus miradas chocaron, enmudecidos quedaron ambos, sus brazos estirados, aunque sus manos jamás se tocaron, en un susurro Violeta
dijo:

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• ¡El hombre del sobre!
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Benjamín echó a reírse, inexplicablemente estaba nervioso, no sabía que decirle a esa mujer que volvía a sorprenderlo con inusitada distinción, ese tercer
ojo lo hipnotizaba, tanto como saber que siempre había estado el amor al alcance de su mano. Sin palabras se quedó. Violeta lo estudiaba, indudablemente
era hermoso, sus ojos color almendra lo decían todo, habían pasado cinco años, lo había buscado por doquier, ¿porqué no había escuchado a su abuela?, tanta
insistencia había puesto Bernarda en ese encuentro.

Benjamín retomó su perdida compostura, llamó a su secretaria le pidió dos jugos de naranja con hielo. Carraspeando le preguntó para que necesitaba un seguro,
en realidad no había deseado preguntarle eso, cruzó sus dedos ese gesto le ayudaba a concentrarse, pero fue inútil, ella sin pensarlo le dijo:

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• Te busqué durante un año, ¿dónde estabas?
• Buscándote a vos, nuestros caminos se cruzaron, pero no se chocaron. Te propongo que dejemos esta práctica del seguro para mañana te invito a almorzar.
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Violeta no lo pensó dos veces, había perdido cinco años no desaprovecharía ni uno más.

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• En verdad, ya almorcé, mintió, ¿qué te parece si nos encontramos hoy a las 21 en el Puente de la Mujer, ahí decidimos dónde ir a cenar?
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A Benjamín la idea le pareció maravillosa.

Eran las 20.30 horas, Violeta lucía radiante, su tercer ojo brillaba más de lo habitual, decidió vestir un sari color rojo. Antes de irse se acercó al
gran ventanal, la luna se había vestido de gala, estaba radiante, su reflejo iluminaba las aguas del río, sin notarlo el tiempo siguió su curso, vio la
hora eran las 21.05, lo buscó entre la gente, con un brazo apoyado en el puente, sus cabellos revueltos por la suave brisa que corría, su delgado cuerpo,
sus blancos dientes, su risa fácil. Descendió rápidamente las escaleras, recorrió con rapidez esa cuadra y media que la separaba de él. El giró su rostro
al acercarse ella mientras se echaba a reír, tenía la certeza de que jamás se aburrirían, ella nunca lo dejaría de sorprender. De frente uno al otro, Violeta
le preguntó:

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• ¿Dónde estuviste todos estos años?
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El, mientras la tomaba por la cintura, le respondió:

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• Esperándote... bajo la luna.