Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La gran montaña y las piedras.

Floria Bertsch 

Habito un extenso mundo interior que, ante cada circunstancia cotidiana, se desliza curioso hasta los rincones más profundos de mi sentimiento.

La línea del tren al Atlántico que pasaba en frente de la puerta de la casa familiar enfiló mis primeros años y creo que me marcó. Aprendí el gusto de
correr por esas interminables líneas que semejan los bordes de las cosas y las gentes, sin percatarme que ese sutil equilibrio de andar por la orilla,
inevitablemente, es algo que muy pocos comprenden. Las letras son las únicas que han sabido aguantarme sin reparos.

Cada piedra que encuentro colocada junto a otra a la orilla del camino forma parte de un puño de piedras que es a la vez mío y del universo. Sumergida
en mi mundo, de alguna manera le encuentro a los “inukshuk”, como llamas los esquimales a esos acomodos de piedras en eterno equilibrio, su historia y
su sentido de estar allí. El rastro de un evento me une al que sigue aunque muchas veces las lágrimas o las risas del momento no permitan descubrir de
inmediato los lazos que tejen ese camino. Sé muy bien que son mis decisiones y la suma de Aquís y Ahora lo que me construye.

La “cultura del Agro”, con sus cultivos y sus agricultores, aquellos que producen nuestros alimentos y los que estudian para serlo, aferran mis pies a
la tierra y dan sentido cotidiano a mis días.

Entre ese equilibrio rústico que me enseñaron las líneas del tren y lo que las palabras y la ciencia me han ido aportando con el tiempo, recorro mi ruta
sobre esta tierra impregnándola de una cadencia propia que, estoy convencida, es lo único que me pertenece.  

La Gran Montaña y las piedras  

Siempre que se sube al Chirripó se busca algo.

Eso lo sabemos todos los ticos que, con la aventura tatuada en la piel, hemos acudido a la Gran Montaña. De igual manera lo sabía Adela, quien desde el
día en que años y años atrás vio aquello poderosa foto en la que Los Crestones aparecían brillantemente iluminados al anochecer, había presentido ese secreto
escondido.

Por eso había intentado acudir a la cita varias veces, pero no fue sino hasta aquel abril, cuando junto con otros constructores de sueños, buscó el Sur
de noche, para despertar al pie de La Montaña.

“Empezamos la caminata a oscuras, sin distinguir siquiera la ruta de nuestros primeros pasos” –escribió en la noche Adela en aquel cuaderno de papel hecho
a mano que había conseguido especialmente para esos días. “Muy recién amanecido el día la realidad tomó su propio rumbo: los que habían salido con paso
apresurado, para ese momento ya iban muy lejos, mientras que las dos que caminábamos despacio, atrás, -señalo Adela-, apenas empezábamos a subir, a nuestro
ritmo. Después de la primera cuesta importante, el conocido “Termómetro”, María, poniendo en práctica toda esa integridad que sólo algunas pocas amigas
pueden demostrar, tomó sus potencialidades entre las manos, las midió con honestidad, y sin desatino alguno, decidió colocarlas… en el salveque de vuelta.
Un extraño dolor había comenzado a introducirse en sus piernas y el indicio de que no era su día para subir saltó nítido a la superficie. Pero también
su valentía y solidaridad salieron a flote, porque nunca la oí ni siquiera insinuarme la posibilidad de interferir en mi subida”.

Es extraño, pero esa sensación de que La Caminata es una experiencia individual se comienza a percibir desde el primer instante que se entra en contacto
con La Montaña.

“De pronto, conmocionada –continuó su escritura Adela-, me encontré, conmigo misma, frente a un sendero desconocido por recorrer…”

¡Como si todos los días no amaneciéramos exactamente igual, con nosotros mismos, frente a un sendero desconocido por recorrer…!

Después del aturdimiento inicial de la despedida, Adela inició el ascenso. Un abundante verde apenas dejaba que el azul se metiera intenso por las hendijas.
Y demasiado pronto halló la prometida agua que queda en mitad del sendero. Caminó despacio, comió manzanas, se cambió los zapatos una y otra vez, rindió
el agua, probó todos los tipos de dulce que llevaba… hasta que de tanto andar y andar el bosque comenzó a achaparrarse. Empezando a aparecer las cañas,
los cardos, los signos de páramo, y de rente lo que se presentó por delante causándole un extraño dolor, fue la montaña quemada, ese gran techo del cerro
que el viento se llevó convertido en humo a otra parte, en donde los pies tropiezan con las piedras afiladas y la piel se enfrenta con el inclemente sol.

Cuando apareció el letrero de la “Cuesta de los Arrepentidos”, esa palabra había sido erradicada del vocabulario de Adela. Subió lento, caliente, constante,
y lo siguiente sólo fueron sonrisas, y adrenalina al distinguir a lo lejos Los Crestones, El Refugio, y de nuevo… ¡los amigos!

Durante la primera tarde, creyó que su búsqueda se había completado, porque nítido, el sol acudió certero a la cita. Al igual que en la foto que recordaba,
los macizos milenarios, se sombrearon unos a otros y, amarillos, dorados, rosados, se apagaron, hasta diluirse en la oscuridad…

Al día siguiente, el cuaderno de Adela comenzaba así:

“El amanecer nos sorprendió con la mirada fascinada de una de nuestras compañeras quien por primera vez descubría la sólida y diversa expresión  del agua
cuando juega con el frío. Con las estalactitas en las manos brinca alrededor de las camas de los que aún dormíamos, hasta que todos fuimos testigos del
milagro de las formas transparentes. ¡Un poco de agua en el campo había construido durante la noche toda una cuidad de hielo!

Después, iniciamos el escalda definitiva. Ese andar que nos llevaría al punto más alto que cualquiera hubiésemos ascendido: 3819 metros sobre el nivel
del mar. Seguimos sigilosos un largo sendero, sin siquiera vislumbrar por mucho rato el objetivo,  hasta que de pronto, apareció, de frente, el pico totalmente
identificado por los libros. Imponente, aislado: El Chirripó”.

Al pie del cono, el pacto es claro: la subida es accesible para nosotros, los humanos que llegamos hasta allí, pero la abundante piedra resbalosa y suelta
y la fuerte inclinación nos exige el esfuerzo total, la emoción, la destreza, nuestra honesta persistencia…

Con risas, lagrimas, brazos en alto, gritos, letras…allí, en el sitio más alto y con la sensación de que si estiraba mucho las manos el azul del cielo
se les quedaría pegado en los dedos… cada uno, a su manera ¡HONRÓ LA VIDA!

-¡Hasta el alma me pesa!, le dijo una compañera a Adela mientras bajaban.

-Señal de que abunda, contestó Adela.

De  vuelta al valle de  Los Conejos, lo que se imponía, si querían alcanzar Los Crestones al atardecer, era subir en directo hacia el cerro Terbi, sin
rodeos como deben ser las palabras, por el sendero del guardián y las aguas eternas.

“Arriba- escribió Adela-, la inmensidad se detiene. En todas las direcciones, el cielo agigantado se deja besar por las rocas de todas las formas. Caminando
despacio por esa cima,  en busca de los encendidos soles de la tarde de Los Crestones, descubrí los túmulos, o al menos así decidí llamar a esas estructuras
formadas de muchas piedras que comencé a encontrar por todas partes en aquella inmensa llanura de las alturas. Y es que algún pionero se le ocurrió comenzar
a construir su túmulo, su grupo de piedras en equilibrio ¡Que tiran al cielo…! No entendí porque, pero instintivamente y sin imaginar aún su trascendencia,
tome una piedra entre las manos y cuidadosamente la coloqué en uno de aquellos túmulos…”

Finalmente, acostados de espaldas en las piedras de Los Crestones; Adela y sus amigos esperaron a que el sol se despidiera una vez más: el cielo se tiñó
de colores en el fondo y las sombras de las crestas desaparecieron. Al bajar, la fuerte claridad de la luna llena de abril saliendo al lado de Los Crestones,
se clavó de por vida en las pupilas de todos.

“Quizá baste decir –escribió Adela melancólica-, que de aquí en adelante al ver salir una luna llena, extrañaré por siempre Los Crestones…”

Al amanecer siguiente, Adela, el libro de notas y el frío estaban envueltos en un puño de cobijas en las gradas del Refugio: “…compruebo una vez más que
la fuerza del amanecer del Chirripó está dentro de mí. Que el poder de conmoverme reside en mí, que sentir la plenitud de unas nubecitas que apenas se
tiñeron rosa antes de tornarse blancas, como serán por el resto del día, proviene de mi interior. A estas alturas es claro, definitivo, contundente, que
esta experiencia que llaman vivir, es algo, mío, individual, que nos pertenece a cada uno independientemente mientras lo tengamos…”

Más tarde, el grupo decide buscar el sitio al que casi nadie acude, al que para llegar más bien se baja, y donde dicen, no hay nada que ver: el lejano
Valle de Los Leones.

Todo parece llano, uniforme y caliente, con la nitidez de los lugares planos. El bosque de árboles grandes, rindiendo honores a tanta inmensidad, rodea
la sabana y la vigilia.

Ya en sus adentros, las aguas, con su impulso primitivo, hunden la tierra a partes y buscan su cauce. Es esos parches donde las macollas de pasto que semejan
las melenas de los leones retozan libres al viento. También, caminando, aparecen las extrañas montañas de piedras, como acumuladas por manos humanas, están
distribuidas en toda la extensión. Adela  y sus compañeros suben a esas lomas, gritan y el valle entero, inundado de misterio, responde desde todas sus
esquinas… ¿En cuál otro lugar llano del mundo hay eco? –se preguntan…

“Y allí, al fin – escribe por último Adela-, me comencé  a apropiar de mi silencio. Ese que estaba ahí desde los orígenes, esperándome entre cerros, crestas,
cielo y nubes. El silencio de la inmensidad, la ternura misma. El sol me da de plano en los ojos. Me abruma la no presencia de ruidos, ese zumbido misterioso
del silencio, me adormece.  Me subyuga. Y me descubro que existo Aquí y Ahora desplegada en la fascinación de La Sabana de los Leones. No sumergida en
el extraño mundo de los sueños. No aturdida entre el bullicio de otros humanos, si no sola, Aquí y Ahora, entre el silencio y yo. El tiempo se detiene,
acarreando consigo todos los momentos, conteniéndolos a todos simultáneamente. La hierba de la juventud sobre que tantas veces tiré de cara al sol y ésta
que me sostiene hoy, se han encontrado. ¡Huelen igual…! Es como si estuvieran conectando mi recorrido. Algunas veces disfruto escuchando el secreto que
cada lugar nos tiene para contar. Presto atención y me encanta no escuchar ningún secreto en la sabana, descubrir que su secreto es el silencio mismo…
No me quiero despegar de este instante. Floto suspendida en letras. Me sobrecojo ante la sorpresa que me produzco a mí misma. Todo parece posible y letras
comienzan a involucrarse en cada movimiento. No hay papel pero hay emociones, palpitar, montañas, cielo, silencio, y todo eso tiene su forma en letras.
Todo en círculos viene y va, como la vida…”

Hasta que un grito fuertísimo y sus mil y un ecos inundaron la sabana entera. La danza mágica de las letras de la sabana tocó su último acorde, y sonriente,
Adela se levanta y decide continuar escribiendo con los pies: ¡a pasos!...

En el momento en que al grupo le correspondía iniciar el descenso, se vino una lluvia, leve pero húmeda, que precipitó la despedida. Todos echaron a correr
cuesta abajo hasta que el cansancio acumulado se confundió con los ruidos y los olores de la cuidad.

“Ahora pienso –escribió Adela días después en la última página del cuaderno- que aquel llanto de la Gran Montaña al saber tatuado su encanto en nuestro
interior, fue la forma de facilitarnos la salida, porque tanta armonía interior debería haber sido más difícil de abandonar. El secreto que no supe en
aquel instante fue que a partir de ese momento esa fuerza de la Gran Montaña me acompañaría siempre que yo quisiera. Aquella piedra puesta por mis manos
me ha hecho constructora de ese “túmulo” universal que en algún determinado equilibrio permanece allá, aquí y ahora, tan arriba como decida imaginarlo”.