Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La nochebuena en el cielo: cuento.

  La Nochebuena en el Cielo  

¿Cómo subí del brumoso Limbo al Empíreo radiante? ¿Fue cabalgando en un hilo de luz? ¿Fue entre las alas de una nube? ¿Fue saltando de estrella en estrella,
peldaños de la escala mística que en sueños vio Jacob? Posible me parece cualquiera de estos medios de locomoción, porque si nuestro cuerpo es plomo, centella
es nuestro espíritu. 

Ello es que de improviso me sentí envuelta en una ola azul, sutil, delicadísima, que compararía a la turquesa disuelta, si hubiera visto, alguna vez y
en alguna parte, la disolución de esa piedra preciosa. Y la alegría y exaltación de todo mi ser, el rapto de mis potencias y sentidos, me dijeron a voces:
"¡Quién como tú! Estás en el Cielo." 

Repito que me puse alegre como unas pascuas; el gozo procedía sobre todo de la imaginación, porque yo no experimentaba ningún beneficio positivo, pero
eso de pensar que uno está en el Cielo es ya la mitad del Cielo, o más de la mitad. 

No obstante, pasados los primeros momentos, empezó a convertirse mi júbilo en extrañeza e inquietud vaga. Azul encima, azul debajo, azul alrededor, azul
por todas partes...; no sólo era raro, sino monótono y sin pizca de chiste. ¿No habría en el Cielo más que tonos cerúleos, y por toda distracción concertantes
de violines, violas y arpas? ¿Se reduciría la fiesta de Nochebuena en la mansión de los escogidos a un baño en las ondas turquíes del éter? ¿Tanto ingenio
y variedad en los castigos infernales y tanta insipidez y poquedad en las celestes recompensas? 

Éstos eran mis irreverentes pensamientos, cuando, deslizándose por la superficie azulina y tersa del misterioso lago, vino a mí un hombre vestido con ropilla
de terciopelo negro, coronado de laureles, parecido a Cervantes en el avellanado rostro; mas no era el Manco, porque en melodioso italiano del Seicento
me aseguró ser el mismísimo Cisne, sorrentino, autor de la Jerusalén, maniático, melancólico y muy honesto enamorado. 

-He adivinado -me dijo- lo que cavilas, y quiero demostrarte que te engañas y que el Cielo no es aburrido ni soporífero, sino cosa muy buena. Esa idea
de la monotonía del Cielo proviene de que el Cielo es por esencia inefable; no se puede explicar con palabras, y el Infierno y el Purgatorio, sí: los sufrimientos
y los males están al alcance de la comprensión de un mortal; la beatitud eterna no la comprende sino quien ya la disfruta. Sólo hoy, por ser Nochebuena,
nos es permitido comunicar algunas partículas del bien sumo a los pobrecitos enterrados (desterrados no lo sois, puesto que en la tierra vivís). Y así
te diré, en primer lugar, que el Cielo no es inmovilidad e inercia, sino al contrario, vida a raudales y actividad intensa y siempre fecunda. Sé por un
ángel ambulante, de esos que van y vienen a vuestro globo, que cierta secta procedente de la India goza ahora de singular favor entre los sabios europeos,
y esa secta ridícula hace consistir la beatitud en pasar cientos

de años contemplándose el ombligo en un acceso de estrabismo convergente... Ríete de esos ascetas bizcos; en el Cielo todos miran derecho, franco y alto;
las pupilas irradian luz... ¿No ves las mías? 

Era verdad; los ojos de Torcuato Tasso, nublados en vida por la demencia y el dolor, relumbraban ahora como soles, claros, puros, magníficos; ventanas
que descubrían el alma glorificada y dichosa. Envidia me causó el mirar del Cisne. ¡Cuán diferente de otro mirar torvo y siniestro que había pesado sobre
mi corazón al acompañarme el Cisne suicida! 

Desciñóse el Tasso su corona de laurel y me ofreció una hoja. La cogí, y el talismán obró inmediatamente sus mágicos efectos. A manera de telón de raso
que se descorre, vi arrollarse el azul ambiente, y allá en el fondo divisé los resplandores de la Gloria. Vi en espléndida perspectiva aquella ciudad santa
que, extendiéndose por millones de leguas, es toda de oro, margaritas y piedras preciosas; lucidísima y transparente como el cristal; sus torres y almenas,
de jacinto y topacio; su atmósfera, de lumbre; sus cercanías, campos de fresquísima hierba y raras flores movidas por un aura embalsamada y deliciosa. 

-Ahí tienes -advirtió el Tasso- la Jerusalén celeste, tal como la idearon y describieron los autores místicos. Por ella discurren los bienaventurados,
sumidos, como la esponja en el mar, en un piélago de gozo, que los penetra y envuelve; gozo dentro y gozo fuera, gozo en lo alto y en lo bajo, y gozo lleno
en todas partes (esto debías saberlo ya por referencia de San Anselmo). Los bienaventurados se encuentran ahí como esponjas, pero como esponjas que tuviesen
tantos sentidos del gusto cuantos ojuelos y Poros, y las metiesen en un mar de leche y miel, gozando con mil bocas de toda aquella suavidad y dulzura.
Vive su entendimiento con perfecta sabiduría; su memoria, con inmortal representación de lo pasado; su voluntad, con plenísima satisfacción; los sentidos,
con continua delectación de sus objetos... 

-¡Ah! -exclamé-. No comprendo, poeta; no me puedo figurar ese estado beatísimo, y creo que pierdes el tiempo en querer iluminar mi torpeza... Oigo tus
palabras; me suenan bien, son dulces, deliciosas; pero no veo lo que expresan... ¡Quisiera ser esponja ya! 

El Tasso me dedicó una de sus preciosas miradas, húmeda de compasión por más señas. 

-¡Poverina! -contestó-. Voy a ver si te ilustro con imágenes más adecuadas para ti. Te gustan las artes, ¿no es cierto? Verbigracia, ¿eres aficionada a
la música? 

-A la música, no tanto; pero con todo... si es muy fina, muy escogida y de poco estrépito... 

-Pues haz por conseguir el grado de santidad de tu compatriota la fervorosa virgen doña Sancha Carrillo, y verás cómo, estando enferma y para morir, con
un acorde no más que llegue a tus oídos de la música del Cielo, se te quitan todos los males y dolores y quedas sana de repente. ¿No te acuerdas de que
el canto de un pajarillo sólo tuvo suspenso a un santo monje por espacio de trescientos años? 

-Cisne, háblame de letras, y no de notas y acordes. Más música hay en tus estrofas que en ópera ninguna. 

-¡Ah incorregible! -respondió él-. Voy a abrirte el apetito, a ver si te llevo por el camino de la bienaventuranza. Cada espíritu tiene sus asideros; ¡a
ti hay que cogerte por el de las letras, empedernida, impenitente, aragonesa de Cantabria! Para que te tomes el trabajo de ganar el Cielo, sabe que si
llegas a entrar en él, encontrarás juntos a los grandes poetas y a los autores ilustres de todo siglo y de toda nación, y podrás charlar con ellos o, mejor
dicho, escucharlos a tu sabor, y te recitarán sus versos y sus prosas..., sin el contrapeso de tener que alabárselas... ¡Te será dada ciencia infusa, y
comprenderás al oído y gustaras con deleite el griego de Homero, Píndaro y Safo, el sánscrito de Valmiki, el hebreo de Salomón, Job y David, el zendo de
Firdusi, el latín de Virgilio y el ruso de Puschkin... Además (abre el ojo), verás esculpir a Miguel Ángel, y no te digo que verás pintar a Rafael, porque
sé que no te entusiasma ese maestro... Yo te diré la fábula de la

rosa, y Dante te obsequiará con unas terzine... ¿A que ya vas comprendiendo los hechizos de la beatitud? 

-Si ser beato es vivir así, no interrumpir, sino completar la actitud del pensamiento, ensanchar la esfera del goce estético, salir de tantas curiosidades
como nos hostigan -aun convencidos de la imposibilidad de satisfacerlas-, entonces digo que aquí se estará muy bien... ¡Qué placer inmenso el de revivir
la historia iluminando sus tinieblas, conociéndola tal como fue, y no como la ofrecen las pálidas crónicas y las almidonadas narraciones de los historiógrafos!... 

-Precisamente -exclamó el Tasso-, eso es lo que vas a gozar sin tardanza. No al dar las doce de la noche, porque aquí no hay noches ni signos que marquen
el curso del tiempo; pero en el instante misterioso que corresponden a la hora terrestre verás el nacimiento de Cristo tal como sucedió... Ven, y aprisa,
que ya se acerca el instante solemne. 

Le seguí, y salimos de los amenísimos jardines que rodean la Sión divina, a una campiña vulgar, rústica y fragosa a trechos. Atravesamos un villorrio de
desparramadas casucas, entrando en él por una puerta de herradura muy ruinosa. Las calles estaban desiertas. Comprendí que era la villita de Belén. Seguimos
una callejuela que más parecía senda campestre, pues los edificios aislados y en desorden no tenían aspecto urbano, y alcanzamos un vasto espacio vacío,
un páramo que semejaba agujero abierto en el centro del lugar. Allí vimos una especie de cobertizo, sombreado por un árbol enorme, que me pareció un terebinto,
y cuyo ramaje se extendía formando techumbre. Al tronco del árbol estaba atado un jumentillo; una mujer joven, vestida de lana blanca, reposaba al pie
del árbol, en actitud de cansancio. Notábase el bulto de su vientre... 

-Es María -me dijo el poeta-. Siente que se acerca la hora de dar a luz, y quiere lograr asilo en ese cobertizo; José ha ido a hablar con los dueños, y
se lo niegan; mira cómo vuelve cabizbajo. Ahora propone a su mujer llevarla a una gruta que sirve de aprisco y establo a los pastores... Ya se levanta
ella trabajosamente... Se dirigen a la gruta... Mira. 

Salían, en efecto, por la parte oriental de Belén y seguían un sendero que orillaba derruidos paredones y fosos, ya cegados, de fortificaciones que se
desmoronan. A poco camino que anduvieron, un grupo de arbustos les indicó la gruta, cavada en la roca. Su entrada tenía un saledizo de bálago, abrigo de
los pastores. La puerta era de ramas entretejidas; José la movió y desencajó no sin esfuerzo. En la estancia formada por la excavación y donde entraron
los esposos, vi el pesebre, que no era sino un pilón o abrevadero abierto en la piedra para dar de beber al ganado; encima sobresalía el comedero, aún
atestado de seca hierba. Obstruían la gruta esteras y haces de paja; apartólos José, colgó un candilejo de la pared de tierra, mullió la cama para la Virgen
y salió con un odre de cuero a buscar agua; luego bajó a Belén por carbón y escudillas; volvió presto; encendió la hornilla bajo el saledizo y coció tortas
y asó manzanas. María comió algo, oró y se tendió en la cama,

suspirando de fatiga. José había vuelto a salir para atender al pienso del asno. Y cuando volvió, la gruta ya parecía inflamada en vivas llamas; fuego
sobrenatural, como el de la zarza del monte Horeb, envolvía el recinto. José cayó de rodillas y alzó las manos al Cielo. 

María, vuelta de espaldas, se apoyaba en la pared de la gruta. Con irreverente curiosidad, quiso oír sus quejas; no pude... La claridad me cegaba; maravilloso
hormiguero sideral, inmensa vía láctea de estrellas, subía desde la gruta, centelleando y vertiendo océanos de lumbre blanca, entre los cuales sólo se
distinguía un niñito recién nacido, más luminoso que el sol, rodeado de una aureola de rayos... 

-Ya me ofusca tanta luz -dije a mi guía-. Ya no veo los detalles humildes, prosaicos y ternísimos que me encantaban: la realidad del Nacimiento... 

-Eres mortal -contestó el poeta-. No puedes entender... Esa luz que te ciega sale de tu imaginación, surge de ti misma. No hay tal resplandor. ¿No ves
al recién nacido, moradito de frío, lloroso? ¿No ves a su madre, que le faja y le empaña? 

-No... ¡Luz y más luz!... -contesté, gimiendo, porque ya mis pupilas no podían resistir, y la vibración lumínica hacía danzar en mi cerebro átomos, primero
rojos, luego verde esmeralda, luego morados... Hasta que, dando un grito, el grito de espanto del ciego, exclamé: "¡Nada, nada!... ¡Oscuridad completa!",
y extendí las manos para agarrarme a algo, guiada por el instinto de sustitución inmediata de un sentido a otro...  

¿Necesitas, lector, que escriba el clásico desperté? ¿Verdad que no? ¿Y verdad que tú tampoco sabes ni qué es dormir ni qué es despertar? 

"El Imparcial", 8 de febrero 1892.