Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Cuentos de Pedro Urdemales.

3. El cura coñete
Entró Pedro Urdemales a servir en casa de un cura muy cicatero, que siempre comía fuera de la casa.
— La obligación es poca — le dijo el cura — tú me acompañarás a las casas a donde yo vaya a comer y mientras como, me tienes la mula, y por cada plato
que coma le haces un nudo a la soga
con que la amarres, y cuando hayas hecho cinco nudos en la comida y tres en la cena, me avisas, porque yo soy muy olvidadizo y no puedo comer más de cinco
platos en la comida, ni más de tres en la cena: el médico me ha ordenado que coma poco. Y a todo esto, dime ¿cómo te llamas?
— Así, señor.
— Bueno, pues, Así, tendrás tres pesos mensuales, ya que tu trabajo va a ser casi ninguno. ¿Estás conforme?
— Como no, pues, señor; no me figuré que su mercé fuera tan generoso.
Pasaron algunos días viviendo de esta manera, hasta que Pedro Urdemales, que en todo este tiempo se había estado haciendo el zorro rengo y el que comía
poco, le dijo al cura:
— Mire, padre, ¿para qué se mortifica tanto, saliendo todos los días dos veces? Más es lo que gasta en mantener su mula que lo que economiza. ¡Y lo poquito
que se moja cuando llueve! ¿Y cuando el sol pica? El día menos pensado le da una pulmonía o un chavalongo. Ha de saber su mercé que yo soy muy buen cocinero,
y si usté me da cuatro reales diarios, yo le daré, más que comida, unos manjares que se va a chupar los dedos.
No le pareció mal si cura la propuesta y aceptó.
Pedro Urdemales tenía economizada una platita y de ella gastó el primer día, además de los cuatro reales que le dio el cura, cinco pesos, así es que pudo
servirle a su patrón una buena cantidad de platos, remojados con muy buenos tragos de la mejor chicha de Quilicura.
El cura se imaginó que estaba en la gloria y no se cansaba de darle gracias a Dios por haberle proporcionado tan buen sirviente, tan económico que ni buscado
con un cabo de vela. ¡Por cuatro reales darle tan bien de comer! No encontraría en todo el mundo otro hombre como Así.
Una vez que concluyó de cenar, Pedro Urdemales dijo al cura:
— Padrecito, tengo ahí un doble de leche y un poquito de aguardiente de Aconcagua; si a su paternidad le parece, le puedo arreglar un ponchecito para que
se lo tome antes de acostarse. Le pongo un pedacito de nuez moscada, otro de vainilla y unos clavitos de olor y queda de rechupete ¿qué le parece, patrón?

—     No me tientes, así, le contestó el cura; — me has dado mucho de comer y si echo al cuerpo alguna otra cosa, reviento.
— Pero, padre — le dijo Urdemales — pruebe siquiera un traguito; el aguardiente es correlativo y le va a hacer bien!
— Bueno, pues, Así; pero que sea un traguito bien corto.
Se fue Pedro para el interior y en un momento fabricó un ponche bien cabezón, pero le puso tanta azúcar, que se encontraba suavecito. ¡Bueno, en el hombre
diablo! Le llevó un medio vasito al cura, que se quedó saboreándolo, y al fin dijo:
— No está malo,
Y Pedro Urdemales:
— Si su reverencia quiere, le traigo otro pochichicho, fíjese en que el aguardiente es bajamuelles.
— Tráeme otro poquitito; me ha quedado gustando; se me está haciendo agua la boca.
Trajo Pedro Urdemales un potrillo que haría como un litro, más bien más que menos, y le dijo al cura:
— Sírvase su paternidad lo que quiera, que lo que sobre me lo tomaré yo, si su mercé me da permiso.
Esto que oye el cura, agarra el potrillo con las dos manos y se toma todo el ponche de un solo trago. Al tirito se le cerraron los ojos y se quedó dormido
como una piedra.
Pedro aguardó un rato, y en cuanto lo oyó roncar se fue cortito a la pieza en que el cura tenía la plata, que era mucha, y se la robó toda; pero antes
de irse le pintó la cara con hollín y después se mandó a cambiar.

Al otro día despertó el cura con el sol bien alto, y principió a llamar: "Así, Así, Así; pero nadie le contestaba.
Se levantó entonces medio atontado y con el cuerpo malazo a buscar a Así, y no encontrándolo, se puso a registrar la casa. Cuando vio que su sirviente
le había robado, casi se cayó muerto y salió desesperado a la calle, preguntando a todo el mundo:
— ¿Me han visto a Así?
— No, señor,— le contestaban; porque era cierto que nunca lo habían visto así, todo pintado de hollín, y creían que se había vuelto loco. Llegó a casa
de unas confesadas que se asustaron todas al verlo y le dijeron:
— ¿"Qué tiene, señor? trae la cara como diablo''— Le pasaron un espejo, y al verse todo embadurnado, casi se murió de la rabia.
Pedro Urdemales desapareció para siempre, y el cura quedó castigado de su avaricia.