Texto publicado por Germán Marconi

Nota: esta publicación fue revisada por su autor hace 9 años. Antes se titulaba Esto hay que leerlo .

De lo que estoy leyendo - "Edén", de Andrés Pascual

Suelo hacer largos comentarios sobre los libros que leo y les invito a hacerlo, pero esta vez, el gragmento con el que Andrés Pascual inicia su libro "Edén" es más que movilizante.
En breve, les comparto el libro completo, para mí ha sido la mejor lectura que he podido hacer entre el final de 2014 y este primer día del 2015.

Saludos,

Ger.

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Ttiniebla

Amazonía brasileña,

dos años antes

El pequeño indígena corría despavorido hacia la parte oscura de la selva, allá donde los árboles sagrados ocultaban el sol. Su corazón latía como los viejos tambores de guerra. Los labios apretados contenían sollozos. No llegaba a apartar la vegetación que le golpeaba en la cara. Seguía adelante como un jaguar sorteando olas de helechos, dunas de raíces, cascadas de enredaderas. El universo verde que tanto amaba se volvía de pronto en su contra, dificultando su huida del cazador de hombres.
Un nuevo disparo atravesó la maleza. Los guacamayos alzaron el vuelo. Una familia de monos capuchinos inundó el aire de chillidos. El chico vio que el cazador había errado el tiro por varios metros, pero no podía confiarse. Notaba cada vez más próximo el cañón caliente, las balas calladas que aguardaban en la recámara.
Se detuvo detrás de un tronco para coger aire y apoyó las manos en los muslos, lacerados por unas hojas finas como cuchillas de afeitar que crecían a media altura. Su madre insistía en que usara los pantalones vaqueros que compraban en Manaos, pero él, a pesar de estar a punto de cumplir once años, prefería el taparrabos que su abuela le hizo con cuero de tapir. Permaneció unos segundos con la mirada clavada en las palmas teñidas de sangre. No había tiempo para lamentos, tenía que escoger una ruta. Se encontraba a varias horas de cualquier enclave habitado, aparte de la comunidad de su familia, a la que no podía volver porque el cazador le cortaba el paso. El problema era que comenzaban a fallarle las fuerzas. Sentía calambres en las piernas, su respiración frenética le quemaba la garganta.
Bebió de una bromelia que acumulaba agua de lluvia en sus hojas con forma de copa y cerró los ojos al tragar. Hizo una inspiración entrecortada y olió la tierra siempre húmeda, la resina de copal y la fragancia de unas orquídeas que salpicaban de rojo las riberas del río…
¡El río!
Reanudó como pudo su carrera y no paró hasta que alcanzó la orilla. Se encaramó a las piedras pulidas con cuidado de no resbalarse. Había llovido de forma torrencial durante la última semana y la corriente bajaba desbocada. Comprobó con angustia que desde allí no podía bordear el kilómetro que le separaba del puente. Miró al otro extremo. Era una locura. Incluso cuando no había crecida utilizaban una cuerda para bañarse…
Oyó voces, se volvió un instante y de nuevo clavó los ojos en la otra orilla. Tenía que cruzar, era la única forma de dejarlos atrás.
Saltó con decisión. Durante unos segundos peleó contra los remolinos, pero pronto se convenció de que era inútil y se dejó llevar, rogando que apareciera un delfín rosado que con el pico le alzase a su lomo. Dio vueltas y más vueltas entre la espuma y los troncos arrastrados. Le golpeaban, el agua le anegaba la nariz y la boca. Cuando ya lo creía todo perdido logró sacar la cabeza y, entre el enérgico chapoteo, reparó en dos lianas que se introducían en el agua. Se estiró hacia la primera y la tocó con la punta de los dedos, pero un latigazo de la corriente le sumergió hasta el fondo. Dio un grito que retumbó en su cabeza, alzó el brazo hacia la superficie y en el último instante consiguió asirse a la otra. Soportó como pudo el tirón y avanzó a duras penas hasta que, extenuado, se introdujo en un recodo de manglar.
Permaneció inmóvil con el agua hasta la barbilla para recuperar fuerzas y echar de nuevo a correr, pero cuando fue a incorporarse ya era tarde. El cazador se acercaba a la orilla acompañado del guía de la selva y otro nativo, vestido con ropa occidental, que había organizado la batida. El chico lo había visto una semana atrás rondando su comunidad desde una barca con motor, y después se había cruzado con él en la ruta que hacía al atardecer para revisar la cosecha familiar de caucho. Le inquietó su expresión sombría y la certeza de que aquel hombre tenía alguna cuenta pendiente con su selva, pero no dijo nada en casa. No podía imaginar que andaba buscando una pieza de safari.
Gateó hacia la margen de barro junto a la que flotaban unos enormes nenúfares, se introdujo entre las hojas circulares y frotó con las flores su cara y cabello. El denso aroma a albaricoque impediría que el experimentado olfato del guía lo detectase…
O eso esperaba.
—Si no ha salido por aquí, se lo ha llevado el río —oyó que decía el nativo.
Sumergió la cabeza en la marisma hasta los ojos. Su pelo mojado se confundía con las piedras, pero en cualquier momento lo descubrirían. Los tenía literalmente encima.
—Maldita sea… —gruñó la voz grave del cazador.
—No se preocupe, localizaré otra presa para usted.
—Quiero ésta.
—Pero mister, si nos dirigimos hacia…
—Quie-ro-és-ta —repitió aquél, imprimiendo a cada sílaba una gélida cadencia.
A pesar de tener al chico a unos centímetros de sus botas no acertaba a verlo, pero su instinto depredador le mantenía anclado al suelo. Se sabía cerca de su trofeo y estaba excitado. Observaba las lianas, calibraba la fuerza de la corriente y apretaba con rabia el fusil.
Mientras se concentraba para no moverse, el chico comprobó con pavor que una araña peluda se aproximaba hacia él sobre una de las grandes hojas de lirio. Comenzó a temblar. Nunca había tenido reparo en pescar pirañas con un simple sedal o coger con los dedos orugas urticantes que seccionaba para extraer su pulpa curativa, pero sentía aprensión por las arañas. No podía soportar el movimiento acompasado de sus ocho patas.
Intentó pensar en otra cosa. Recordó las noches de tormenta, años atrás, en las que su abuelo le explicaba que no debía tener miedo, que el mundo se creó de la nada y que todo lo que había en él, incluidos los niños y los truenos, estaban hechos de la misma sustancia. Los disparos eran peor que los truenos, pensó, pero comenzó a entonar mentalmente la vieja canción indígena que su abuelo canturreaba para cerrar la historia y hacer que conciliara el sueño bajo el resplandor de los relámpagos:

La tierra desnuda y fría

se vistió con árboles gigantes.

Entre las ramas el viento silbaba.

Shhh… Shhh… Shhh…

En aquel momento ocurrió algo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó el cazador.
—¡Allí! —señaló el guía en dirección a la foresta.
El cazador corrió unos metros hacia el interior con la culata apoyada en el hombro y disparó.
—¡Mierda! ¡He vuelto a fallar!
—No se preocupe, mister…
—¡No me seas condescendiente, hijo de puta!
—¡Era un aullador colorado, mister! —se explicó el guía estirando las manos hacia él para calmarle—. Lleva siguiéndonos desde hace horas.
Mientras el simio se perdía entre los árboles, el niño aprovechó para salir del agua. Amparado por el estruendo del río, bordeó unos metros para alejarse de sus perseguidores y corrió hacia las profundidades de la selva, sin mirar atrás, hasta que llegó a la base de una inmensa ceiba.
Contempló el tronco que lo convertía en el rey indiscutible del lugar. Ya estaba allí cuando, siglos atrás, llegaron los primeros expedicionarios. Mediría unos setenta metros de altura, sobresaliente su majestuosa copa por encima del manto amazónico, y casi cuatro de diámetro. Era el imponente retablo de aquel templo de columnas de madera, envuelto en una bruma que se desplazaba como humo de incienso y salpicado de luciérnagas que vibraban como las llamas de las velas. Pensó en esconderse entre sus pliegues, pero si el cazador lo encontraba no tendría escapatoria posible, así que decidió trepar. Y comenzó a subir, cuidando de no clavarse las espinas, aferrándose a ellas a modo de escalones hacia las nubes.
De repente, un nuevo disparo rasgó el aire. Sus ojos se abrieron de par en par al tiempo que sentía una quemazón insoportable en el talón. El cazador le había alcanzado. Pero siguió trepando, tirando de sí con las manos y un solo pie, espina a espina, hasta que llegó a la altura de una gran rama que, en su unión con el tronco, le ofrecía un hueco a modo de hamaca. Fue a introducirse en él cuando oyó otro disparo y sintió un brutal picotazo en la espalda.
Permaneció inmóvil, inquieto por el momentáneo silencio.
De su boca salió un hilillo de sangre.
Vinieron a su mente las tardes pasadas con sus primos en busca de unas ranas amarillas a las que extraían el veneno en un peligroso ritual que los convertía en hombres. Llevó la mano al pequeño cuchillo que colgaba de una cuerda anudada a su cintura y apretó el mango de hueso para combatir el miedo. Los viejos hablaban del paso a otra vida como quien cruza un puente colgante, largo e inestable. No quería caer al vacío y sufrir los tormentos del infierno. Iba a echarse a llorar, pero escuchó una música suave como las mariposas que vivían un solo día y a la vez rotunda como los tifones de verano y todo se calmó en su interior. Miró al cielo a través de la copa del árbol. El sol penetraba como flechas de luz entre las hojas movidas por el viento. Los chillidos del mono aullador se volvieron silbidos juguetones, los loros agitaron sus alas sin moverse de las ramas, brillaban los ojos vigilantes de los tipis.
Oyó un bisbiseo. Eran las hojas que susurraban: Ven, deja que tu alma ascienda hacia nosotras, que primero roce las de los árboles bajos, luego las de los medianos y por fin alcance la copa de este gran tronco que une la tierra y el cielo. El chico se recostó sobre la rama. Apoyó la cara en los líquenes. Las enredaderas le abrazaban. No sentía dolor, estaba en casa.
—He nacido de las hojas y vuelvo a las hojas —dijo con dulzura, citando a su abuelo—. Soy la raíz de estos árboles, mi sangre es su savia.

Fragmento de: “Edén”, de Andrés Pascual.